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28/6/09

La infancia recuperada


Cartel de La fortaleza escondida

Hay películas cuyo encanto puede medirse por la capacidad de recobrar el niño que sobrevive en uno, aun en la gravedad -¿inevitable?- de la atmósfera de recogimiento de una filmoteca durante la proyección de una obra maestra, de la obra de un maestro del cine. Pero ese niño que sobrevive en uno, por la gracia de la pantalla, asoma y se manifiesta insolente, sin vergüenza, con descaro. Y alegría. Como un príncipe que recuperara, tras un largo exilio, un reino perdido. Una de esas contadas películas es La fortaleza escondida de Akira Kurosawa.

Después de Trono de sangre y Los bajos fondos el cuerpo le pedía a Kurosawa algo ligero, una película de aventuras emocionante, perfumada con humor y fantasía. Mientras rodaba Los bajos fondos, Ryuzo Kikushima escribía una historia a partir de una verdadera fortaleza escondida en la prefectura de Yamanishi donde había crecido. Kurosawa se reunió con Kikushima, y los habituales Hideo Oguni y Shinobu Hashimoto para escribir el guión de La fortaleza escondida. Ya comentamos en la entrada anterior cuál era el método de trabajo que empleaban y cómo se sentaban sobre las piernas cruzadas a una mesa baja y larga. Sólo que esta vez el método empleado fue diferente. Para Oguni, "era una película de estilo occidental". Basta comparar La fortaleza escondida con la película de Lucas que -valga el eufemismo- inspiró, La guerra de las galaxias, para darse cuenta de la distancia sideral -nunca mejor dicho- entre una y otra, más allá de -en palabras de Santos Zunzunegui- buena parte del esqueleto narrativo. Así que pongamos entre paréntesis, al menos, lo de occidental, quizá Oguni se refería a la actitud con que se abordó el trabajo de escritura, como un juego de construcción o una escritura como juego. O porque tenían entre manos una gozosa comedia de aventuras.

Kurosawa contó que cada mañana creaba una situación sin salida para la princesa Yukihime y el general Rokurota Makabe. A partir de ese problema argumental, Kikushima, Oguni y Hashimoto trataban de encontrar una solución, o sea, buscaban desesperadamente la forma de sacar el elefante de la bañera donde lo había metido el sensei. Y así día tras día hasta acabar el guión de La fortaleza escondida: el viaje de una princesa exiliada, custodiada por un guerrero, una dama de honor y dos campesinos cobardes y avariciosos -Matashichi y Tahei- por todo séquito, transportando lingotes de oro -el tesoro de la dinastía- enmascarados en haces de leña, a través de una frontera plagada de amenazas y enemigos, para recuperar el reino perdido; un viaje en el que espacio y tiempo se transforman en dimensiones del peligro y en medida del drama, una trama que representa ambién un itinerario espiritual: el camino a través del que la princesa descubre la vida, el reino terrenal, el mundo real. Pero los guionistas no sólo crearon una trama de aventuras, digamos seminal, a partir de un modelo canónico, sino que pusieron especial cuidado -y talento- en la vertiente cómica de la historia a través de la composición hilarantemente humana de Matashichi y Tahei de resonancias shakespearianas.

Akira Kurosawa

En 1958 Japón había adoptado el formato scope -la pantalla panorámica anamórfica-, la pantalla ancha, de una manera mucho más generalizada que Hollywood y lo rodaba casi todo en este sistema; sobra decir que Ozu nunca adoptó el nuevo formato. Kurosawa estaba deseando dirigir una película en scope y La fortaleza escondida fue la primera, de ahí en adelante adoptó el formato ancho que acentuaba el dinamismo y la energía del movimiento que caracterizaba la composición visual de sus filmes precedentes. Pero antes de plantar la cámara Kurosawa debía resolver un problema de casting.

Cartel de
La fortaleza escondida

Tenía que elegir a una actriz que encarnara a la princesa. En la productora Toho podía hacerlo entre muchas jóvenes y hermosas actrices, pero Kurosawa insistió en que debía ser una actriz sin experiencia, con dignidad de princesa y con la intensidad de la hija de un samurai. Cientos de chicas hicieron pruebas para el papel. Las rechazó a todas. La Toho puso en alerta a su organización en todo el país y al final encontraron a una joven de veinte años, Misa Uehara. Kurosawa quedó fascinado por sus "ojos milagrosos" y -recuerda la actriz- decidió "pintar" el rostro de la princesa tomando como modelo una máscara Nô: el maquillaje se creó usando un libro sobre el teatro Nô que el director había encontrado durante sus investigaciones. Le dieron clases de equitación y Kurosawa la puso en manos de Eiko Miyoshi, la veterana actriz que interpretaba a la dama de honor de la princesa, para que ensayara con ella.


