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jueves, 4 de junio de 2009

El legado de Robert Bresson

Un fantasma que recorre occidente


“Dinero, dinero, dinero y miedo. Fellini tiene miedo, Antonioni tiene miedo. El único que no le tiene miedo a nada es Bresson”. Andrei Tarkovskii.

Cuando se afirma que una película es “bressoniana” pueden estar queriéndose decir muchas cosas. Hay obras bressonianas en su temática, en su estética, en la aproximación a personajes y a objetos filmados. Quizá la característica crucial del cine de Bresson sea su particular ascetismo, el aparente distanciamiento con el que se filman y montan las escenas. La elipsis, el fuera de campo, la búsqueda de la inexpresividad en sus actores no profesionales y la persistente reticencia a utilizar artificios retóricos son los recursos que, a grandes rasgos, caracterizan la obra de Bresson.
Cuando en una película las cámaras siguen a un silencioso personaje en su deambular y su accionar cotidiano, y de ese enigmático ser el espectador no puede inferir lo que piensa o lo que pretende más que mediante la intuición, puede decirse que el filme se está valiendo de personajes bressonianos. Cuando abundan los planos detalle de objetos, de manos, de acciones manuales mínimas, o se filman planos generales de cuerpos en movimiento pero quedan cortados o fuera del cuadro los rostros, se dice que se utilizan planos bressonianos. Cuando una película radicaliza las elipsis al punto de omitir escenas de crucial importancia en el devenir de la trama, y además impone mediante el montaje bruscos e inesperados saltos temporales, está utilizando una narrativa bressoniana. Cuando una historia pretende despertar reflexiones en torno al pecado y la redención, al suicidio o el sacrificio, al determinismo y el libre albedrío, está utilizando temas bressonianos por excelencia. Es por todo esto que cineastas tan dispares y personales como Jean-Luc Godard, Krzysztof Kieslowsky o Michelangelo Antonioni dejan asomar todos ellos, sus costados bressonianos.
La lista de cineastas en actividad que dejan traslucir la influencia del director es extensa y prácticamente inabarcable. Pero sí se puede dar constancia de los más visibles y en los cuales se hace más evidente. Uno de ellos es el cineasta alemán radicado en Austria Michael Haneke, y puede notarse sobre todo en obras como 71 fragmentos de una cronología del azar (1994) o El tiempo del lobo (2003). La austera distancia con la que Haneke se aboca a situaciones inmensamente enigmáticas, su uso de la sorpresa y el shock, los encuadres en los que evita cualquier elemento superfluo, su abordaje claro y concreto a circunstancias ambiguas y la forma caótica y aparentemente arbitraria en la que muestra ciertos hechos y omite otros, quizá lo vuelvan el heredero más fiel a su legado.
Claro que los hermanos Dardenne son los que más han utilizado personajes bressonianos a lo largo de su carrera. Su maravillosa Rosetta (1999) es una versión actualizada de la insuperable Mouchette (1967), en la que a una adolescente inmersa en un opresivo e insalubre entorno semirrural se la veía tan desamparada como resentida. La principal diferencia entre el estilo de los Dardenne y el de Bresson radica en los largos planos secuencia que utilizan los directores belgas, y su particular forma de acercar las cámaras a los actores. Otro importante deudor de Bresson es el cineasta maldito Bruno Dumont, quien elige corrientemente personajes toscos, cuestionables e inexpresivos, y utiliza conscientemente la sinécdoque, figura retórica por la que se pretende expresar la totalidad por una de las partes, la especie mediante el individuo.
El español Jaime Rosales es otro gran heredero del estilo del director, y su aproximación a un asesino serial en Las horas del día (2003) puede recordar sobremanera a El dinero (1983). Lo mismo podría decirse de Rodrigo Moreno y El custodio (2006), y de Lisandro Alonso y Los muertos (2004). Gus Van Sant en su faceta más autoral (Gerry (2002), Elefante (2003), Last days (2005), Paranoid Park (2007) recuerda sobremanera al Bresson de El diablo probablemente (1977), una obra incomprendida en su momento que mostraba a un joven insatisfecho durante los días previos a su suicidio. Bresson no daba explicaciones para tal desenlace –que se adelanta desde el comienzo, al igual que en Una mujer dulce (1969)- y la respuesta no parece asomarse en el recorrido que ofrece. Ni las drogas, ni el amor, la amistad, la religión o la psiquiatría logran aplacar el sufrimiento del personaje, y ninguno de esos elementos parece dar la pista de qué es lo que lo lleva a su indefectible final. Seguramente ni Bresson tenía la respuesta, y esa sensación de incertidumbre que surge de sus películas se extiende también en las mejores obras de sus herederos.


