El Cineclub La Rosa finalizó su séptimo año consecutivo de proyecciones con Los salvajes, presentada por su director Alejandro Fadel.
Con una función a sala llena, nos enorgullece haber podido presentar esta película, que consideramos entre lo mejor del cine nacional de los últimos años, y poder contar con la participación de su realizador dialogando con el público.
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domingo, 15 de diciembre de 2013
sábado, 7 de diciembre de 2013
"Los salvajes" cierra la Temporada VII
Función de lujo para el final de una temporada que también lo ha sido. Presentada por su director, Alejandro Fadel, veremos Los salvajes, quizás la mejor película argentina del último año. Será el sábado 14 de diciembre a las 20 horas, con entrada libre y colaboración voluntaria, en Austria 2154.
Sábado 14 de diciembre - 20 horas
LOS SALVAJES
(Idem, Argentina, 2012, color, 119 minutos)
Guión y dirección: Alejandro Fadel.
Producción: Alejandro Fadel y Agustina Llambi Campbell.
Dirección de Fotografía: Julián Apezteguía.
Música: Sergio y Santiago Chotsourián.
Montaje: Andrés P. Estrada y Delfina Castagnino.
Dirección de arte: Laura Caligiuri.
Sonido: Santiago Fumagalli.
Elenco: Leonel Arancibia, Roberto Cowal, Sofía Brito, Martín Cotari, César Roldán y Ricardo Soulé.
Como en un western, todo empieza con una fuga. Cinco adolescentes escapan violentamente de un instituto de menores del interior argentino. Deben peregrinar cien kilómetros a pie, atravesando las sierras, ante la promesa de un hogar donde continuar sus días. Llevan unas pocas provisiones y una pistola. Cazan animales para alimentarse, roban las casas que encuentran a su paso, consumen drogas, se bañan en un río, pelean, hacen el amor: un viaje progresivo hacia el corazón de la naturaleza que pronto se convierte en una fabula mística sobre el coraje y la gracia.
La película compitió por la Cámara de Oro a la mejor ópera prima durante la Semana de la Crítica del Festival de Cannes, donde se alzó con el Premio ACID / CCAS otorgado conjuntamente por la Asociación del Cine Independiente (ACID) y la Caja Central de Actividades Sociales (CCAS).
“Lo que más nos impacta de Los salvajes es su fuerza estética, su constante búsqueda de belleza, nunca en vano (una belleza que Fadel caza en los rostros de los adolescentes fugitivos, en el paisaje de un mundo apaleado por el caos de su propia civilización, en la naturaleza animal que yace dormida en el corazón profundo de la humanidad). Algunos planos tocan lo sublime, conteniendo siempre su propia contradicción: la fragilidad y fuerza que constituyen el gran estilo de Fadel. Los salvajes es un western bárbaro que parece recordarnos que nuestras sociedades actuales están destinadas a desaparecer… y eso nos da escalofríos” (Fabien Gaffez, catálogo Semaine de la Critique, Cannes 2012).
"Se dijo, se escribió, repetidas veces, que Los salvajes es una película ambiciosa. Lo es, porque en su complejidad se adivina –y se festeja– la intención de incluir al cine todo, de devorarlo. Esto, que en pocas palabras parece tan vago, se vuelve deliberado si se hace el ejercicio de elegir cualquier fotograma al azar, a lo largo de los ciento treinta minutos que dura la película. Alejandro Fadel parte del western y su iconografía para utilizar luego, a lo largo de su travesía, una serie de elementos que atraviesan diferentes géneros, tonos, formas y referencias. Y el éxito de la película consiste en poner en jaque tanta información, hacer de la aventura una experiencia contemplativa, desarrollar y darle cuerpo a una gran cantidad de personajes –y plantear, de paso, la relación del hombre con la naturaleza–, y hasta en el hecho de jugar con el realismo para animarse a quebrarlo en el resbaladizo terreno del misticismo, sin que por ello la película pierda cohesión. Esa apuesta, enorme, valiente, impresionante, hace de la ópera prima de Fadel una película que no se parece a nada de lo que se produce en el cine argentino." (Javier Diz, catálogo BAFICI 2012, donde obtuvo el premio a la Mejor Fotografía).
Fue guionista de los largometrajes Carancho (2010) Leonera (2008) y Elefante blanco (2012), todas de Pablo Trapero, y de La vida nueva (2011), de Santiago Palavecino.