Makabe (Toshiro Mifune), Tahei (Minoru Chiaki)
y Matashichi (Kamatari Fujiwara) en
La fortaleza escondida

Para los papeles cómicos Kurosawa eligió a dos viejos conocidos como Minoru Chiaki (Tahei) y Kamatari Fujiwara (Matashichi) y para el general Rokurota Makabe a -¡cómo no!- Toshiro Mifune. La comicidad de Tahei y Matashichi resalta especialmente con la impavidez del general, un Mifune contenido (¡qué contraste con la composición de Los siete samurais!), que nunca interfiere en el despliegue de unos bufones encantadores que siempre se mantienen en el centro de la historia. Kurosawa y sus guionistas, al convertir a Tahei y Matashichi en los personajes principales de La fortaleza escondida, no ponen patas arriba un género perfectamente codificado pero sí abren una brecha por la que se cuelan aires renovadores y, sobre todo, adoptan una mirada humanista y humanizadora -desde 'los de abajo'- al viaje del héroe que constituye la espina dorsal de una película de aventuras.

El rodaje empezó el 27 de mayo de 1958 en Arima, en la prefectura de Hyogo, y el 1 de agosto se trasladaron a Gotemba, a 10 km., al oeste de Tokio, donde tenía previsto acabar a finales de mes. Pero tres tifones arrasaron los árboles y tuvieron que cambiar de lugar tres veces. Kurosawa y los elementos se perseguían con tesón. El rodaje acabó el 11 de diciembre y las últimas escenas del palacio se rodaron en el plató abierto de Toho. El 23 de diciembre Kurosawa terminó la postproducción y la productora pudo estrenar La fortaleza escondida el día de los Santos Inocentes.

La adopción del formato scope le permitió a Kurosawa ahondar en la exploración de las tomas largas y rentabilizar al máximo el corte, enfatizar el fuera de campo mediante miradas de temor y/o alarma hacia los bordes del encuadre, especialmente en una película donde los personajes vivían bajo la permanente amenaza de los enemigos de la princesa, un efecto que se conjuga con las cortinillas laterales que puntúan las elipsis al final de las escenas; trabajar con las asimetrías en la composición para comunicar el desequilibrio de los personajes, tensar el plano mediante líneas oblicuas contrapuestas y los movimientos diagonales de los personajes en la superficie de la pantalla, sacar el máximo partido a las rasantes horizontales -el horizonte como amenaza presentida- cerca del borde superior; conciliar la profundidad y la planitud en el curso de la película, la represa de la acción y su estallido, visualizar el aislamiento y la claustrofobia, y desplegar en todo su esplendor la caligrafía de los cuatro elementos. Una búsqueda formal en la que La fortaleza escondida representa una admirable cristalización. Basta recordar ese camino pedregoso por el que ascienden Tahei y Matashichi en las que las líneas oblicuas atraviesan el encuadre con un vigor inusitado; el poderoso despliegue de energía en movimiento de la cabalgada del general con la espada en ristre; los efectos de luz de luna que se reflejan en los estandartes de los soldados; la cascada en la que se esconde la princesa, el abrigo de los huidos bajo la lluvia o la fiesta del fuego donde la naturaleza y los elementos no sólo se alían con los personajes sino que constituyen el detonante de memorables revelaciones; y cómo no recordar las escenas de la revuelta de los esclavos donde Kurosawa y su director de fotografía Kazuo Yamasaki usan la pantalla ancha con una riqueza de detalles y un empuje narrativo de virtuosos. Cabe subrayar la aportación que supone la música de Masaru Sato, discípulo de Fumio Hasayaka -el autor de la música de Los siete samurais-, que dialoga con el relato visual potenciando las líneas de acción al tiempo de descubre, a veces de forma abrupta y otras de forma lírica, tonalidades silenciadas en el corazón de las imágenes, en las nacientes de la mirada de Kurosawa.

Cuando vi La fortaleza escondida ya había dejado atrás la infancia. Experimenté entonces un sentimiento contradictorio, pena por no haberla disfrutado de niño y gozo por haberme permitido comprobar que ese niño seguía vivo. Cada vez que vuelvo a verla no puedo evitar una sensación de melancolía, como el perfume de un tiempo perdido que se cifraba en la sala oscura de un cine de pueblo, a salvo de las ruinas de la Historia. Y como aquel precioso libro de Fernando Savater, La fortaleza escondida me transporta a lugar que no existe más que en la memoria de una pérdida, la infancia recuperada.

10/3/09

El errante W. B.


El hombre a la derecha de la fotografía que, inclinado sobre los libros, toma notas, totalmente concentrado en el estudio, retirado a un pozo profundo de la conciencia, es Walter Benjamin. El lugar, la Biblioteca Nacional de París, que desde 1933 se ha convertido para un judío alemán exiliado como él en su verdadero hogar. La fecha, 1939, la medianoche del siglo (*). La autora de la fotografía, Gisèle Freund, exiliada también, fotógrafa amiga suya que, cuando la Biblioteca cierra, lo acompaña al café de la esquina y juegan una partida de ajedrez.


Gisèle Freund

Benjamin trabaja en una obra inacabable de más de mil páginas, su verdadero work in progress, que se conoce con el título de Libro de los pasajes y en la que se afana desde hace doce años. Resiste en la barricada de los libros cuando los que lo querían le instaban a irse cuanto antes de Europa, pero él pensaba que aún había aquí trincheras que defender. Esta foto tiene setenta años. Es la foto de un hombre que lee, piensa, escribe. Y el mundo ya ha empezado a derrumbarse a su alrededor. El tiempo de W. B. se acaba. El tiempo de sus textos aún no ha empezado.

