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16/2/11

Un axolotl en Lisboa


Me ha costado lo mío llegar a este umbral, Dans la ville blanche de Alain Tanner. Y, la verdad, fue Ángeles quien me ha empujado a cruzarlo desde que escribí sobre los ríos: cómo podía hablar de tantas películas con y sobre ríos, y nombrar Lisboa entre las ciudades con río, y no mencionar la película sobre Lisboa que tanto ha significado para uno desde la primera vez, después de viajar a Madrid expresamente para verla cuando la estrenaron en los Alphaville aquel mes de julio de 1983, y hasta hoy mismo. Cómo podía silenciar En la ciudad blanca. Nosotros, que la quisimos tanto, sólo le faltó añadir.


En realidad, algunas películas habitan en el silencio del corazón, escondidas en un bolsillo de tiempo primordial, cobijadas en la oscuridad del cine interior, a resguardo de los relojes y de la erosión del desencanto, allí donde alumbra la llama frágil de una promesa que nunca traicionaremos, ésa que alumbra en las horas negras del desaliento, la última certeza y el último refugio En la ciudad blanca. Tengo para mí unas pocas películas así y no sé bien cómo traerlas aquí, iluminarlas, es decir, sacarlas a la luz, sin quemarlas o empañarlas o quebrarlas, de tan leves y diáfanas y cristalinas. No sé cómo escribir sobre esas películas sin arañarlas, de tan delicada belleza. El amigo Diomedes Díaz se alía con Ángeles -tanto les gusta En la ciudad blanca- y sugiere con arisca ironía  que estos dos años de escuela quizá me hayan servido para aprender a escribir sobre una película que sigue hablándome con tan íntimas resonancias. Quién sabe, remacha Ángeles, deberías probar. Y estos días pasados me ha tirado de la lengua para que hablara de En la ciudad blanca, sólo por probarme, y para probarme que podía.


¿Cómo decirlo? Lo diré de la forma más directa: En la ciudad blanca es una de esas películas que uno hubiera deseado hacer, que dice lo que uno hubiera querido decir, que destila una experiencia del tiempo que uno hubiera anhelado decantar. Es de esas películas que sientes que otro -un semejante, una alma gemela- ha hecho por ti. Es de esas películas que no vienen a ti, sino que parecen salir de uno. En la ciudad blanca es de ese cine que nos mira. Desde luego pocas películas me han visto tan bien y me han remontado hasta las nacientes de la sensibilidad. Ángeles recuerda que durante años no había mes que no habláramos de En la ciudad blanca, aún siente debilidad por aquel Bruno Ganz, el Paul de la película, y no olvida que yo no paraba de hablar de Teresa Madruga, la Rosa de la ciudad blanca, la chica del Bar Inglés de la que se enamoraba Paul, el marinero suízo varado en Lisboa. Quizá hay otra razón para que En la ciudad blanca significara tanto en aquel 1983, a esas alturas el cine ya era la única causa con la que me sentía comprometido, la única causa que merecía la pena y podía defender; cuando se fraguaba la derrota del presente, En la ciudad blanca representaba una hermosa trinchera en los combates del cine por venir.


Casi nadie se acuerda ya de Alain Tanner. Le debo este cineasta a Manolo González, recuerdo como si fuera ayer el día que volvió a Valencia -donde hacíamos la mili- después de haber visto en Madrid Jonás, que cumplirá 25 años el año 2000 (1976), aprovechando un permiso. Se pasó horas hablándome de la película cuyo guión Alain Tanner escribió con John Berger, ya habían colaborado en La salamandra (1971) y Le milieu du monde (1974), pero a John Berger no le presté atención hasta que el maestro me recomendó que leyera Puerca tierra y me puso al tanto del crítico de arte y escritor que era, yo sólo lo recordaba como guionista de Jonás..., el único escritor con el que Tanner trabajó a gusto: Creo que nos complementábamos muy bien, porque lo que él ponía sobre la mesa -y pone mucho- podía transformarse con mucha rapidez en mi cabeza en imágenes de rodaje. No tenía necesidad de 'adaptar', y a partir de los fragmentos de texto que entre los dos poníamos en la cesta, los diálogos se derivaban con mucha naturalidad para mí, que los tenía que escribir.

John Berger

La colaboración de Tanner con Berger, acreditada o no en las películas -si no escribían juntos el guión, conversaban mucho sobre las ideas que el cineasta iba a desgranar en su siguiente película-, se venía desarrollando desde mediados de los sesenta y llegó a su culminación en Jonás... En aquella época, John Berger vivía ya en la Alta Saboya y Tanner podía verlo a menudo: Trabajamos mucho juntos. Fui hasta allí cada dos días durante más o menos un mes. No podía hacerlo todos los días, porque él trabajaba deprisa y yo lo hacía más despacio, así que me tomaba un día durante el que estudiaba lo que habíamos hecho la víspera. Tenía ganas de hacer un inventario de las expresiones ideológicas que culminaron en 1968 e iban cuesta abajo en 1975. Pensé que necesitaba varios personajes, para que cada uno de ellos encarnara una de esas expresiones. Elegí entonces ocho personajes, ocho actores, por su aspecto o su personalidad, antes de seguir adelante. Luego le mostré las fotos de los actores. De ahí partimos. Su aportación fue fundamental. En el guión inicial hay más cosas suyas que mías, aunque yo escribiera los diálogos después. Todo eso nos llevó unos ocho meses. Después de Jonás..., se separaron. Berger cree que fue mejor así: No creo que hubiéramos podido hacer juntos una película mejor, y corríamos el peligro de repetirnos. Además, Alain estaba más interesado en hacer películas más experimentales en su estructura narrativa. Para Tanner, Jonás... representaba, en un sentido profundo, el fin de una época. Os dejó aquí una de las escenas memorables de la película, que puede verse como una clase magistral de John Berger titulada, pongamos por caso, "El capitalismo, las morcillas y el tiempo",y también como unos apuntes -o un esbozo- del Epílogo histórico -que podéis leer aquí casi completo- a los relatos de Puerca tierra:

