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1/12/19

Un sagrario de sombras



Quanto mais se escreve sobre cinema, 
mais maníaco se fica; 
escolher as palavras para falar de imagens 
é trabalho de cego. 
Mas não se trata apenas de manias, 
também a necessidade: 
preciso do cinema para pensar; 
se não o mundo, 
pelo menos a minha vida.
Cristina Fernandes


Tenemos un dicho persa para cuando alguien
está mirando algo con una verdadera intensidad:
"Tenía dos ojos y ha tomado prestados dos más".
Abbas Kiarostami




Hay que tomar prestados cuantos ojos se pueda para mirar (y escuchar) Vitalina Varela, la última película de Pedro Costa. La esperábamos desde hace tres años, cuando se estrenó Cavalo dinheiro, donde le pusimos los ojos encima por primera vez a Vitalina Varela y supimos que el cineasta ya estaba trabajando en una película con (y sobre) ella. Saltaba a la vista que Pedro Costa había encontrado otra presencia para su cine, tan irrenunciable como lo fue la inolvidable Vanda Duarte.

Vitalina Varela en Cavalo dinheiro.

En el coloquio posterior a la proyección de Cavalo dinheiro, el cineasta nos contó el encuentro con Vitalina. Durante el rodaje buscaba en el barrio lisboeta de Cova da Moura una casa que evocara alguna del ya desaparecido barrio de Fontainhas (el barrio de Ossos, el barrio cuya demolición acompaña No quarto da Vanda). Encuentra una casa humilde con una fachada que le gusta. Pregunta quién vive allí; le dicen que no vive nadie, que el propietario murió. En ese momento se abre la puerta y aparece Vitalina. Y así la descubrimos los espectadores en Cavalo dinheiro, como una aparición. Quizá un fantasma presentido, para Pedro Costa. O un milagro.


No esperéis hoy el texto que merece Vitalina Varela a la hora de palabrearla con el rigor exigible (sólo pude verla una vez, el lunes pasado). Hay que temperar el fervor que desprende  para preservar la intimidad que abriga una película tan bella como delicada. Hay que cerrar los ojos para revivir a base de palabras las imágenes que nos arrebataron. Un trabajo de ciego, entonces, para iluminar las sombras que nos alumbraron. De las sombras asoma Vitalina. De las sombras venimos. Entre sombras vivimos, como reza aquel poema de Antero de Quental, que bien pudo inspirar a Pedro Costa (no sólo) en Vitalina Varela.


Leí este jueves algo que me gustó mucho en una espléndida entrevista de Michael Guarneri con el cineasta fechada en Hamburgo hace un par de meses y publicada en Débordements. Como se sabe, Pedro Costa, el maestro de las sombras de este siglo, es un cineasta de interiores (de quartos, digamos). No sólo eso, se ha referido a Vanda o Vitalina como actrices de la estirpe de Joan Crawford:
Lo he dicho varias veces: Ventura [el protagonista de Juventude em marcha y Cavalo dinheiro], Vitalina, Vanda, pertenecen a un gran linaje, son actores de estudio. Necesitan una cierta protección, un cierto recogimiento, una cierta luz.

En Vitalina Varela convirtió en un set (con muchas limitaciones, sobra decir) la casa de la protagonista en Cova da Moura, pero necesitaba construir otros y no se podía permitir alquilar un estudio. Pensaron en algún almacén industrial o agrícola en las afueras de Lisboa; no encontraron nada que les fuera útil. Entonces se le ocurrió explorar los suburbios de Lisboa en busca de cines abandonados. Un día pasaba por Sacavém, un barrio con una gran comunidad africana cerca de Amadora (donde se ubica también Cova da Moura) y se fijó en el Cinema São José. Había cerrado en los 80, se convirtió en una discoteca en los 90, cerró otra vez, se usó como iglesia un tiempo y cerró definitivamente.


Contactó con el propietario y le contó para qué lo quería. El patio de butacas medía 30 m de largo por 15 m de ancho y 12 m de altura. Todo estaba deteriorado, casi en ruinas y muy sucio, pero reunía las condiciones para montar allí los sets que necesitaba, así que le hicieron una propuesta. El propietario acordó una cantidad mensual razonable y alquilaron el cine abandonado por dos años. Despejaron el lugar hasta vaciarlo, fregaron y limpiaron lo que no está escrito, repararon lo imprescindible y afianzaron el aislamiento. En un principio, sólo habían pensado en reconstruir allí partes de la casa de Vitalina, porque no estaban seguros de poder acomodarse con la cámara y las luces en algunas habitaciones. Cuando decidieron que Ventura hiciera el papel de un sacerdote, construyeron en el cine abandonado el interior de la iglesia, además de algunos callejones y esquinas de Cova da Moura.