A esas alturas de 1939, ese hombre tiene cuarenta y siete años, apenas cuenta con recursos para ir tirando si no fuera por la ayuda de unos pocos amigos que le insisten en que debe marcharse cuanto antes –a Londres, a Palestina, a Nueva York- y ya ha escrito algunos de los textos más relevantes del siglo XX, El arte en la era de su reproductibilidad técnica, por ejemplo, y El narrador, mi texto favorito de Benjamin. Fue lo primero que conocí de él, comentado y profusamente citado por Fernando Savater en el prólogo a La infancia recuperada, un libro que leí con fruición allá por 1978.


Diez años después pude leer el texto de Benjamin contenido en un libro, con otros ensayos suyos sobre Kafka –uno de los escritores sobre el que volverá una y otra vez-, Proust o Baudelaire, que encontré en un puesto callejero junto a la playa de Estepona el 2 de agosto de 1988, apunté la fecha y todo. El libro se titulaba Sobre el programa de la filosofía futura, un volumen de una colección de quiosco con “obras maestras del pensamiento contemporáneo”. ¡Hay que ver!

Empecé a leerlo bajo unas palmeras del paseo mientras mi mujer y mi hijo se aliviaban en el mar del fuego de aquel agosto en el sur. A medida que leía hasta la atmósfera candente se volvió benigna. Los textos de Benjamin me han acompañado durante treinta años, los releo con frecuencia -un fragmento, una página a veces, es suficiente- y descubro otros nuevos, como las Cartas de la época de Ibiza, editadas por Pre-Textos, que leo estos días.

Walter Benjamin fue un niño enfermo que por las noches aguardaba las caricias de su madre, el preludio de las manos a la bendición de los labios, las historias que le contaba junto a la cabecera de su cama. La voz de la madre se derramaba sobre el terreno fértil de una imaginación febril. La semilla de un encanto que germinaría durante cuarenta años.

Fue también filósofo, poeta, coleccionista (de viejos libros infantiles, de viejos juguetes, de cartas autógrafas –estudioso también de la correspondencia epistolar y autor de una copiosa correspondencia él mismo-), aficionado al ajedrez, guionista y locutor de radio –escribió y leyó, por ejemplo, un hermoso relato sobre el terremoto de Lisboa de 1755-, articulista, conversador fascinante, comunista, narrador, viajero, ensayista y aspiró a convertirse en el mayor crítico literario de Alemania. Le gustaban las fotografías, el cine (sobre todo las películas de Adolphe Menjou), los emblemas –todas las imágenes le interesaban sobremanera: “la mirada es el poso del hombre” escribió en Dirección única-, las novelas de Simenon y de Stendhal –“La cartuja de Parma…apenas hay algo más bello”- , y los viajes, en particular el Mediterráneo.

Cuando tenía treinta años abandonó la pretensión de un pensamiento filosófico orientado hacia un sistema y se inclinó por una metodología que casa mejor con su propio carácter, un pensamiento orientado hacia el comentario que se convirtió en la matriz hermenéutica de sus ensayos, de textura casi talmúdica. Todo empezó con su trabajo sobre Las afinidades electivas de Goethe, allá por 1922. Por aquel tiempo se ganó la fama de escritor incomprensible. Su escritura profética se había anticipado demasiado a sus contemporáneos. Él no lo sabía pero ya hablaba para una posteridad que no llegaría a conocer.

Walter Benjamin era un ser excéntrico, singular y propenso a la desdicha, atraía sobre él la mala suerte y la desgracia se convirtió en su compañera inseparable. Indeciso, vacilante hasta límites de extrema tensión –su verdadera naturaleza-, pero con una asombrosa capacidad de concentración incluso en las situaciones más agónicas. Guardaba en él un pozo secreto de profunda serenidad. Era un romántico incurable.

En la primavera de 1924 conoce a Asja Lacis, una bolchevique lituana, durante un viaje a Capri. Se enamora perdidamente y se convierte en un comunista perpetuamente escindido, él que era el ser menos disciplinado, metódico, sistemático, ortodoxo y dogmático del mundo. No fue ajena a la decantación por el comunismo su amistad con Bertolt Brecht.


Bertolt Brecht

Hasta que en 1936 se entera de los procesos de Moscú y confiesa, perplejo, que no entiende nada, y en 1939, cuando se produce el pacto de los bolcheviques con los nazis, lo vivirá como una traición a los ideales revolucionarios en los que había cifrado la esperanza de interrumpir el curso inexorable –la continuidad perversa- de la historia hacia la catástrofe de la humanidad.

Y responderá a esa debacle en 1940 con uno de los textos más enigmáticos y pregnantes –permítaseme el neologismo- que se hayan escrito nunca, las tesis Sobre el concepto de historia, un texto, diríase mesiánico, que puede considerarse su testamento, más que intelectual, vital. Toda su vida conducía hacia la escritura de unas tesis –su cita secreta con la historia- que, como el Talmud, se comenta incesantemente y que se consideran uno de los textos filosóficos más importante del siglo XX.

