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jueves, 15 de febrero de 2018

Vladimir Nabokov / Sólo el azar logra el crimen perfecto


Vladimir Nabokov
SÓLO EL AZAR 
LOGRA EL CRIMEN PERFECTO

Madame Lacour fue asesinada en Arles, al sur de Francia, a fines del siglo pasado. Un hombre desconocido con barba, que, según se conjeturó después, podría haber sido un amante secreto de la dama, se dirigió a ella en una calle atestada de gente, al poco tiempo de su casamiento con el coronel Lacour, y le dio tres puñaladas mortales en la espalda; mientras tanto, el coronel, una especie de pequeño bulldog, se colgaba del brazo del asesino. Por una coincidencia milagrosa, en el instante mismo en que el asesino se libraba de las mandíbulas del enfurecido esposo (mientras varios curiosos cerraban círculo en torno al grupo), a un italiano medio chiflado, que vivía en la casa más cercana al lugar donde se desarrollaba la escena, le estalló accidentalmente una bomba que estaba preparando, y al instante la calle se convirtió en un pandemónium de humo, ladrillos que volaban y gente que corría. La explosión no hirió a nadie (aunque puso fuera de combate al coronel Lacour), y el vengativo amante de la dama huyó entre la multitud, y vivió tranquilamente el resto de sus días.

Vladimir Nabokov
Lolita, 1955


martes, 7 de noviembre de 2017

Vladimir Nabokov / Harén



Vladimir Nabokov
HARÉN


Erwin contemplaba, con toda audacia y libertad, a las muchachas de paso, y, súbitamente, se mordía el labio inferior: esto significaba la captura de una nueva concubina; después de lo cual, la dejaba de lado, por así decirlo, y su rápida mirada, saltando como la aguja de una brújula, ya emprendía la búsqueda de la siguiente. Tales bellezas estaban lejos de él, y, por lo tanto, su huraña timidez no afectaba las dulzuras de la libre elección. En cambio, si acaso se sentaba una muchacha en el asiento diagonalmente opuesto al suyo, y un leve sobresalto le indicaba que era bonita, él retraía su pierna, con una evidente hosquedad que no se avenía con su juventud, y le resultaba imposible inventariarla: los huesos de su frente padecían -exactamente sobre las cejas- un agudo dolor provocado por la timidez, tal como si un casco de hierro ciñera vigorosamente sus sienes, impidiéndole alzar los ojos; con qué alivio, luego, la veía levantarse y dirigirse hacia la salida. Entonces, con fingida distracción, él observaba (él, el desvergonzado Erwin) las espaldas que se alejaban, devoraba ávidamente la nuca adorable y las pantorrillas cubiertas por medias de seda, y así, finalmente, la incorporaba a su harén. La pierna recuperaba su sitio, la acera volvía a circular detrás de la ventanilla, y, una vez más, apoyándose contra el vidrio en que traslucía, aplastada, su nariz delgada y pálida, Erwin se dedicaba a recoger esclavas.

Nabokov / Un cuento de hadas