Codirigió el largometraje El amor (primera parte) (2004), junto a Martín Mauregui, Santiago Mitre y Juan Schnitman.La película fue presentada por Fadel en la Función 48 (Temporada IV) del Cineclub La Rosa.
Sábado 14 de diciembre - 20 horas
LOS SALVAJES
(Idem, Argentina, 2012, color, 119 minutos)
Guión y dirección: Alejandro Fadel.
Producción: Alejandro Fadel y Agustina Llambi Campbell.
Dirección de Fotografía: Julián Apezteguía.
Música: Sergio y Santiago Chotsourián.
Montaje: Andrés P. Estrada y Delfina Castagnino.
Dirección de arte: Laura Caligiuri.
Sonido: Santiago Fumagalli.
Elenco: Leonel Arancibia, Roberto Cowal, Sofía Brito, Martín Cotari, César Roldán y Ricardo Soulé.
Como en un western, todo empieza con una fuga. Cinco adolescentes escapan violentamente de un instituto de menores del interior argentino. Deben peregrinar cien kilómetros a pie, atravesando las sierras, ante la promesa de un hogar donde continuar sus días. Llevan unas pocas provisiones y una pistola. Cazan animales para alimentarse, roban las casas que encuentran a su paso, consumen drogas, se bañan en un río, pelean, hacen el amor: un viaje progresivo hacia el corazón de la naturaleza que pronto se convierte en una fabula mística sobre el coraje y la gracia.
La película compitió por la Cámara de Oro a la mejor ópera prima durante la Semana de la Crítica del Festival de Cannes, donde se alzó con el Premio ACID / CCAS otorgado conjuntamente por la Asociación del Cine Independiente (ACID) y la Caja Central de Actividades Sociales (CCAS).
“Lo que más nos impacta de Los salvajes es su fuerza estética, su constante búsqueda de belleza, nunca en vano (una belleza que Fadel caza en los rostros de los adolescentes fugitivos, en el paisaje de un mundo apaleado por el caos de su propia civilización, en la naturaleza animal que yace dormida en el corazón profundo de la humanidad). Algunos planos tocan lo sublime, conteniendo siempre su propia contradicción: la fragilidad y fuerza que constituyen el gran estilo de Fadel. Los salvajes es un western bárbaro que parece recordarnos que nuestras sociedades actuales están destinadas a desaparecer… y eso nos da escalofríos” (Fabien Gaffez, catálogo Semaine de la Critique, Cannes 2012).
"Se dijo, se escribió, repetidas veces, que Los salvajes es una película ambiciosa. Lo es, porque en su complejidad se adivina –y se festeja– la intención de incluir al cine todo, de devorarlo. Esto, que en pocas palabras parece tan vago, se vuelve deliberado si se hace el ejercicio de elegir cualquier fotograma al azar, a lo largo de los ciento treinta minutos que dura la película. Alejandro Fadel parte del western y su iconografía para utilizar luego, a lo largo de su travesía, una serie de elementos que atraviesan diferentes géneros, tonos, formas y referencias. Y el éxito de la película consiste en poner en jaque tanta información, hacer de la aventura una experiencia contemplativa, desarrollar y darle cuerpo a una gran cantidad de personajes –y plantear, de paso, la relación del hombre con la naturaleza–, y hasta en el hecho de jugar con el realismo para animarse a quebrarlo en el resbaladizo terreno del misticismo, sin que por ello la película pierda cohesión. Esa apuesta, enorme, valiente, impresionante, hace de la ópera prima de Fadel una película que no se parece a nada de lo que se produce en el cine argentino." (Javier Diz, catálogo BAFICI 2012, donde obtuvo el premio a la Mejor Fotografía).
Alejandro Fadel
Nació en Tunuyán, Mendoza, en 1981. En la Universidad del Cine, donde cursó sus estudios, filmó los cortos ¿Qué hacemos con Pablito? (2000) y Felipe (premiado en el BAFICI 2003), entre otros.
Fue guionista de los largometrajes Carancho (2010) Leonera (2008) y Elefante blanco (2012), todas de Pablo Trapero, y de La vida nueva (2011), de Santiago Palavecino.