Pero no anticipemos acontecimientos. Cuenta su amigo Scholem que a finales de 1930, Benjamin se mudó a un apartamento en Wilmersdorf (Berlín), una vivienda que le cedió la pintora Eva Boy. Disponía de una gran habitación de trabajo, en la que encontraron acomodo los dos mil volúmenes con que a la sazón contaba su biblioteca, así como el Angelus Novus de Paul Klee, un dibujo que le había costado 1.000 marcos y que tanta significación tenía para él –basta leer sus tesis sobre la historia-. Fue ésta la última vez que había conseguido reunir todo cuanto poseía.

Angelus Novus de Paul Klee

En la primavera, había solicitado el divorcio de Dora, su mujer, con la que tenía un hijo, Stefan. Tenía intención de casarse con Asja Lacis, pero éste, como tantos otros planes –el de irse a Palestina, por ejemplo-, el tiempo, la encrucijada histórica y su incompetencia emocional -es un desastre con la mujeres: Dora, Asja, Jula, Olga…, con todas quiso casarse, pero también con las cosas menudas de la existencia-, lo acabaron por frustrar. Su amada bolchevique lituana será una de las víctimas de la represión estalinista y no sabemos si Benjamin llegó a saberlo o siquiera a sospecharlo.

A partir de 1933, con el ascenso del nazismo al poder, Walter Benjamin se convierte en un exiliado. Y el primer lugar donde recala es Ibiza donde ya había estado el año anterior. La isla, donde llevaba una vida muy austera –los lugareños lo consideraban un pobre- representaba un destino suficientemente barato para sus exiguos recursos. Allí se convierte en narrador. Escribe unos relatos en los que trata de recuperar el encanto de las viejas historias, aquéllas que su madre derramaba a la cabecera de su cama de niño enfermo, rescatar la atmósfera de una narración donde late la cadencia –y la cadena- de la transmisión oral –nunca se recuperaría de la voz de su madre-. Uno de los temas teóricos que lo tuvo ocupado precisamente en Ibiza fue el de la narración tradicional, un relato basado en la memoria de los marineros, de los artesanos y de los campesinos, en las labores domésticas compartidas y en el ambiente de las viejas casas donde la gente muere en su propia cama.

Unas historias que Benjamin consideraba una de las pérdidas irreparables de la modernidad. He ahí uno de los temas de las Cartas de la época de Ibiza, unas reflexiones que acabarán cuajando tres años después en El narrador. La lectura de estas cartas representa para mí la clausura de un círculo que había empezado a trazar hace treinta años con un texto iluminador, elegíaco, tristemente hermoso, obra de un escritor, una de cuyas pasiones era catalogar las pérdidas sobre las que se erguía despiadado el siglo XX. En 1936, escribirá en El narrador:

…el arte de narrar concluye. Cada vez es más raro encontrar gente que sepa contar bien algo (…) Es como si una capacidad, que nos parecía inextinguible, la más segura entre las seguras, de pronto nos fuera sustraída. A saber, la capacidad de intercambiar experiencias.

Una causa de ese fenómeno es evidente: la experiencia está en trance de desaparecer. 

La experiencia que corre de boca en boca es la fuente en la que han abrevado todos los narradores. Y entre ellos, los que han escrito relatos, los más grandes son aquellos cuyos textos se distinguen menos del contar de muchos narradores anónimos.

Relatar historias es el arte de saber seguir contándolas, y se pierde cuando las historias dejan de ser memorizadas. Se pierde porque ya no se hila ni se teje en el telar, mientras se las escucha. Cuanto más olvidado de sí mismo esté el oyente, tanto más profundamente se acuñará lo oído en él. Si se encuentra sujeto al ritmo de un trabajo, presta oídos a la historia de tal manera que luego adquiere de por sí el arte de volver a relatarlo. Así, pues, está tejida la red de donde proviene el don del narrador. Esa red se desata hoy por todos los cabos, mientras que durante milenios fue una y otra vez anudada en el círculo en que se cumplía un trabajo artesanal. (…) El hombre de hoy ya no trabaja sino en aquello que puede hacerse más rápido.

En realidad sucedió que el hombre de hoy logró inclusive abreviar el relato. Tenemos la evolución de la short story, del cuento, que se ha desprendido de la tradición oral y que ya no permite esa lenta acumulación de capas finísimas y transparentes que es la metáfora más adecuada para referirse al modo en que la narración perfecta aparece como estratificación de los relatos de muchas noches.

Recuerdo que nada podía irritar más a mi hijo, a las puertas de la adolescencia, que le recordara una frase de El narrador donde Benjamin asegura que el aburrimiento en las sociedades campesinas –tan disímil del aburrimiento en las ciudades modernas- representa el nido donde aletea el pájaro de la fantasía. El aburrimiento del eterno ciclo agrícola era el engranaje de esos viejos cuentos que se narran noche tras noche en el “fiadeiro” interminable de los trabajos y los días.

Tras la época de Ibiza llegó la época de París, que mejor sería decir la de la Biblioteca Nacional donde se entregó a sus Pasajes, a su Baudelaire, a sus iluminaciones. Lo primero que pierde un intelectual exiliado es su biblioteca. Benjamin busca en el fragmento la imagen que condensa la totalidad. Para él una cita -las atesoraba- representaba un impulso para la reflexión, necesitaba el texto ajeno, la relación íntima con el otro para estimular su propia escritura. Cuentan que Benjamín era encantador, tanto que las mujeres no veían en él a un hombre, a un sujeto con interés sexual –en esa esfera resultaba invisible, otra de sus desgracias-, sino a un conversador fascinante –causa de tantos malentendidos-. Como escritor, señala Beatriz Sarlo, esa cualidad dialógica lo empuja hacia la cita, esa amistad con la escritura ajena, que es a la vez un reconocimiento, una competencia y un combate.

