El Toro de Barro

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sábado, 14 de julio de 2007

Nazismo y arte

Escucho el «Carmina Burana». El alma remonta a las navidades de 1981, a la casa de Carlos de la Rica en Carboneras del Guadazaón. La joven Acacia vuela bajo una sábana blanca. Sus piernas granadas, esbeltas, cortan el aire. Yo extiendo los brazos. Extiendo el cuello. Danzo colgado de una sábana blanca. Todo es fascinación. Sudor. De pronto, acaba la música. Acacia y yo somos cuerpos cansados y brillantes. Sus padres -Acacia Uceta y Enrique Dominguez Millán- nos contemplan asombrados. Carlos se levanta. Alza una mano y pregunta. ¿Fusilaríais al autor de esta maravilla, a Carl Orff, por haber sido el más amado compositor de Hilter? ¿Y a Leni Riefenstahl? ¿Qué habría sido de su visión de la belleza si hubiera acabado frente a un pelotón de fusileros? Carlos de la Rica amaba al pueblo de Israel. Era uno de los hijos de Ruth, la que medía a solas con los haces de trigo el alma judía. Acacia y yo nos quedamos estupefactos. Admirábamos al músico. Tambián los cuerpos esbeltos que la Reifensthal había retratado como nadie. Pero ignorábamos su pasado nazi. Su vínculo con el terror. Los hilos dorados que les unieron al Apocalipsis. Por eso, y porque teníamos el corazón incendiado de ideología, no acertamos a dar entonces contestación ninguna.
Ahora -yo- tampoco. Dejo los poemas de Paul Celan en el lado más alejado y más oscuro de la mesita de noche. Necesito salir de su voz. Su voz es un rincón sin paredes que me asfixia y me arroja a los infiernos. Salgo de mi dormitorio abuhardillado donde duerme mi hijo Amós y la mujer que quiero. Ellos no pueden salvarme de mí mismo. El amor no sabe limpiar, no puede limpiar las chimeneas del alma bajo las que arden los maderos secos de Paul Celan y de seis millones de seres esfumados. ¿Qué hubiera hecho yo de haber vivido en el entonces? Habría escogido el destino del burrito del Giotto, que carga con Aquél que ha echado sobre sus espaldas el dolor del mundo? ¿O habría sido como el perro que yace bajo el mantel de la última cena que pintara El Veronés, ansioso por coger entre sus fauces la migaja de pan que le arroja su amo y retrasar su propia muerte por el camino del sometimiento? ¿Habría sido yo de los que señalaban con una cruz el nombre de los que iban a morir? ¿O habría sido yo el gaseado número 358? Ahora es fácil decirlo. Pero las víctimas del Reich, y los verdugos, eran seres como tú, y como yo. Son apenas del ayer. Podrían ser como el abuelo que nos ofrece un cantero de pan pringado de aceite. Como el tendero que nos vende la fruta al mejor precio. Como el cartero que nos hace llegar las sobres oscuros de un amor que acaso sólo fuera un espejismo.
En madrugadas así, los libros no dejan de mirarme con los ojos abiertos y redondos como los de una becerra que ignora adónde va. Está oscuro, y tanteo sus lomos. Con el tacto de los ciegos..