Toda la noche, el pesado cuerpo de Holofernes resopló sobre ella.
Después, tal vez con la luz indistinta del alba, el rápido viaje del filo mortal,
la decapitación certera.
Se supondría tensa o demacrada, pálida o enferma.
Pero no.
Está allí, bellísima, tal vez un poco loca, los rasgos voluptosos, la boca
entreabierta, y la mano derecha delicadamente puesta sobre la cabeza muerta
de él.
Todavía lo acaricia, ay!
Porque este fornicador bestial, este lover man que no tembló un ápice cuando
ella le ofreció la tibia medusa de su pubis, este hombre pudo con su goce.
Pero valía la pena, ¿verdad Holofernes? Porque no hubieras retenido a una
mujer si no la hubieras creído capaz, llegado el caso, de utilizar el puñal...
El común de los mortales se satisface con unas pocas mujeres.
El donjuanismo de Klimt, su estesia, su galería de mujeres, su colección,
capta a las mujeres en sus distintos rasgos: ora asesina, ora pendeja, ora perdida
o dormida.
Es un voyeur de lo femenino, cerca de la locura...
Klimt, fascinado por las cabezas de sus innumerables mujeres, era monótono.