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martes, 27 de agosto de 2019

Entrevista a Roger Corman

Maestro de maestros 

Roger Corman, productor y director de 93 años que supo ser un hito del cine clase B y del terror, y que durante casi toda su vida se abocó trabajando incansablemente apoyando al cine independiente, fue el invitado estrella del XV Fantaspoa (Festival de cine fantástico de Porto Alegre). Ahí este cronista pudo hacerle un puñado de preguntas breves, pero gracias al entusiasmo del propio cineasta, la entrevista pudo extenderse unos minutos más del tiempo establecido. 

Fotos: Beta Iribarrem (gentileza Fantaspoa).

“¿Todavía está vivo?” fue la incógnita refleja de varios cinéfilos, luego de mi comentario acerca de la inminente entrevista con el director y productor nonagenario. Es que justamente, a nadie más que a Corman le calza mejor la definición de “leyenda viva”. Y hay que ver hasta qué punto está viva: el día de su llegada al aeropuerto de Porto Alegre almorzó y conversó animadamente con este cronista y otros comensales, dio esta entrevista a Brecha, y acto seguido dio un pequeño paseo por el centro y fue trasladado al Cinema Capitolio para ser homenajeado. En los días posteriores, dio una masterclass repleta de gente, firmó un sinfín de autógrafos y volvió al cine a presentar una de sus películas. Cuando miles de personas protestaron en una marcha por la educación que tomó las calles de la ciudad brasileña pasando por la puerta del cine, Corman salió del edificio –aún bajo la lluvia– para observar con atención semejante movimiento de manifestantes y paraguas.

Quizá esa curiosidad inagotable sea la clave de su longevidad, así como sus inextinguibles ganas de hacer y de contar, patentes en esta entrevista. Corman es un ejemplar humano único, y su historial es prueba de ello: en los años 50 y 60 se consagró por dirigir películas de bajo presupuesto y de gran recaudación, en las cuales la creatividad y su cinefilia fueron piezas clave para su llegada al público. A lo largo de su vida dirigió 60 películas y produjo más de 400 –por exageradas que parezcan, estas cifras son fácilmente constatables en el sitio imdb–, recibió un óscar honorario en 2009, y fue quien descubrió y catapultó a un sinfín de talentos, entre los que se cuentan actores como Jack Nicholson, Peter Fonda, Bruce Dern, Michael Mc Donald, Sylvester Stallone, Robert de Niro y Dennis Hopper, quienes iniciaron junto a él sus carreras. Por si fuera poco, fue además mentor de los cineastas Francis Ford Coppola, Peter Bogdanovich, Martin Scorsese, Brian de Palma, Ron Howard, Joe Dante y James Cameron, entre otros.

El nerviosismo de este cronista se mantuvo hasta el último momento; era posible que la entrevista no pudiese concretarse ya que Corman, recién llegado de un largo vuelo, quizá estuviese exhausto y cancelara el encuentro. Aún cuando este sucediera, quedaban dudas acerca de la lucidez del cineasta, sobre su capacidad para entender cabalmente y responder las preguntas. Por fuera de eso, 10 minutos, el tiempo máximo permitido, nunca sería suficiente para un diálogo con una persona que trae sobre sus hombros centenares de sustanciosas anécdotas. Pero durante el encuentro todos estos temores se disiparon: Corman sigue tan lúcido como siempre y 16 minutos fueron suficientes para que se extendiera, con simpatía inigualable e impensable claridad, sobre algunos puntos memorables de su carrera. La sonrisa constante, una voz gruesa que entonaba un inglés pausado pero prístino, la calidez y el cariño por su oficio, se hicieron presentes durante cada minuto del intercambio. 

–¿Podrías contarnos cuáles fueron tus primeros contactos con el cine? 

–A los 10 o 11 años vi Lo que vendrá (1936), una película inglesa de ciencia ficción basada en una novela de H.G. Wells. Me encantó, y quedé atónito por la exactitud con la que previó lo que vino a continuación. Había sido filmada en los últimos años de la década del treinta y predijo la Segunda Guerra Mundial; hablaba de la total devastación de la civilización, de un grupo de científicos que se escondía de los horrores de la guerra y que emergía después para construir una nueva civilización basada en principios científicos. A partir de entonces comencé a estar seguro de que era la mejor película que había visto jamás. No hace mucho conseguí un dvd y se lo mostré a mis hijas, que tienen hoy más de treinta años. Quedaron tan impresionadas como yo en aquel momento, así que se puede decir que mantiene su vigencia… 

–¿Y cómo fue que de recibirte de ingeniero pasaste a trabajar en el cine? 

–Cuando estudiaba en la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Stanford comencé a colaborar con el “Stanford Daily”, diario de la universidad, y descubrí que los críticos de cine del periódico obtenían entradas gratuitas para todos los cines de Palo Alto. Había dos críticos y uno de ellos se estaba graduando, así que mandé en seguida unas reseñas de muestra y me tomaron. Ahí fue que empecé a ver las películas más seriamente; antes las pensaba sólo como entretenimiento, pero a partir de ese momento comencé a analizarlas, y en ese momento sentí que el cine me gustaba mucho más que la ingeniería. Pero no quería empezar a estudiar de nuevo, ya estaba cursando el último año de la carrera, así que la terminé y me gradué, pero lo cierto es que ya venía siendo un fracaso como estudiante ese último año. En seguida me conseguí el peor trabajo que cualquier ingeniero hubiese obtenido hasta ese momento: empecé a trabajar como mensajero en la 20th Century Fox, cobrando 32 dólares con cincuenta centavos por semana. Yo había crecido en Beverly Hills; varios de los padres de mis compañeros de clase trabajaban en la industria del cine, así que eso posiblemente influyó de algún modo en esa decisión; ya venía predispuesto a trabajar en el área. A partir de ese momento empecé a empaparme en el oficio, y más adelante a iniciar mi carrera propiamente dicha. 


–En varias de tus películas más recordadas (El cuervo (1963), El pozo y el péndulo (1961), La máscara de la muerte roja (1964), trabajaste con el actor Vincent Price, ¿qué es lo que te gustaba de él? 

–Era un actor brillante, un tipo muy inteligente y un caballero consumado. Teníamos intercambios siempre interesantes y sustanciosos, porque discutíamos los guiones y el personaje, entrábamos en detalle sobre las líneas de diálogo. Después trabajando con él en el set, cambiábamos algunas cosas del libreto, a él le surgían ideas nuevas y a mí también, los dos lo entendíamos y logramos una dinámica estupenda. 

–En los años sesenta abandonaste el terror por un buen tiempo, y de hecho sólo volviste a dirigir una película del género 25 años después (Frankenstein desencadenado, en 1990), ¿por qué ocurrió eso? 

–Había estado haciendo una serie de películas basadas en la obra de Edgar Allan Poe para American International Pictures (AIP). En realidad, nunca había propuesto hacer una serie de películas de Poe, mi idea era simplemente filmar La caída de la casa Usher y listo. Pero fue muy exitosa y en seguida me pidieron que hiciera otra; terminé rodando cinco o seis. Cuando había filmado ya la última (La tumba de Ligeia, en 1964) me insistieron en que hiciera una más. Les dije que no; me estaba empezando a repetir, no tenía nada más que decir en esa materia, y francamente estaba cansado de trabajar siempre adentro de los estudios (como eran relatos de época tenía que recrear el S XIX en sets de filmación). Para variar, me dieron ganas de salir a la calle y filmar la realidad. A partir de ahí vinieron una serie de películas más realistas, y en exteriores. 

–Fue por esa época que hiciste The Wild Angels (1966), una película con la banda de motoqueros “Hell’s Angels”, ¿podrías contarme como fue tu acercamiento a ellos? 

–Empecé a involucrarme personalmente con la contracultura del momento, y oí hablar de ellos, que tenían mucha publicidad. Estaban en boca de todos, se hablaba de un grupo de rebeldes indomables, eran todo un suceso. Cuando los productores de AIP me preguntaron qué quería hacer yo les dije que una película con ellos, y no hubo prácticamente discusión; me dijeron que sí, que eran todo un fenómeno contemporáneo. Obviamente nunca había conocido a los Hell’s Angels, así que no sabía bien como contactarlos. Pero me acuerdo de haber leído en Los Angeles Times que uno de sus lugares de encuentro era “The Blue Blades Café” un bar al este de Los Ángeles, así que llamé y pedí para hablar con el gerente. Cuando me atendió le conté lo que quería hacer; me dijo: estos tipos son bastante rudos… ¿estás seguro de querer conocerlos? Le dije que sí. Arreglé para encontrarlos ahí mismo. Cuando me encontré con ellos la discusión nos llevó prácticamente todo un día (eran definitivamente tipos rudos) pero hablaron conmigo decentemente y los terminé contratando. A lo que llegamos fue que les iba a pagar determinada suma a cada uno de ellos por cada día de trabajo, otra suma por el uso de su motocicleta, y otra suma por lo que ellos llamaban sus “old ladies”, es decir sus parejas. Y de acuerdo a lo que arreglamos, querían más dinero por las motocicletas que por las mujeres. 