Claire Denis es fiel al espíritu bressoniano ya que también busca filmar lo que ni ella misma comprende. Como ha dicho, no aspira a dar respuestas con sus filmes, sino a abrir nuevas incógnitas. La austeridad glacial de Jarmusch o Kaurismaki debe mucho a la distancia bressoniana, y esa deuda de ambos directores conduce indefectiblemente a Stoll y Rebella, quienes solían nombrarlos como referentes directos. El detallismo milimétrico de la puesta en escena de Whisky (2004) en la que no hay lugar para ningún objeto que no cumpla una función determinada, ya sea para aportar datos o para incidir en la atmósfera general, es un rasgo en el que Bresson hacía particular incapié. El puntillismo de Lucrecia Martel respecto a la ambientación sonora, especialmente con los sonidos de fuera de cuadro, y su decisión de no incorporar más música que la diegética –es decir, que provenga de una fuente ubicable en el entorno expuesto- son rasgos comparables a los del último Bresson, quien fue acentuando esas características a lo largo de su obra. Otros que han reconocido repetidamente su deuda con el cine de Bresson, aunque quizá no permitan verlo con tanta claridad, son José Luis Guerín, Julio Medem, Victor Érice, Oliver Assayas, Laurent Cantet, Benoit Jacquot, Chantal Ackerman, Leonardo Favio y Phillippe Garrel.
La distancia, la austeridad, la sugerencia, la paradoja, la incertidumbre y el enigma; conceptos tan impopulares en el cine, son los principales atributos de la obra de Bresson. Es curioso que hoy trasciendan y se contagien a tal punto, como si fuera dándose un tardío acto de justicia. La sombra del maestro es alargada, y parece seguir expandiéndose conforme pasa el tiempo.


Publicado en Brecha 5/5/2009

viernes, 9 de noviembre de 2007

El cine de Bruno Dumont

El animal que llevamos dentro

Como Lars von Trier, Todd Solondz, Michael Haneke, o Gaspar Noé, Bruno Dumont es un cineasta que con cada nueva entrega llama indefectiblemente a la polémica. Cada una de sus cuatro películas ha cosechado todo tipo de reacciones adversas, elogios y abucheos, premios varios en festivales y considerables ríos de tinta. Cuando La humanidad (1999) se llevó el gran premio del jurado en Cannes y los de mejor actor y actriz, se dividieron aguas tanto en el público como en la crítica. Se acusó a Dumont de entregar escenas de feroz gratuidad, de crear una película vacía y pretenciosa, de intentar “epater le burgeois” con alevosía. Pero otros hablaron de una auténtica revelación, de un personalísimo creador de universos, y de que sus imágenes encerraban una profundidad inusual.
Naturalmente, el director busca las polémicas. Al igual que los cineastas nombrados anteriormente, Dumont es revulsivo y cuestionador, un pateador de esquemas nato, un incendiario que pretende despertar incomodidades y sensaciones encontradas, mientras dispara todo tipo de reflexiones sobre el hombre, su objeto último. Sus dichos en entrevistas revelan a un individuo de afirmaciones radicales y tajantes, de esas que suelen generar amores y odios, pero nunca posiciones intermedias: “La pelea entre dos hombres por una mujer es lo mismo que una lucha por un pedazo de tierra. Todo surge del deseo. No hay diferencia entre un triángulo amoroso y el conflicto entre Israel o Palestina”. Sobre la cinefilia ha llegado a decir: “no me gusta el cine (…) el cine está muerto, y creo que los cinéfilos son unos alienígenas”.
A Dumont, además, le gusta ser desagradable. Todas sus películas ostentan secuencias de perturbadora crudeza y de impredecible violencia (aunque nunca tan explícita como la de Gaspar Noé), además de abundar en escenas de sexo mecanizado y salvaje, en las que se hace énfasis en el carácter más bestial del ser humano. “Hay algo trágico en la unión de dos cuerpos y en su imposibilidad de volverse uno, que acaba revelando una gran soledad” ha dicho al respecto.
De sus cuatro películas, la que forjó más rechazos fue Twentynine palms (2003), que se podría definir como una road movie desbordada de conflictos de pareja a lo nouvelle vague, mucho sexo (a veces explícito), un desierto tan extenso e inhóspito como el de Las colinas tienen ojos y uno de los desenlaces más crudos e inesperados de la historia del cine. En algunos festivales, los críticos llegaron a reírse abiertamente del filme frente al mismo Dumont. Un dato infaltable que acaba por adornar mejor a una auténtica película de culto.

