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24/1/16

La mar de justificado


Ya referí alguna vez (quizá más de una) mis trifulcas con los proyeccionistas de unos cuantos cines de A Coruña en los noventa. Nuestro hijo aún recordaba hace unas semanas, en su página de facebook, la escandalera que monté durante una proyección (imperdonable) de Sin perdón en el cine Goya (cerró cuatro años después, en 1996, sobra decir que no por mi culpa). En aquellos años ya casi nadie protestaba por la imagen desenfocada o por el sonido deficiente.


El nuevo siglo llegó con otros quebrantos, como esos espectadores que se comportan en el cine como en el sofá de su casa ante el televisor, comentando lo que sucede en la pantalla con la mayor naturalidad, hasta el punto que si le afeas la conducta te miran como a un marciano, ¿desde cuándo no se puede hablar en el cine? Y desde luego el insufrible uso de los móviles por los espectadores durante la proyección de una película. Me quedo corto con insufrible. Criminal. Un botón de muestra. Por noviembre o diciembre de 2003, en una sala de los cines de la plaza Elíptica de Vigo, nos disponemos a disfrutar de una película de aventuras, Master and  Commander, de Peter Weir.


Ya en esa escena donde la fragata Surprise, con sensibles destrozos en la arboladura y en el casco, debe desaparecer en la niebla, el chaval que tenía delante empieza a escribir sms como un poseso, pasando con todo desparpajo de las molestias que nos ocasionaba la pantalla iluminada del móvil. Llegué a avisarle tres veces en el curso de la proyección. Ni caso. Entonces ya no aguanté más y... Si no fuera por Ángeles, al día siguiente habrían hablado de mí en las páginas de sucesos del Faro de Vigo. Debió acordarse de alguno de esos raptos (míos) de (divina) cólera en sesiones de infausta memoria, porque una madrugada de las últimas navidades Ángeles se echó a reír con una novela negra, escucha, esto te va a gustar, y me leyó unas páginas de Veneno, de Ed McBain, publicada en 1987. (Tanto Ed McBain como Evan Hunter son seudónimos de Salvatore Lombino. Como Evan Hunter firmó el guión de Los pájaros, de Hitchcock, y escribió un libro sobre el trabajo con el cineasta, Hitch y yo.)

Hitchcock con Evan Hunter en los días de Los pájaros.

Os dejo entonces esas páginas de Veneno, que narran un episodio acontecido en un cine donde pasan Memorias de África (1985), de Sidney Pollack; además pueden leerse como un relato autónomo.
El hombre esposado que estaba sentado entre Meyer y Hawes en la sala de interrogatorios tendría unos cincuenta años. Era un caballero de aspecto digno que llevaba puesta una chaqueta deportiva marrón, pantalones color café, camisa tono crema, calcetines marrones y zapatos también marrones. En las sienes tenía canas. También el bigote mostraba signos de encanecimiento. La pistola que había sobre la mesa era una Smith & Wesson del calibre 38.
- Le he leído sus derechos –dijo Meyer-, y le he informado de que puede estar presente un abogado si lo desea y también que puede negarse a responder cualquier pregunta, en cualquier momento del interrogatorio.
-No necesito ningún abogado – afirmó el hombre- Responderé a cualquier pregunta que me formulen.
-También sabe que hay un casete sobre la mesa y que cualquier cosa que diga será grabada para...
-Sí, le he entendido.
-¿Quiere responder a las preguntas que el detective Hawes o yo le hagamos?
-Ya le he dicho que sí.
-¿Sabe que tiene derecho a que esté presente un abogado si...?
-Lo sé. No quiero abogado.
Meyer miró a Hawes. Hawes asintió.
-¿Puede decirme su nombre completo, por favor?
-Peter Jannings.
-¿Le importaría deletrear el apellido?
-Jannings. J-A-N-N-I-N-G-S.
-Peter Jannings, ¿correcto?¿No tiene segundo nombre?
-No.
-¿Y su dirección, señor Jannings?
-South Knowlton Drive 5318.
-¿Número de apartamento?
-3-C
-¿Qué edad tiene, señor Jannings?
-Cincuenta y nueve años.
-Parece más joven –le dijo Meyer sonriendo.
Jannings asintió. Meyer supuso que ya se lo habrían dicho muchas veces.
-¿Es ésta su pistola? –preguntó Meyer-. Estoy señalando una Smith & Wesson calibre 38, modelo 32, comúnmente conocida como Terrier de Doble Acción.
-Es mi pistola.
-¿Tiene permiso?
-Sí.
-¿De Transporte o de Tenencia?
-Transporte. Me dedico al negocio de diamantes.
-¿Estaba en posesión de esta pistola... me refiero otra vez a la Smith & Wesson, Modelo 32... estaba en posesión de esta pistola cuando los agentes le arrestaron?
-Sí.
-¿Fue a las tres cuarenta y cinco de esta tarde?
-No miré el reloj.
-La hora que indican los agentes en el informe sobre el arresto...
-Si ellos dicen que fue a las tres cuarenta y cinco, seguro que lo fue.
 