–¿Y cómo te llevaste con ellos durante el rodaje? 

–El rodaje anduvo muy bien, sorprendentemente bien porque yo pensaba, ¿cómo voy a manejar esto? No había forma de que pudiera, como director, estar vociferándoles órdenes, pero por otro lado no podía mostrarme inseguro porque les hubiese dejado tomar las riendas. La única forma era ser deliberadamente neutral y simplemente declarar objetivamente lo que tenían que hacer en cada escena. En la primera escena ellos asaltaban un pueblo y una tienda de comestibles, y les dije con absoluta frialdad y sin atisbo de emoción que llegaran por la calle principal, que doblaran en tal lugar, que simularan el atraco. Era simplemente una descripción, ellos aceptaron y con esta dinámica el rodaje anduvo bastante bien. 

–¿Quedaron contentos con el resultado? 

–No, para nada. La película fue un suceso enorme, y de hecho fue la producción de bajo presupuesto más exitosa hasta el momento. El récord se rompió una vez más dos años después, cuando dos tipos con los que había trabajado hicieron Easy Rider, usando la misma temática. Ahora bien, los Hell Angel’s tomaron muy mal el éxito de mi película y, de hecho, cuando se enteraron, lo primero que hicieron fue anunciar públicamente que me iban a matar. Me acuerdo de verlos en un noticiero en la televisión y que el locutor se empezó a reír cuando escuchó eso. En tono de burla repitió: “los Hell’s Angels dicen que van a matar a Roger Corman, por mostrarlos como una banda de forajidos motociclistas por fuera de la ley, cuando en realidad dicen ser una organización social dedicada a la difusión de información técnica sobre motocicletas.” Después decidieron denunciarme por un millón de dólares. Me acuerdo como si fuera hoy la conversación que tuve por teléfono con el líder de los Hell’s Angels. Me dijo: “hey, hombre, vamos a acabar contigo”; le respondí, “no lo creo, ya anunciaron públicamente que me van a matar, ¿a quién va a salir a buscar la policía si me matan, o si me tropiezo accidentalmente en la bañera? ¿Por otro lado, cómo van a cobrar el millón de dólares si me matan? Mi recomendación es que olviden el placer momentáneo de asesinarme, y que vayan por el millón…” Lo pensó del otro lado del tubo y finalmente me respondió “sí, hombre, eso es lo que vamos a hacer, vamos por el millón”. La demanda finalmente quedó en la nada. 


–Un amigo mayor me comentó que vio Baldazo de sangre (1959) en la televisión siendo niño, y que se murió de miedo. Cuando le dije que iba a hacerte una entrevista, me comentó: “¡Ese viejo arruinó mi infancia!” recordando esa mala impresión. ¿Podrías contarme algo de esa película? 

–Fue mi primer intento de combinar terror con comedia. Por supuesto que yo no era el primero en hacerlo; era algo que ya se había hecho varias veces antes. Al año siguiente vendría La tiendita del horror (1960), en el que otra vez jugué con ese cruce de géneros; de algún modo, las dos películas calzaron la una con la otra, por su tono y su atmósfera. 

–¿Cómo crees que lograste causar tanto miedo en tu audiencia? 

–Por un lado, la gente normalmente no entiende que el horror no se genera por un susto puntual. Es una construcción, hay que construir la sensación de temor, la sensación de que hay algo allí afuera (o adentro) que puede alcanzarte, agarrarte. Entonces hay que construir esa atmósfera y sostenerla en el tiempo, e interrumpirla finalmente con el momento del sobresalto. Y, de hecho, es lo mismo que con la comedia, tenés que construir un clima con cierta tensión hasta que alcanzás la liberación con una carcajada. En el sexo lo mismo: uno construye la tensión y la dilata en el tiempo, hasta que finalmente acaba. Para mí eso es lo bueno de unir comedia con horror, me hubiera gustado unir comedia, terror y sexo, pero nunca lo hice.

Publicado en Brecha el 9/8/2019

martes, 17 de julio de 2018

Entrevista a Nora Twomey

La complejidad necesaria

El pasado Festival de Cine Independiente de Buenos Aires (Bafici) fue la oportunidad de dialogar con la animadora irlandesa Nora Twomey, autora de películas bellamente nutridas de mitología y folclore gaélicos. Twomey presentó esta vez uno de los filmes más aplaudidos del festival, la grandiosa “The Breadwinner”. En esta entrevista comentó algunos de los pormenores de su realización. 

The Secret of Kells (2009)

Se dio a conocer mundialmente con su ópera prima El libro secreto de Kells (2009), notable largometraje codirigido con Tomm Moore. En ella ambos directores se despegaban con un estilo muy personal, con una rica paleta de colores, diseños y fondos repletos de detalles y un exquisito uso de la música. Después de ese debut, Tomm Moore dirigió La canción del mar (2014), en la que Twomey trabajó en el departamento de arte y como directora de voces, pero por su parte se abocó a dirigir esta The Breadwinner (2017), basada en la novela homónima de Deborah Ellis (conocida por los hispanohablantes como El pan de la guerra). La protagonista es una niña de 11 años que vive en Kabul, capital de Afganistán, durante los años de dominio talibán. Cuando su padre y sostén de la familia es arrestado, ella tiene que salir a ganar el sustento para su familia, por lo que decide cortarse el pelo y hacerse pasar por un niño.
Aunque la historia tenga un contenido dramático, se trata asimismo de una película sumamente recomendable para niños (no muy pequeños), en la que se alterna notablemente este mundo árido y hostil con el surgido desde la imaginación de la protagonista; un universo colorido y fantástico que sirve como contrapunto y trasfondo alegórico a los sucesos históricos presentados. 

—Tu película me hizo acordar mucho al cine de Michel Ocelot, y también a Persépolis, de Marjane Satrapi. ¿Fueron influencias para ti? 

—Sin duda. Yo vi mucho cine independiente, y creo que cuando estaba por configurar el tono, las películas que más vi fueron Persépolis y La tumba de las luciérnagas. Pero también es cierto que intentamos seguir un camino propio en el sentido de que, si bien teníamos interés en plasmar temáticas duras, la idea era no “traumatizar” a los niños ni a los adultos. Nuestra prioridad siempre fue que la audiencia estuviera emocionalmente comprometida con los personajes. En términos de influencias, sí, pesaron un poco otras películas de animación, pero a la hora de crear el storyboard los pilares más importantes fueron la novela original de Deborah Ellis y las historias reales de personas afganas con las que hablamos. 

—¿Cómo se logra esa conexión emocional con el espectador? 

—Lo fundamental era que la audiencia estuviese siempre conectada con el personaje de Parvana, así que mientras definíamos el estilo de la animación lo primero que hicimos fue informarnos bien sobre el mundo real en el que Parvana existía, y que era el que necesitaba recrearse. Así que la idea principal era trasmitir el valor inapreciable de la vida de Parvana. Para eso fue muy importante introducir sus rasgos y sus acciones con mucho cuidado. Después de esto, vimos lo que era su universo y dijimos: ok, este es el mundo en el que vive, entonces tiene que existir un balance entre su mundo real y su mundo imaginario. Su imaginación debía ser visualmente diferente, tenía que ser colorida, en ella debían mostrarse las conexiones con su pasado, con su historia y con su padre, pero sobre todo tenían que vislumbrarse la fuerza y la imaginación de esta niña. Su habilidad para contar historias debía ser particularmente bella. 

The Breadwinner (2017)

—¿Fue muy difícil aproximarse a una cultura tan diferente de la de ustedes? 

—Sí. Fue extremadamente difícil, pero durante el proceso también estábamos especialmente atentos a tener mucho cuidado de estar tan informados como pudiéramos, para que, a la hora de hacer fondos y personajes, fuésemos justos hasta en los detalles. Esto lo hicimos conversando con la Afghan Women’s Organization (Organización de Mujeres Afganas), y con personas afganas pertenecientes a distintos grupos étnicos, que tuvieron que irse de su país en diferentes décadas del conflicto. No dimos nada por sentado, en todo lo que hicimos y lo que rehicimos durante el proceso constantemente cometimos errores y los corregimos, y teníamos más conversaciones tratando de tomar decisiones informadas sobre cómo contar la historia. Yo tenía muy presente que el libro fue publicado en el año 2000, nosotros empezamos este proyecto en 2013-2014, y yo no quería intervenir o interferir, porque todo lo que pasó después, el atentado al World Trade Center, las investigaciones sobre el régimen talibán, el ascenso del Estado Islámico, los ataques terroristas en ciudades de todo el mundo, cambió la percepción de todos. Yo quería mostrar un universo respetando su complejidad, mostrar hasta qué punto la paz no es nada fácil y el conflicto es mucho más sencillo. Las razones para ello son muy complejas y quería reflejar esa complejidad, pero no de forma muy evidente. Quería asegurar que el corazón de la película fuese siempre la niña, el amor por su padre y por su familia, su sentido del deber respecto de su familia. Pero la historia está estructurada para que pueda también entenderse algo del trasfondo general. 

