Mostrando entradas con la etiqueta invierno. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta invierno. Mostrar todas las entradas

12 enero 2013

El invierno de los de antes


Un pececillo de cobre, posiblemente del género Machilis.
En las vastas soledades de hielo de la Antártida, más allá de un océano gélido, en los confines australes del planeta, el mayor animal terrestre que existe es... un mosquito. Belgica antarctica pertenece a un antiguo linaje que se separó de los demás mosquitos quironómidos hace unos 68 millones de años, al final de la era de los dinosaurios. A su vez, los mosquitos resultan ser el grupo más primitivo dentro del orden de los Dípteros (moscas y mosquitos). ¿Será casualidad esta conexión entre frío y antigüedad? Intentemos averiguarlo en esta entrada, y para eso empecemos fijándonos en qué clase de animales se aventuran a exponerse a los elementos durante estos días de escarcha y niebla en nuestro matorral mediterráneo.
 
Los más visibles de esos animales son las aves, que resisten muy bien el frío y las inclemencias gracias a su sangre caliente y a su plumaje impermeable. La mayoría de estas aves invernales son pequeños pájaros (Paseriformes), cuyo origen evolutivo es bastante reciente. Así que sumemos un punto en contra para la conexión frío-antigüedad. Pero, ¿qué hay de los invertebrados? Ahora llegan dos puntos para esa conexión, porque los únicos que a lo largo de estos años he alcanzado a descubrir mientras pululaban sobre el suelo de nuestro monte tras las heladas son algunos de los invertebrados de linaje más antiguo del paraje. Los menos escasos resultan ser los opiliones, esos zanquilargos arácnidos que se separaron los primeros de la estirpe que originó a los escorpiones y solífugos. Cuando asoma el sol y la escarcha se derrite, algunos diminutos opiliones, de varias especies, salen de entre las grietas de las rocas y pasean, majestuosos a su manera, sobre sus larguísimas patas, con un aire que siempre me recuerda a los trípodes de los marcianos en La Guerra de los Mundos. De igual manera se mueven los opiliones incluso sobre las nieves alpinas, en donde se cuentan entre los poquísimos invertebrados capaces de sobrevivir, un nuevo indicio de que están especialmente bien adaptados al frío. Junto a ellos, en nuestro monte puede corretear el otro protagonista del invierno de los invertebrados, el extrañísimo pececillo de cobre, miembro del orden más remoto de entre todos los insectos actuales, el de los Arqueognatos. Estos insectos primitivos, de aspecto rugoso y un tanto antediluviano, saltan como si fueran colémbolos, pero tienen tres colas al estilo de los pececillos de plata; comen detritus y prefieren vivir en sitios húmedos, muchos incluso en las orillas, como si todavía recordasen su origen a partir de crustáceos acuáticos.

 
En resumen, en lo más frío del invierno permanecen activos en nuestro monte un grupo de vertebrados más bien moderno y dos grupos de invertebrados muy antiguos. Sumemos a esto el caso del mosquito antártico, y ya tenemos un 1 a 3 a favor de la conexión frío-antigüedad. Por supuesto, con este resultado tan corto no se puede asegurar que esa conexión sea una norma en la naturaleza, pero queda abierta la posibilidad de que lo sea. ¿Y si lo fuese? ¿Por qué los grupos más antiguos de seres vivos habrían de ser más propicios a tener especies adaptadas al frío? Tal vez porque adaptarse al frío es de por sí difícil para cualquier organismo, pues las células se rompen cuando se congelan, atravesadas por agujas microscópicas de hielo. La evolución necesitará tiempo para dar con la solución a este problema, y lo hará a base de generaciones y generaciones "probando" diversas mutaciones. Cuanto más tiempo le demos, más fácil será que dé con la solución. Según esto, lo lógico sería que los organismos adaptados al frío surgieran precisamente en los linajes más antiguos, ya que la evolución ha tenido en ellos tiempo suficiente para producir las adaptaciones necesarias. Este proceso sería válido sobre todo en seres de sangre fría, como la mayoría de los invertebrados, ya que los animales de sangre caliente están de por sí mejor adaptados al clima frío. Por eso, quizás, los mamíferos del ártico, como el oso polar, son más bien modernos que antiguos: sus antepasados estaban preadaptados para que la evolución los moldease con más facilidad ajustándolos al frío polar. A falta de conclusiones definitivas, quedémonos con que el invierno hace de nuestra fauna de invertebrados una colección de especies más primitiva que nunca. O dicho de otro modo, de "los de antes" es el invierno.