Codirigió el largometraje El amor (primera parte) (2004), junto a Martín Mauregui, Santiago Mitre y Juan Schnitman.La película fue presentada por Fadel en la Función 48 (Temporada IV) del Cineclub La Rosa.
Temporada VII / Función 155
Cineclub La Rosa
Austria 2154
Cineclub La Rosa
Austria 2154
viernes, 6 de diciembre de 2013
Un milagro para el cine argentino
Los salvajes, de Alejandro Fadel
Estrenada el 4 de octubre de 2012
Los salvajes es una ratificación de muchas cosas. Que no hace falta un gran presupuesto para hacer una gran película (y la ópera prima de Fadel es grande en ambiciones y también en su dimensión artística), que se puede seguir haciendo cine de primerísimo nivel técnico (extraordinaria fotografía de Julián Apezteguía aprovechando todo el ancho de pantalla, brillante trabajo de sonido con acabado en Dolby 5.1) sin recurrir a los subsidios del INCAA, y que -luego de El estudiante y de este film- la gente de La Unión de los Ríos está tocada por la varita mágica tanto a nivel de producción como de realización (ver columna más abajo al respecto).
Este primer largometraje de Fadel (31 años, mendocino) es un film de fuga, un western, una historia de aventuras en medio de la naturaleza más salvaje, un thriller de tensión y violencia permanentes y un melodrama religioso. Una película que va siempre por más (que va por todo), que está regada de citas e inspiraciones cinéfilas (The Shooting, de Monte Hellman; y Francisco Juglar de Dios, de Roberto Rossellini), pero también el cine de Robert Bresson, Carl Dreyer. Y Deliverance: La violencia está en nosotros, de John Boorman y, por qué no, imágenes que remiten a un Apichatpong Weerasethakul, un Lisandro Alonso o el Carlos Reygadas de Luz silenciosa.
En la primera escena vemos a unos adolescentes rezando detrás unas rejas. La fe, lo místico, lo espiritual será una constante del film y seguramente su aspecto más discutido. Yo no soy un fan del cine "religioso" y me suelen molestar bastante los simbolismos (aquí hay mucho de deseo, culpa, sacrificio y redención), pero todo esos elementos están tan bien imbricados en la estructura narrativa que no me perturbó en absoluto. No sólo eso: le da un tono de fábula elegíaca, de epifanía, que transporta al espectador a muy diferentes estados.
La primera secuencia describe de manera seca, cruda, el escape de varios muchachos de un instituto de menores. Ellos deberán caminar durante siete días por la zona serrana más virgen de Córdoba para evitar que los atrapen. Estamos ante chicos "pesados", marginales, adictos a la merca, al alcohol y a las armas, que no tienen nada que perder y al mismo tiempo están dispuestos a todo.
No contaré nada de sus peripecias -que son muchas en los abundantes 119 minutos del relato (el corte original era de 130)-, pero Fadel, como buen guionista que es, construye un mecanismo de relojería en el que el protagonismo, el punto de vista va cambiando minuto a minuto. Cuando logramos identificamos un poco con un personaje, éste desaparece y el proceso vuelve a empezar. Así, iremos conociendo la historia, la intimidad de cada uno de ellos. Se trata de un mecanismo de condensación o, mejor, de jibarización. En vez de crecer a niveles épicos (y la travesía está llena de momentos épicos) la película va menguando sin por eso perder el suspenso ni el interés.
Llama poderosa y positivamente la atención la convicción de Fadel para manejar los distintos resortes de esta muy arriesgada apuesta. Filmó en condiciones adversas (hasta tuvo un accidente bastante grave que le dejó varias marcas en su cuerpo), con no-actores descubiertos en castings o directamente en la calle, con un equipo técnico muy reducido y en apenas cinco semanas. En ese contexto, logró que el trabajo de los chicos (todos capaces de cargar el peso no menor de las situaciones extremas por las que atraviesan) resultara siempre funcional a la propuesta narrativa y visual.
En este sentido, la estilización, la belleza subyugante de muchas de sus imágenes, jamás conspiran contra la potencia, el rigor o la emoción de la historia. Puede que haya algún regodeo innecesario (esteticismo), que los apuntados simbolismos a veces caigan en la obviedad, que los efectos de sonido que acentúan climas que ya estaban suficientemente logrados estén de más, pero son todos reparos menores. Los salvajes nos revela a un nuevo gran director y nos asegura que -por más que algunos poderosos quieran expedirle el certificado de defunción- el cine argentino no se ha suicidado: goza de muy buena salud.