—Hoy están siendo mucho más denunciadas y conocidas la misoginia y la situación de las mujeres en Oriente Medio que en el momento en el que transcurre la acción. Pero tu película muestra otras dimensiones del asunto, entre otras cosas, cómo el régimen talibán era consecuente con ciertas preocupaciones de la población civil. 

—La película no pretende acusar o señalar con el dedo. Cuando empecé a hacerla, para mí fue una revelación saber que el régimen talibán había sido bienvenido en Afganistán, ya que, para un país que había vivido la guerra civil y las invasiones, representaba algún tipo de ley y orden. No hay respuestas simples, hay muchas preguntas y no tendría sentido intentar esbozar respuestas porque no tengo derecho a eso. No se trata de una cosa simple de misoginia, en épocas de conflicto las mujeres y los niños son los primeros en sufrir, y es lógico que sociedades muy golpeadas se vuelvan sobreprotectoras. Así que quise mostrar la fuerza de personajes como Parvana, pero también la fuerza de su padre. O el carácter complejo de Razaq, un talibán bastante conflictuado. Yo no sé qué habría hecho en su situación, pero me pongo en su lugar, me sitúo en los zapatos de cada uno de los personajes, me aseguro de que tengan sus motivaciones y de que haya profundidad en ellos. El joven talibán Idriss es un muchacho enojado, pero también lo creamos, en cierto grado, entendiendo su perspectiva. Como cineasta, es necesario sentir empatía por todos los personajes de tus películas, para poder entenderlos lo mejor posible, para poder contar una historia que sea reflejo de cierta realidad. 

La canción del mar (2014)

—Tanto El libro secreto de Kells, La canción del mar y The Breadwinner estuvieron nominadas al Oscar en la categoría de mejor largometraje de animación, y en los tres casos un “tanque” hollywoodense, una película de mucho presupuesto, terminó ganando. ¿Te parece justo? 

—Es una pregunta interesante. Finalmente, no importa demasiado. Cuando entrás en competencia con películas de presupuestos enormes, el solo hecho de que hayas llegado allí, de que tu película esté compitiendo cabeza a cabeza con ellas, es increíble. Siendo realistas, no sé si se puede ganar o no, quizá no sea posible hacerlo con una película de bajo presupuesto. Y al fin de cuentas la academia es una institución estadounidense, yo actualmente formo parte, soy miembro y votante, pero la mayoría de sus integrantes son de Los Ángeles, y es lógico que voten por películas de su país. Como sea, una nominación significa que mucha gente se tomó tu película en serio, que oyó sobre ella, que la eligió, y le da un gran reconocimiento. Para nosotros eso ya es haber ganado. 

—¿Cómo es que Angelina Jolie produjo tu película y qué tan decisiva fue su influencia? 

—Nuestra película ya estaba financiada cuando Jolie se unió como productora ejecutiva, pero estábamos en una etapa temprana, así que teníamos apenas un borrador del guion. Otros productores ejecutivos, Jon Levin, Jehane Noujaim, Karin Amer, que habían hecho un documental llamado The Square, sobre la insurrección en Egipto, se las apañaron para poner el guion de The Breadwinner en manos de Angelina. Ella lo leyó y pidió para reunirse conmigo. Así que viajé a Los Ángeles, y la conocí: ella estuvo en Afganistán en numerosas ocasiones, incluso fundó hace cerca de una década una escuela en las afueras de Kabul, y enseguida captó el tipo de sensibilidad de la película. Cuando nos encontramos sentí como si estuviésemos continuando con la conversación, en vez de empezarla desde cero; ella realmente sabía qué era lo que estábamos haciendo, y fue una gran ayuda. Nos puso en contacto con personas y consiguió muchas de las voces de afganos que finalmente aparecen en la película, gracias a ella la mitad del elenco es afgano. También fue un constante apoyo para nuestro equipo, porque nos mandaba mensajes durante el proceso de producción, y eso era un gran incentivo. Finalmente, fue notable que ella estuviera con nosotros en la alfombra roja cuando la película se estrenó en Toronto, eso significó mucho en términos de prensa y difusión. Igual que la nominación al Oscar, ella le dio mayor llegada a la película.

Publicado en Brecha el 13/7/2018

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Entrevista a Federico Godfrid

La convivencia como clave 


Se encuentra en cartelera “Pinamar”, laureada película argentina que sobresale por muchas razones. No sólo la adolescencia es una etapa raramente abordada en el cine, sino que en este caso la aproximación es notablemente vívida, fresca y psicológicamente refinada. En entrevista, uno de los directores más prometedores del vecino país reveló varias de las claves para alcanzar un registro sumamente particular. 

Dos muchachos viajan a un balneario de la costa argentina, a casi 350 quilómetros de la ciudad de Buenos Aires. Debido al reciente fallecimiento de su madre deben concretar la venta de un departamento que heredaron, cargado de recuerdos de la infancia. Pero si bien Pinamar se encuentra plagado de gente durante la temporada, el resto del año es un sitio semidesierto, habitado por pescadores y otros trabajadores locales. En un par de días, ambos muchachos deberán convivir consigo mismos, con los amigos de la zona, pasar el rato y recapitular sobre lo sucedido. Pinamar es una película lograda con una impecable factura técnica, pero cuya principal fuerza radica en la construcción de vínculos, en los diálogos, en el notable desempeño de su joven elenco. En particular, Juan Grandinetti (hijo de Darío), brilla en su primer protagónico, construido con una mirada introspectiva, parquedad y un minimalismo gestual particularmente elocuentes. 
Luego de egresar de la Universidad de Buenos Aires (UBA) como diseñador de imagen y sonido, Godfrid se dedicó a la docencia, al cine y al teatro. Escribió y dirigió varias obras teatrales, y en 2008 logró su debut en el cine con La Tigra, Chaco, en codirección junto a Juan Sasiaín. Durante años dio clases y talleres sobre dirección de actores, tanto en la UBA como en otros institutos. Esta experiencia se ve claramente reflejada en sus diáfanas palabras, que demuestran un profundo conocimiento del medio. 

—En Pinamar tenemos dos hermanos que están viviendo un mismo duelo, pero ambos tienen una forma muy diferente de procesarlo. ¿A vos te interesaba expresar eso, particularmente? 

—Sí y no. Evidentemente por el resultado final pareciera que sí, pero en el momento trataba de que no. Incluso me hubiese gustado que no fuesen tan marcadas las diferencias. Hay un contrapunto y no me parece lo mejor. Pero fue naciendo de la construcción que se fue generando con los actores. Hubo muchas cosas que no estaban en el guión y fueron apareciendo en el rodaje: Agustín, el actor que hace de Miguel, es un pibe al que no lo frenás. Era una máquina de proponer, de generar. En la escena inicial, la del auto, era muy importante que con muy poco se pudiera dar una idea general de cómo era el vínculo entre los personajes. Entonces en el rodaje, en ese tren de no estarse quieto, Agustín sacaba el ukelele y se ponía a tocar. Yo le decía: “¡Basta con el ukelele!”, y entonces se ponía a armar un cigarrillo. Yo estaba atrás, en el auto, escondido con el video assist y le decía: “¡Pará chabón, no hagas nada!, ¿no podés no hacer nada?”, y lo intentó, pero en seguida se puso a hacer esos ruidos con la boca que quedaron en la primera escena. Cuando veo que empieza con eso, me encantó: dije este chabón está reloco, y quedó tal cual. La molestia que le genera a Pablo y que es perceptible fue la que Agustín le estaba generando en ese preciso momento. Terminé de filmar y dije, genial: ya tengo la primera escena. 


—Tengo la impresión de que ambos tienen formas diferentes de evadirse, buscan hacer cosas para no pensar, para no enfrentarse a la muerte de su madre. 

—Exacto. Eso sí estaba en el guión. Que Pablo se pusiese a arreglar cosas, a solucionar problemas, Miguel en cambio precisa salir, esparcirse, y también es una forma de no encontrarse consigo mismo. 

—Das clases de dirección de actores. Pero en esa aproximación a los actores hay muchas escuelas… ¿Cuál sería tu plan de trabajo en ese sentido? 

—Justamente, siempre traté de investigar mucho al respecto. Saco un poco de lo mejor de cada corriente. Desde exponentes del teatro que han llegado al cine como Stanislawsky y Strasberg; ciertas cosas vinculadas a la “memoria emotiva” y otras de la “imaginación absoluta” de Chéjov. También trato de trabajar con los actores en el análisis de los textos y de los diálogos, y trabajar también el hecho de que nunca sientan emocionalmente las mismas palabras que están diciendo. 

—¿Cómo es eso? 