          

Si tuviera que elegir tres películas que cuentan, desde dentro y con conocimiento de causa, el reflujo de la militancia izquierdista de los setenta -que en España se produciría en los primeros ochenta-, el estado de las cosas y el estado de ánimo de aquellos años, una sería Milestones (1975) de Robert Kramer, otra En el curso del tiempo (1976) de Wim Wenders, y Jonás... de Alain Tanner; por ese orden y en funciones corridas, como llamaban en México a la sesión continua. Como la filmografía de Wenders, también la de Tanner la descubrimos de forma desordenada y ambos se convirtieron en cineastas esenciales para nosotros, no los únicos, pero eran de aquéllos que sentíamos más próximos y veíamos el cine a través de su mirada. Las películas suyas que más amamos las hicieron en los diez años que van entre 1974 y 1984. De alguna forma, aquellos filmes hablaban de nuestra propia experiencia, más aún, eran los filmes que necesitábamos, eran, por así decir, nuestro cine. Creo que nunca volví a sentir algo así con ninguna película hasta Sans soleil (1982) de Chris Maker y  Yi yi (2000) de Edward Yang. Como En la ciudad blanca de Tanner.


Ya casi nadie se acuerda de Tanner pero hay quien dice que toda una generación se enamoró de Lisboa viendo En la ciudad blanca, no sé si tanto, pero desde luego muchos cinéfilos sí y peregrinaron para ver el reloj que anda al revés en el Bar Inglés del Cais do Sodré como Paul y quién sabe, bueno, quién sabe no, seguro que para encontrarse con el fantasma de Rosa, y para recorrer las calles adoquinadas, las escaleras de la Alfama y la Mouraría, las callejas del Bairro Alto entre paredes desconchadas y bajo los tendales con sábanas que cobran visos de olas... La ciudad blanca, donde los taxis aún son negros y verdes, y que parece aguantar en pie de milagro.


Quien sí se acuerda también es Pepe Coira, a menudo volvemos a algunas escenas de En la ciudad blanca, o ni siquiera escenas, nos bastan algunos planos y siempre acabamos en ése que nos gusta tanto, con la cortina del cuarto de Paul mecida por el viento, un plano donde late el tiempo suspendido que declina la película. Quien también se acordaba era el maestro y no pocas veces hemos paseado por Tui y perdido la mirada en el río rememorando a Teresa Madruga con su vestido negro de verano; Ángeles anota que durante alguna temporada fuimos un tanto monotemáticos al respecto.


En la ciudad blanca es una obra de madurez con la forma de una opera prima. Como si Tanner se reinventara como cineasta, como si redescubriera la forma de mirar las cosas, como si filmara por primera vez. Pero de un tiempo a esta parte, quizá por la melancolía que desprende, el poso de tristeza que deja y el aire de luz última, la veo como un testamento, como si Tanner filmara por última vez y palpáramos su pasión por ensayar lo inesperado. Y, bien mirado, creo que En la ciudad blanca conjuga ambas tonalidades y que el curso del tiempo propicia  la exaltación o la nostalgia en nuestra visión de la película donde conviven dos texturas fílmicas, las imágenes en 35 mm filmadas por Acácio de Almeida y las imágenes de super-8 filmadas a 18 fotogramas por segundo por Alain Tanner y Bruno Ganz y proyectadas en 35 mmm a 24 fotogramas por segundo, que contribuyen a transfigurar la aprehensión de la ciudad blanca por Paul al que vemos rodando con su cámara de super-8 por los Cais, las calles, desde un tranvía..., poseído por la alegría de ver, de atrapar los ritmos, las vibraciones, el pálpito, la rugosidad de la piel de la ciudad.


Una alegría que le invadía al propio Tanner al rodar su película portuguesa, el goce de rodar en Lisboa que se convirtió en la ciudad más amada por el cineasta. De la fricción entre las diferentes texturas de los planos aflora el lirismo de En la ciudad blanca. Porque, digámoslo ya, sería una pérdida de tiempo buscar en la película de Tanner una estructura dramática, y el hilo narrativo -tan leve, sencillo y lineal- enhebra un poema fílmico, o lo anida, y cuando termina En la ciudad blanca, ya no recordamos el nido o el pájaro, sólo queda en nosotros la memoria de la fugaz maravilla alada en una burbuja de tiempo suspendido.