Pedro Costa y su director de fotografía Leonardo Simões, a través de un sublime y paciente trabajo con la luz, esculpieron una forma para cobijar el duelo, la memoria y la soledad de Vitalina en un tránsito de fantasmas, cuando llega de Cabo Verde tras la muerte del marido, se entera de que lleva tres días enterrado y todos la ven como una intrusa en aquella casa de Cova da Moura.


Vitalina, entonces, se ve viviendo más con los muertos que con los vivos. Y Pedro Costa oficia, no ya como cartero de Cabo Verde, sino como cartero del más allá, del otro lado (una metáfora que cifra muy bien su oficio de cineasta). Como dice en la entrevista citada, el cine es un poderoso ring ring para el otro mundo.


Vitalina Varela deviene así un sagrario de sombras para el luto de su protagonista. Y qué otra cosa puede ser una película que se alumbró en un cine abandonado. Qué otra cosa un cine, sino un sagrario de sombras.

Vitalina Varela y Pedro Costa con sus Leopardos:
Mejor actriz y Mejor película del Festival de Locarno 2019.  

Una cuestión menor pero que tiene su miga. En Portugal, el presidente de la República celebró los Leopardos por Vitalina Varela con este mensaje:
Felicito o cineasta Pedro Costa pelo Leopardo de Ouro que o Festival de Locarno atribuiu a “Vitalina Varela”. 
Fiel às pequenas e grandes sagas das gentes de Cabo-Verde, que em filmes anteriores fomos seguindo na companhia de Ventura, Pedro Costa mantém igualmente uma atenção inabalável às pessoas que filma. O que torna especialmente justo que Locarno tenha distinguido a atriz Vitalina Varela com o prémio de melhor interpretação feminina. 
Se o reconhecimento internacional de um cineasta português é sempre motivo de regozijo, é-o ainda mais quando demonstra que o cinema pode ser empatia intransigente e rigor fulgurante.

Por su parte, el primer ministro hizo notar en la felicitación:
A internacionalização da cultura portuguesa deve muito ao talento e singularidade do nosso cinema.
Y la ministra de cultura:
A atenção ao rigor dos detalhes, a comunhão das diferentes linguagens técnicas, como a fotografia e o som, e a entrega dos intérpretes a uma narrativa que questiona a perceção e a realidade, fazem do cinema de Pedro Costa um exemplo a destacar na história do cinema contemporâneo.

No es la primera vez, recuerdo también cómo se congratularon del premio a Rita Azevedo Gomes por A portuguesa en el Festival de Cine de Las Palmas el año pasado o su apoyo público a la Cinemateca Portuguesa. Ya sé que se trata de un asunto protocolario, pero por estos pagos ni se les ocurrió un gesto semejante (no digamos por triplicado) en apoyo de la Filmoteca Española (o del CGAI) o cuando el Festival de Locarno honró a Víctor Erice con un Leopardo por toda su obra en 2014, porque en palabras de su director artístico por entonces Carlo Chatrian, el cineasta español tiene una de esas voces únicas que el Festival de Locarno quiere reconocer y apoyar. Así que sí, un asunto menor (y aun muy menor, si queréis), pero muy significativo y revelador.

10/7/16

El taxidermista del Museo de Historia Natural



El cine empieza con Griffith
y termina con Kiarostami.
(Godard, después de ver
Y la vida continúa.)


Cuesta resignarse. Ya no habrá más películas de Kiarostami. Por más que nos haya procurado algunas de las más admirables (y cardinales) de los últimos treinta años: ¿Dónde está la casa de mi amigo?, Close-Up, Y la vida continúa, El sabor de las cerezas, El viento nos llevará...

Abbas Kiarostami en las localizaciones 
de El sabor de las cerezas.