Durante el verano de 1938, que pasó en Skovsbostrand, una aldea de pescadores cerca de Copenhague , Benjamín solía entrar en la habitación de Stefan, hijo de Bertolt Brecht -se llamaba como el de W. B.-, para inspeccionar el mapa de Nueva York y seguir el recorrido de Riverside Drive, la avenida que bordea el río Hudson sobre el lado oeste de la isla de Manhattan. Se lo cuenta a Adorno en una carta donde le informa de sus dificultades económicas, las de su ex-mujer, Dora, de su hijo, la enfermedad de su hermana Dora… Su hermano, Georg, médico comunista, había sido detenido y encarcelado y morirá en Mauthaussen. En casa de Brecht, sentado a una inmensa y pesada mesa en un desván desde donde miraba el mar y el bosque cercanos, Benjamin trabajó en paz (¡!) por última vez.

Cuaderno de notas de Walter Benjamin

Pensando en Proust, Benjamín escribió estas líneas que se refieren también a él mismo: Quien alguna vez comenzó a abrir el abanico de la memoria no alcanza jamás el fin de sus segmentos; ninguna imagen lo satisface, porque ha descubierto que puede desplegarse y que la verdad reside entre sus pliegues. Percibía que la verdad vive en los detalles y la originalidad de Benjamín se manifiesta en este trabajo de atrapar lo verdaderamente significativo en lo pequeño y lo trivial, en los objetos banales que, precisamente, son aquellos que exigen la mirada más detallista. En estos recorridos que inventa en las ciudades -Berlín, Moscú, París-, Benjamín alcanza la iluminación profana en el aquel de acercar dos cosas, dos imágenes distantes –una próxima, la otra remota-; una forma secular, material, de revelarse la verdad. Un método cuya herramienta irrenunciable es la memoria. El arte, como escenario privilegiado de este saber, lleva las marcas del pasado, de la explotación y del dolor; y anuncia el futuro. Pero no hay síntesis sino conflicto: la forma de su verdad es la contradicción.


El 11 enero de 1940, después de pasar unos meses en el campo de concentración de Nevers (como tantos refugiados alemanes), renueva el carnet de lector de la Biblioteca Nacional de París, su lugar de trabajo, su último refugio. Le escribe a Gretel Adorno –su amiga le insta a irse ya, sin más demoras- que el estudio sobre la memoria –otro de sus temas recurrentes- y el olvido le llevará mucho tiempo. Las tesis Sobre el concepto de la historia vienen de muy hondo y de muy lejos. Benjamin, paseante solitario –así se veía-, llevaba veinte años rumiando su contenido.

Pero su sueño era escribir una historia crítica de la modernidad, a ello iban destinados los materiales recogidos en el Libro de los pasajes. Había escrito en París: “Una imagen es el lugar donde el antaño se encuentra con el ahora, en una fulguración, para formar una constelación nueva”. Nada puede cifrar mejor el método que Benjamin aplica a esa filosofía materialista de la sociedad que indaga en el aburrimiento –uno de sus temas predilectos- como experiencia del tiempo del hombre alienado, en las ciudades como depósitos de la historia cuyos rastros pueden ser leídos como si de un libro se tratara si se encuentra el código adecuado. He ahí el proyecto benjaminiano que imaginaba vacuna contra todas las ortodoxias. Al fin y al cabo, el filósofo es un paseante que sabe asombrarse ante situaciones que para el resto de los mortales forman parte del paisaje.


A mediados de junio de 1940, poco antes de que los alemanes ocuparan París, Benjamin consiguió coger el último tren que dejó la “capital del siglo XIX”, como él la llamó. Cuando se escribe algo así parece que estuviéramos describiendo aquella escena de Casablanca con Rick bajo la lluvia esperando a Ilsa Lundt. Benjamin sabía que nadie vendría a despedirlo, sus únicas posesiones las llevaba en una trasteada cartera negra de cuero: dos camisas, el cepillo de dientes, el Rojo y negro de Stendhal (regalo de su amiga Adrienne Monnier, que movió los hilos para sacarlo del campo de concentración de Nevers) y su manuscrito de las tesis Sobre el concepto de historia. Le había confiado los materiales de El libro de los pasajes y el Angelus Novus -su más valiosa, por no decir única, posesión- a Georges Bataille que los ocultó en la Biblioteca Nacional. 


El último viaje de W. B.

Con 48 años y la salud resentida (padecía del corazón y era asmático), Walter Benjamin cruza la frontera española el 25 de septiembre por la ruta Líster, guiado por Lisa Fittko y en compañía de un grupo de perseguidos. Su objetivo era llegar a Lisboa y desde allí en barco a Nueva York. El matrimonio Adorno lo espera en un apartamento sobre el Hudson. Cargaba con su cartera negra de cuero de la que no quería separase por nada del mundo, había que salvar el manuscrito: era más importante que él mismo, le dijo a Lisa Fittko. Cuando llegan a Portbou se encuentran la frontera cerrada. En la aduana les advierten que al día siguiente los devolverán a Francia. 

