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18/10/09

El grano de la voz

Cuando nos quedamos en casa los domingos por la mañana, nos repartimos el periódico y el suplemento. Y escuchamos música. Mozart, Cristina Branco, Bach, Celeste Mendoza, Van Morrison, Haydn, Fausto, The Waterboys, José Afonso... Y Tom Waits. Los domingos por la mañana nunca probamos nada nuevo. Variamos poco. Y desde hace dos o tres años las canciones de Orphans de Tom Waits nos hace compañía a menudo mientras leemos los periódicos, hasta que llega la hora de comer.

Tom Waits

Pero si la meláncolía empaña el ánimo porque hemos visto una película bella y triste la noche anterior, Yi yi de Edward Yang, por ejemplo; o un cuento de Alice Munro como Los muebles de la familia me da vueltas en la cabeza (Cada vez que volvía al territorio hogareño me acechaba un peligro. Era el peligro de ver mi vida a través de otros ojos. De verla como un creciente rollo de palabras como alambre de púas, intrincado, pasmoso, inquietante...); o leo el hermoso texto del maestro que acompaña al catálogo de pinturas y grabados de Enrique Ortiz Unha aciñeira para soñar,


con paisajes que ya he vivido (como me sucedió hace nada en Londres ante esa pintura de Constable donde un niño bebe amorrado en una poza), o que me han vivido, porque como señala el maestro condensando a Faulkner, la memoria conoce y la mirada recuerda, mientras el río se pregunta si quedará alguien capaz de amar y llorar en sus riberas; si por cualquier razón, digo, la mañana de domingo desprende aromas de un bagazo triste, entonces nos envolvemos en las canciones de Bawlers (del Orphans) de Tom Waits,

Tom Waits

ese crooner que a veces parece como si cantara enroscado en el suelo tras noches sin dormir y haberse fumado todos los cigarrillos del mundo y tuviera un teléfono en vez de un micrófono, como me describió Cheché uno de sus discos, si no recuerdo mal.


Bawlers es el más melancólico de sus Orphans y destila belleza turbia, trenes nocturnos y umbríos paisajes del alma. You Can Never Hold Back Spring, Long Way Home (un tema perfecto para conducir de noche o para cerrar los ojos e imaginar que vamos por una carretera con muchos quilómetros a nuestras espaldas y los faros apenas si desvelan el borde de una profunda oscuridad), Widow's Grove, Shiny Things, World Keeps Turning, Tell It To Me, Little Man, If I Have To Go, Down There By The Train... Corazones rotos (un corazón es siempre tan poquita cosa... ¿no?), bares de mala muerte, seres errantes, negra sombra, himnos de derrota, pérdida y desolación. Como aquella que quizá sea mi favorita (y que me pone un nudo en la garganta) aunque no esté en este disco, Innocent When You Dream (en la versión Barroom que aparece en el disco Frank's Wild Years de 1987). Canciones tristes y hermosas como una infancia perdida y los paisajes de la memoria. Una voz que te lleva de viaje a veces, te acuna en los brazos otras, y te traduce siempre el silencio del corazón con el grano de la voz.




13/10/09

Los sueños de otros (en el West End)


Supongo que llegué a Londres con diez o quince años de retraso (por lo menos). Bueno, a Charing Cross. Y más concretamente a las librerías de Charing Cross especializadas en libros de segunda mano y/o viejos. Hasta la legendaria Foley's ha dejado de ser polvorienta y, de paso, legendaria. Hasta los libreros han perdido la vocación o las maneras, o las dos cosas. Y si buscas una edición vieja de Treasure Island -o sea, de La isla del tesoro- de Robert Louis Stevenson te mandan a algún rincón oscuro (bien por el rincón oscuro), por una escalera laberíntica abajo (prometedora escalera) hasta un sótano polvoriento (estupendo) para encontrar un ejemplar de una edición abreviada para niños con ilustraciones de la factoría Disney... ¡Por los clavos de Cristo!


Menos mal que nos queda 84, Charing Cross Road de Helene Hanff, una bella historia de amor a los libros entre dos almas solitarias, donde la ausencia y el peso de las palabras silenciadas en las cartas cuajan una intimidad inesperada con el Atlántico por medio; un libro que conocí gracias a la recomendación -que siempre agradeceré- de Raúl Dans y que recomendé apasionadamente tras haberme hecho llorar. Mi hijo llegó a pensar que si me había emocionado una breve novela epistolar entre una guionista neoyorquina y un librero londinense que se escriben a propósito de libros, libras y artículos de primera necesidad en los años posteriores a la 2ª guerra mundial... En fin. Hasta que lo leyó y se rindió a la ternura que poco a poco te envuelve como una lluvia mansa, y a la melancolía que desprenden las pérdidas irreparables.