—Me gusta que se genere una disociación. Cuando se está hablando de algo profundo, como “yo pienso en mi mamá y en la muerte, y creo que me puedo conectar con ella en el más allá”, me gusta que el personaje no lo diga desde un lugar de solemnidad, sino en un intento de levantarse a la chica. Esas disociaciones uno las hace permanentemente en la vida, y son muy interesantes de trabajar con los actores. Ahora, de todos los autores robo un poco, pero el que realmente me parece un revolucionario de la actuación cinematográfica es Cassavetes, un tipo que logró en sus películas cosas tremendamente mágicas. Te cuento algo: cursé toda la facultad viendo a Bergman, Hitchcock, Tarkovski, Fellini, etcétera. Pero me llamó la atención que en ninguna materia me habían dado Cassavetes, y yo lo descubrí después y no podía creer que me hubiesen hecho ver cincuenta veces La ventana indiscreta y que existan cincuenta libros al respecto, y que nadie se haya tomado ese trabajo con Opening Night, o con Una mujer bajo influencia. Son películas que tienen un riesgo y una búsqueda de que eso que acontece sea un hecho vivo, real, que está aconteciendo en ese momento. Yo pensaba en cosas que se dan en la facultad, como el Dogma 95, son como juegos de niños, que atrasan 30 años respecto a cosas que aparecieron mucho antes. 

—Es verdad que hay escenas muy Cassavetes… Cuando los muchachos improvisan, se interrumpen o hablan unos encima de otros… 

—Sí, y esas son luchas que tuvimos que dar y que funcionaron. Siempre los sonidistas te dicen que si los chicos hablan unos sobre otros se pisa el sonido y que se precisa que uno termine de hablar para que empiece el otro… y no, eso no es cierto, no lo necesitás. Hay que dar varias luchas, el iluminador también te dice: “Hay que poner todos estos telgopores para que el actor esté bien iluminado”. No, no los necesitás, si ponés al actor adentro de un cubo de cuatro telgopores hay algo que se termina muriendo en el rodaje. Para mí siempre la prioridad es que la cosa esté viva, y lo demás tiene que acomodarse. Es verdad, tiene que haber cierto rigor técnico, pero no puede pasar que un horario condicione, que una luz condicione. 

—Creo entender que tenés un estilo inmersivo, de vivir con los actores, y de que se vaya construyendo un vínculo a partir de la convivencia. 

—Sí. Una vez que elegí a los chicos, después de varios castings, ensayamos prácticamente todos los días en Buenos Aires. Nos juntábamos dos horas, tres horas, para hacer cualquier cosa: desde pasar la escena a charlar sobre la vida, sobre su relación con su familia, sobre lo que sería ser hermanos. Conocerse rápido. Después, en medio de eso, un mes y medio antes de filmar nos vamos a pasar cuatro días en el departamento, con el asistente de dirección, yo y los dos actores principales. Agarré mi auto y fuimos los cuatro a Pinamar. Jugamos a los bolos, a las cartas, cocinábamos algo. Íbamos a conocernos, no a ensayar las escenas, buscamos locaciones juntos. Después, ya durante la preproducción, fuimos otra vez, varios días con los chicos, conviviendo. Así se van construyendo los vínculos: primero Juan y Agustín fueron con ganas de ser hermanos y amarse, pero después de unos cuantos días empiezan las fricciones: uno que dejó el cuarto hecho un desastre y el otro se empezó a hinchar las pelotas por eso, o en el desfasaje en los horarios de irse a acostar, es que empezaron a surgir esos conflictos típicos de hermanos, y todo eso lo utilicé en favor de la película. En esos diez días intensivos trabajando, fue que apareció la película. El éxito de la escena del bosque tiene que ver con eso: ya habíamos estado ahí y los actores ya estaban en su elemento cuando se dio el rodaje real. 


—Por lo general la adolescencia o la primera adultez no son abordadas en el cine. Probablemente por el choque generacional: los directores suelen ser más grandes. Pero además está el tema de que los adolescentes son bastante difíciles de reproducir fielmente, ya que suelen ser atropellados, inquietos, hablan mucho… 

—Me encanta la adolescencia y la cámara la ama. Hay algo de esa efervescencia, de esas ganas de vivir que es tremendamente cinematográfico. 

—¿No te asusta no poder contenerlos? 

—Al revés, prefiero que desborden. Buscaría el desborde también en actores grandes, pero ahora me interesa particularmente que los personajes y los actores estén descubriendo todo: lo que los enamora, lo que los emociona. Me gusta que no hayan racionalizado tanto todo eso. El amor adolescente es mucho más fuerte en ese sentido: uno cuando es grande racionaliza para protegerse un poquito, para no sufrir tanto. 

—Se da una química muy especial entre los tres actores. Y si habrá habido química entre Juan y Violeta que terminaron siendo pareja. ¿Dónde está la clave para eso? 

—No hay forma de prepararla: está o no está. Hay que ayudar a que fluya, pero podés ver qué tipo de química se genera. Cuando hacíamos el casting había otra chica, que casi quedó y que tenía una química hermosa con Juan, pero parecían más como hermanos. Eran como compañeros, peleadores entre ellos, pero me faltaba algo esencial: sexualidad. Cuando ví a Violeta y Juan en el casting, apenas se miraron dije acá está pasando algo… Yo hago todos los castings en pareja: a mí no me interesa que el actor actúe solo, porque todo en el cine es una construcción vincular. Entonces todas mis escenas de casting son escenas vinculares, cuando Juan fue definido como la primera pieza del rompecabezas, empecé a hacer los castings con él. Si vos ves, en la película no hay cachondeo ni flirteo entre ellos, ni siquiera están muy cerca al principio, pero con las miradas se establece esa química.

Publicado en Brecha el 3/11/2017

viernes, 4 de agosto de 2017

Entrevista a Maite Alberdi

Documentar el azar


Es una de las mejores documentalistas latinoamericanas, y del mundo. Desde el estreno de su debut, El salvavidas, –cuando ella tenía 29 años– soprendió con una impronta sumamente personal, con sucesos insólitos que acontecían frente a cámara. Su última película, la brillante Los niños, centrada en una institución educativa laboral para personas con síndrome de Down, fue presentada en La semana del documental de DocMontevideo, y es proyectada estos días en Cinemateca Pocitos. 

El humor, la multiplicidad de lecturas, el buen ritmo, el cuidado estético y también lo inesperado que se aparece en cuadros cotidianos son las marcas autorales del cine de la directora chilena Maite Alberdi. Su obra puede considerarse aún escasa, pero si algo caracteriza a sus tres multipremiados largometrajes, (El salvavidas, La once y Los niños) es el ser tan profundos como entretenidos.
Luego del estreno de Los niños, la temática de las instituciones para personas con síndrome de Down pasó a la agenda pública. La campaña de comunicaciones de la película articuló un discurso con más de cuarenta fundaciones, lo cual terminó generando presión y cambios en la legislación chilena. Ahora, con la nueva ley de discapacidad, las empresas tienen la obligación de contar entre su personal con un 1% de personas con discapacidad intelectual. Alberdi incluso lanzó una página web llamada “Incluye empleo” para que los empresarios contraten a personas en esa situación. 
La cineasta pasó fugazmente por Montevideo, el tiempo justo para dar un taller, presentar su película, responder atinadamente a una interminable avalancha de preguntas por parte de los periodistas. La capacidad de hacer todo esto en 24 horas y aún mantener la elocuencia durante esta entrevista da cuentas de una persona laboriosa, infatigable. Su obra es un claro reflejo de una energía natural volcada con convicción a la documentación de ciertas realidades, en las que se cuelan apuntes antropológicos, sociológicos y hasta políticos. 

–¿Cómo y cuándo es que te decidís por un tema para tus documentales? 

–Llego investigando. Hay muchas historias que estudio y que luego descarto porque no les veo el atractivo. Creo que tienen que tener algo de particular y universal. Suena contradictorio, porque por un lado tiene que ser particular y único, pero al mismo tiempo tiene que contener emociones universales con las que todos podamos conectar. A veces me cuesta encontrar eso, una historia que sea lo suficientemente única y particular, como para que nadie pueda decirme: “ah, pero… ¡mi vecino es mejor que tu vecino!” o como en La once: “Mi abuela es mejor que tu abuela”. Mi abuela es suficientemente particular porque lleva sesenta años sentándose a tomar té con sus amigas y eso es lo que la hace especial, no que sea mi abuela. Si tú tenés una abuela que lleva ochenta años juntándose con sus amigas, ok, entramos a competir. Esa es su particularidad y lo que me lleva a defenderla frente al mundo. Lo mismo con Los niños, que me tocó presentarla en Holanda y de un canal holandés me decían “bueno, y a mí qué me importa, yo tengo un reality de personas con síndrome de Down… ¿para qué quiero ver personas con síndrome de Down de Latinoamérica?”. Y yo decía, bueno, porque llevan cuarenta años yendo al colegio y los siguen tratando como niños, es una situación aberrante, muy específica. Con Los niños yo ya conocía bien el tema, sabía que la expectativa de vida había aumentado, que era una generación “limbo”. Se suponía que iban a vivir hasta los veinticinco y ahora están viviendo hasta los sesenta. Es la generación más compleja y quería investigar qué pasaba con ellos, y cuando llegué a investigar ese colegio, el primer día que fui a verlos los tenían celebrando el día del padre y bailando… A ellos, que tienen ya cincuenta años y que en muchos casos ni siquiera tienen padres. Vi esa escena y dije: “esto es absurdo”, un nivel de infantilización total. Entonces es eso: uno ve imágenes que son lo suficientemente potentes como para convencerlo de que puede hacer una película en torno a eso. 