Benjamin pasa la noche en un hostal. Ante la perspectiva de caer en manos de la Gestapo, el día 26 decide suicidarse con tabletas de morfina. Lo enterraron en el cementerio de Portbou. Según Lisa Fittko, los aduaneros españoles, tras el incidente, decidieron hacer la vista gorda y dejar que los compañeros de Benjamin prosiguieran el viaje.

Me dicen que, adelantándote a los verdugos,
has levantado la mano contra ti mismo.
Ocho años desterrado,
observando el ascenso del enemigo,
empujado finalmente a una frontera incruzable,
has cruzado, me dicen, otra que sí es cruzable.
Imperios se derrumban. Los jefes de pandilla
se pasean como hombres de estado. Los pueblos
se han vuelto invisibles bajo sus armamentos.
Así el futuro está en tinieblas, y débiles
las fuerzas del bien. Tú veías todo esto
cuando destruiste el cuerpo destinado a la tortura.
Bertolt Brecht (1940)

Después de 1945, los restos de Benjamin fueron retirados del nicho que ocupaba y los depositaron en el osario común.

Su cartera negra, de la que no quería separarse, con el manuscrito, más importante que él mismo, nunca fue encontrada.

En un hermoso cementerio frente al Mediterráneo, revueltos con tantos otros huesos yacen los del paseante solitario, Walter Benjamin.

Os dejó aquí la segunda de las tesis Sobre el concepto de la historia a la que siempre me he referido con el título de La cita secreta.

"Entre las peculiaridades más dignas de mención del temple humano", dice Lotz, "cuenta, además de tanto egoísmo particular, la general falta de envidia del presente respecto a su futuro". Esta reflexión nos lleva a pensar que la imagen de felicidad que albergamos se halla enteramente teñida por el tiempo en el que de una vez por todas nos ha relegado el decurso de nuestra existencia. La felicidad que podría despertar nuestra envidia existe sólo en el aire que hemos respirado, entre los hombres con los que hubiésemos podido hablar, entre las mujeres que hubiesen podido entregársenos. Con otras palabras, en la representación de la felicidad vibra inalienablemente la de redención. Y lo mismo ocurre con la representación de pasado, del cual hace la historia asunto suyo. El pasado lleva consigo un índice temporal mediante el cual queda remitido a la redención. Existe una cita secreta entre las generaciones que fueron y la nuestra. Y como a cada generación que vivió antes que nosotros, nos ha sido dada una flaca fuerza mesiánica sobre la que el pasado exige derechos. No se debe despachar esta exigencia a la ligera. Algo sabe de ello el materialismo histórico.

Apenas una cita del testamento de Walter Benjamin, su legado en medio de la catástrofe, una última trinchera de luminosa resistencia, una luz que quiso mantener viva entre sus manos hasta el último instante, para alumbrar una frágil pero imperecedera esperanza en un mundo sumido en la negra sombra.

La última voluntad del errante W. B.


(*) La fotografía de Gisèle Freund con Walter Benjamin en la Biblioteca Nacional de París la he visto fechada en diciembre de 1936, en abril -o en primavera- de 1937, y en 1939. Quizá predominan las fuentes que la fechan en 1937, pero me resultan más fiables aquellas que la datan en 1939... En fin, supongamos que Gisèle Freund retrató a Walter Benjamin en 1939, digamos que a modo de licencia poética.

4/2/09

Los filósofos van al cine



La cinefilia es esa sana enfermedad cuyo síntoma es creer que este mundo es ya otro mundo. (Serge Daney)


Ludwig Wittgenstein
Desde luego, Wittgenstein iba al cine a menudo. A partir de 1930 impartió clases en Cambridge. Recibía a un grupo de alumnos en el cuarto que le habían asignado y, sin texto ni notas que consultar, pensaba en voz alta. Las únicas interrupciones que permitía eran sus propios silencios, que no pocas veces duraban toda la sesión, o las preguntas que lanzaba a sus alumnos. Las clases le agotaban. Digamos que dar clase le hartaba. Ya había perdido la paciencia más de una vez en aquella escuela de aldea donde ejerció de maestro, después de la primera guerra mundial. Los padres se quejaron porque les pegaba a los niños. En realidad, lo único que le gustaba era leerles cuentos de hadas. En fin, después de las clases –“agotadoras jornadas filosóficas”, según las describe algún biógrafo- (menos mal que no le tocó trabajar en un instituto como el de La clase, por ejemplo), se refugiaba en alguna sala de cine, se sentaba en la primera fila y se relajaba viendo westerns o comedias musicales, las películas que prefería, cine hollywoodense, en general. Detestaba el cine inglés; llegó a decir que una buena película británica no era una posibilidad siquiera concebible. Las novelas de detectives también representaban otra de sus vías de escape, en ellas encontraba más sabiduría que en las revistas de pensamiento.

Fotograma de El espíritu de la colmena
Si no recuerdo mal, el primer texto de un filósofo –y/o profesor de filosofía- sobre una película que leí fue el dedicado por Savater a El espíritu de la colmena (1973) de Víctor Erice, “Riesgos de la iniciación del espíritu”.

