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29/5/16

La llamada de la luz


No es un secreto que tengo mala relación con el cine de Almodóvar. Desde Tacones lejanos (1991). Ya llovió. He visto todas sus películas excepto las dos últimas (creo que veré Julieta cualquier día). Alguna vez llegó a exasperarme hasta el punto de escribir, más que sobre, contra la película que acababa de ver, como casi nunca he hecho (y prefiero no volver a hacer). Quizá ninguna me fastidió tanto como La piel que habito (2011), sobre todo porque le metía mano a una joya que venero (él también), Los ojos sin rostro, de Georges Franju. (Me pasa algo parecido, tampoco es un secreto, con Woody Allen. Y, ay, me empieza a pasar con los Dardenne desde El silencio de Lorna.) El caso es que hace unos día volví a ver Todo sobre mi madre (1999).


No sabría decir por qué razón, quizá porque recordaba de forma vívida cuatro o cinco momentos (el rostro de Marisa Paredes cubriendo la fachada de un teatro, un chaval bajo la lluvia con una libreta en la mano tras la ventanilla de un taxi, un travelling por una franja roja, un túnel de tiempo que desembocaba en Barcelona con Tajabone de Ismäel Lô, un ballet de coches en un descampado de noche...)  y empezaba a pensar que quizá fueran imaginaciones mías.


Pero no, allí seguían en la pantalla, tal cual los recordaba. Y me gustó mucho. Al día siguiente volví a verla con Ángeles. Y nos gustó mucho.


Hay tantas hebras que me tiran, que me tocan, que me tientan en lo más íntimo: madres, padres e hijos; memoria, filiación e identidad; el cine y la escritura; el pasado que no pasa, y pesa; actrices que hacen de actrices... Hasta la dedicatoria: no tengo a Bette Davis en un altar, pero venero a Gena Rowlands y Romy Schneider...


Un viaje en el tiempo, declinado en presente y con centro de gravedad en el pasado, con vuelcos que rondan lo imposible pero que la mirada del cineasta vuelve, no ya imprescindibles, sino inevitables. Una película a corazón abierto pero con un respeto exquisito por las formas (se diría que el propio movimiento interno del filme se ve abrazado por la forma), pespuntada por elipsis que fluyen como respiraderos -que no aliviaderos- de la herida cardinal que sirve de cauce a la escritura fílmica de Todo sobre mi madre.


Para celebrar el reencuentro (¿el primer paso de una reconciliación?) y también por si no hay más, os traigo unas líneas de El mapa, un texto donde Almodóvar explica (o motiva) las razones que le movieron a colocar un Mapa Político de España sobre la cama de Leo y Paco en La flor de mi secreto. Entre otras, pero no menos importante: se quedó sin aquella foto escolar de todos los niños de su generación con la bola del mundo a un lado y detrás el mapa de España.


Cuenta (también) -en los primeros párrafos- la experiencia cardinal en los cines de su infancia:
Nací en una mala época para España, pero muy buena para el cine. Me refiero a los años cincuenta. Tenía muy pocos años cuando pisé por primera vez un cine de pueblo. Se parecía al que sale en alguna secuencia de El espíritu de la colmena, si es que mi memoria no me traiciona y en la película de Erice salía un cine. Con el tiempo he comprobado que el recuerdo que conservo de las películas que me impactaron no suele coincidir con la película original, sino con lo que su visión me provocó.
A aquel primer cine de pueblo, además de la silla, también llevaba conmigo una lata de picón para combatir el frío durante la proyección. Con los años el calor de este improvisado brasero se ha convertido en el paradigma de lo que el cine significaba para mí en esa época.
A los once años, en Extremadura, había un cine en la misma calle del colegio donde estudiaba. En el colegio de los curas intentaban formar mi espíritu, deformándolo con religiosa tenacidad. Afortunadamente, un poco más arriba, en la misma calle, engullido en la butaca del cine, yo me reconciliaba con el mundo, con mi mundo. Un mundo dominado por emociones perversas, del que yo estaba seguro formaba parte. Muy pronto, a los once o doce años, me vi obligado a elegir, y lo hice con esa contundencia propia de la inexperiencia.
Si por ver Johnny Guitar, Picnic, Esplendor en la hierba o La gata sobre el tejado de zinc yo merecía el infierno, no tenía otra alternativa que aceptar semejante castigo. No sabía lo que eran los genes, pero, sin duda, en mi código genético yo llevaba marcado al rojo vivo, como si fuera una res, el estigma del cinéfilo provinciano. No podía evitar ser más sensible a la voz de Tennessee Williams surgiendo de los labios de Liz Taylor, Paul Newman o Marlon Brando, que al susurro pastoso y baboso de mi Director Espiritual. 
Para mí no había duda ni color. La llamada de la luz, proyectada en mis ojos como reflejo de la pantalla de cine, era mucho más fuerte que cualquier otra llamada.

18/1/14

El Señor del Cine


Griffith en Francia, en 1917. 