-¿Y fue arrestado en un cine llamado Twin Plaza, señor?
-Sí.
-¿En Knightsbridge Road 3748?
-No sé la dirección.
-Un local donde hay dos cines, señor. El Twin Plaza Uno y el Twin Plaza Dos. ¿He identificado correctamente el cine donde fue usted arrestado?
-Sí.
-Usted estaba en el Twin Plaza Uno, ¿correcto?
-Sí.
-¿Tenía en la mano esta Smith & Wesson, Modelo 32 en el momento del arresto?
-Sí.
-¿Había disparado recientemente la pistola?
-Sí.
-¿Cuántas veces disparó la pistola?
-Cuatro.
-¿Contra quién disparó la pistola?
-Contra una mujer.
-¿Sabe su nombre?
-No.
-¿Es usted consciente, señor Jannings, de que la mujer que estaba sentada en el asiento inmediatamente posterior al ocupado por usted... al ocupado por usted cuando los agentes arrestaron... recibió cuatro disparos en el pecho y en la cabeza...?
-Sí, soy consciente de ello. Yo fui quien disparó.
-Disparó contra la mujer que estaba sentada tras usted, ¿correcto?
-Sí.
-¿Sabe que la mujer murió mientras la llevaban al hospital?
-No lo sabía, pero me alegro –dijo Jannings.
Meyer volvió a mirar a Hawes. Sobre la mesa, la cinta del casete seguía girando implacable.
-Señor Jannings –dijo Hawes-, ¿podría decirnos por qué disparó contra ella?
-Estaba hablando –contesto Jannings.
-¿Perdón?
-Durante toda la película.
-¿Hablando?
-Hablando.
-¿Perdón?
-Que se pasó toda la película hablando detrás de mí; identificando a los personajes. "¡Oh, mira, ahí está el marido! ¡Oh, mira, ahí viene el amigo! ¡Oh, oh, hay un león! ¡Oh, oh, hay dos!" Explicando el escenario. "Ésa es la granja de ella. Ahora están en la selva. Esa es la consulta del médico. Ése es el médico". Adivinando el argumento. "Seguro que ahora se va a la cama con él. Seguro que el marido se entera". En un momento dado, cuando el médico le dice, Tiene sífilis, la mujer de detrás pregunta, "¿Qué tiene?" Yo me volví y le dije: "Tiene sífilis, señora". Ella me dijo, "Métase en sus asuntos, estoy hablando con mi marido". Yo volví para ver la película, para intentar verla. Entonces la mujer dijo, "Sea lo que sea, se lo ha pegado el marido". Me estuve controlando toda la película a pesar de la incesante charla que oía detrás de mí, pero hacia el final de la película ya no lo pude soportar más. Hay un monólogo largo junto a la tumba, Meryl Streep lee ese precioso poema y entonces sale hacia el límite del cementerio y mira a lo lejos. Sabemos lo que siente en ese momento, pero la mujer de detrás dijo, "Esa chica que está con el marido es la rica con la que se casó". Yo me volví y dije, "Señora, si quiere hablar, ¿por qué no se queda en casa a ver televisión?". Ella respondió: "Creí haberle dicho que se metiera en sus asuntos". "Esto es asunto mío, he pagado por este asiento", contesté yo. "Entonces, siéntese y calle", dijo ella. Fue entonces cuando disparé.
Hawes miró a Meyer.
-Lo único que siento es que esperé demasiado –añadió Jannings-. Debería haber disparado antes; al menos habría disfrutado la película.
Meyer se preguntó si el acusado pensaba alegar homicidio justificado.