Alain Tanner, con la cámara super-8, 
en el rodaje de En la ciudad blanca

Le debemos la ciudad blanca a Paulo Branco, el productor de la película, que le sugirió a Alain Tanner la posibilidad de rodar en Lisboa. La película portuguesa se convirtió para Tanner en un sueño íntimo que encontró cobijo en una ciudad real. En Lisboa, encontró Tanner el cauce para dar forma al cine que anhelaba desde Jonás… Un cine entendido como hecho topográfico y lumínico, amasado con la pasta de lo inmediato, del presente; una materia que no hay que filmar sino más bien decantar en el proceso de filmación, es decir, que no existe previamente a su aprehensión por la cámara, que sólo se revela mientras la cámara captura el aire del tiempo presente que fluye en un lugar concreto, la visibilidad de los cuerpos y las cosas. En definitiva, un cine más libre. Tanner dijo alguna vez que el cine necesita más pintores y poetas que novelistas, pues bien, En la ciudad blanca es la obra de un cineasta poeta y pintor de Lisboa. Una película pequeña -un equipo de doce personas, dos actores principales y media docena de secundarios- y un guión mínimo: he ahí los mimbres de la película portuguesa que representa una encrucijada primordial del cine de Tanner  y cuya misteriosa vibración jamás pudo volver a capturar. Ni tan fugitiva belleza. En ese sentido, En la ciudad blanca deviene una película única, una experiencia irrepetible, que cuidamos en la memoria como cobijamos con la mano una frágil candela. No nos extraña, entonces, que sea la película suya que prefiere el cineasta.


Tanner rodó En la ciudad blanca sin un guión previo, apenas contaba con un esbozo de tres páginas que, asegura, enseguida dejó de lado. Paulo Branco, el productor, confirma que no había un guión, apenas una sinopsis de cinco páginas cuando Antonio Vaz de Silva y él le dieron a Tanner la total garantía de que podía hacer En la ciudad blanca  y que su contribución a esa fuga -que representa el filme para el cineasta- consistió en ofrecerle un proyecto que pudiera abordar al margen de los cánones habituales de producción. Quizá ni siquiera había estas cinco ni aquellas tres páginas. Acácio de Almeida, el director de fotografía, asegura que el cineasta le pasó una página mecanografiada donde se sintetizaban los propósitos de la película en media docena de líneas: se rodaría cronológicamente, los diálogos se escribirían día a día y cada secuencia determinaría el curso de las siguientes.

He caminado mucho. Cuando camino mucho, 
pienso en cosas, y siempre en cosas muy interesantes. 
Sólo he pensado en tile dice Paul a Rosa en la escena de 
En la ciudad blanca a la que pertenece este fotograma.

Teresa Madruga, la protagonista con Bruno Ganz, cuenta que, cuando aceptó el papel de Rosa, Tanner sólo le había dado la sinopsis de la película en una página, aunque -precisa- el resultado del filme es rigurosamente fiel a esa síntesis. Quizá existieron aquellas tres y cinco, y estas una y una páginas, materiales que Tanner iba elaborando desde el momento que vino a Lisboa y se enamoró de la ciudad, o mejor, de hacer una película en la ciudad blanca, o soñó con hacerla. Soñé que la ciudad era blanca... le escuchamos a Paul (Bruno Ganz), un alter ego del cineasta, como cada Paul de las películas de Tanner. Escribíamos en el último momento -ha recordado el director-, mientras los técnicos preparaban los planos. Quise inspirarme en las personas y en las circunstancias, en la luz, en el propio momento en que estábamos trabajando. (...) Me gusta comenzar con ideas claras pero durante el rodaje hay que tener la capacidad de adaptarse a aquello que está delante de la cámara. Para mí éste es el momento en que la creación realmente existe. Tanner soñó y encontró unos actores y un equipo cómplices a la hora de soñar y materializar el mismo sueño de hacer una película, con mucha calma y buen humor -en eso coinciden todos los testimonios-, en el curso del tiempo vivido en Lisboa, una experiencia fílmica caligrafiada con travellings y ventanas.

Teresa Madruga y Alain Tanner 
en el rodaje de En la ciudad blanca

Los que no visteis En la ciudad blanca quizá os preguntéis qué cuenta. Y si no la visteis, no la veáis doblada, con esta película el doblaje resulta más criminal si cabe; para hacerse una idea del atentado bastan estas líneas que escribió Claire Devarrieux en la reseña de Le Monde cuando se estrenó: Paul compra en inglés, ama en francés, escribe en alemán y se busca la vida en portugués... Ahora volvamos a lo que cuenta la película. Veréis, si contáis el Romance del prisionero -aquel que empieza Que por mayo era, por mayo...- tampoco contaréis gran cosa, pero si lo leéis, ah, entonces... Pues lo mismo En la ciudad blanca, una cosa es contarla y otra vivirla..., pero algo os contaré.



Paul es el jefe de máquinas en un mercante, pero no trabaja en un barco -aclara- sino en una fábrica flotante, y, aprovechando una escala en Lisboa, deserta; se siente perdido y se pierde en la ciudad blanca, se enamora de Rosa, la empleada de la pensión donde alquila un cuarto -Me he quedado por tí... y también por mí-, pero ni Rosa lo ata a Lisboa ni el amor le procura encontrarse a sí mismo, porque su desencuentro es mucho más profundo -me gustaría aprender de nuevo a hablar sobre las cosas- y más recóndita la soledad que lo embarga. Mientras, deambula por Lisboa y las riberas del Tejo, filma la ciudad y le envía las películas a su mujer que vive en una ciudad en las riberas de otro río -el Rhin-, y le escribe cartas desde su cuarto, varado en un laberinto de tiempo suspendido...


Y cuando le roban la cartera y se queda sin dinero y Rosa le pregunta qué va a hacer, Paul coge la cámara de super-8 y empieza a filmarla en la cama: Voy a hacer una película de amor...



