Dice la sabiduría popular (que es una tía de lo más lista a la par que práctica) que “las apariencias no lo son todo”, que “las apariencias engañan” y lo que es más, que "no se puede juzgar por las apariencias”.
Conclusión: apariencia=mal, mal/chungo/no te fíes, tío.
Muy bien. Pues ni con esas, oiga. Es que es llegar al supermercado y ver una botella de aceite de oliva bien diseñada y que se me haga el culo pepsi-cola. O, el otro día, sin ir más lejos, cuando en un viaje precipitado a El Corte Inglés de Goya descubrí una nueva marca de cosméticos con un diseño retro y especial y comenzar a acosar a las vendedoras para que me vendieran con carácter de urgencia todo lo que había en sus estanterías.
Conclusión: apariencia=mal, mal/chungo/no te fíes, tío.
Muy bien. Pues ni con esas, oiga. Es que es llegar al supermercado y ver una botella de aceite de oliva bien diseñada y que se me haga el culo pepsi-cola. O, el otro día, sin ir más lejos, cuando en un viaje precipitado a El Corte Inglés de Goya descubrí una nueva marca de cosméticos con un diseño retro y especial y comenzar a acosar a las vendedoras para que me vendieran con carácter de urgencia todo lo que había en sus estanterías.
Y os estaréis preguntando a cuento de qué os estoy soltando este rollo de mi afición por el diseño y apariencia de los productos que compro. Bueno, es largo, pero todo empieza aquí: desde hace unas semanas me he aficionado a ese peculiar cocinero, estrella mediática en el Reino Unido, que es Jamie Oliver. Para los que no le conozcáis os recomiendo fervientemente a este simpático chef inglés porque, a pesar de que su estilo es un poco zafio y usa las manos más de lo que debiera (para mezclar las hojas de lechuga con el aliño, por ejemplo, que es tirando a una guarrería muy guarra), es un tipo tan entusiasmado por la cocina y todo lo relacionado con comer bien que no puedes evitar contagiarte tú también de su entusiasmo. Pues bien, el señor Oliver se pasa el día largando bondades sobre nuestra querida dieta mediterránea, las verduras, el pescado y, por supuesto, el aceite de oliva. Pero el aceite de oliva que sale en los programas de cocina de Jaime Oliver siempre es italiano. Nunca es español.
Al principio me pregunté cuál era el problema. Vamos, que si Jamie Oliver no sabía que en España también teníamos un aceite de oliva estupendísimo, digno de estar a la altura del aceite de oliva italiano. Pero el otro día lo comprendí todo. Exactamente, cuando comencé a ver el capítulo que el famoso cocinero dedica a las tapas españolas. En ese capítulo Jamie Oliver recorre Londres hasta dar con una tiendecita de delicatessen especializada en productos de nuestra tierra y preparar así auténticas tapas españolas. De lo de delicatessen me reí yo bastante porque el chorizo que tenía el señor Manolo en el mostrador era Campofrío, que decidme vosotros qué delicatessen es eso. Pero, en fin, a lo que vamos, cuando Jamie Oliver salió de la tienda, aparte de garbanzos, pimientos del padrón y otras cositas llevaba una botella de 1 litro de aceite de oliva La Española ¡de plástico! Ese fue el aceite delicatessen de origen español que le recomendaron comprar al gran cocinero inglés. Muy diferente de las preciosas botellas de diseño de aceite italiano con las que Jamie trabaja en todos sus episodios. Tan bonitas por fuera como el oro líquido que contienen.

Guapo, simpático, sabe cocinar y distinguir una cebolla de una escalonia. ¿Puede haber un hombre más perfecto?
Vamos, que no era de extrañar que Jamie Oliver no se tomara en serio aquel aceite de oliva español y no lo tenga para nada en cuenta en sus programas si las propias empresas españolas de aceite tampoco se toman en serio cuidar su packaging, su diseño, su imagen en el exterior... o no se molestan en darle la plasta al señor Manolo de Londres para que tenga allí sus bonitas botellas. A Jamie Oliver esa botella de aceite de oliva le debió decir lo mismo que a un enólogo un cartón de vino.
A mí me pasa igual.
Supongo que es una obsesión que he heredado de mi trabajo como creativo publicitario y de lo que durante 10 años ha sido la norma: los clientes que más cuidaban la imagen de sus productos y todo lo que de ello derivaba solían ser también los clientes más entusiastas con su producto, los que más creían en él, los que aspiraban a más...
Vale, es cierto que había excepciones:
1)clientes enamorados de su producto con mal gusto o
2)espabiledetes que sabían cómo había que vender un sueño (normalmente tiburones entrenados fuera de nuestro país y que se habían aprendido bien las lecciones de marketing).
Pero, en general, la norma se cumplía. Un cliente que aprobaba un producto con un excelentísimo diseño era un cliente que buscaba la excelencia (ufff, cómo suena esto de marketiniano) en todo lo demás... y sobre todo, en el mismo producto.