¿Hace falta preguntarlo? La mar de justificado.

26/6/13

¿Tú Freud, yo Jane?


Tendría doce o trece años cuando vi Marnie. En televisión y en blanco y negro. En la casa del ríoMarnie, la ladrona (1964). Fue una da las películas más perturbadoras de la infancia (quizá sólo comparable a la impresión devastadora que me produjo El nadador y, en otro orden de emociones, Stromboli).


Si no recuerdo mal tardé diez años, quizá más, en verla en el cine y en color. Era casi como ver otra película. Y digo casi, porque el seísmo emocional se conservaba intacto en la memoria, y veía Marnie con una mirada... herida. Por así decir, no la vi yo, la vio otra vez aquel chaval de la casa del río. Volví a verla una vez cada diez años o así. Hasta aprender a verla en presente. La última, este San Xoán, y quizá por vez primera sin la intrusión de la memoria de la primera vez; o sea, donde la memoria ya sólo era memoria, como si la herida hubiera cicatrizado. Y verla con Ángeles y comentarla juntos fue casi como hacer las paces con Marnie. Y con Hitchcock. Y sí, Marnie no es tan maravillosa -o tan perfecta- como Encadenados o Vértigo, pero es una película muy bella, conmovedora y dolorida, y la última gran película del cineasta. Y quizá su más íntima confesión. Marnie -la película, no el personaje- soy yo, podría muy bien haber proclamado.


Hace cincuenta años por estas fechas Hitchcock empezó a trabajar en el guión de Marnie con Jay Presson Allen (entre sus créditos figurarán Cabaret o El príncipe de la ciudad). El proyecto venía de atrás. Hitchcock había elegido la novela de Winston Graham pensando en un personaje que pudiera encandilar a Grace Kelly, ya princesa de Mónaco. Y ella se sintió tentada por la historia. Y por volver al cine. Con el director de Atrapa a un ladrón.


Hitchcock le encargó el primer tratamiento a Joseph Stefano, el guionista de Psicosis. Pero el proyecto se retrasaba. No era fácil cuadrar las fechas de rodaje con una princesa. Y cuando parecía que podrían concretarse, Hitchcock ya estaba rodando Los pájaros y empezó a trabajar con su guionista Evan Hunter, mientras iban y venían de las localizaciones. Hitchcock le explicaba cómo veía Marnie, escena por escena. Con Grace Kelly en mente. Y el guionista se puso manos a la obra. Hasta que en junio de 1962, la princesa de Mónaco le escribió una carta muy sentida: con gran dolor de corazón tenía que abandonar la idea de volver al cine. Atrapa a un ladrón (1955) seguiría siendo la última película de Grace Kelly con Hitchcock.