–En tus películas siempre surgen circunstancias inesperadas. Algo notable, porque siempre me preguntaba cuánta suerte había que tener para que en una aproximación documental ocurriesen ese tipo de cosas frente a cámara. Pero viendo una charla Ted que diste, me encontré con algo que nunca hubiera imaginado: hablabas de “programar el azar”. ¿Podrías hablarme un poco de ese concepto? 

–Es que la realidad está repleta de situaciones insólitas… por ejemplo, el otro día fui a tomar té con las señoras de La once (que me invitan una vez al mes) y una contaba que había ido al doctor en metro. Ella nunca había viajado en metro pero por primera vez había decidido ir al centro en metro. Cuando iba sentada viajando se dio cuenta que le habían robado el reloj de oro, y se dio cuenta que el tipo que estaba sentado al lado, –que según ella era un “fleite”*– se lo había robado. Entonces abrió su cartera y sacó su pinza para sacarse los pelos, y se la enterró en el brazo al “fleite” ¡Devuélveme mi reloj!, ¡tirálo en la cartera! El hombre tiró el reloj en la cartera y ella salió corriendo, muerta del susto. No fue al doctor y se volvió a su casa. Cuando llega va con la “nana”, la señora que le hace el aseo, y le cuenta lo que le pasó. La “nana” le responde: “oiga señora, usted no salió hoy con el reloj de oro, está en el velador”… Resulta que ella le robó el reloj al fleite, y cuando me lo contaba yo no podía creer lo que oía. Una vieja de ochenta y cinco asaltando con su pinza de cejas a un tipo en el metro...
Entonces, “Programar el azar” es un concepto del que habla Nicolas Philibert, y parte de la idea de que la realidad es cíclica. La realidad está llena de cosas inesperadas, y cuando uno ve un documental quiere ver lo cotidiano, pero también quiere ver lo insólito. La cuestión es preocuparse de que esas cosas insólitas aparezcan, que surjan justo frente a la cámara. No son del todo casuales, no aparecen porque sí: tenés que estudiar cómo funciona esa realidad para que esas situaciones únicas estén. Entonces si elegiste bien a tus personajes, si durante la investigación ves que les pasan cosas todo el tiempo, de alguna manera podés preocuparte de programar el azar y que esas cosas excepcionales se vean. ¿Cómo se hace? Estudiando el comportamiento, preocupándote de la hora de grabar, de a quiénes grabar, dónde poner la cámara para que lo excepcional surja… El caso de El salvavidas es el más claro. Yo iba a hacer una película sobre un salvavidas que le tiene fobia al agua, pero entonces la escena más importante debía ser la del rescate. El salvavidas argumentaba que el mejor en su oficio era el que nunca se metía al agua, el que advertía a tiempo a los bañistas. ¿Pero qué pasa en el momento crucial, a la hora de un rescate?, ¿va a entrar o no va a entrar al agua? No podía tener una película de un salvavidas sin un rescate. Era una vez en el verano y si yo estaba grabando en el kiosco, el rescate duraba cinco minutos y no iba a llegar a la orilla con la cámara. No sabía cuando iba a pasar, obviamente no lo podía generar. Entonces descubrí algo: leyendo las estadísticas de los marinos vi que en esa playa en los últimos diez años siempre había habido uno o dos rescates, y que siempre eran entre las cinco y las seis de la tarde. Por lo tanto yo tenía que estar en la orilla todos los días en el punto donde sucedían los rescates a esa hora. Y así estuvimos todo el verano a esa hora hasta que efectivamente el rescate ocurrió a las cinco y media. Si siempre pasa así, ¿por qué el año en que estás grabando va a pasar a las dos de la tarde? Entonces se puede ver que la realidad es cíclica, y que sigue ciertos patrones de comportamiento que uno puede prever. 

–¿Otra cosa sumamente llamativa es la estética, en especial el equilibrio cromático o de luces en los planos. Cuánto hay de” armado” en los fondos y en la puesta en escena de tus películas? 

–Depende de la película. En La once está todo super armado porque yo la estuve filmando durante cinco años, pero no tenía claro si íbamos a seguir durante quizá diez o quince años. Lo que sabíamos con el director de fotografía es que íbamos a tener que pegar situaciones del año uno y el año cinco y hacerlas calzar, entonces tenía que haber una construcción estética en las locaciones, de forma que se igualaran todos los planos, trabajar con una luz similar, todas las tomas iluminadas exactamente igual. Aquí hubo una clara puesta en escena en el sentido que hasta elegíamos el set. En Los niños instalamos todo el año unos focos fijos en el techo. No podíamos elegir los fondos porque los personajes se mueven por todo el espacio, y ahí vemos como vamos moviendo la cámara en torno a ellos. Eso sí: el ventanal era tan grande y estaba tan quemado que llevamos plantas para afuera y pusimos obstáculos a la luz para que el fondo no se quemara la imagen, para que fotográficamente funcione. 


–Me gustaría que me contaras de alguna reacción o respuesta por parte del público, que te haya sorprendido especialmente… 

 –Aún me sorprende mucho –y aparte, me llena de orgullo– que muchos están convencidos de que lo que vieron no puede ser un documental, que es ficción. Les podés explicar detalle a detalle cómo lo hiciste, y siguen pensando que es una construcción. Creo que tiene que ver con las convenciones y con cuán arraigadas están ciertas formas de lenguaje cinematográfico. Hubo gente que me decía que era imposible que Los niños fuera un documental, por el uso del plano-contraplano. Yo les explicaba que los personajes son tan lentos y se demoran tanto en hablar, repitiendo lo mismo una y otra vez, que para mí era ideal, porque era como que tuviese varios ensayos de lo mismo. Te dan la posibilidad de moverte y hacer lo que quieras: plano general, primer plano, plano-contraplano… pasa una hora y siguen hablando lo mismo. En la película pareciera que hablaran fluido y rápido, pero eso es efecto del montaje. 

–A las protagonistas de La once las felicitaron por haberse aprendido tan bien “los diálogos”. 

–Sí, y se enojaban, decían “¡es mi vida real!”. A la salida de un cine a Anita de Los niños le dijeron “¿mijita, de verdad se murió su papá?”. ¡Por supuesto que se murió…! 

–Quizá tenga que ver con que por más que hagas documentales, la forma que tú les das tiene mucho que ver con la estética, el ritmo y el estilo del cine de géneros… 

 –Total, es mi desafío, es lo que me gusta y es algo que quiero llevar a un extremo, al punto de que la gente no sepa si está viendo una ficción o un documental. En realidad a mí no me molesta que piensen que no es real, los que sí se molestan son los mismos personajes. 

–¿Alguna vez obtuviste enojos, rechazos, reclamos en cuanto a cuestiones éticas? 

–Algunos cuestionamientos éticos que me chocan y me dan un poco de rabia son preguntas sobre el sujeto, alguien decía (acerca de La once) “¿Cómo las señoras van a saber que lo que ellas dicen va a ser exhibido en el cine? Ellas no son conscientes de las cámaras y de lo que va a suceder.” Están subestimándolas: tienen una cámara enorme encima de ellas, hay equipos con micrófonos, ellas mismas me preguntaban constantemente cuándo salía la película. Pueden haberse acostumbrado a la cámara pero obviamente nunca se van a olvidar que está ahí. Me molesta y me choca ese cuestionamiento, y también se repite respecto a Los niños, como si ellos no entendieran lo que es una filmación. Para mí la ética es muy importante y tiene que ver con conocer y cuidar a los personajes, representarlos como son. 

–¿Será que algunas de esas acusaciones son proyecciones de algo negativo? 

–Seguramente; yo creo que la maldad está en el ojo del que mira. Cuando alguien mete la palabra “ética” normalmente lo hace porque algo le incomodó. Con Los niños pasó mucho eso; un periodista me decía que le había molestado la escena en que los dos personajes con síndrome de down se meten en la cama. Y yo le respondí: ¿si ellos no fueran Down, a ti te molestaría esa escena? Respondió que no. Subestima a los personajes, cree que el documentalista está abusando de ellos cuando no saben cómo fue el abordaje… 


–¿Qué es lo que nos hace reír en un documental? 