Paul llega a Lisboa desde el mar, como Ricardo Reis en la novela de Saramago, como recomendaba Pessoa a los turistas en aquel texto encontrado a la muerte del poeta entre los papeles de su famoso baúl, Lisboa, o que o turista deve ver. Tanto Pessoa -en Mensagem- como Camôes -en Os Lusíadas- se hacen eco de la fundación mítica de Lisboa por Ulises. Y Dante en el Infierno de su Divina Comedia cuenta que Ulises no regresa a Itaca sino que cruza las columnas de Hércules y un temporal lo hace naufragar. Y algo hay de Ulises en Paul, varado en una frontera entre el mar y Europa, habitando un estado liminal propicio a los ritos de paso, un espacio fantasmal donde las aguas -el fluir del río- remite a una experiencia melancólica asociada a una muerte esencial, como nos sugiere Gaston Bachelard en El agua y los sueños. Como Tanner su cine, también Paul ha de reinventar su vida, ha de volver a encontrar el lenguaje que le permita traducir el mundo, porque sólo a través del lenguaje podrá ser y recuperar su historia: su memoria y su mirada.


Por eso Rosa teme el abismo que se le abre en el amor de Paul, quiere saber quién es ese marinero perdido en Lisboa, como un Nadie/Ulises que borrara Itaca de su pasado. Paul le cuenta a Rosa que el capitán de un barco dijo que era un axolotl, pero no sabe qué es un axolotl, si será un pájaro o un árbol, le gusta pensar que es un árbol.

Un axolotl

Poco después, Paul recibe una carta de su mujer con un fragmento de Axolotl, el cuento de Cortázar que empieza con estas líneas: Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardin des Plants y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl. Y Paul en Lisboa lee el fragmento del cuento de Cortázar de la carta de su mujer: Fue su quietud lo que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. (...) Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl.

1982. Mientras Alain Tanner preparaba
En la ciudad blanca en Lisboa, 
Julio Cortázar -en la foto-
viajaba con Carol Dunlop 
por la autopista entre París y Marsella, 
un itinerario vertido en 
Los autonautas de la cosmopista
su último libro 

Como los axolotl, también Paul se queda quieto por más que deambule por Lisboa, y herido por el tiempo de los calendarios, se refugia en una ciudad blanca de tiempo interrumpido, porque, como escribe Cortázar en el cuento, el tiempo se siente menos si nos estamos quietos. Por así decir, Paul vuelve a la clandestinidad para recuperar el sentido de las cosas o, al menos, para recuperar el impulso de volver al mundo de las cosas que fluyen. Para esperar a que escampe. Cuando Paul llega a Lisboa y entra en el bar donde encuentra a Rosa, se fija en el reloj cuyas agujas giran en sentido contrario, bueno, no son sólo las agujas, todo el reloj está al revés, pero la chica le aclara, que el reloj anda bien, quien va al revés es el mundo. La ciudad blanca es un revés de ese mundo y Paul comprende que si todos los relojes fueran al revés el mundo andaría bien. Como Lisboa. Pero no es tan fácil. La experiencia de la ciudad blanca no garantiza un aprendizaje inmediato: No sé más  que antes, le escribe Paul a su mujer en la última carta. Pero -otra vez Ulises o el marinero que Tanner fue antes que cineasta- sí sabe que la única patria que amo en realidad es el mar. Por eso, cuando En la ciudad blanca toca a su fin, cuando Lisboa acaba, sólo queda el mar. Y la memoria de la belleza fugitiva.


En la ciudad blanca la siento como una feliz conjugación del ojo y la mano, de la mirada y el hecho de filmar, de la línea y la mancha, de la textura y el color, de la sensualidad y el lirismo, de la plástica y la emoción, de la memoria y el cine. Y recuerdo lo que le escuchamos decir a Manoel de Oliveira en Lisbon Story (1994) la película de Wim Wenders sobre Lisboa: La única cosa verdadera es la memoria. En el cine la cámara puede fijar un momento, pero ese momento ya pasó. En el fondo, lo que el cine trae son fantasmas de ese momento. Y ya no tenemos la certeza de si ese momento existió fuera de la película o la película es una garantía de la existencia de ese momento. Por eso cada vez que hemos vuelto a Lisboa después de ver En la ciudad blanca, más que verla -o además de verla- la hemos re-filmado, porque era nuestra manera de recordar a Paul y a Rosa, nuestros queridos fantasmas.

Montaje con fotogramas de En la ciudad blanca

Y por qué no decirlo, En la ciudad blanca es la más hermosa película sobre Lisboa, donde no sólo representa la topografía emocional, sino que es un personaje, el tercer vértice del triángulo con Paul y Rosa. En la ciudad blanca no muestra monumentos de Lisboa, sólo un paisaje de la memoria y la encrucijada física de un viaje interior. Qué mejor tributo se le puede rendir a Lisboa sino con una película sobre alguien que no puede abandonarla y que, para irse, sólo puede volver al mar. Nadie se va de Lisboa después de ir a Lisboa.

21/10/09

Lo que no podemos ver


Si tuviera que quedarme con alguna película en lo que va de siglo, eligiría Yi yi de Edward Yang, una película del 2000 que vi hace poco más de dos años. Si pudiera elegir una película que no haya visto y que me fuera dado ver ahora mismo, me quedaría con A Brighter Summer Day (1991), también de Edward Yang. Yi yi es de esas películas que no sólo te ven, sino que te adivinan. Es de esas películas en que uno se quedaría a vivir para siempre. De las que uno ya nunca se va si no es para volver.