Diego Batlle
Otroscines.com
Estrenada el 4 de octubre de 2012
Los salvajes es una ratificación de muchas cosas. Que no hace falta un gran presupuesto para hacer una gran película (y la ópera prima de Fadel es grande en ambiciones y también en su dimensión artística), que se puede seguir haciendo cine de primerísimo nivel técnico (extraordinaria fotografía de Julián Apezteguía aprovechando todo el ancho de pantalla, brillante trabajo de sonido con acabado en Dolby 5.1) sin recurrir a los subsidios del INCAA, y que -luego de El estudiante y de este film- la gente de La Unión de los Ríos está tocada por la varita mágica tanto a nivel de producción como de realización (ver columna más abajo al respecto).
Este primer largometraje de Fadel (31 años, mendocino) es un film de fuga, un western, una historia de aventuras en medio de la naturaleza más salvaje, un thriller de tensión y violencia permanentes y un melodrama religioso. Una película que va siempre por más (que va por todo), que está regada de citas e inspiraciones cinéfilas (The Shooting, de Monte Hellman; y Francisco Juglar de Dios, de Roberto Rossellini), pero también el cine de Robert Bresson, Carl Dreyer. Y Deliverance: La violencia está en nosotros, de John Boorman y, por qué no, imágenes que remiten a un Apichatpong Weerasethakul, un Lisandro Alonso o el Carlos Reygadas de Luz silenciosa.
En la primera escena vemos a unos adolescentes rezando detrás unas rejas. La fe, lo místico, lo espiritual será una constante del film y seguramente su aspecto más discutido. Yo no soy un fan del cine "religioso" y me suelen molestar bastante los simbolismos (aquí hay mucho de deseo, culpa, sacrificio y redención), pero todo esos elementos están tan bien imbricados en la estructura narrativa que no me perturbó en absoluto. No sólo eso: le da un tono de fábula elegíaca, de epifanía, que transporta al espectador a muy diferentes estados.
La primera secuencia describe de manera seca, cruda, el escape de varios muchachos de un instituto de menores. Ellos deberán caminar durante siete días por la zona serrana más virgen de Córdoba para evitar que los atrapen. Estamos ante chicos "pesados", marginales, adictos a la merca, al alcohol y a las armas, que no tienen nada que perder y al mismo tiempo están dispuestos a todo.
No contaré nada de sus peripecias -que son muchas en los abundantes 119 minutos del relato (el corte original era de 130)-, pero Fadel, como buen guionista que es, construye un mecanismo de relojería en el que el protagonismo, el punto de vista va cambiando minuto a minuto. Cuando logramos identificamos un poco con un personaje, éste desaparece y el proceso vuelve a empezar. Así, iremos conociendo la historia, la intimidad de cada uno de ellos. Se trata de un mecanismo de condensación o, mejor, de jibarización. En vez de crecer a niveles épicos (y la travesía está llena de momentos épicos) la película va menguando sin por eso perder el suspenso ni el interés.
Llama poderosa y positivamente la atención la convicción de Fadel para manejar los distintos resortes de esta muy arriesgada apuesta. Filmó en condiciones adversas (hasta tuvo un accidente bastante grave que le dejó varias marcas en su cuerpo), con no-actores descubiertos en castings o directamente en la calle, con un equipo técnico muy reducido y en apenas cinco semanas. En ese contexto, logró que el trabajo de los chicos (todos capaces de cargar el peso no menor de las situaciones extremas por las que atraviesan) resultara siempre funcional a la propuesta narrativa y visual.
En este sentido, la estilización, la belleza subyugante de muchas de sus imágenes, jamás conspiran contra la potencia, el rigor o la emoción de la historia. Puede que haya algún regodeo innecesario (esteticismo), que los apuntados simbolismos a veces caigan en la obviedad, que los efectos de sonido que acentúan climas que ya estaban suficientemente logrados estén de más, pero son todos reparos menores. Los salvajes nos revela a un nuevo gran director y nos asegura que -por más que algunos poderosos quieran expedirle el certificado de defunción- el cine argentino no se ha suicidado: goza de muy buena salud.