–Tantas cosas… Y a mí me encanta la risa porque es el momento más fácil de conexión y de conexión inmediata. Lo dramático hay que construirlo más narrativamente, no puedes partir desde una situación dramática y que sea efectiva. La risa hace entrar al espectador, y la realidad está llena de situaciones humorísticas. Nos reímos de cosas que no esperamos, de sentirnos identificados…

–Y de lo que nos incomoda… 

También, en el caso de Los niños también uno se ríe mucho porque se siente identificado y no es algo que esté esperando.

–¿Ese humor puede ser un agente de cambio? 

–La risa es un agente movilizador; uno se moviliza desde la empatía, y esta surge con el drama o con la risa. Se puede trabajar indistintamente con las dos, y hay películas que han generado cambios sociales siendo comedias documentales. Hay que dejar de estigmatizar al género, dejar de atar el documental al drama. Los que hacemos comedias documentales tenemos que evitar sentirnos culpables, en el sentido de decir: “no podemos reírnos de eso” ¿por qué no? hasta los mismos personajes se ríen de ellos mismos en esa situación... 

–Los personajes que no tienen síndrome de Down aparecen fuera de foco o directamente en off. ¿Por qué esta decisión? 

–Yo creo que uno no tiene que buscar solamente la narrativa, el tema, el punto de vista, sino ver formalmente cuál es la mejor manera de representar a tus personajes. Haciendo Los niños vi un nivel de “normalidad” en el tipo de relaciones, algo muy similar a la mía con mis compañeros de colegio, y un nivel de diversidad donde lo único que tenían en común es que tenían síndrome de Down y nada más. Rita lo único que quiere es una Barbie y a mí me encanta eso, pero por otro lado Ricardo quiere un trabajo y para mí ambos sueños son igual de válidos. Entonces sentía que realmente tenía que representar esa diversidad. Soñaba con una película en la que todo el mundo tuviera síndrome de Down; que caminaran por la calle y se encontraran con un mozo con síndrome de Down que les sirve café y un chofer con síndrome de Down que los lleva en el autobús y así. Sería imposible, una ficción. Pero esta fue mi forma de mostrar un mundo de personas diversas, y que al cabo de un rato de verlos te olvides que lo tienen, es la forma de que al espectador le parezca un mundo normal. Un mundo que además está aislado del exterior: ocho horas al día en este lugar y después se van a su casa y se relacionan sólo con la persona que está en su casa. Entonces creo que la cámara está representando también eso.

–¿Por qué elegiste esta institución y no otra? 

–Me costó mucho encontrarla, porque yo sabía que quería personas adultas de más de cuarenta, pero la ley en Chile dice que las personas con discapacidad intelectual pueden estar en instituciones públicas solamente hasta los veinticinco años. No hay talleres laborales para personas mayores. Si bien los personajes de mi película viven en un contexto socio-económico super privilegiado, la realidad de ellos es cruda: había solamente tres o cuatro establecimientos para adultos. Obviamente quieren cambios en su vida, ya que viven en un eterno loop: todos los días ir al colegio desde hace cuarenta años… para mí es como una historia de ciencia ficción, una realidad terrible. Están aburridos, y cómo no vamos a empatizar con una mujer que dice "estoy hastiada, llevo cuarenta años en el mismo lugar"… 

–Queda manifiesta en tu película una gran contradicción: Por un lado los educadores les dicen a las personas con síndrome de down que deben aprender a ser independientes y a tomar decisiones adultas, pero esto choca con sus realidades concretas. ¿De quién es el error? 

–Hay dos errores: uno es el modelo de ese plan. El programa que se desarrolla en la película debería tratarse de modo familiar. Por que lo que pasó aquí es que se los empoderaba, se les decía, ustedes se pueden casar, pueden hacer lo que quieran. Y después ellos llegaban a sus casas y la madre les decía que de ninguna manera, que no podían hacer nada de eso. Esa desconexión a ellos, a mí, a la psicóloga, nos generó mucha frustración porque creíamos en ese plan. Pero efectivamente, si eso no se adecúa a su realidad personal y a su entorno, no tiene ningún sentido, porque les genera frustración, puede llegar a deprimirlos más. Hubo un error en el modelo educacional, pero también hay un error familiar de no abrirse a sus necesidades de cambio. No puedo juzgar a los padres, a veces llegan a tener hasta noventa años. Cuando sus hijos nacieron les dijeron que sólo iban a vivir hasta los veinte. No había escuelas especiales, te decían que los tuvieras escondidos; estos padres tuvieron que luchar por abrir escuelas, por abrir espacios… que hoy les digan que se pueden casar les parece una locura. Son producto de una generación y quedaron estancados. El modelo de terapia grupal ahora sí se está implementando en el colegio. Pero por otro lado la falta de legislación no ayuda. La ley del trabajo en Chile decía que a las personas con discapacidad se les podía pagar menos del sueldo mínimo, por eso a Ricardo le pagaban una miseria, diez dólares mensuales. 

–¡¿Diez dólares?! 

–Efectivamente le pagaban diez dólares al mes, y lo peor de todo es que era legal. El problema de las empresas de Chile en general es que entienden las personas con discapacidad como sujetos de caridad y no como sujetos de derecho. Sienten que les están haciendo un favor, que los están “entreteniendo”, es una cosa muy paternalista. Trabajaba ocho horas diarias, haciendo lo mismo que otros que cobraban sueldos mínimos, pero por su discapacidad les pagaban mucho menos. Ahora logramos que cambiara la ley y se abolió ese artículo, entonces todas las empresas están obligadas a pagar el sueldo mínimo. Ahora Ricardo está ganando entre quinientos y ochocientos dólares. La película es un documental de observación pero también es una película que denuncia un problema arraigado. 


–Tus películas tienen contenido antropológico, político y sociológico. Y tiendo a creer que estas significaciones surgen por una construcción lograda a partir del montaje. ¿Estoy en lo cierto? 

–Sí, a mí lo que me interesa es hacer un cine político sin parecerlo, porque la política está comprendida en los microespacios. Uno va a entender los contextos sociales y los procesos sociales desde lo que pasa a puertas cerradas. En Los niños, hay un tema político que tiene que ver con cosas claras, con legislación para personas con discapacidad, pero también tiene que ver con formas políticas en cosas chicas. Uno ve estos microespacios y la política se cuela: en Los niños, en la elección que ellos tienen, Ricardo compra los votos. En otra escena Andrés está comportándose como un machista de pura cepa; en ambos casos entró Chile a escena. Entonces la película no es declaradamente política o sociológica, pero ahí puede verse al país desde ese micromundo. Siento además que el documental se ha ocupado mucho tiempo de filmar el pasado, está bien y es importante, pero tenemos que hacernos cargo de filmar el presente. En cien años más, ¿Cuál va a ser nuestro archivo de hoy día? Creo que mis películas tendrán un valor diferente dentro de cincuenta, setenta años. Quizá no van a nacer más personas con síndrome de Down, como pasa hoy en Holanda, entonces la película pasaría a ser un documento de estudio. O quizá nada que ver, las personas así van a estar en puestos políticos o integrados, y la gente va a decir qué loco cómo en esta época vivían aislados, en escuelas especiales… 

*Término despectivo del lunfardo chileno para denominar a los delincuentes de clase baja.

Publicado en Brecha el 4/8/2017

miércoles, 21 de junio de 2017

Entrevista a Bill Plympton

El chico del lápiz de color 


Bill Plympton es uno de los más importantes e influyentes animadores independientes estadounidenses contemporáneos. Invitado especial del XIII Festival de Cine Fantástico de Porto Alegre*, Plympton conversó con Brecha acerca de su carrera y su obra, de las dificultades de mantenerse al margen de la industria, y sobre sus particulares gustos personales. 