Un cine tan sencillo como refinado, tan hondo como primoroso con las formas, tan exquisito de construcción como desnudo y primordial. Un canto a la vida, como el (casi) monólogo del señor Bagheri, el taxidermista del Museo de Historia Natural, en El sabor de las cerezas:

Le contaré una cosa que me pasó. Fue después de casarme. Teníamos un montón de problemas. Estaba tan harto que decidí acabar con todo. Una mañana, antes de amanecer, metí una cuerda en el coche. Estaba decidido a matarme. (...) Llegué al campo de los cerezos. Aún era de noche. Lancé la cuerda varias veces pero nada, no hubo forma de que se enganchara en la rama. Total, que subí al árbol y até la cuerda bien fuerte. Entonces toqué algo muy suave con la mano. Eran cerezas. Cerezas dulces, deliciosas. Comí una. Era exquisita . Luego otra, y otra. De pronto me dí cuenta de que amanecía. ¡Qué sol, qué paisaje, qué vergel! Oí a los niños que iban camino de la escuela. Se pararon al mirarme. Me pidieron que moviera el árbol. Cayeron las cerezas y se las comieron. Me sentí feliz. Recogí unas cuantas cerezas y me las llevé a casa. Mi mujer aún no se había despertado. En cuanto abrió los ojos también comió las cerezas y las saboreó. Había ido a suicidarme y volví con cerezas. Un cerezo me salvó la vida. (...) Un cerezo corriente. Un simple cerezo.
¿Ha perdido toda esperanza? ¿Nunca se ha parado a mirar el cielo cuando se despierta' ¿No quiere ver un amanecer? El rojo y el amarillo del sol al atardecer, ¿no lo quiere volver a ver? ¿Ni la luna, ni las estrellas? ¿No quiere ver una vez más una noche de luna llena? (...)
¿No quiere volver a beber agua de un manantial? ¿Ni lavarse la cara con ella? (...) Piense en las cuatro estaciones. Cada estación da sus frutos. (...) ¿Quiere renunciar a todo eso? (...) ¿Quiere renunciar al sabor de las cerezas?

5/7/16

Que llueva Kiarostami


Ayer nuestro hijo mordía una cereza cuando se enteró de la muerte de Abbas Kiarostami. Hoy cada vez que yo mordía una cereza la memoria de Kiarostami llovía.


Que llueva Kiarostami.


(Las fotografías -sobra decirlo- son obra de A. K.)

4/7/16

El corazón en su sitio


Poco después de la medianoche del domingo me enteré de la muerte de Michael Cimino (al parecer Thierry Fremaux, el director del Festival de Cannes, lo anunció el sábado). Si queréis leer un obituario decente, os dejo el de Vasco Câmara en Público.

Cimino con Robert De Niro y Christopher Walken 
en el rodaje de The Deer Hunter.
Cimino con Christopher Walken 
en el rodaje de La puerta del cielo.

No recuerdo bien qué dije en el 80 cuando presenté The Deer Hunter (1978) -aquí El cazador- en el cine-club de Tui, pero sí que íbamos a ver una obra maestra del cine americano del los 70 firmada por un heredero de John Ford, y también que preparé la presentación con fervor, me extralimité en la exposición (creo que hablé más de media hora de aquella elegía escrita con relámpagos, sí, Kurosawa era otro de los grandes maestros para Cimino) y a partir de entonces nunca volvieron a invitarme a presentar otra (si no fue ésa la última vez que se presentó una película en el cine-club, que tampoco duraría mucho).

Cimino entre el director de fotografía Vilmos Zsigmond 
y Robert De Niro en el rodaje de The Deer Hunter.
Debajo, un fotograma de la película.

Ese mismo año de mi excesivo fervor, Cimino estrenaba La puerta del cielo, además de una obra maestra, una película grandiosa que uno iba a tardar muchos años en ver en la versión de 219' (si no recuerdo mal en TVG, en versión original subtitulada en gallego: ¡tiempos!) y aún hubo que esperar lo suyo para verla en un cine. El montaje original de Cimino duraba unas cinco horas y media, aunque también es obra suya la versión -milagrosamente visible- de casi cuatro; en su día la Universal distribuyó una copia de algo menos de dos horas y media (en fin, se repetía la historia de Stroheim y Avaricia).

Cimino con Isabelle Huppert y Jeff Bridges
en el rodaje de La puerta del cielo (fotografía de Ernst Haas).
Debajo, un fotograma de la película.

Se habló poco entonces de la belleza abrumadora de la película, de la energía portentosa, la pasión desbordante y la elocuencia luminosa desplegadas por un cineasta de genio arrebatador y deslumbrante carisma, perfeccionista obsesivo y maniático del detalle exacto, que podía pasarse horas eligiendo -personalmente- a los figurantes y disponiéndolos en el encuadre, o esperando la luz soñada para filmar una montaña, como un pintor (uno de los grandes paisajistas del cine americano). Como tantas veces, Miguel Marías fue una excepción y valoró el esplendor de la película en Casablanca, revista de cabecera aquellos años, un noviembre de 1981.