Diego Batlle
Otroscines.com
jueves, 28 de noviembre de 2013
“Los salvajes”, de Alejandro Fadel: aferrarse a la incomodidad
Nunca nos recordaremos lo suficiente que las películas no están para ser domesticadas, que por el contrario es en ese margen de extrañeza que permanece en nosotros donde empieza a existir la experiencia del cine (la de verlo y la de hacerlo, que en este sentido son iguales). Que aferrarse a esa incomodidad, esquiva y evidente, entraña la posibilidad de aprender algo nuevo: sobre el cine y sobre nosotros mismos.
Los salvajes pone en escena el proceso de esa incomodidad ya desde su propio título. Ninguno de los automatismos con que la memoria me bombardea (el fatal y malconocido de Rousseau, o el panfleto rosista o jacobino, otro título de Truffaut o de Garrel, etc) me sirve para delimitar los alcances del atributosalvaje en él. Evidentemente, no serían los protagonistas, que además de complejos son diversos: tienen diferentes edades, hay cuatro hombres y una mujer, uno que conoce Buenos Aires, dos que se habrían criado en un medio rural. Ostentan saberes no menos variados como faenar animales, elegir los medicamentos según sus utilidades, manejar vehículos. Parecen poder habitar por igual la ciudad y el campo. Han atravesado de maneras diferentes las experiencias del sexo y de la muerte.
Manejan el lenguaje de una manera opaca, no tan comunicativa como reflexiva. Quizás por eso casi no tienen diálogos. Aún cuando intercambien algunas frases, parecen más bien estar pensando en voz alta, usando el habla para descifrarse a sí mismos. A lo sumo, podrían responder al atributo de salvajes tanto y tan poco como todos los demás seres que vemos en la película, los animales pero también los otros hombres que se cruzan. Si los vemos matar sin énfasis, es así también como son matados. Es que la muerte, acá, sucede de esa manera, excepto en el final.
“Acá” no es un tiempo ni un lugar determinado, sino el limbo de que está hecha esta película en particular. El habla y la vestimenta de los chicos parece corresponder a los de adolescentes en infinidad de rincones de la Argentina actual, pero eso es un dato anecdótico casi al día posterior a una proyección. ¿El espacio?: podría ser el centro de la Argentina, pero los personajes lo recuerdan profusamente nevado, y tiene apenas dos o tres atributos indudables: no ser ni Buenos Aires ni el correccional, y su carácter asfixiantemente ilimitado. De hecho, cuando se habla del cruce de una provincia, suena a cuento. En realidad, esa leve serranía parece un laberinto, en cuyo final nos espera no el toro, sino el jabalí. Al final está Simón, que está solo.
Porque no es otro el periplo del film, el viaje que nos propone: partiendo de una narración cuasi genérica (una fuga), toma un grupo y sus reglas, su forma particular de concebir el mundo y de representárselo. Y se contagia de este grupo, de su fuga hacia ninguna parte, de su habla reflexiva, de los azares de sus alianzas, de su inevitable dispersión, de su despilfarro de vidas y muertes. Y elige quedarse solo, como Simón, con Simón.
En esta película donde, a diferencia de casi todo el cine, la muerte no sirve como síntoma de un relato (no nos orienta, al igual que el título, al igual que el espacio), sin embargo vemos largamente dos hechos extraordinarios: una resurrección y un suicidio por el fuego.
Una vez más, la memoria dicta “religión”, sin precisar cuál ni por qué. Y probablemente tenga razón. Mi escasísima formación católica sólo me permite llegar hasta ese umbral, a lo sumo en compañía del recuerdo de otras películas como Bajo el sol de Satán o Nostalgia (las que no podrían ser más diferentes, de esta y entre sí, por cierto).
En todo caso, prefiero pensar que a esa altura de la película también nosotros nos hemos quedado solos, como Simón y con él. Tanto es así, que accedemos a uno de sus sueños. Y en él se sueña animal y se sueña fuego. Las dos cosas que lo veremos ser, poco después. En este punto, se me ocurre que quizás lo salvaje sea acá menos una definición que un deseo, una aspiración: ese desamparo donde uno mismo puede también atisbar lo otro.
Y que yo, un espectador, tomo todo lo que veo, muertes, sueños, resurrecciones, porque son imágenes y sonidos, porque son parte de la película que me retuvo (me retiene) mucho más allá de las dos horas de su duración. Porque de las múltiples supersticiones con que el mundo se finge menos cerril, me afecta sobre todo aquella, lateral y frágil pero resistente en su turbiedad, que el cine y sólo él puede obsequiarme. Eso que en esta película no se deja olvidar ni, una vez más, decir.