13 diciembre 2012

El inquilino acorazado

Ciertas avispas jurásicas comenzaron a excavar galerías subterráneas, y en su mundo de laberintos oscuros perdieron las alas, se organizaron como una sociedad de castas al mando de una reina, y hoy llamamos hormigas a sus lejanos descendientes. Las hormigas crearon un nuevo hábitat, el de sus hormigueros, un ambiente protegido, abastecido de provisiones y amortiguado respecto al frío y al calor del exterior. Algunos invertebrados supieron aprovechar las ventajas de este nuevo mundo, se convirtieron en las “mascotas” de las hormigas, como veíamos en una entrada anterior. En estos días de frío, bajo la escarcha, en lo profundo de los túneles, deambulan entre la masa de hormigas en movimiento unos inquilinos mucho más extraños y fuertes que la indefensa cochinilla de la humedad.

Podemos encontrar a estos insólitos comensales al levantar una roca y dejar al descubierto los intrincados pasadizos del hormiguero, pero resulta fácil pasarlos por alto, pues en ese momento sólo nos parecerán grumos de tierra, o como mucho conchas vacías y estropeadas de algún caracol. Pero una vez me entretuve lo bastante ante la piedra levantada como para que uno de esos grumos cobrase vida. De pronto, unas patas asomaron del pequeño estuche terroso, revelando que era en realidad el habitáculo de una larva de escarabajo. Durante más de un año, la naturaleza de esa larva fue para mí un misterio. Hasta que, leyendo por casualidad en una guía de campo, di con la respuesta.
Como pude confirmar, era una larva de escarabajo clítrido, seguramente del género Lachnaia, o Clytra, un insecto que pasaba su estadío juvenil errando a ciegas por el dédalo de un hormiguero. Se alimenta, creemos, de los detritus que va encontrándose por los pasadizos. Se protege de las belicosas hormigas fabricándose ese estuche terroso a base de sus propios excrementos, una funda que crece al ir creciendo el gusano que la construye. Ante el inquisidor contacto de las antenas de una hormiga, la larva de clítrido se refugia velozmente en el estuche, taponando la entrada con la dura placa esclerotizada que escuda su cabeza. De este modo logra sobrevivir entre la marea de obreras dispuestas a eliminar a cualquier intruso en su colonia. Y cuando finalmente la larva se convierte en crisálida, suele hacerlo bajo una roca, cerca del exterior, facilitando así el escape al escarabajo adulto.

Un peligro más letal que la horda de hormigas acecha a esta larva acorazada. Lo vi en una sola ocasión en trece años, o quizás no, no estoy seguro. Sólo sé que una vez, al levantar una roca, observé atónito, entre las hormigas, a una hormiga de terciopelo, una de esas avispas vellosas, rojinegras y sin alas. Este intruso avanzaba sin ninguna preocupación aparente junto a las hormigas, lo cual me extrañó porque normalmente los insectos huyen de ellas. Más tarde averigüé que una especie de hormiga de terciopelo, Physetopoda halensis, se desarrolla parasitando larvas de Clytra dentro de los hormigueros. Tal vez sorprendí a una de estas especialistas extremas buscando a su víctima, no puedo confirmarlo.

En cualquier caso, existe una avispa de terciopelo que crece devorando a un gusano acorazado, que a su vez vive como comensal de unas avispas subterráneas… Sumemos una extravagancia evolutiva más a la larga lista de rarezas vivientes del matorral mediterráneo.

21 enero 2011

Memorias de Australia

Las palomas torcaces (Columba palumbus) son las mayores palomas de la región mediterránea y una de las aves inviernantes más comunes de nuestros montes. Su despegue ruidoso desde encinas y olivos puede oirse todo el año, pero al llegar el frío miles de palomas bajan desde el norte de Europa para pasar esos meses hostiles en los paisajes mediterráneos, donde el invierno se hace más llevadero. Otros grupos de aves no realizan esta migración, por ejemplo, las aves de la tundra ártica: el halcón gerifalte, el búho nival, la perdiz nival... Especies que se han adaptado a las condiciones extremas del invierno boreal, a diferencia de las palomas y otras muchas aves. ¿A qué puede deberse esta diferencia? ¿Acaso las palomas, por algún motivo, encuentran difícil adaptarse al frío? Es difícil contestar a esta pregunta, pero puede que la respuesta sea más sencilla de lo que parece. La clave podría estar en algo que últimamente suena mucho en ecología: el conservadurismo de nicho (niche conservatism).