Eso sí, se habló demasiado (como siempre en estos casos) del desastre financiero que llevó aparejado, uno de esos desastres, por otra parte, que los inversores remedian en la bolsa en cuestión de días o semanas, a veces en cuestión de horas; obviando también el contexto -finales de los 70 y principios de los 80- cuando no eran nada raros los proyectos desmesurados, pongamos por caso dos ejemplos memorables que le debemos a Coppola: Apocalipse Now (1979) era un desastre financiero anunciado que salvó la taquilla de milagro y One From the Heart (1982), una ruina de la que sólo se recuperó gracias a Drácula (1992) y al negocio del vino.


No sé cuántas veces habré visto La puerta del cielo (incluso en la copia en VHS de aquel pase por TVG). ¿Hace falta decir que me gusta más cada vez que la veo? Desde hace unos meses ya existe una edición en bluray que le hace justicia (toda la justicia que se le puede hacer a una película inmensa hecha para la gran pantalla), con un par de muy recomendables extras, la pieza de Michael Epstein, Final Cut: Cómo se hizo y se deshizo "La puerta el cielo", basada en el libro de Steven Bach, uno de los ejecutivos de United Artists responsable del filme, y el encuentro de Cimino con el público en el Festival de Locarno el pasado agosto, con motivo de la entrega del Leopardo de Oro honorífico (el año anterior se lo habían concedido a Víctor Erice)


Íntimista y épica, La puerta del cielo destila la memoria como espejo de un sueño derrotado, como duelo por una utopía traicionada. Por dos violentas elipsis, como heridas de la memoria que nunca cicatrizarán, respira este western fantasmal sobre la lucha de clases que subyace en el tema (griffithiano) del nacimiento de una nación, una elegía cantada desde las ruinas del tiempo, a través de un velo melancólico, a la luz de Vilmos Zsigmond, tantas veces con visos de ensoñación de duermevela.


Cinco años después llegaba Year of the Dragon -aquí, Manhattan Sur-, una película magnífica, pero es que además El siciliano (1987) o The Sunchaser (1996) son como mínimo buenas películas. Luego pasaron veinte años. Hasta el sábado. Punto final. Por el camino quedaron un remake de El manantial, de King Vidor (otra de las filiaciones de Cimino), o una adaptación de La condición humana, de Malraux. En junio de 1997, Miguel Marías abrochaba una reseña de The Sunchaser con estas palabras:
Cimino sigue pareciéndome el único heredero de Ford que tiene el actual cine americano. Tal vez por eso no le quieren.

En el encuentro con el público en el pasado Festival de Locarno, Cimino recordó su trabajo en El siciliano con el diseñador de vestuario Umberto Tirelli, que había trabajado con Visconti en El gatopardo, pero no podía imaginar lo detallista que podía llegar a ser Cimino en cuestiones de vestuario; acabaron los dos arrodillados con alfileres en la boca retocando las prendas de los pesonajes (a mi madre, costurera y tan maniática como Cimino, por lo menos, le hubiera encantado esta anécdota). Tirelli acabó confesándole su fastidio al cineasta:
Después de colaborar con Visconti, me había prometido a mí mismo que no volvería a trabajar tanto.
Fotograma de El siciliano.

Cimino no podría desear un elogio mejor. El cineasta evocó también Centauros del desierto, una de sus películas favoritas: John Ford había transfigurado Monument Valley en el emblema del Oeste, capturó el alma del lugar; en realidad es el Oeste de Ford, por eso -decía Cimino- él nunca emplazaría la cámara en Monument Valley, ese lugar sólo quiere ser filmado por Ford: es tierra sagrada.


Me recordó algo que el cineasta había comentado en una entrevista publicada en junio de 1982 en Cahiers du cinéma:
...creo que la gran calidad de Ford está más allá de la técnica. Es la emoción lo que importa. Pienso que la obra de Ford continúa presente, no a causa de una superior maestría formal, sino porque sus filmes están hechos con el corazón. Es lo más importante, y la única forma de trabajar sin arrepentirse jamás. Hay que poner en un filme todo lo que se tiene. El esfuerzo no nos merma. Se queda uno mermado por no intentarlo, cuando se economiza. Cuando se da todo lo que se tiene nunca se lamenta el trabajo realizado. La gente me pregunta: "¿Cómo consiguió sobrevivir a La puerta del cielo?" Hay una verdad muy sencilla: cuanto más se da, más fuerte queda uno. Y creo que Ford sobrevive, que Kurosawa sobrevive, Visconti sobrevive, porque continúan dejando un impacto profundo gracias a la calidad de su corazón, no a causa de un savoir faire superior sino porque tenían el corazón en su sitio.
Cimino en lo alto de la escalera 
durante el rodaje de La puerta del cielo.