Hace dos, tres décadas el canal de cable MTV pasaba principalmente música, pero no era eso lo único que lo distinguía: entre los bloques de la programación, espacio usualmente reservado a las tandas publicitarias, MTV exhibía cortos experimentales que a veces duraban tan sólo unos segundos. Entre la muy variada muestra de creatividad desatada que a diario se ponía al aire, hubo una serie animada particularmente desternillante titulada Enemies. Consistía en dos hombres trajeados que se peleaban por turnos, ya fuese pegándose simples puñetazos en la cara, martillándose, serruchándose mutuamente o arrancándose de cuajo la cabeza con una grúa de demolición. Mientras uno atacaba, el otro permanecía en total pasividad. Terminados los fragmentos, los dos seguían igual que al comienzo, en la misma posición, sin daño visible y con sus expresiones inalteradas. 
Fue durante los años noventa que la obra de Bill Plympton empezó a volverse más y más conocida. Con líneas de dibujo nerviosas, un estilo anárquico y surrealista, dotadas de un humor negro predominantemente físico, sus creaciones siempre fueron una gran burla al conservadurismo, a las etiquetas, las formalidades y a las convenciones sociales. Plympton era perfectamente consciente de que en su época la audiencia esperaba ver animaciones infantiles, complacientes y agradables a la vista, y supo utilizar esa expectativa para descolocar aun más a los espectadores. En este sentido, fue un precursor cuya influencia es patente en centenares de animaciones de la actualidad, desde Los Simpson hasta Bob Esponja, desde Pixar hasta Aardman Animations. 
Un recorrido por su obra permite corroborar que sus cortos son de lo más hilarante que ha dado la animación mundial –basta con ver la serie Dog Days para comprobar esta afirmación–, y sus largometrajes, aunque a veces algo caóticos en su estructura, suelen ser genialidades dignas de atención. Puede notarse además una progresión en el estilo de Plympton, mucho más anárquico en sus inicios: I Married a Strange Person (1997), Mutant Aliens (2001), y Hair High son imparables y desacatadas, mientras que varios de sus últimos largos, como Idiots and Angels y Cheatin’, tienen hermosos momentos líricos, dotados de belleza y cierta melancolía existencial. 
Dos cosas llamaron particularmente la atención de este cronista: al llegar el animador al festival eran realmente pocos quienes se acercaban para conversar con él o simplemente pedirle un autógrafo –siempre los da con mucho gusto, en sus propias tarjetas postales y esbozando un pequeño dibujito al costado–, por lo que Plympton estaba siempre accesible para conversar con él, ya fuese sobre el clima o sobre qué le había parecido la película que acababan de proyectar –no perdía ninguna oportunidad de internarse en los cines del festival–. En segundo lugar, luego de haberse proyectado una de sus películas, en lugar de prestarse al típico intercambio de preguntas y respuestas, Plympton puso una mesa en la que desplegó los DVD de sus propias películas, así como dibujos originales, y los puso a la venta ahí mismo. Así, gran parte del público asistente le compró algunas de estas cosas, y casi todos se llevaron una tarjeta autografiada. El animador habrá vendido un centenar de DVD y de dibujos en el festival, lo cual probablemente sea la parte en que un espectador menos piensa cuando celebra a los creadores independientes, es decir: cómo logran ganarse la vida. 
Plympton no aparenta los 71 años que tiene, es un hombre alto, ágil y vivaz. La conversación que mantuvimos ocurrió minutos antes de un taller que estaba por impartir, pero eso no impidió que dedicara su tiempo y toda su atención a responder holgadamente las preguntas. 

—¿Cuáles fueron tus primeros contactos con el cine? 

—No sé si puede decirse directamente con “el cine”, pero cuando era niño veía en televisión películas de Disney, como Pinocho, Peter Pan y otras. Ahí fue que me enamoré de la animación, crecí en el campo, apartado, en el bosque, así que no conocí un cine real hasta que llegué a la secundaria. Era realmente ignorante acerca del cine internacional; hasta entonces todo lo que había visto era estadounidense. Pero cuando fui al colegio, en la ciudad de Portland (soy del estado de Oregon), sentí la necesidad de ponerme al día. Así que me uní a lo que se llamaba Comisión de Cine, una organización que traía películas de todo el mundo para mostrárselas a los estudiantes, y yo diseñaba los posters. Tuve la oportunidad de ver las películas de Fellini, Bergman, Godard, Truffaut; descubrí la producción internacional. A partir de entonces empecé a entusiasmarme realmente, hasta volverme prácticamente un maníaco, tenía que verlo todo. 
Después de terminar la secundaria me mudé a Nueva York. Con 21 años, no tenía un trabajo fijo, era un ilustrador de historietas free lance, así que tenía bastante tiempo libre. Iba a Times Square, donde había un montón de cines, y me pasaba todo el día entrando y saliendo de las salas. Veía ocho películas en un día y trataba de aggiornarme con todo ese cine al que no había podido acceder cuando era más chico. Esto fue en los años setenta y en los ochenta… Sam Peckinpah, Francis Ford Coppola, Peter Bogdanovich, Mike Nichols, una revolución cinematográfica… 

¿Cuándo te diste cuenta de que querías ser animador? 

—Lo supe desde muy temprano. Tenía 5 o 6 años cuando empecé a ver aquellas películas de Disney, especialmente los cortos de Tribilín y el ratón Mickey, ahí empecé a hacer dibujos y a imaginármelos en la pantalla. El problema fue que cuando terminé la secundaria; en 1968 yo traía este sueño y la animación estaba muerta, el estudio Disney estaba prácticamente en bancarrota, Warner Brothers paró de hacer películas, los hermanos Fleischer estaban muertos, el mundo de la animación atravesaba una crisis absoluta y no había oportunidades. Así que decidí ser ilustrador y caricaturista para revistas y diarios; podemos decir que tuve cierto éxito, publiqué en The New York Times, Vanity Fair, Rolling Stone, National Lampoon. Pero todavía no estaba haciendo animación, que era lo que yo quería: tenía ganas de hacer dibujos que serpentearan, que contaran historias, que se vieran en la pantalla y tuvieran una audiencia. Esa era mi mayor ambición, y no llegó a ocurrir hasta 1985, cuando tuve la oportunidad de hacer mi primera película, que se llamó Boomtown. No era una historia mía, la música era de alguien más, pero me pidieron que hiciera la animación. No tenía dinero pero hubo alguien en la producción que me enseñó cada paso del proceso de hacer una película: cómo hacer el pencil test (fotografiar una secuencia dibujada para comprobar su calidad de movimiento), el field guide (marco de referencia para definir las proporciones de los dibujos dentro del marco de la pantalla), cómo hacer la cámara, cómo trabajar en el laboratorio, cómo obtener el negativo; cosas muy complicadas. Una vez que aprendí esos rudimentos tuve los insumos como para hacer mi propio corto, que se llamó Your Face y tuvo un impacto enorme. Fue muy loco, resultó un éxito que me dio mucho dinero, se lo vendí a MTV, a salas de cine. Después de eso dije: renuncio a la prensa y me dedico por completo a la animación. Todos me dijeron que estaba loco. 

¿Cuantos años tenías? 

—Treinta y cinco. Me dijeron que era un suicidio, que no había dinero en la animación, pero yo quise creer que podía tener éxito.


Fue en ese momento que se te abrieron las puertas de la MTV… 

—Sí. Luego 25 Ways to Quit Smoking fue todo un éxito, hizo mucho dinero, How to Kiss, One of Those Days, Plymptoons fueron también cortos con los que me fue muy bien... 

—Contame un poco de tu trabajo para la MTV. ¿Tenías libertad para hacer lo que quisieras? 

—Sí, ellos básicamente compraban todo el material que yo hacía y lo exhibían. Una de las cosas interesantes es que nunca figuré con mi nombre, nunca ponían Bill Plympton en los créditos. Se conocía mi estilo y mi tipo de humor, muchos me decían “el chico del lápiz de color”, fue recién después que empezaron a asociar mi nombre con mi estilo. 

—¿Ahí descubriste que no querías trabajar para los grandes estudios? 

 —El punto es que si lo hubiera hecho habría tenido que hacer películas para niños, y yo quería hacer animaciones para adultos. Pero si alguien me hubiese ofrecido mucho dinero para participar en una película mainstream probablemente hubiera dicho que sí… Lo que sí ocurrió una vez fue que la Disney me ofreció un contrato por un millón de dólares, pero yo estaba en medio de mi primera película, hubiera tenido que cerrar mi estudio, despedir a mis colaboradores, detener el proceso y mudarme a Los Ángeles. En ese momento estaba convencido de que lo que quería era hacer películas con mis propias ideas. No perder la libertad era lo más importante… 

Un millón de dólares es mucho dinero… 

—Y te puedo asegurar que en ese momento era mucho más que ahora. Pero dije: no, quiero quedarme en Nueva York haciendo mis propias películas. También tenía claro que en esa época trabajar para Disney era muy difícil. Tenían muchas restricciones, muchos controles, no había libertad. Si me hubieran propuesto trabajar con ellos manteniendo mi estilo, en ese caso sí me hubiese gustado hacerlo. 

Tim Burton empezó trabajando para la Disney y fue despedido… 

—Y John Lasseter (director de Toy Story) también. Los ejecutivos de la Disney estaban muy confundidos, no sabían bien lo que querían, y no querían perder sus inversiones. La sirenita, La bella y la bestia, El rey león fueron grandes éxitos y eso les dio dinero para contratar nuevos talentos, pero aun así eran muy estrictos en sus lineamientos. 


—Dijiste que querías hacer animación para adultos, pero sin embargo siempre he visto tu estilo como algo bastante aniñado. Quiero decir, nunca me parecieron películas especialmente violentas… 

I Married a Strange Person! es bastante violenta: tiene mucho sexo, desnudos y violencia. Hollywood no quiere eso, a pesar de que a la gente le interese. Hollywood dice: “No puede haber sexo y violencia en los dibujos animados”. Mutant Aliens es violenta, Hair High tiene mucho sexo y violencia… 

—No digo que no haya violencia, pero siempre está muy claro que no es realista. Los personajes de Enemies parecen hasta de plasticina… 

—Sí, eso es verdad, y el abordaje tampoco es serio... 