Edward Yang

Nos la recomendó nuestro hijo. Había bajado de la red la película por un lado y unos subtítulos por otro -uno le tributaría un homenaje a la red por cosas así (aún no consiguió unos subtítulos para A Brighter Summer Day)-. Tenéis que verla, es una obra maestra, me dijo. Notábamos en su voz el mismo fervor con la que nos había hablado de Las tres luces de Lang, de They Were Expandable de Ford, del Fausto de Murnau, de El río de Renoir, de Fresas salvajes de Bergman. Y le hicimos caso.


Fue la primera película que vimos en el ordenador. Fuera llovía, como hoy, y nosotros contemplábamos en la pantalla del portátil la película de Yang que nos orvallaba por dentro durante casi tres horas, hasta que la lluvia empezó a caer sobre el silencio con que Yi yi nos había cobijado. Y durante un par de semanas no hablamos de otra cosa, hasta era difícil ver otra película nueva, sólo podíamos volver a Yi yi y a su belleza triste. Unos meses después, en junio de 2007, nos enteramos de la muerte de Edward Yang, tenía 59 años.


Cuando recibió el premio al mejor director por Yi yi en el Festival de Cannes del 2000, el cineasta taiwanés no sabía que su última película era también su testamento. Poco después le diagnosticaron el cáncer que le causó la muerte. Yi yi es un canto a la vida, una serena elegía, una película honda y luminosa. Una obra cumbre del arte cinematográfico.

Edward Yang con Jonathan Chang y Kelly Lee
en el festival de Cannes de 2000

Edward Yang con Hou Hsiao-hsien y Tsai Ming-liang forma la constelación más visible -es un decir- del cine taiwanés. De las ocho películas de Yang sólo Yi yi tuvo algo que pudiera calificarse como distribución comercial aquí. El año pasado el CGAI la programó junto con A Brighter Summer Day justo en unas fechas en que teníamos un trabajo inaplazable y a tiempo completo, y aún hoy me pregunto cómo fui capaz de renunciar a verlas en una pantalla de cine, fui insoportablemente responsable y los dioses lares del cine injustos e inoportunos como poco.


Yi yi empieza con una boda, acaba con un entierro y en medio se celebra un bautizo. Ritos, ceremonias, pasajes. Tras la boda, un retrato familiar. Y ahí está toda la película. O mejor, ahí está la superficie de la película. Pero ya sabemos por Paul Valery que lo más profundo es la piel y que a flor de piel llevamos siempre grabado el secreto más escondido. La familia de la película –la abuela, N.J. (el padre), Min-min (la madre), Ting-ting (la hija) y Yang-yang (el hijo)- se configura más como un lugar –un territorio emocional- que como un centro de gravedad, porque las líneas de fuerza –dramáticas- son más centrífugas que centrípetas. Todo está en el título: Yi yi = uno y uno, o un uno y un uno. Cada miembro de la familia vive su historia a solas, aislado de los demás, en silencio. La experiencia vital que los arrastra en el curso del tiempo la viven uno a uno, individualmente, y resulta intransferible. No se trata tanto de un problema de incomunicación, que tiene su visibilidad como tema de fondo de la película, sino de la indecibilidad de la experiencia que remite a las fibras más íntimas, ésas que suenan en la música del amor y que enmudecen en el desamor. Yi yi deviene retrato íntimo antes que retrato familiar, un paisaje habitado por los silencios del corazón.



En el hotel donde se celebra la boda N. J. (interpretado por el guionista y director Wu Nien-jen, un personaje emblemático de la Nueva Ola taiwanesa) se encuentra con Sherry, el amor de su vida, a la que no ha visto en treinta años. Ting-ting, su hija adolescente, conoce a Fatty el chico de Lily, la nueva vecina que acaba de trasladarse a su edificio. Yang-yang, el hijo de ocho años, recibe un nuevo juguete –una cámara de fotos- y en sus manos se convertirá en una herramienta para redescubrir el mundo tras haber llegado a una conclusión alarmante: si uno no puede saber lo que otro ve, sólo puedo saber la mitad de la verdad. Un problema de visibilidad que se trasmuta en una cuestión de hermenéutica. Sobra decir que Yang-yang es un trasunto del propio cineasta, o mejor, un pliegue temporal de (Edward) Yang, el niño que fue, o sea, un aprendiz de cineasta.


Yang-yang
a hombros de Yang

La abuela sufre un accidente y entra en coma. Los médicos recomiendan a la familia que le hablen para estimular sus sentidos. Min-min descubre tratando de hablar con su madre que no tiene nada que contarle, que su vida está vacía, y se refugia en un templo budista. Ting-ting se culpa del accidente de la abuela, le implora que despierte y se mantiene insomne el resto de la película, hasta que un día la abuela vuelva en sí y entonces dormir al fin en su regazo, y, mientras, vive su historia de amor y dolor con Fatty. Yang-yang explora con sus fotos aquello que los otros no pueden ver hasta que su mirada se encuentra con “la chica” y, colmada de amor y deseo, ya no tiene ojos sino para ella y se entregará en el aquel de ver lo que ella ve. Yang-yang se niega a hablar con su abuela porque no sabe qué puede contarle o porque aún no sabe qué sabe. Y N. J., atravesado por la melancolía tras la irrupción de Sherry en su vida -el pasado enreda el presente incierto-, le confiesa a su suegra en coma que sólo se le ocurren preguntas que no puede responder.