Los salvajes pone en escena el proceso de esa incomodidad ya desde su propio título. Ninguno de los automatismos con que la memoria me bombardea (el fatal y malconocido de Rousseau, o el panfleto rosista o jacobino, otro título de Truffaut o de Garrel, etc) me sirve para delimitar los alcances del atributosalvaje en él. Evidentemente, no serían los protagonistas, que además de complejos son diversos: tienen diferentes edades, hay cuatro hombres y una mujer, uno que conoce Buenos Aires, dos que se habrían criado en un medio rural. Ostentan saberes no menos variados como faenar animales, elegir los medicamentos según sus utilidades, manejar vehículos. Parecen poder habitar por igual la ciudad y el campo. Han atravesado de maneras diferentes las experiencias del sexo y de la muerte.
Manejan el lenguaje de una manera opaca, no tan comunicativa como reflexiva. Quizás por eso casi no tienen diálogos. Aún cuando intercambien algunas frases, parecen más bien estar pensando en voz alta, usando el habla para descifrarse a sí mismos. A lo sumo, podrían responder al atributo de salvajes tanto y tan poco como todos los demás seres que vemos en la película, los animales pero también los otros hombres que se cruzan. Si los vemos matar sin énfasis, es así también como son matados. Es que la muerte, acá, sucede de esa manera, excepto en el final.
“Acá” no es un tiempo ni un lugar determinado, sino el limbo de que está hecha esta película en particular. El habla y la vestimenta de los chicos parece corresponder a los de adolescentes en infinidad de rincones de la Argentina actual, pero eso es un dato anecdótico casi al día posterior a una proyección. ¿El espacio?: podría ser el centro de la Argentina, pero los personajes lo recuerdan profusamente nevado, y tiene apenas dos o tres atributos indudables: no ser ni Buenos Aires ni el correccional, y su carácter asfixiantemente ilimitado. De hecho, cuando se habla del cruce de una provincia, suena a cuento. En realidad, esa leve serranía parece un laberinto, en cuyo final nos espera no el toro, sino el jabalí. Al final está Simón, que está solo.
Porque no es otro el periplo del film, el viaje que nos propone: partiendo de una narración cuasi genérica (una fuga), toma un grupo y sus reglas, su forma particular de concebir el mundo y de representárselo. Y se contagia de este grupo, de su fuga hacia ninguna parte, de su habla reflexiva, de los azares de sus alianzas, de su inevitable dispersión, de su despilfarro de vidas y muertes. Y elige quedarse solo, como Simón, con Simón.
En esta película donde, a diferencia de casi todo el cine, la muerte no sirve como síntoma de un relato (no nos orienta, al igual que el título, al igual que el espacio), sin embargo vemos largamente dos hechos extraordinarios: una resurrección y un suicidio por el fuego.
Una vez más, la memoria dicta “religión”, sin precisar cuál ni por qué. Y probablemente tenga razón. Mi escasísima formación católica sólo me permite llegar hasta ese umbral, a lo sumo en compañía del recuerdo de otras películas como Bajo el sol de Satán o Nostalgia (las que no podrían ser más diferentes, de esta y entre sí, por cierto).
En todo caso, prefiero pensar que a esa altura de la película también nosotros nos hemos quedado solos, como Simón y con él. Tanto es así, que accedemos a uno de sus sueños. Y en él se sueña animal y se sueña fuego. Las dos cosas que lo veremos ser, poco después. En este punto, se me ocurre que quizás lo salvaje sea acá menos una definición que un deseo, una aspiración: ese desamparo donde uno mismo puede también atisbar lo otro.
Y que yo, un espectador, tomo todo lo que veo, muertes, sueños, resurrecciones, porque son imágenes y sonidos, porque son parte de la película que me retuvo (me retiene) mucho más allá de las dos horas de su duración. Porque de las múltiples supersticiones con que el mundo se finge menos cerril, me afecta sobre todo aquella, lateral y frágil pero resistente en su turbiedad, que el cine y sólo él puede obsequiarme. Eso que en esta película no se deja olvidar ni, una vez más, decir.
Por Santiago Palavecino
Micropsia, 15 de octubre de 2012
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