(Los fotogramas sin pie corresponden a La puerta del cielo.)

Son las 11 de la noche y, a punto de publicar esta entrada, acabo de enterarme (por nuestro hijo) de la muerte de Abbas Kiarostami, que filmó como nadie a un niño en el camino. Qué días, qué noches llevamos ¿no?

11/5/14

Un tiempo (secreto) de bolsillo


Cuando hace casi cuatro meses Ángeles leyó el título de la entrada -Ropa tendida- se imaginó que iba encontrar algunas de las imágenes por las que uno siente debilidad en una pantalla: los tendales de ropa (y aun más las sábanas tendidas: esas pantallas primordiales).

Fotograma de Alumbramiento de Víctor Erice

De niño las sábanas al viento me prendían la mirada en el rastro de lo invisible. En la memoria de aquellas sábanas se ha grabado la impresión de una mirada. Aquellas sábanas -como el mismo cine- no atrapaban sólo el viento, también -y sobre todo- capturaban el tiempo. Un tiempo perdido.

Fotografía de Cristina García Rodero

Desde luego Ángeles encontró en aquella entrada una de esas imágenes cardinales (o sea, del corazón), el fotograma de Principios de verano de Ozu, un cineasta que prodiga la ropa tendida en los pillow shots de sus filmes, esos planos vacíos que colman la mirada con un aquel de pequeñas formas de duelo, como petos de ánimas.

Fotograma de Cuentos de Tokio de Ozu

Quizá nadie como Daney -ni de forma tan bella- ha evocado al niño (que fuimos) cautivo frente a la pantalla, el que perdura en el espectador adulto (que somos) fascinado aún por el cine. Creo que la cinefilia germina en las películas que ha visto la criatura que fuimos: los cinéfilos vivimos marcados, como el protagonista de La jetée de Chris Marker, por una imagen de la infancia.

Fotograma de Buenos días de Ozu

(La jetée puede verse también como una metáfora sobre la experiencia del espectador de cine que viaja en el tiempo de la película, hacia el futuro, pero en realidad vuelve al niño que un día encontró en el cine un refugio a salvo del tiempo. La jetée habla también, entonces, del trabajo sobre la memoria y la fascinación de las imágenes, y aun sobre la fuerza -la persistencia, digamos- con que éstas se imprimen en aquélla. En lo que al cine se refiere quizá tenga toda la razón Jean Paul Richter, la memoria es el único paraíso del que no podemos ser expulsados, una cita que Godard ha convertido en uno de sus emblemas.)

Fotograma de Flores de equinoccio de Ozu

Hay películas, hay planos, donde aquel niño se sienta (a mirar) a nuestro lado y aun miramos (en todos los sentidos) por sus ojos. En el cine, el niño asombrado -son palabras de Daney- va hacia lo que todavía no sabe. En el cine, el adulto no puede sino volver hacia lo que siempre ha sabido. Y esa encrucijada de las miradas otorga a un plano, a una película, todo su poder de encantamiento.

Fotogramas de La biblia de neón de Terence Davies

Esos planos que parecen suspender (o desprenderse de) la continuidad de la proyección... esos momentos -otra vez Daney- misteriosamente precisos, esas fascinaciones puntuales que cristalizan la emoción, reaniman la mirada de la infancia al recuperar aquella fascinación primordial.

Fotogramas de ¿Dónde está la casa de mi amigo? 
Son esos momentos en que miramos un plano con todo el cuerpo y en todos los sentidos. Donde la película nos recorre de punta a punta.

Fotogramas de Eleni de Angelopoulos

La fascinación, la emoción del cine, pasa por un cuerpo a cuerpo -ese abrazo hipnótico con la mirada del que habla Bellour en El cuerpo del cine- entre nosotros y la película.

Fotograma de Bande à part de Godard

Son esos planos que te cobijan, en los que uno puede esconderse...

Fotogramas de ¿Dónde está la casa de mi amigo? 

Lo sublime, escribe Jean-Luc Nancy, tiene lugar donde unas obras nos tocan. Allí donde el arte -añade- nos entrega algo de una infancia.

Fotograma de Ordet de Dreyer

Algo así como la vibración poderosa de una presencia fugitiva, ese plano que colma nuestra mirada y desaparece arrastrado en la proyección.

Fotogramas de Ordet de Dreyer

Llevamos con nosotros en esos planos (como sudarios del cine de los adentros) la memoria de un tiempo (secreto) de bolsillo.