Con estos mimbres Edward Yang compone una estructura compleja que remite al melodrama genérico de factura novelesca –Rocco y sus hermanos de Visconti, por ejemplo- pero, a través de una elegante y sutil elaboración formal, enhebra trozos de tiempo con hilos de sonido, huellas del pasado y rastros de silencio, mediante la conjugación de la distancia, la elipsis y el fuera de campo, y la simultaneidad de los encuadres frontales con las barreras de la visibilidad –puertas entreabiertas, ventanales, puentes- que señala inequívocamente la voluntad de mostrar antes que la de narrar, en un incesante juego de connotaciones y denotaciones, en el aquel de revelar antes que de desvelar, que transita pudorosa en la intimidad de los personajes asediados por los secretos tras las puertas. La estrategia retórica de Yi yi viene cifrada en el decidido empeño del trasunto del cineasta en la ficción, el niño (Yan-yang, dos veces Yang, el doble de Yang) lo tiene muy claro: “como no lo ves, te lo enseño”.


Mostrar lo oculto constituye la médula de la puesta en escena operada por Yang en Yi yi. Como en ese plano de una belleza fantasmal en que vemos a través de las cristaleras de un edificio, donde se refleja la ciudad y sus destellos anónimos en la noche, la figura en sombras de Min-min con una pequeña y distante luz roja que parpadea en su pecho, el latido de su corazón doliente en el paisaje urbano que revela la agonía de su vida. O cuando sobre la ecografía de un feto (del hijo de A-Di y su esposa, cuya boda abre Yi yi) escuchamos la voz de una mujer: … comienza a adquirir características humanas, comienza a pensar, se transforma en una entidad viva y se convierte en nuestro más delicado compañero… Pero luego advertimos que no se trata de la voz de una ginecóloga sino la de la traductora de la voz de Ota (y quizá del propio Yang en el filme): … ése es el futuro ilimitado de los juegos de ordenador. Aún no superamos los juegos con muertes y violencia, no por no comprender los ordenadores, sino por no comprendernos a nosotros mismos, seres humanos. Y entonces la película nos traslada a la reunión en la que Ota expone sus puntos de vista en una reunión con N. J. que trabaja en una empresa informática. En ese sentido, Yi yi supone una cata profunda en la exploración de lo que significa ser humano. Y el uso del sonido mediante un raccord de aprehensión retardada representa una de las herramientas de Yang para descubrir capas de sentido en cada imagen, o para convertir cada imagen en mirada interior.


Decía Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso que la historia de amor es el tributo que el enamorado debe pagar al mundo para reconciliarse con él. Creo que nada explicaría mejor una de las líneas de fuerza que sostienen la construcción fílmica de Yi yi. Basta recordar esa escena –situada en el corazón de la película- en que Yang-yang, huyendo del vigilante del colegio que se burlaba de sus fotos, se refugia en la sala de proyección donde los alumnos ven un vídeo didáctico sobre el origen del universo, y allí descubre a “la chica” y la contempla extasiado delante de la pantalla en la que un rayo se dibuja en un torbellino de nubes, mientras escuchamos la voz over del vídeo didáctico: …las dos fuerzas opuestas se atraen mutuamente. La atracción se convierte en irresistible y, en un breve segundo, las dos se unen violentamente desatando la tormenta. Se cree que los rayos crearon la vida sobre la tierra hace 400 millones de años. El relámpago amoroso en contigüidad con el origen de la vida misma. Otra línea de fuerza es el tiempo que fluye incesante, que trasmuta en pasado cada instante recién vivido y cada día en una primera vez, por eso la vida es una cosecha de preguntas cardinales que carecen de respuesta: las hacemos de niños, porque el mundo es un galimatías; las hacemos de adolescentes porque el mundo es injusto; las hacemos de adultos porque alcanzamos a percibir la magnitud insondable de nuestro desamparo; lo demás es silencio. Y ahí radica la tercera línea de fuerza de Yi yi: lo inefable de nuestra condición humana, la opacidad de nuestra existencia, la confusión de nuestro mundo; en definitiva, el trastorno de las coordenadas de nuestra identidad, la agonía de las certezas que ni siquiera los rituales amparan, la orfandad radical que representa el aquel de vivir. Y con todo, la enigmática, azarosa y fatal belleza. Aunque hay que prestar mucha atención para verla.


Porque Yi yi nos habla también de los problemas de visibilidad, o mejor, los conjuga, y aun mejor, los pone en escena, los convierte en materia fílmica. Nos obliga (nos empuja suave pero decididamente) a aprender a ver. Nos ejercita en el fuera de campo, en las elipsis, en las tensiones entre los visible y lo invisible. Y de paso nos otorga tiempo para pensar el tenue dibujo que la contigüidad de las escenas -de los fragmentos vividos por los personajes, de las capas (geológicas) de las emociones, del palimpsesto de los sentimientos- va trazando en el fluir de la película. Porque Yang explora las profundidades de la piel del filme, o mejor, elige la distancia exacta para que nosotros (sin reclamarnos una identificación ingenua o instintiva) nos aventuremos en los pliegues de tiempo enhebrados en Yi yi. Porque asistimos al presente de la pantalla plegándose sobre el pasado, en la parte emergida del iceberg -el presente (puntas de presente)- advertimos los movimientos sísmicos que llegan desde las profundidades recónditas -de las fracturas- del pasado.