De ahí a mi obsesión por las apariencias, a que cuando voy a un supermercado me deje llevar por el diseño de las botellas de aceite de oliva, aunque la sabiduría popular me diga todo lo contrario. Puede que me equivoque alguna vez y no compre el mejor. Aunque con mi elección estaré recompensando de alguna forma a una empresa que ha decidido apostar por hacer las cosas bien o, bueno, al menos una cosa bien. Además, si cunde su ejemplo y todas las demás comienzan a apostar por cuidar su imagen y se autoconcede la importancia que deberían tener, también en el exterior comenzarán a valorar nuestros productos igual que valoran los productos franceses e italianos, que son tan buenos como los nuestros pero saben decirlo bien alto. Es decir, que el problema no es que los productos de los otros países sean mejores que los nuestros, el problema es que nosotros no decimos que nuestros productos son buenos. Y, queridos amigos, debo deciros que en este punto crítico hay que dejarse llevar por las apariencias. ¿O no?
Nota mental: recordar a Txiki que cambie la plantilla de Blogger del Cerdo agridulce.
Al principio me pregunté cuál era el problema. Vamos, que si Jamie Oliver no sabía que en España también teníamos un aceite de oliva estupendísimo, digno de estar a la altura del aceite de oliva italiano. Pero el otro día lo comprendí todo. Exactamente, cuando comencé a ver el capítulo que el famoso cocinero dedica a las tapas españolas. En ese capítulo Jamie Oliver recorre Londres hasta dar con una tiendecita de delicatessen especializada en productos de nuestra tierra y preparar así auténticas tapas españolas. De lo de delicatessen me reí yo bastante porque el chorizo que tenía el señor Manolo en el mostrador era Campofrío, que decidme vosotros qué delicatessen es eso. Pero, en fin, a lo que vamos, cuando Jamie Oliver salió de la tienda, aparte de garbanzos, pimientos del padrón y otras cositas llevaba una botella de 1 litro de aceite de oliva La Española ¡de plástico! Ese fue el aceite delicatessen de origen español que le recomendaron comprar al gran cocinero inglés. Muy diferente de las preciosas botellas de diseño de aceite italiano con las que Jamie trabaja en todos sus episodios. Tan bonitas por fuera como el oro líquido que contienen.
Guapo, simpático, sabe cocinar y distinguir una cebolla de una escalonia. ¿Puede haber un hombre más perfecto?
Vamos, que no era de extrañar que Jamie Oliver no se tomara en serio aquel aceite de oliva español y no lo tenga para nada en cuenta en sus programas si las propias empresas españolas de aceite tampoco se toman en serio cuidar su packaging, su diseño, su imagen en el exterior... o no se molestan en darle la plasta al señor Manolo de Londres para que tenga allí sus bonitas botellas. A Jamie Oliver esa botella de aceite de oliva le debió decir lo mismo que a un enólogo un cartón de vino.
A mí me pasa igual.
Supongo que es una obsesión que he heredado de mi trabajo como creativo publicitario y de lo que durante 10 años ha sido la norma: los clientes que más cuidaban la imagen de sus productos y todo lo que de ello derivaba solían ser también los clientes más entusiastas con su producto, los que más creían en él, los que aspiraban a más...
Vale, es cierto que había excepciones:
1)clientes enamorados de su producto con mal gusto o
2)espabiledetes que sabían cómo había que vender un sueño (normalmente tiburones entrenados fuera de nuestro país y que se habían aprendido bien las lecciones de marketing).
Pero, en general, la norma se cumplía. Un cliente que aprobaba un producto con un excelentísimo diseño era un cliente que buscaba la excelencia (ufff, cómo suena esto de marketiniano) en todo lo demás... y sobre todo, en el mismo producto.
De ahí a mi obsesión por las apariencias, a que cuando voy a un supermercado me deje llevar por el diseño de las botellas de aceite de oliva, aunque la sabiduría popular me diga todo lo contrario. Puede que me equivoque alguna vez y no compre el mejor. Aunque con mi elección estaré recompensando de alguna forma a una empresa que ha decidido apostar por hacer las cosas bien o, bueno, al menos una cosa bien. Además, si cunde su ejemplo y todas las demás comienzan a apostar por cuidar su imagen y se autoconcede la importancia que deberían tener, también en el exterior comenzarán a valorar nuestros productos igual que valoran los productos franceses e italianos, que son tan buenos como los nuestros pero saben decirlo bien alto. Es decir, que el problema no es que los productos de los otros países sean mejores que los nuestros, el problema es que nosotros no decimos que nuestros productos son buenos. Y, queridos amigos, debo deciros que en este punto crítico hay que dejarse llevar por las apariencias. ¿O no?
Nota mental: recordar a Txiki que cambie la plantilla de Blogger del Cerdo agridulce.