Víctor Erice
Se trataba del prólogo a la edición del guión del filme. Traigo aquí un fragmento que puede resultar ilustrativo del tiempo en que fue escrito –Franco acababa de morir-:

Fotograma de El espíritu de la colmena
La colmena en la que se debate el espíritu de Erice es indudablemente España. Tan absurdo sería descontextualizar la película olvidando este dato -degradándola a inconcreta alegoría- como supeditar todo su significado al peculiar enredo histórico español. El espíritu ama lo concreto, pero saca fuerza de ello para ir más allá de cualquier anécdota; es histórico, da cuenta y se da cuenta de la historia, pero no queda encerrado por ella en su necesidad. Estamos ante un decidido alegato contra el fascismo, cuya verosimilitud estética y ética le hace afortunadamente rebasar el cauce estrictamente político -es decir, estratégico- del antifascismo. Sacudirse el fascismo, imposibilitar su predominio y su rebrote es gran parte del problema hoy en España -escribo estas líneas el último día del año 1975-, pero desde luego no es todo el problema. Pensar lo contrario es peligroso, cómodo y torpe. Una de las maldiciones del totalitarismo es que, bajo él, no puede uno pensar más que en librarse de él, en suprimir sobre todo sus odiosas maneras: su insultante fanfarronería, su mediocridad condecorada, su pedante dogmatismo ideológico, su mojigatería, su corrupción, su ineficaz burocratismo, su injusticia. Pero el problema de la colmena, de lo uno y lo vario, de lo igual y lo distinto, del control, de la producción, de la sujeción a lo necesario, de la muerte, de la imposible fraternidad, de la maldad y la desdicha, los problemas que acongojan y rebelan al monstruo trascienden la siempre meritoria lucha contra el estilo totalitario. Recordar aquellos sin olvidar ésta parece lo más digno de la vocación libertaria de la España actual. 'El espíritu de la colmena' puede acompañarnos estimulantemente si nos sentimos llamados o precipitados a este difícil camino.

Fotograma de El espíritu de la colmena
¿Qué estrecho, rígido y reductor suena, no? Quién diría que escribe sobre una película que habla de los poderes del cine para iluminar el aprendizaje sobre el otro lado de las cosas. El peaje de la historia, mejor dicho de la Historia.

El siguiente texto que leí también pertenecía a Savater. Se lo dedicó a El sur (1982), de Víctor Erice también. Recuerdo que apareció publicado en la desaparecida revista de cine “Casablanca” y se titulaba “¡Qué hermosa es!”. No se trata de textos filosóficos, son textos de cinéfilo, de aficionado al cine. O mejor, con excepción del cine de Erice, los textos de Savater se refieren al cine americano y cuando aparece opinando en algún programa de televisión suele presentar una visión, digamos restringida, respecto a la experiencia cinematográfica. Quizá estoy siendo injusto.
Poco después me sumergí en los escritos sobre cine –“La imagen-tiempo” y “La imagen-movimiento” del filósofo francés Gilles Deleuze, que falleció el año del primer centenario del cine. Dos volúmenes que se han convertido en títulos de referencia de los estudios fílmicos en los que Gilles Deleuze se sitúa en el lugar del cine para reflexionar filosóficamente. El cine como lugar para pensar, desde el que pensar de otra forma. Por esos mismos años, Godard formulará la necesidad de trabajar el filme como forma que piensa. El filósofo francés confrontaba sus reflexiones con las de Henri Bergson –y sus tesis sobre el movimiento- que en fechas tempranas del siglo XX había comprendido la necesidad de pensar la experiencia cinematográfica:
Henri Bergson

La primera vez que vi el cine comprendí que aportaba algo absolutamente nuevo a la filosofía. Nos proporcionaba la capacidad de entender nuestra forma de conocer: de hecho podríamos incluso decir que el cine es, en sí mismo, un modelo de la conciencia. Ir al cine es, por tanto, una auténtica experiencia filosófica.
Con Deleuze me ocurre algo curioso, películas y/o cineastas que él utiliza como ejemplo para tal o cual concepto yo los adjudicaría a otro distinto. Quizá porque el cine tiene un estatus dudoso como lenguaje y se resiste a las taxonomías –la clasificación de las imágenes y de los signos (con la del lógico Peirce como referencia) tal como aparecen en el cine, o de las modulaciones del tiempo y su presentación directa en la pantalla- que ensaya Deleuze. Porque el espacio se experimenta en términos de duración y el tiempo, irremediablemente, se ancla sobre la superficie representada en la pantalla. Tengo aquí al lado los dos volúmenes que leí en 1987. Subrayé párrafos como estos:
¿Cómo construir un espacio cualquiera (en estudios o exteriores)? ¿Cómo extraer un espacio cualquiera de un estado de cosas dado, de un espacio determinado? El primer recurso fue la sombra, las sombras: un espacio llenado con sombras, o cubierto de sombras, se convierte en un espacio cualquiera.
El punto en que la imagen cinematográfica se confronta más estrechamente con la fotografía es aquél en que más radicalmente se distingue de ella. Las naturalezas muertas de Ozu duran, tienen una duración, los diez segundos del jarrón: esa duración del jarrón es precisamente la representación de lo que permanece, a través de la sucesión de los estados cambiantes.