Las palomas (orden Columbiformes) parece que se originaron en Australia, junto con muchos otros linajes de aves, como los córvidos o lo que llamamos "pájaros" (paseriformes). En Australia, las primeras palomas debieron de ocupar las antiguas selvas tropicales, donde aún hoy se da la máxima diversidad mundial de palomas. En las junglas, las palomas originariamente se alimentarían, como hoy, de frutos, como tantos otros organismos tropicales. Así que, desde el principio, las palomas comenzaron como aves frugívoras tropicales. Esta manera de vivir, este nicho ecológico ancestral, supone una herencia difícil de perder. Cuando, a lo largo de millones de años, las palomas se extendieron de Australia a Eurasia, originando nuevas especies por el camino, y cuando finalmente colonizaron Europa, cambiaron adaptándose al clima más fresco de estas regiones templadas, pero las nuevas especies retuvieron ese "aire de familia", heredado de sus antepasados de Oceanía. Quizás por eso aún hoy parece que les cuesta adaptarse a los climas muy fríos, ya sean de montaña o boreales, ya que ese clima es muy lejano del clima tropical en que vivían sus ancestros. Y quizás esa herencia explica que su dieta se base principalmente en los frutos. Como nos muestran nuestras torcaces, que incluso en la región mediterránea se alimentan todavía en abundancia de los frutos de un linaje tropical de árboles: las encinas. En efecto, las torcaces son consumadas comedoras de bellotas, que tragan enteras. Su historia evolutiva, en la que se unen la biogeografía y el conservadurismo de nicho ecológico (de papel ecológico, si se quiere), constituye un ejemplo curioso de cómo la ecología y la evolución nos pueden ayudar a entender los rasgos de los seres vivos a nuestro alrededor.

Sobre el origen de las palomas en Australia: Briggs (1987) Biogeography and plate tectonics. Elsevier. Sobre conservadurismo de nicho: Wiens (2005) Niche conservatism as an emerging principle in ecology and conservation biology. Ecology Letters 13: 1310-1324.

22 diciembre 2010

Tres especies y un nicho

Una imagen como ésta es tan difícil de contemplar como fácil de ver resulta su protagonista rapaz, el aguilucho pálido (Circus cyaneus), en sus largos planeos sobre los campos abiertos durante el invierno, ya sea en La Mancha o en cualquier otra zona despejada a lo largo de casi toda la región Paleártica (Eurasia y Norteamérica). Cada año sobrevuelan nuestro ecosistema algunos aguiluchos pálidos, menos que sus parientes estivales, los aguiluchos cenizos (Circus pygargus), que prácticamente son idénticos excepto por su tamaño algo mayor y por migrar cada año desde el África subsahariana. Por lo demás, ambas especies de aguiluchos cazan planeando bajo sobre los campos, y ambas capturan más o menos lo mismo: pequeños vertebrados (sobre todo pajarillos, roedores, algún gazapo...) y a menudo insectos grandes.

Por tanto, a efectos prácticos, uno y otro aguilucho desempeñan el mismo papel en el ecosistema, el mismo nicho ecológico. Y esto va en contra de lo que se nos enseña generalmente a los biólogos: que cada especie tiene un nicho ecológico distinto, separado del de otras especies de su comunidad. Pero muchos os habréis ya percatado de que en realidad ambos aguiluchos sí que ocupan nichos distintos, separados en el tiempo por la estación del año. De este modo, viven en el mismo sitio pero nunca coinciden lo suficiente como para competir en serio uno con otro por el alimento, lo cual llevaría a la extinción de la especie menos capaz, según cree la mayoría de los naturalistas. Con esto, la norma "una especie - un nicho" queda salvada.

Pero quitémonos los prismáticos y miremos alrededor del aguilucho pálido. En esos mismos campos abiertos podemos encontrar ratoneros y milanos reales, rapaces que solamente visitan el paraje en invierno, con dietas prácticamente idénticas a las del aguilucho pálido. ¿Diremos que ocupan nichos distintos? Si es así, ¿dónde está la diferencia que los separa? Tanto el aguilucho pálido como el ratonero y el milano se dedican a capturar lo que buenamente pueden para sobrevivir al invierno, ¿podemos pensar que se van a permitir el lujo de seleccionar a su presa para evitar competir entre sí? Como no puedo convencerme de que no compitan por sus presas (lo que come uno ya no lo comerá otro), tengo que considerar que las tres rapaces están ocupando un mismo nicho en el ecosistema. Es decir, cuando llega el invierno, cuando escasean las presas, los temporales impiden cazar y en los días de sol apenas hay horas de luz para conseguir alimento, en esos meses durísimos para la vida, en nuestro monte no hay una sola especie de rapaz planeadora, como en verano, sino... ¡nada menos que tres! Tres especies en el mismo nicho.