—De todos modos he notado que desde los inicios tu obra tuvo siempre componentes de sátira social, como si estuvieses riéndote del comportamiento humano y de ciertas convenciones sociales. 

—Bueno, cuando empecé a trabajar en Nueva York hacía caricaturas políticas. No era muy exitoso en esa veta, pero siempre me gustó burlarme del conservadurismo social, de la administración pública y esas cosas. En Francia creen que soy un cineasta político, pero para mí el humor siempre fue la prioridad. Sí, puede verse en mis películas un poco de crítica social: me gusta burlarme de los hombres de negocios, de los ricos, de los militares, de la gente estúpida en general. 

—¿El humor es una buena herramienta para hacer pensar a la gente en sí misma? 

—Totalmente, y una forma de comunicar inquietudes divirtiendo a la audiencia. 

 —Me imagino que a lo largo de tu carrera viste a muchos animadores independientes perdiendo su libertad, y su independencia… ¿Qué caminos tomaron? 

—Afortunadamente hoy la animación es una industria tan grande que existen varios caminos, hay muchas oportunidades, y por lo general nadie abandona por completo el oficio, suelen irse a trabajar en videojuegos, en la publicidad, Internet, o en los grandes estudios. 

—¿Qué pasó con el animador coreano Peter Chung (Aeon Flux)? Trabajaba contigo en la época de MTV y hacía cosas increíbles, pero desde hace mucho tiempo que no se supo más de él. 

—Lo cierto es que Peter Chung nunca quiso hacer sus propias películas… Le gusta trabajar con grandes productores y hacer mucho dinero; hace tiempo que se volvió a Corea del Sur a trabajar bajo el mandato de otros. ¿Conocés a Don Hertzfeldt? 

—¡Sí! Es brillante. 

—Estuvo dos veces nominado al Oscar, como yo, y tiene mucho éxito, es todo un rockstar de la animación independiente. Otra gente, como el puertorriqueño Patrick Smith, la letona Signe Baumane, la estadounidense Kirsten Lepore, hacen sus películas independientes y les va muy bien. Así que es posible, y eso es algo de lo que siempre hablo en mis talleres. 



—En tus largometrajes es notorio que tenés más posibilidades de expresar un mayor rango de emociones que en los cortos… 

—Absolutamente… y es interesante que dos de mis largometrajes carecen por completo de diálogos. Creo que esa ausencia contribuye a darle más poder a las emociones. Todo se vuelve visual, presento gente haciendo cosas y utilizo los efectos sonoros y la música para ir generando las emociones. Por eso amo la animación, porque podés hacer eso, podés contar una historia sin diálogos, a veces dándole mayor poesía a cada situación. 

—Entonces la longitud ayuda… 

—Sí, claro. Pero de todos modos me sigue gustando hacer cortos. Últimamente estoy haciendo un largometraje cada dos o tres años, y uno o dos cortos por año… me gusta intercalar las dos cosas. Me lleva un mes hacer un corto, entonces me sirve como para cambiar de aire dentro de mi propio trabajo. 

—Tu largometraje Hair High es para mí una de tus mejores obras, pero sin embargo fue un fracaso histórico en tu carrera. 

—Sí… Me sorprendió mucho, yo pensaba que contando con estrellas de cine haciendo las voces (en este caso David Carradine, Keith Carradine, Beverly D’Angelo, entre otros) Hollywood la iba a distribuir, pero hubo dos razones por las que el proyecto no fue exitoso. La primera fue que me quedé sin dinero. Es muy caro contratar a estos actores para hacer las voces, y al mismo tiempo quería hacer un buen trabajo de animación, así que me quedé sin dinero durante el proceso, casi hasta llegar a la bancarrota, y tuve que terminar la película sin elementos que me hubiese gustado agregarle al final. Quería hacer un desenlace con más locura, violencia y extrañas visiones, pero no me alcanzó. La segunda razón es que Hollywood aún se negaba a distribuir una película que tuviera sexo y violencia. Finalmente fue proyectada sólo en 50 cines, y la verdad es que fue un gran bajón… La película que hice después fue totalmente opuesta: en Idiots and Angels no hay voces, no hay actores, es en blanco y negro, lápiz sobre papel. En Hair High gasté casi medio millón de dólares de mi propio dinero. Para Idiots and Angels gasté en total sólo 200 mil, quizá 250 mil dólares, y en cambio fue realmente exitosa en Estados Unidos. 

—¿Qué aprendiste de la experiencia? 

—Que no hay que intentar competir con Hollywood. Hay que seguir un camino propio, haciendo algo único, personal. 

—¿Cuáles son tus animadores favoritos de todos los tiempos? 

—Hay muchos… Primero que nada Disney, fue una gran influencia, Winsor McKay, un animador de las viejas épocas, Tex Avery, Bob Clampett, Chuck Jones. Hoy gente como Johanna Quinn y Nick Park, de Inglaterra. Pero no puedo dejar de nombrar a caricaturistas e ilustradores que para mí fueron muy influyentes, como Robert Crumb, Milton Glaser, Saul Steinberg, N C Wyeth, A B Frost, Tomi Ungerer. Carlos Nine, de Buenos Aires, que murió hace muy poco y hacía unos dibujos preciosos. Gente como Heinz Edelmann, que hizo el diseño de la película Yellow Submarine. Thomas Hart Benton es un pintor estadounidense que distorsiona las caras y los cuerpos, siempre me encantó ese tipo de mutación y distorsión. Y debería nombrarte otra gente que también influyó mucho en lo que hago, como los directores Quentin Tarantino, Elia Kazan, Billy Wilder… 

—¿Y si tuvieras que arriesgar quién es el futuro de la animación? 

—Bueno, ya te nombré a Don Hertzfeldt y Kirsten Lapore. Lo emocionante es que la animación se ha vuelto muy popular a nivel mundial, y la gente hace de todo, hay muchas ideas, estilos, técnicas, distintos tipos de humor y géneros, el futuro se augura muy bueno y variado. 

—No nombraste la animación francesa, ni la japonesa… 

—Es cierto, y hacen grandes cosas… Por supuesto me gustan los Estudios Ghibli y Miyazaki, pero también me estoy cansando un poco del animé. Muchos jóvenes se me acercan con sus porfolios repletos de animé, y yo les digo que por favor no me traigan más animé. No son dibujos originales, son copias del trabajo de otros. Yo copiaba a Disney, pero cuando tenía 10 años... después desarrollé un estilo propio, dibujos diferentes, un particular sentido del humor… sobre todo hacía algo en lo que creía. Pero estos muchachos quieren hacer los mismos dibujos, y creo que eso es muy malo. Hay una película japonesa animada maravillosa, que no es animé, se llama Mind Game y es de las mejores películas que he visto en mi vida. 

—Sí, de Masaaki Yuasa, del estudio 4º C… ¡tiene un estilo muy Plympton! 

—Sí, nunca conocí personalmente al animador, pero es brillante. Y por supuesto los franceses están haciendo cosas grandes, me encantó la película Phantom Boy, de Jean-Loup Felicioli y Alain Gagnol (son los que hicieron A Cat in Paris), sobre un niño que va a morir y se convierte en un fantasma que salva gente; tiene un estilo muy hermoso y original. 


—Por alguna razón Latinoamérica llegó bastante tarde a esta revolución en la animación, ¿habrá sido por cuestiones de presupuesto? 

 —No lo creo, se puede hacer animación con poco dinero. Ahora con una computadora más o menos buena podés hacer todos los procesos. Incluso si no hay mercado dentro de tu país, podés intentar vender tus animaciones a Europa o incluso a Estados Unidos. El largometraje brasileño El niño y el mundo, aunque suene extraño, fue todo un éxito en cines de Estados Unidos. Hubo un cortometraje grandioso, muy divertido, filmado por Enio Torresan, que se llama El macho, sobre un tipo que es impotente y que contrata a un detective para investigar la vida sexual de su mujer. El director se dio a conocer en el mundo y hoy incluso trabaja con Dreamworks, manteniendo su estilo. 

—Una última pregunta: ¿qué les sugerís a los jóvenes que quieren dedicarse a la animación independiente? 

—Les digo que hagan un corto de unos tres minutos (no más que eso) y que lo manden a los festivales especializados. Anima Mundi, Annecy, Ottawa, Hiroshima, Sundance… Los festivales son hoy la forma de que a la gente que está en el mundo de la animación pueda gustarle lo que estás haciendo e intente contactarte. 

*. Fantaspoa, el Festival de Cine Fantástico de Porto Alegre contó este año con el patrocinio de Petrobras y Banrisul, lo que hizo posible la llegada de invitados de la talla de Bill Plympton.

Publicado en Brecha el 16/6/2017