Cartel de Yi yi en Brasil

Unos plegamientos emocionales que tienen su cabal expresión en el montaje paralelo con que Edward Yang enhebra las historias de amor de N. J., Ting-ting y Yang-yang, como capas de una misma experiencia, donde pasado y futuro cobran vida en el presente como si de aquel relámpago primordial se tratara, porque cada experiencia amorosa se revela como una primera vez, como si presenciáramos el origen del mundo. Por eso aquella tormenta que comenzaba en la sala de proyección donde Yang-yang descubría a “la chica”, continúa en la vida de la ficción y llueve sobre la solitaria Ting-ting en Taipei, que espera bajo su paraguas blanco a que el semáforo se ponga verde para cruzar. Y entoces Fatty, el adolescente del que está enamorada, le entrega la primera carta dirigida a ella, que tantas veces le sirvió de correo con cartas dirigidas a Lily. Mientras, su padre, de viaje de negocios en Tokio, se encuentra con Sherry, la mujer que hace treinta años se llevó la música de su vida, esa música que suena mientras en taxi N. J. se dirige hacia ella. Y al tiempo que ellos evocan los comienzos de su historia de amor y los nervios de la primera cita vemos a Ting-ting vistiéndose para acudir a la suya con Fatty; N. J. le confiesa a Sherry los celos ante el hecho de que pronto su hija ha de ser de otro y la vemos delante de un multicine con Fatty. Las voces de N. J. y Sherry viajan en el espacio (y en el tiempo) entre Tokio y Taipei y cobran vida en la piel de los adolescentes, hasta que aquél, mientras pasean por un parque, le confiesa que todo empezó en la escuela primaria. Entonces, comprobamos cómo la historia se repite en la piel de Yang-yang que ve nadar a “su chica” y luego trata de aprender a respirar bajo el agua, anhelando un encuentro con ella, como en L’Atalante de Vigo.


La película se cierra con una carta que Yan-yang le lee a su abuela muerta y donde le cuenta su vocación: Quiero contarle a la gente cosas que no sepan. Mostrarles lo que nunca hayan visto. Será muy divertido. Ahora Yang ya sabe qué contarle a la abuela pero también ha hecho un descubrimiento fundamental, ha entendido lo que le escuchaba decir a su abuela, como ella, siente que también es viejo: la irremediable erosión del tiempo. En un momento de Yi yi, Fatty le dice a Ting-ting que, desde que el hombre inventó el cine, vivimos tres veces, porque las películas nos dan el doble que la vida. Desde luego vemos más. O más claro. O más hondo.


En realidad, cuando mi hijo me apremiaba con fervor para que viera Yi yi, sabía que esa película era la película que necesitaba ver, la que iluminaría aquélla en la que yo mismo estaba embarcado. Y lo sabía porque me había ayudado a construirla con pedacitos de tiempo y cachitos de vida. Porque Yi yi pulsaba la misma cuerda. Pero ésa es otra historia.

Edward Yang

En un momento de la película de Edward Yang se dice que el cine es una mezcla de cosas tristes y alegres, como la vida. Por eso nos encanta el cine. A nosotros Yi yi nos encanta porque nos muestra lo que no podemos ver.

18/10/09

El grano de la voz

Cuando nos quedamos en casa los domingos por la mañana, nos repartimos el periódico y el suplemento. Y escuchamos música. Mozart, Cristina Branco, Bach, Celeste Mendoza, Van Morrison, Haydn, Fausto, The Waterboys, José Afonso... Y Tom Waits. Los domingos por la mañana nunca probamos nada nuevo. Variamos poco. Y desde hace dos o tres años las canciones de Orphans de Tom Waits nos hace compañía a menudo mientras leemos los periódicos, hasta que llega la hora de comer.

Tom Waits

Pero si la meláncolía empaña el ánimo porque hemos visto una película bella y triste la noche anterior, Yi yi de Edward Yang, por ejemplo; o un cuento de Alice Munro como Los muebles de la familia me da vueltas en la cabeza (Cada vez que volvía al territorio hogareño me acechaba un peligro. Era el peligro de ver mi vida a través de otros ojos. De verla como un creciente rollo de palabras como alambre de púas, intrincado, pasmoso, inquietante...); o leo el hermoso texto del maestro que acompaña al catálogo de pinturas y grabados de Enrique Ortiz Unha aciñeira para soñar,


con paisajes que ya he vivido (como me sucedió hace nada en Londres ante esa pintura de Constable donde un niño bebe amorrado en una poza), o que me han vivido, porque como señala el maestro condensando a Faulkner, la memoria conoce y la mirada recuerda, mientras el río se pregunta si quedará alguien capaz de amar y llorar en sus riberas; si por cualquier razón, digo, la mañana de domingo desprende aromas de un bagazo triste, entonces nos envolvemos en las canciones de Bawlers (del Orphans) de Tom Waits,

Tom Waits

ese crooner que a veces parece como si cantara enroscado en el suelo tras noches sin dormir y haberse fumado todos los cigarrillos del mundo y tuviera un teléfono en vez de un micrófono, como me describió Cheché uno de sus discos, si no recuerdo mal.


Bawlers es el más melancólico de sus Orphans y destila belleza turbia, trenes nocturnos y umbríos paisajes del alma. You Can Never Hold Back Spring, Long Way Home (un tema perfecto para conducir de noche o para cerrar los ojos e imaginar que vamos por una carretera con muchos quilómetros a nuestras espaldas y los faros apenas si desvelan el borde de una profunda oscuridad), Widow's Grove, Shiny Things, World Keeps Turning, Tell It To Me, Little Man, If I Have To Go, Down There By The Train... Corazones rotos (un corazón es siempre tan poquita cosa... ¿no?), bares de mala muerte, seres errantes, negra sombra, himnos de derrota, pérdida y desolación. Como aquella que quizá sea mi favorita (y que me pone un nudo en la garganta) aunque no esté en este disco, Innocent When You Dream (en la versión Barroom que aparece en el disco Frank's Wild Years de 1987). Canciones tristes y hermosas como una infancia perdida y los paisajes de la memoria. Una voz que te lleva de viaje a veces, te acuna en los brazos otras, y te traduce siempre el silencio del corazón con el grano de la voz.