Por desgracia, la definición de nicho es tan capciosa que habrá quien piense que no llevo razón, que estas tres rapaces ocuparán tres nichos distintos, separados por alguna peculiaridad completamente insignificante que distinga sus dietas en el paraje. Da lo mismo: si compiten, la teoría clásica dice que debería quedar una sola especie. Y es difícil negar que compitan por el escaso alimento en las condiciones que he descrito antes. Por todo esto, y por más cosas que ya he comentado por aquí, considero que la imagen típica de las comunidades ecológicas, esa idea de que cada especie tiene forzosamente un nicho distinto, es una caricatura de la realidad que más que ayudar nos confunde a la hora de comprender la naturaleza.

11 diciembre 2010

Los pequeños migradores

Después de las primeras nieves y de las lluvias abundantes que siguieron, por fin vuelve a salir el sol sobre nuestro monte mediterráneo, y ahora todos los pajarillos se afanan aprovechando las horas de buen tiempo para conseguir algo de la comida que no han logrado en estos días de tempestades. Toda la comunidad de aves invernantes está en movimiento: petirrojos y herrerillos trajinan por las copas de las encinas, más arriba de la altura de las ramas por donde se suele ver a las currucas. Los zorzales y las urracas cruzan de un arbusto a otro, bandos de torcaces pasan rápidamente por el cielo, y a lo lejos se oyen gangas, ortegas, mirlos... En esta época incluso los pedregales tienen su propio especialista, el colirrojo tizón (Phoenicurus ochruros, el de esta acuarela es un macho). Cada invierno, dos o tres parejas de colirrojos se instalan provisionalmente en torno a las alineaciones de rocas apiladas que delimitan un antiguo campo de cultivo, abandonado hace décadas e invadido por matorrales, en el borde del ecosistema. Como tantas especies de aves, los colirrojos sólo visitan el paraje en invierno, y se marchan en cuanto despunta la primavera. Lo mismo cabe decir de los reyezuelos, petirrojos, zorzales, escribanos montesinos, pinzones, herrerillos, alondras... Todos ellos tienen algo en común: son pájaros bastante pequeños. En comparación, muchas de las aves que pueden verse todo el año son medianas o grandes, como avutardas, sisones, torcaces, perdices, gangas y ratoneros, por citar unas cuantas especies. Y si lo pensamos tiene toda la lógica del mundo, porque, al igual que los más propensos a padecer el frío son los niños pequeños, las aves más menudas resultan mucho más vulnerables a las heladas que las de mayor tamaño. Un ser vivo pequeño tiene mucha superficie corporal comparada con su peso, y esa elevada relación superficie/volumen hace que pierda más calor que uno grande. Por eso esperaríamos que las aves que vienen a estas tierras huyendo del frío de los inviernos del norte fuesen mayoritariamente pequeñas. Un simple paseo por cualquiera de nuestros montes confirma esta sencilla expectativa, otro ejemplo más de que la naturaleza a menudo es más fácil de entender de lo que parece.

01 febrero 2010

Cambios entre la escarcha

Después de los temporales llegaron las noches heladas de la escarcha, pero las suceden los luminosos días de un Sol que logra, a ratos, alejar el frío. Bajo esta luz limpia, si observamos atentamente, encontraremos que hay algunos cambios muy significativos entre los habitantes de nuestro ecosistema. Por ejemplo, tras algunas semanas apenas sin aves, de nuevo cruzan estorninos, pinzones y pardillos, revoloteando de mata en mata en su viaje de regreso hacia el Norte, seguramente hacia Francia, o Alemania, desde donde bajaron hace unos meses. Algunos verdecillos y cogujadas cantan a ratos desde las encinas lavadas por la lluvia. En las ramas de encina, pequeñas orugas engordan día tras día protegidas por la cutícula translúcida de una hoja. Y a ras de suelo, los asfódelos, o gamones (Asphodelus ramosus, ver imagen), brotan con sus hojas carnosas levantando la tierra a su alrededor. Bajo las rocas, las crías de las tijeretas han crecido, protegidas por su madre, y diminutos colémbolos han nacido a centenares, saltando ahora como minúsculas motas blanquecinas sobre el barro. El año pasado todo esto sucedió unas semanas más tarde, quizá a causa de un invierno durísimo en el que prácticamente heló cada noche de noviembre a febrero. Con estos indicios, el ecosistema nos dice que, aunque todo parezca seguir más o menos igual, algo ha cambiado, y la vida se prepara a ojos vista para brindarnos el efímero esplendor de la primavera mediterránea.