Los estudios sobre cine de Deleuze ampliaron la lista de las películas “imprescindibles” que aún no había visto. Y que tanto costaba ver. Ya habían pasado los setenta, incluso los primeros ochenta cuando se estrenaban con normalidad en las salas de cine de Vigo, Ourense ,Pontevedra o A Coruña, Amarcord (1973) de Fellini, El discreto encanto de la burguesía (1972) de Buñuel, Yo te saludo, María (1984) de Godard o Messidor (1979) de Alain Tanner. Y aquella primera época de la televisión de madrugada en la que programaban clásicos maravillosos en versión original subtitulada –uno no daba abasto a grabar en vídeo- acabó demasiado pronto. De aquella lista de “imprescindibles” aún quedan algunos títulos pendientes –algún título de Dovjenko, de Víctor Sjöstöm, o de Ozu-, pero ¡qué suerte tuvimos los cinéfilos con el invento del dvd!


Fotograma de los créditos de Saul Bass para Vértigo
En mis años de pasión por Hitchcock, representó un auténtico regalo “Lo bello y lo siniestro” del filósofo Eugenio Trías, que contenía un capítulo –“El abismo que sube y se desborda”- dedicado a una de las obras maestras del cineasta, Vértigo (1958) –mi amor por ella sigue intacta-.


Fragmento de un fotograma de Vértigo
Una película sobre la que volvería en “Vértigo y pasión”, donde Trías centra y analiza con hondura a lo largo de casi doscientas páginas el gran tema hitchcockiano que el filme lleva hasta el límite: el amor-pasión atravesado por la pulsión de muerte.



La revista “Trafic”, fundada por Serge Daney en 1992, sigue acogiendo en sus páginas las más recientes aproximaciones al cine desde el campo de la filosofía.

Serge Daney
Es el caso de los trabajos contenidos en "El cine, ¿puede hacernos mejores?" de Stanley Cavell. El pensamiento filosófico de Cavell se nutre del cine, se alimenta de películas; de las comedias clásicas de los 30 y 40, de Bergman, Godard, Rohmer o Jarmush, donde encuentra focos con los que iluminar a Heidegger, Thoreau, Wittgenstein o Descartes. Su pasión filosófica por el cine –y/o viceversa- la explica así:
No concibo la posibilidad de seguir hablando de mi interés por el cine sin permanecer fiel al impulso de filosofar tal como yo lo entiendo. Si no hubiera estado dispuesto a poner lo mejor de mí en ese esfuerzo, no habría abordado la cuestión de saber si la sensibilidad que la filosofía atrae e intriga también es atraída e intrigada por el cine.

Un impulso que lo ha llevado a reflexionar sobre las cuestiones esenciales de la existencia tomando como campo de estudio siete filmes canónicos de la comedia clásica americana –Sucedió una noche (Frank Capra, 1934), La fiera de mi niña (Howard Hawks, 1938) o Las tres noches de Eva (Preston Sturges, 1941)…- en “La búsqueda de la felicidad: la comedia de enredo matrimonial en Hollywood”. Películas que despliegan visiones de la vida cotidiana trufada de errores y desventuras, de malentendidos e infortunios, como una síntesis cómica de la mirada sobre lo ordinario invocada, según Cavell, en las “Investigaciones filosóficas” de Wittgenstein: el deseo de escapar de cuanto podríamos llegar a percibir como los límites de la finitud, el apetito de metafísica.


Lluvia, fotografía de Kiarostami

Un aparte entrañable, cordial y, por qué no, recóndito, merece un librito, de tacto ligeramente rugoso, que me deparó horas felices que, en el fárrago de retrasos y puertas de embarque en algún aeropuerto, volaron como por ensalmo. Se titula “La evidencia el filme. El cine de Abbas Kiarostami”. Su autor, el filósofo francés Jean-Luc Nancy. Desgrana las reflexiones que le sugirió Y la vida continúa (1991), la segunda de las películas de la llamada “trilogía de Kokher” y se cierra con una conversación entre el filósofo y el cineasta. Para alumbrar el centro neurálgico del texto, este fragmento:
La evidencia del cine es la existencia de una mirada a través de la cual un mundo en movimiento sobre sí mismo, sin cielo ni envoltorio, sin punto fijo de amarre o de suspensión, un mundo sacudido por terremotos y atravesado por vientos, puede volver a darse su propia realidad y la verdad de su enigma (que desde luego no es su solución). Por esta razón, el cine de Kiarostami es una meditación metafísica (…) una metafísica cinematográfica, el cine como lugar de la meditación, como su cuerpo y su dominio, como el tener lugar de una relación con el sentido del mundo.

Tengo a mano, esperando, "La fábula cinematográfica. Reflexiones sobre la ficción en el cine", de Jacques Rancière, un filósofo del que conocía "La carta de Ventura", el hermoso texto sobre Juventude em marcha (2006) de Pedro Costa, publicado en el número 61 de "Trafic".



Pedro Costa

En una entrevista le preguntaron por qué un filósofo se interesaba por el cine: “Bueno, no sé si usted lo sabe, pero es que yo soy francés”, le contestó Rancière. Pues sí, los filósofos van al cine, pero los franceses más.