Todas las chicas, todas sus rubias preferidas lo habían abandonado: Ingrid Bergman (el más grave de los despechos: lo había dejado por Rossellini, otro director) y Grace Kelly (no tan grave, sólo lo dejó por un príncipe). Y ya no podía contar con Cary Grant (retirado del cine) ni James Stewart (demasiado mayor), sus actores preferidos... Se sentía deprimido. Y sin Grace Kelly, Marnie ya no le interesaba. Menos mal que aquel mes de junio recibió otra carta que lo reconfortó: Truffaut le contaba lo que había significado -y significaba- su obra para él -primero como crítico y, ahora, también como cineasta- y le comentaba su proyecto:  hacerle una larga entrevista con vistas a un libro amojonado por la filmografía de Hitchcok, película por película, el primero que se iba a publicar sobre su obra integral. A Hitchcock se le saltaron las lágrimas. Y el lunes 13 agosto de 1962 empezó a grabarse aquella entrevista, quizá la más famosa -conocida y citada- entrevista de la historia del cine.


Con el tiempo, la herida de Grace Kelly fue cicatrizando y las conversaciones con Truffaut contribuyeron a recargarle las baterías, pero Hitchcock no quería volver al guión de Marnie mientras no hubiera decidido qué  actriz iba a encarnar a la protagonista. Necesitaba verla antes. Y hasta noviembre no vio a Tippi Hedren, su descubrimiento en Los pájaros, como aquella ladrona neurótica llamada Marnie.


Sólo entonces volvió al trabajo con Evan Hunter en las últimas semanas de 1962. Y volvió a contarle la película escena por escena, plano a plano. Una primera versión del guión estuvo lista el 1 de abril de 1963. Pero había un problema: la escena de la violación de Marnie durante la luna de miel con Mark (Sean Connery). Hitchcock la había visualizado con detalle para Evan Hunter. Al guionista le repateaba, estaba convencido de que, después de esa escena no habría forma de redimir a Mark. Total, en esa primera versión del guión escribió una escena alternativa (sin violación) y en unas páginas aparte (y de otro color) la escena tal como Hitchcock se la había contado. A los pocos días recibió una carta de la oficina del cineasta, en adelante ya no iban a necesitar de sus servicios.


Y es entonces cuando entra en escena Jay Presson Allen. El triángulo de dos tipos rivalizando por el amor de Marnie desaparece; ahora es Mark quien ama a Marnie y es amado por Lil (Diane Baker), la hermana de su primera mujer fallecida.


Tampoco hay un psiquiatra, al que Marnie visitaba porque Mark se lo había pedido, y aun suplicado; es el propio Mark quien hace las veces de psicoanalista -amateur-, quien lucha por curar a Marnie (quizá para darle al protagonista masculino un papel más relevante e interesar así a un actor más importante), una situación que propicia no pocas ironías por parte de la chica -como la memorable ¿Tú Freud, yo Jane?-, por eso la guionista convirtió a Mark en un zoólogo frustrado, un estudioso del comportamiento animal, y de ahí la figuración de Marnie como su presa, y un animal asustado en una de las primeras escenas de la luna de miel.


En Marnie se abren múltiples pasajes con la obra de Hitchcock (como en El hombre que mató a Liberty Valance respecto a la obra de Ford). Mark quiere transformar a Marnie, como Scottie a Judie en Vértigo, y como Hitchcock a sus actrices (como presa y sueño, objeto de deseo y materia fílmica), reescribiendo su vida, convirtiéndola en personaje de su película, usándola como Jeff a Lisa en La ventana indiscreta; y como fetichista (ese fetichista que lleva dentro un determinado tipo de cineasta que ama el cine de las cosas), a Mark le cautiva que sea una ladrona, como en Atrapa a un ladrón a Grace Kelly le atrae esa condición sospechada en Cary Grant; por no hablar de la tortuosa relación de Alicia y Devlin en Encadenados.