Un cine corporal. Como el de los hermanos Dardenne, el de Claire Denis, y el de Gus Van Sant, el abordaje fílmico de Dumont es predominantemente físico. Se sigue a los personajes de cerca, en su andar cotidiano, sin nunca explicitar sus motivaciones o sus conflictos internos. La comparación de Dumont con el maestro Robert Bresson es, en este sentido, inevitable. Como éste, también utiliza a actores no profesionales para sus películas y opta por no darles información sobre la trama durante el rodaje. Los personajes son, en apariencia, soberanamente ingenuos, sencillos y superficiales; pero no conviene engañarse, cargan con el peso de toda una humanidad. Como en Bresson, si hay una figura retórica en este cine es la sinécdoque; una parte puede significar el todo, el individuo la especie. Una guerra representa todas las guerras, y un acto sexual, la sexualidad con mayúsculas. ¿Pretencioso? Por supuesto que sí, igual que la mayoría de los grandes cineastas.
La mirada bressoniana, ese abordaje claro, distante, casi clínico, que evita la dramatización y la música incidental y por la que el espectador espía a individuos silenciosos y prácticamente inexpresivos en su deambular corriente, es la que provoca que las emociones broten sin ser reclamadas por artificios, en forma automática y visceral. Surge también la llamada dualidad “claridad de visión”/ “opacidad de significados”, lo que significa que el abordaje sereno, concreto y explícito a ciertos hechos genere la dificultad de entender lo que ellos realmente entrañan. Vemos a los personajes actuando de maneras extrañas, pero ¿qué piensan?, ¿qué recónditos mecanismos internos les lleva a proceder así? La distancia funciona en el sentido que el espectador proyecta en los personajes sus propias experiencias; por más que la cámara los siga de cerca, y que sus físicos ocupen buena parte de la pantalla, nunca conoceremos verdaderamente sus motivaciones, el porqué de su accionar, y en ese sentido ellos funcionan como recipientes vacíos donde uno puede volcar su propia subjetividad.
Si bien es cierto que la distancia y el desconocimiento total del pasado y de la psicología de los personajes podrían derivar en apatía o desinterés de parte del espectador, la clave radica en generar situaciones tensas o enigmáticas que logren involucrarlo activamente, y que lo obliguen a mantenerse atento. Dumont sabe como generar ese interés.
Una fuente de misterio reside en los mismos personajes, por lo general individuos de gran tamaño, quienes en su llamativa impavidez frente a circunstancias adversas despiertan incomodidad y hasta cierta desconfianza. Se intuye que son auténticas bombas de tiempo, aunque no queda muy claro cuándo van a explotar ni por qué. También es curioso que además de verse como sujetos anodinos, ciclotímicos, contradictorios y hasta desenfrenadamente violentos, de a ratos se los muestre como a seres especialmente frágiles y sensibles, y que después de escrutarlos un tiempo también se pueda ver cierta belleza inherente a ellos.