Uno siempre sueña con encontrar un librero como el reservado Frank Doel y, ya puestos, con la encarnadura de Anthony Hopkins, aunque uno no sea Helene Hanff y aún menos la Anne Bancroft que la interpreta en la adaptación cinematográfica de David Hugh Jones en 1987, aquí titulada La carta final, una película producida por Mel Brooks como regalo a su mujer Anne Bancroft con ocasión de su 21 aniversario de matrimonio, y nunca se lo agradeceremos bastante. La obra de Helene Hanff, en los tiempos que corren, puede leerse -quizá no hay otro remedio- como una elegía por un oficio perdido, o mejor, por los paraísos perdidos que eran aquellas librerías como la Marks and Co., en 84, Charing Cross Road.

Compruebo, eso sí, que el Odeon Cinema de Leicester Square sigue en pie, aunque no ponían nada apetecible. Siempre me gustó este cine que se reduce -por tota fachada- a una torre y a una pantalla negra, líneas definidas y formas nítidas para que destaquen los carteles que pregonan los filmes. Basta imaginarlo anunciando alguna de nuestras películas favoritas como una promesa en medio de la oscuridad y una sala de 1600 butacas llena y quizá la pantalla más grande de Europa... Cosas que hacen latir más fuerte el corazón.



Como las tempestades de Turner que también contempló Herman Melville cuando preparaba su (nuestro) Moby Dick, y que describió como "inexplicables masas de penumbras y sombras", que le parecían un esfuerzo "por delinear el caos"; incluso había anotado unas líneas de Hazlitt a propósito de Turner: "cuadros sobre nada... representaciones, no tanto de los objetos de la naturaleza, como del medio a través del cual se ven". Turner pintaba las negruras de su tiempo con el rostro de una galerna, una vorágine de viento, agua, luz y tinieblas.


Como las escenas campestres de Constable, que vivió los mismos tiempos sombríos de Turner pero volvió la mirada hacia dentro de su memoria para aprehender la armonía de los hombres y la naturaleza cuajada en un paisaje, como un legado, como el testamento de una luz sobre un territorio modelado por la mano del hombre hasta devenir campiña -naturaleza doméstica-, como si una paz, imposible ya, hubiera bendecido el reino de este mundo, y de paso nos redescubriera la belleza táctil de una mancha, de un destello, de un fulgor. En un río, en un árbol, en unos espigadores. En el tiempo recobrado por la memoria de los orígenes.


Como la batalla de San Romano de Ucello, al pie de la que jugaban unos niños trazando lanzas y recortando yelmos, espadas y cabezas de caballo para componer un combate que se diría más sangrante que el del propio lienzo. Y uno recordaba a Orson Welles rodando en España con cuatro duros Campanadas a medianoche, y jugando, como aquellos niños inspirados por Ucello en la National Gallery, en el aquel de armar una batalla a base de pedazos que llenaran el plano con un efecto compositivo conviencente, desde la conflagración hasta los flancos más someros y sutiles.


Después, uno tiene que arrancarse de delante de La venus del espejo de Velázquez, si no quiere perderse para siempre en ese lienzo que es como perdernos en nuestro propio laberinto o en el sueño que nos sueña como si fuera otro que nos soñara. Y para que el corazón recupere el ritmo habitual y limpiar los ojos, basta -o eso queremos creer- tomar una pinta en el Coach and Horses del Soho y dejarse envolver por las voces, y luego un paseo junto al Támesis. Y allí encontré, por indicación de mi hijo -"creo que esto te va a gustar"-, en los jardines junto al Savoy Place, a un colega de la escuela de los domingos de hace hace más de doscientos años. Os lo presento:




Unos días antes del viaje le estuve insistiendo a Ángeles que quería hacerme una foto junto a la tumba de Carlos Marx. Al final, me hizo una junto a los burgueses de Calais de Rodin, detrás del Parlamento, y mi hijo otra con el fundador de las escuelas de los domingos. Y bueno.

Ayer, cuando volvíamos de Londres, compré en el aeropuerto una revista y me entero de que Monte Hellman -aún recuerdo la primera e indeleble impresión de su Carretera asfaltada en dos direcciones (1971)-, después de veinte años y con ochenta a cuestas, vuelve a dirigir un largometraje, Road to Nowhere.

Monte Hellman

La película favorita de Monte Hellman es El espíritu de la colmena. Víctor Erice me contó hace quince años, con cierto sonrojo, que Monte Hellman le aseguró que les hizo ver El espíritu de la colmena a sus hijos cuando cumplían seis años, la edad de la niña protagonista. En el guión de Road to Nowhere puede leerse:

En la gran pantalla de la televisión de una habitación de hotel, se desarrolla la última secuencia de la obra maestra del cineasta Víctor Erice, El espíritu de la colmena. Mitchell Haven está sentado en un sofá de cuero negro. Laurel está acurrucada a su lado. Ella llora.
Mitchell: Maldita sea, es un pedazo de obra maestra.
Laurel: ¿Cuántas películas has visto?
Mitchell: Nunca le hagas esa pregunta a un director de más de cuarenta años.
Laurel: ¿Por qué?
Mitchell: No debes saber cuánto tiempo pasamos viendo los sueños de otros.