18/2/09

Tan íntimo como la piel.


Mikio Naruse

Hemos hablado demasiado poco de Mikio Naruse. Hemos de arrepentirnos de haber olvidado a Naruse. Hemos de corregir con urgencia esta laguna imperdonable. Hemos de proclamar la deuda que el cine tiene con Naruse. Hemos de recuperar a Naruse con honores en nuestra escuela de los domingos.

Conozco apenas un par de filmes. Y mira que mi hijo me insistió: “Naruse está a la altura de los más grandes. Es uno de los grandes. Mira La voz de la montaña”. Y lo hice. Y me sobrecogió. Pero no de forma abrupta. Te va calando como una lluvia mansa horas después de haberla vista. Como un rumor de una profunda corriente subterránea que no te abandona.


Setsuko Hara en La voz de la montaña

La gran Setsuko Hara encarnando ese inolvidable personaje femenino, Kikuko; esos paseos junto a su suegro que cuentan una de las más hermosas, contenidas y sutiles historias de amor que se hayan vivido nunca en una pantalla. Pura elegancia japonesa, permítaseme una múltiple redundancia. La voz de la montaña (Yama no oto, 1954). De eso hace unos años. Pero no volví a Naruse. Ya lo sé, no me castiguéis, ya lo hago yo. He empezado a ponerle remedio.



Acabo de ver Nubes flotantes (Ukigumo, 1955), un filme que parte de un guión escrito por la misma guionista de La voz de la montaña, Yôko Mizuki, a partir de una novela (con el mismo título) de Fumiko Hayashi. Cuenta la historia del empeño obstinado de Yukiko –encarnada por Hideko Takamine, una actriz inmensa con quien Naruse rodó diecisiete películas- por mantener vivo el fuego de las cenizas del amor de Tomioka –interpretado por Masayuki Mori-, un amor que surgió en Indochina durante la 2ª guerra mundial, pero que ahora –la historia transcurre en 1946-, con la paz, la derrota, Tokio, la desolación y el tiempo, vive amenazado de extinción.


Fotograma de Nubes flotantes

En cada plano del filme alienta la ardiente tenacidad de Yukiko, y basta la primera mirada sobre Tomioka, tras su regreso a Tokio al comienzo de la película, para que comprendamos todo lo que esta mujer siente por ese hombre, hasta qué punto el pasado calcinante sigue colmando las emociones que apenas puede contener. Porque ése es el arte de Naruse, un prodigio de contención, de sutileza, de levedad enfebrecidas. Arden los planos bajo una superficie aparentemente calma. Entonces entendemos cuánto aprendieron de Naruse otros cineasta a los que admiramos tanto como Edward Yang (véase Yi Yi) o Wong Kar-wai (véase In the Mood for Love).


Fotograma de Nubes flotantes

Preservar las cenizas del pasado de la erosión del tiempo. He ahí la tarea de Yukiko. Para nosotros, el pasado es nuestra única realidad, dice en un momento del filme. Cuando te acuerdes de Indochina, ven a verme, ruega en otro. Sólo soy un recuerdo y los recuerdos se desvanecen rápido, teme más tarde. Y Tomioka, arrastrado por el presente aciago e incierto, se resiste a semejante determinación: Somos demasiado viejos para vivir un sueño. O ya derrotado: Lo nuestro murió en Indochina. En Nubes flotantes, Yukiko se aferra a la memoria del amor como quien se agarra a un clavo ardiendo, como a quien le va la vida en ello. Porque eso es este filme de Mikio Naruse: una gran historia de amor en los peores tiempos, unos amantes con mala estrella.

Y como ese amor se nutre del pasado, éste irrumpe en el presente, fugaz pero pugnante, a veces como caricia, a veces como herida, como tacto doloroso en la piel del tiempo vivido. El pasado se mueve en los filmes de Naruse. Como en esos contraplanos en los que irrumpe el personaje que imaginamos inmóvil. El fuera de campo siempre resulta tan inestable como la vida en Nubes flotantes. O en esos campos/contracampos de la pareja paseando: Si paseamos juntos, parecemos una pareja, dice Yukiko. La proximidad como dolorosa sutura en esos travellings que constituyen auténticas figuras de estilo del cineasta.

Los filmes de Naruse presentan a la mirada una tersa superficie que oculta, envuelve o vela una turbulenta corriente subterránea. En la piel de Nubes flotantes, miradas, gestos y/o actitudes corporales -la forma de sentarse, la forma de coger una taza, la forma de ponerse un pañuelo en la cabeza- denotan, la redundancia en este caso es relevante, formas secretas de la intimidad de los personajes. Naruse, digámoslo ya, es el cineasta de la intimidad femenina. Una intimidad que se revela a medida que el tiempo moldea las emociones en formas concentradas y sutiles.

Qué bien definió Jean Douchet el oficio del cineasta japonés: Naruse fue moderno por su extremada atención a los movimientos y pulsaciones más leves de la vida. Su cámara se adhiere a cada instante del presente de sus personajes. Y ya que hablamos de la cámara sería injusto pasar por alto el trabajo de Masao Tamai, el director de fotografía. O la música delicada y enigmática de Ichiro Saito.

También el cine de Naruse se adhiere a nuestra sensibilidad con un velo de emoción sutil y concentrada, tan íntimo como la piel.