Y el personaje de la madre (Louise Latham) de Marnie, en la estela de esas madres castradoras y/o posesivas del cine de Hitchcok, como la madre de Alex Sebastian en Encadenados, la de Norman Bates en Psicosis, o la de Mitch en Los pájaros, una figura que cifra uno de los temas mayores de la obra del cineasta, el peso del pasado en el presente y aún el dominio del pasado sobre el presente: de ese pasado que Mark trata de liberar a Marnie. Y mientras, para mantener a raya ese pasado, los personajes tratan de protegerse con un precario mundo de convenciones -de normalidad-, la frágil piel de las apariencias que apenas vela ese caos en el que puede despeñarse nuestra existencia, no de otra cosa habla Con la muerte en los talones (y cualquiera de las películas mencionadas).


El suspense, como vio muy bien Jean Douchet, viene siendo la herramienta de Hitchcock para hacer ver -y volver casi táctil-, a través de la dilatación del tiempo, cómo la piel de las apariencias se tensa y qué endeble consistencia presenta la normalidad; que poco hace falta para que el caos se desencadene y adueñe de nuestro mundo. Al dilatar el tiempo, Hitchcock nos muestra -y nos hace sentir- el débil velo que nos cobija a punto de reventar; nos angustia ante la catástrofe venidera mientras experimentamos los peores temores.


En resumidas cuentas, el cineasta utiliza el suspense para transportarnos hasta el borde del abismo que se abre ante sus personajes, para dejarnos tan suspendidos como ellos. Y si Hitchcock, como señalaron Rohmer y Chabrol en un libro precursor sobre su obra, es uno de los grandes inventores de formas de la historia del cine, esas formas eran -en último término- la forma de mostrarnos el abismo que bordeamos por el simple hecho de vivir; no otra la condición humana, sino avecinada en el caos. Una forma visual, o sea, forma fílmica; es decir, puro cine.


En ese sentido casi sobra apuntar que lo psicoanalítico en Marnie es anécdota, no hilván primordial de la urdimbre de la película, pero tampoco se entiende que, ya de hacer tanto hincapié en ello tantos que ningunearon la película en su día, no cayeran en la cuenta de que ese barco ominoso del telón pintado -y tan ridiculizado- que cierra la calle donde se ubica la casa de la madre de Marnie -la casa de su traumática infancia- no era un mero decorado sino una proyección -expresionista- de la memoria herida de una niña, tan expresionista como otros síntomas, los relámpagos o el color rojo. En el fondo, lo que se le reprochaba a Hitchcock era que se sintiera tan libre como para usar semejantes procedimientos, y que jugara hasta ese punto con la credibilidad del espectador. Dicho de otra forma, en el mejor de los casos, se censuraba en Hitchcock su libertad como artista; en el peor, se le tachaba sin reparo de viejo chocho.


Pero el anhelo de lo inalcanzable deviene quizá el asunto cardinal que se ventila en Marnie, justo lo que se ventila en la memorable escena de la violación que se negaba a escribir Evan Hunter y que, desde la primera vez que Hitchcock le habló de ella, Jay Presson Allen supo que era la razón última de rodar Marnie.


Justo lo que cifra el asedio de Mark (como el de Hitchcock a Tippi Hedren); justo lo que dota a la película de una complejidad emocional -el amor como caza y cura, posesión y repulsión, muerte y liberación- que había perturbado tanto a aquel niño que la vio en la casa del río, una complejidad que iluminaron un Robin Wood o un -injustamente olvidado- José María Carreño, escritores de cine que entendían la crítica como un arte de amar (el cine).


En 2002, Robin Wood publicó la última edición revisada de su libro El cine de Hitchcock (la primera databa de 1965, aquí la leímos con fruición, traducida por José Luis González, en la edición mejicana de Era, de 1968). No leí esa última edición, sólo reseñas, y por ellas supe que incluye un nuevo capítulo sobre Marnie que lleva por título ¿Tú Freud, yo Jane?: "Marnie" revisitada, donde destila una devoción aún más ardiente por la película que fue de los pocos en saber mirar -y admirar- (y enseñarnos a mirar y llevarnos a admirar) en su momento. Y fue Marnie la película que inspiró una de las más bellas derivas críticas de quien en su día había reconfortado a Hitchcok cuando más lo necesitaba.