Determinismo geográfico. Como en Antonioni, como en Tsai Ming-liang, como en Jia Zhang-ke, los paisajes en el cine de Dumont funcionan en tanto un reflejo del estado de ánimo de los personajes. Como bien señala Nando Salvá en su libro sobre el director[1] “en cómo intenta capturar la cara oculta del hombre a través del retrato de su cara visible, por un lado, y del entorno, por otro, Bruno Dumont demuestra usar la cámara del mismo modo que un pintor usa la paleta y el pincel.” Los apagados entornos semirrurales son ideales para la construcción de caracteres contenidos, apáticos, aburridos, alienados e incomunicados, que hasta parecen buscar sexo no tanto por una necesidad física sino en un afán de escapar al tedio. El pueblo o el desierto son los únicos paisajes en sus películas, y quizá ellos mismos sean los verdaderos protagonistas, los que en el fondo definan y determinen la errática conducta de los personajes.
La utilización de personajes simples y pueblerinos obedece a que en su sencillez, en su permanente contacto con el medio ambiente encarnan mejor que nadie a la naturaleza humana. Según Dumont, “El poder del cine consiste en hacer que el hombre vuelva al cuerpo, al corazón, a la verdad. El hombre del pueblo tiene una verdad que el intelectual, el hombre de la ciudad, ha perdido”.
Por hacer esta elección, por crear personajes triviales y limitados, suele acusarse a Dumont de misántropo, y la crítica ha llegado a esgrimir que elige a esos personajes con el sólo pretexto de martirizarlos y de mostrar sus perfiles más ruinosos, en un acto despótico y sádico. Es cierto que Dumont no es precisamente un romántico empedernido, y que sin lugar a dudas tiene cierta desconfianza en la humanidad. Pero esto no debería ser cuestionable, ya que si hay algo que enseña la historia es que el ser humano ha sido muy necio en esto de ser desagradable; Dumont tendría todo el derecho del mundo en pensar al hombre como un insecto abyecto y deleznable, y de exponerlo en sus películas de la manera que más le plazca.
Pero resulta curioso que si uno observa con atención sus películas, existe un calor humano oculto que asoma de a ratos y que contradice la tesis que señala a Dumont como un director que odia a sus personajes. Hay momentos en sus películas que suelen ser como pequeños rayos luminosos, fugaces destellos de esperanza que atraviesan de lado a lado la superficie estancada y el pesimismo rasante. Los minutos finales de La humanidad o de Flandres (2006) son ejemplares en este sentido.
Y una advertencia. El espectador debe quedar advertido. Dumont no sólo es un cineasta al que no le tiembla el pulso al filmar escenas de extraordinaria crudeza sino que además se toma sus tiempos para exponer sus inquietudes. Su cine abunda en tomas largas y detenidas, en tiempos muertos que quizá en apariencia no aporten demasiado al relato. Es probable que los espectadores más impacientes no toleren buena parte de su filmografía, en especial sus dos primeras películas: La vida de Jesús (1997) y La humanidad. Las últimas, Twentynine palms y especialmente Flandres llevan un ritmo más ágil, lo que las torna más accesibles. Ahora, el que no tenga demasiada tolerancia a la violencia realista, mejor que guarde distancias.

Flandres (Bruno Dumont, 2005)
Lejos de la moral

Un grupo de jóvenes convive bajo un cielo gris, en una húmeda y agreste campiña de la región francesa de Flandres. Demester (Samuel Leroux) y Barbe (Adélaïde Leroux) son vecinos, y por sus silencios y sus miradas cómplices se puede entrever que llevan una estrecha y prolongada relación. Su animalidad quedará en evidencia tempranamente, cuando tras unos arbustos tienen un encuentro sexual mecánico y absurdamente breve. Como en el resto de las películas de Dumont, en Flandres se le da un espacio privilegiado al sexo, pero aquí las relaciones sexuales son mostradas como una simple y rápida descarga masculina, y cuesta creer que Barbe pueda gozar minimamente de ellas. Quizá por no poder alcanzar una satisfacción plena o para escapar de la gris monotonía, Barbe se acostará sistemáticamente y a lo largo de la película con cuanto individuo se le cruce.
Demester es consciente de los encuentros sexuales de Barbe con otros, pero al igual que el protagonista de La humanidad no parece sentir celos y, de tenerlos, para el espectador sería imposible captarlos, ya que su semblante se mantiene estático, inalterado. El protagonista y dos jóvenes más se han alistado para luchar en una guerra de la que nada saben y su colosal ignorancia se vuelve más patente aún al hacer explícita su creencia de que la guerra podría beneficiarlos. Hasta el protagonista admite no tener idea de en qué país tiene lugar el conflicto.
Flandres bien podría ser considerada una película bélica, ya que buena parte del metraje transcurre en esa contienda, situada en algún remoto e impreciso territorio árabe. Y como en toda película bélica que se precie, al ingresar a la guerra se entra al mismísimo infierno: al ingenuo Demester le toca atravesar mil y un horrores, sufrir -y perpetrar- indecibles atrocidades.
Si la vida en la campiña parecía cruel e inhóspita, el insalubre desierto significa el hundimiento y el desdibujamiento total de los valores morales. La violación grupal -de la que Demester forma parte- a una mujer soldado remite a ese sexo rápido y egoísta, efectuado como un mero consuelo fisiológico para sobrellevar una existencia abyecta.
“¿No tienes moral?” le pregunta una amiga a Barbe luego de haberla visto fornicando con un perfecto desconocido. Barbe no contesta, pero su respuesta, como la de Demester en el desierto, bien podría haber sido: “aquí estamos muy lejos de toda posible moral”.