18 enero 2010

Efecto almacenaje

¿Cómo pueden coexistir en nuestro pequeño ecosistema más de 190 especies de plantas, en apenas 25 hectáreas? ¿Acaso no sería de esperar que algunas especies, las más competitivas, acabasen extendiéndose a costa de eliminar a las demás? La realidad es más complicada que eso. Por ejemplo, las cambiantes condiciones meteorológicas favorecen ora a unas especies, ora a otras, y eso es obvio en este invierno, tras más de 200 litros de lluvia. Ese agua ha revelado la presencia de unas plantas que parecen impropias de nuestro seco monte manchego: entre el musgo, minúsculas y relucientes, han crecido hepáticas. Estas plantas, las más primitivas de todas las terrestres, las que medran en los ribazos umbríos y mojados de los arroyos de montaña, estas extrañas hojas laminares que extienden sus raicillas sobre el barro, crecen ahora en el mismo ecosistema que en verano ve sucumbir ante la sequía hasta a las plantas crasas. ¿Cuántos años habrán aguardado sus esporas hasta que, por fin, el tiempo les ha sido propicio? ¿Cuántos las habría pasado yo por alto de no ser por estas lluvias? En breve, las rosetas de Riccia, con sus hojas de apenas 3 mm de anchura, se secarán, pero en la tierra habrán dejado el invisible testigo de sus genes, encapsulados, preparados para soportar meses, años, hasta que por fin llegue la breve época favorable que permite a esta especie crecer y mostrarse al mundo por pocas semanas. Porque en la naturaleza no sólo está los que vemos normalmente, también hay especies fugitivas, como esta hepática, seres que viven al margen de las reglas de la mayoría, a la espera de su momento, "almacenadas" en el ecosistema en forma de esporas de resistencia, como un recuerdo dispuesto a ser revivido cuando se den las condiciones idóneas. El aumento de biodiversidad causado por estas especies es un caso de storage effect, "efecto almacenaje".

Más sobre Riccia en Guía de campo de los líquenes, musgos y hepáticas (Wirth et al., Omega).

11 enero 2010

Juntos en el frío

Entre nevadas y ventiscas, avanza este invierno tan inusualmente duro como inesperado después de tan cálido otoño. Cuesta creer que los mismos seres que en verano han soportado las tórridas temperaturas del mediodía mediterráneo sean ahora capaces también de sobrevivir a semanas enteras de heladas y lluvias, a la nieve y el hielo. Los mayores cuentan con la ventaja de que un tamaño corporal grande tiende a conservar mejor el calor, ya que el enfriamiento sucede a través de la superficie del animal y ésta aumenta con la longitud más despacio que el peso. Aves y mamíferos, además de ser animales relativamente grandes, generan su propio calor corporal. Pero, ¿qué hay de los más pequeños? Se las arreglan como buenamente pueden. Por ejemplo, refugiándose y disminuyendo considerablemente su actividad (dormancia). Parece ser el caso de estos dos insectos: la mosca enjambradora y el escarabajo del romero. Multitudinarios enjambres de la primera se veían por los rincones ya desde finales de verano, mientras que los segundos son de los últimos insectos en verse al final del otoño y de los primeros en aparecer al iniciarse la primavera. Ambas especies no sólo se refugian sino que se reúnen en grupos. ¿Acaso la presencia de otros animales desprende algo de calor que favorece evolutivamente esta estrategia? ¿O reduce el riesgo de ser cazado si un depredador da con el escondite? ¿O simplemente los insectos coinciden allá donde encuentran un buen refugio? ¿Quizá sintetizan alguna sustancia anticongelante en su organismo? Entre estas preguntas, los días gélidos y los temporales se suceden uno tras otro, poniendo a prueba una vez más la resistencia física de los moradores de nuestro ecosistema, presionando a la evolución para producir nuevas y sorprendentes adaptaciones...

Las Pollenia se desarrollan como ectoparasitoides de lombrices de tierra. Los Chrysolina se nutren de hojas de romero.
Más sobre ellos en Guide to Garden Wildlife (Lewington 2008).