Hace treinta años Truffaut escribió uno de sus últimos textos: el capítulo 16 de la edición definitiva de El cine según Hitchcock. Estaba muy enfermo y la escritura le resultó penosa. En ese capítulo, se refiere a Marnie como un amargo fracaso, pero también como una obra apasionante... una de esas grandes películas enfermas. Y entonces abre un paréntesis -son sus palabras- para definir lo que él llama una gran película enferma:

No es otra cosa que una obra maestra abortada, una empresa ambiciosa que ha sufrido errores en su desarrollo: un buen guión imposible de rodar, un reparto inadecuado, un rodaje envenenado por el odio o cegado por el amor, una gran distancia entre la intención y la ejecución, un estancamiento solapado o una exaltación engañosa. Esta noción de una "gran película enferma" sólo puede aplicarse, evidentemente, a directores muy buenos, a los que han demostrado en otras circunstancias que podían rozar la perfección.

Ahora el paréntesis lo abre uno. Truffaut confiesa que la cinefilia propicia que prefiramos a veces, justamente, la gran película enferma de un director a su obra maestra indiscutible. No sólo eso, yo diría que es lo propio de la cinefilia preferir las películas heridas, por lo que sea, a las películas perfectas de los cineastas que amamos. Por eso amamos tanto a Nicholas Ray, un cineasta con tantas películas enfermitas, tan ardientes, trémulas y conmovedoras; como Amarga victoria, pongamos por caso. La cinefilia cuajó en el aquel de dar la batalla por esas grandes películas enfermas, una feliz y bella noción de Truffaut, que sigue:

Si se acepta la idea de que una ejecución perfecta conduce con mucha frecuencia a disimular las intenciones, se admitirá que las "grandes películas enfermas" muestran más crudamente su razón de ser. Observemos también que, si la obra maestra no siempre es de las que hacen vibrar, la “gran película enferma” a menudo sí lo es.

En efecto, y es esa cualidad convulsa la que aviva su defensa ferviente, la vindicación empedernida; en fin, el arrebato cinéfilo, que transfigura una película imperfecta -o fallida, si se quiere- en un filme de culto. Y Truffaut abrocha entonces su párrafo memorable:

“La gran película enferma” sufre habitualmente un exceso de sinceridad, lo que, paradójicamente, hace que se vuelva  más clara para los entendidos y más oscura para el público acostumbrado a tragarse mezclas cuya dosificación favorece más la astucia que la confesión directa.


Truffaut estaba convencido de que Hitchcock ya no fue el mismo después de Marnie, quizá un filme demasiado en carne viva (en un sentido artístico) y demasiado desnudo (en un sentido moral), por eso merece figurar con mayúsculas en esa extraña categoría -son palabras de Truffaut- de las grandes películas enfermas. Poco después de rodar Marnie, perdió a dos de sus más íntimos colaboradores: primero, Robert Burks, su director de fotografía desde Extraños en un tren, y luego George Tomasini, su montador desde La ventana indiscreta, murieron prematuramente. Hitchcock se iba quedando cada vez más solo.


En alguna entrevista hacia el final de su vida le escuché decir a Robin Wood que si no te gusta "Marnie", no creo que te guste el cine de Hitchcock; y diría más, si no amas una película como "Marnie", es que no amas el cine. Yo no diría tanto, pero sí que Marnie es puro Hitchcok, un cineasta tan fervorosa y fílmicamente enfermo como siempre, sólo que esta vez menos pudoroso; o sea, quizá por última vez, más Hitchcock que nunca. Aunque quién sabe si, de leer algo como esto a propósito de su Marnie, no nos diría, como ella a Mark, ¿Tú Freud, yo Jane?