[1] Paisaje abstracto con hombre al fondo, Nando Salvá, Festival Internacional de Cine de Gijón, 2006.
Publicado en Brecha 9/11/2007

sábado, 20 de octubre de 2007

Las mejores películas (I)

Acá va lo mejor que he visto en los últimos meses, por orden de importancia. A mi parecer, todas enormes e imprescindibles. Sino lo creyera, no las pondría.

-Backwoods de Koldo Serra. (Inglaterra/Francia/España)
El bosque omnipresente, los protagonistas armados con escopetas y la tensión incómoda y permanente recuerdan más que nada a El aura, esa otra maravilla. Un guión sin fisuras, actores bárbaros (Gary Oldman es inmenso) y una trama que te deja atrapado hasta el último minuto. Un solo defecto: el clímax final no es tan perfecto como podría haber sido. Pero en realidad eso es una nimiedad, no se pierdan esta peli por nada del mundo. A este Koldo Serra hay que seguirlo muy de cerca.

-29 palms de Bruno Dumont. (Francia, Alemania, Estados Unidos).
Dumont está loco. Pero por suerte, vuelca toda su demencia al cine, por lo que eso redunda en un beneficio para nosotros, el vulgo cinéfilo. Conflictos de pareja de tipo nouvelle vague, sexo explícito como en 9 songs, un desierto tan extenso e inhóspito como el de The hills have eyes y hasta alguna salvajada tipo Gaspar Noé. Oí que en algunos festivales los críticos la abuchearon y se rieron de ella frente al mismo director, pero bueno, no sería la primera vez que la gente se burla de lo que no entiende.
-Fulltime killer de Johnny To. (Hong Kong)
Los mejores asesinos a sueldo de Asia entran en una competencia para ver quien es mejor. Un regocijo total, cine de Hong-kong en estado puro y de la mano de uno de los más talentosos cineastas de género del planeta. Junto a Exiled, el punto más alto de la carrera de To.

-La espalda del mundo de Javier Corcuera. (España).
El título es bastante claro. Tres instancias extremas que el mundo no quiere o no puede ver. Niños picapedreros en Lima, un exiliado Kurdo en Estocolmo y sentenciados a pena de muerte en Texas. Exclusión social, racial y política. Un documental impresionante.

-El libro negro de Paul Verhoeven. (Países bajos, Alemania, Bélgica).
Pisando el cine de géneros y el cine de autor al mismo tiempo, Verhoeven entrega un imponente cuadro de resistencia durante el nazismo, desdibujando estereotipos y generando emociones encontradas. Y qué quieren que les diga, la vuelta de Verhoeven me emociona.

-All about Lily Chou Chou de Shunji Iwai. (Japón).
Ufff. Esta es brava. Adolescentes incomprendidos, desorientados y eventualmente violentos. Detrás de la superficie verde y etérea se esconde un desconsolador y rasante pesimismo, vidas abyectas y el desasosiego total. Una maravilla terrible.

-Flandres de Bruno Dumont. (Francia).
Otra más al estilo Bresson, pero en un registro mucho más dramático. Se parece bastante a los Dardenne también, pero ojo, porque acá estamos en guerra; los principios morales ya se desdibujaron del todo, y como en toda película bélica que se precie, entramos al mismísimo infierno.

-INLAND EMPIRE de David Lynch. (Francia/Polonia/Estados Unidos).
No me apasiona este Lynch, mi relación con él es más bien de tipo amor-odio. ¿No podría haber hecho la peli un poco más corta? Ahora, me obliga a que la vea de vuelta, porque estaba con sueño, el hombre tiene un talento increíble, y INLAND EMPIRE es de esas películas que hay que ver con atención y detenimiento.

-Secret sunshine de Lee Chang-dong. (Corea del Sur).
No, no está a la altura de sus dos obras anteriores, pero no por ello deja de ser grande. Pocos cineastas tienen la sensibilidad y la capacidad para recrear situaciones realistas y dolorosas como Lee Chang-dong. No quiero adelantar nada porque lo mejor es sufrirla en carne propia.

-Always de Takashi Yamazaki. (Japón).
Si un occidental hubiese querido filmar algo así, le hubiese salido un engendro industrial infecto. Sólo los japoneses pueden filmar melodramas luminosos y sensibleros con tanta eficacia y talento. A mí me puso a lagrimear como quinceañera.