Hace casi cincuenta años Orson Welles escribió Me encontré con D. W. Griffith una sola vez..., un texto que uno le leía a los alumnos de la EIS de A Coruña en los dos o tres cursos que impartí (también) Historia del Cine, como prólogo del visionado de algunas de sus películas cardinales, para que no olvidarán quién había sido -y quién era y quién es y quién será- el Señor del Cine:

Me encontré con Griffith una sola vez, y no fue un encuentro feliz. Fue en un cóctel, en una tarde lluviosa, en los últimos días del último de los años treinta. Era la edad de oro de Hollywood, pero para el más grande de los directores había sido una década triste y vacía. El cine, que él había virtualmente inventado, se había convertido en el producto -producto único- de la cuarta industria más grande de América, y, en la cadena sin fin de las mastodónticas fábricas cinematográficas, no había sitio para Griffith. Era un exiliado en su propia ciudad, un profeta sin honores, un artesano sin herramientas, un artista sin trabajo. No me extraña que me odiara. Yo, que nada sabía sobre el cine, había conseguido la mayor libertad jamás otorgada en un contrato de Hollywood. Era el contrato que él se merecía. Yo veía que no era demasiado viejo para eso, y no podía criticarle por sentir que yo era demasiado joven.

Estuvimos de pie bajo uno de esos rosáceos árboles de Navidad y apuramos nuestras bebidas mirándonos como a través de un abismo sin esperanza. Yo le amaba y le veneraba, pero él no necesitaba un discípulo. Necesitaba un trabajo. Nunca he odiado realmente a Hollywood a no ser por el trato que dio a Griffith. Ninguna ciudad, ninguna industria, ninguna profesión ni forma de arte deben tanto a un solo hombre. Todo director que le ha seguido no ha hecho más que eso: seguirle. Hizo el primer primer plano y movió la cámara por primera vez. Pero fue más que un padre fundador y un pionero, pues sus obras perduran con sus innovaciones. Las películas de Griffith están hoy mucho menos viejas de lo que estaban hace un cuarto de siglo, cuando bebimos juntos bajo el árbol rosáceo de Navidad y fracasé tan rotundamente en expresarle lo que significa para mí, para todos nosotros. He vuelto a fracasar ahora. Está más allá del tributo.

Griffith (a la dcha.) con su operador Billy Bitzer
en el rodaje de La dos tormentas (1920).

(Cuando Welles rememora a Griffith hace casi diez años que el Señor del Cine filmó su última película para un estudio de Hollywood, donde tampoco nadie quería ya contratarlo.) Cabe señalar dos encuentros cruciales de Griffith para el devenir de la historia del cine: con el operador Billy Bitzer (el primer gran director de fotografía) y con Lillian Gish. No importa que no sea exacto que Griffith fuera el autor del primer primer plano o el primero en mover la cámara. Tanto da. Welles también tiene razón en eso, porque nada fue igual después de que Griffith moviera la cámara o filmara un primer plano de Lillian Gish.

Lirios rotos (1919)

True Heart Susie (1919)

Way Down East (Las dos tormentas, 1920)

(Sternberg filmando a Marlene Dietrich, Rossellini a Ingrid Bergman, Antonioni a Monica Vitti, Godard a Anna Karina, Cassavetes a Gena Rowlands... herederos de Griffith en el aquel de filmar a Lillian Gish.) El cineasta portugués Pedro Costa recordaba en una conversación con Cyril Neyrat unas palabras de Danièle Huillet: Si uno no es capaz de lograr esa alianza de realismo y misterio [la que Griffith conseguía cuando encuadraba un talud, un poste eléctrico y unas vías debajo], es mejor no dedicarse a hacer ninguna imagen. O dicho de otra manera: para Griffith, el realismo en el cine no tenía que ver tanto con la búsqueda de un reflejo de lo real sino con la tentativa de llevarnos hasta el umbral del misterio, donde el cine acaricia lo invisible. Con la memoria de Welles, las palabras de Danièle Huillet quizá le hayan rendido el más bello tributo al Señor del Cine.

17/3/13

Una última película tierna



Hace treinta años por estas fechas Cassavetes reescribía el guión de Love Streams. Un médico le había pronosticado seis meses de vida. No se lo dijo a nadie. Llevaba desde mediados de 1981 buscando financiación para la película, pero no encontraba a quien le motivaran aquellas corrientes de amor. Hasta que en enero de 1983, cuando menos lo esperaba y de la forma más inesperada -cosas de los dioses lares del cine-, los adinerados productores israelíes, Menahem Golan y Yoran Globus -los mandamases de Cannon Pictures-, se interesaron por que Cassavetes hiciera una película para ellos, en una operación de prestigio destinada a librarse del sambenito de productora de películas comerciales de bajo presupuesto, a través de la producción de proyectos artísticos.


Cassavetes les dejó claro desde el primer encuentro que Love Streams no iba a ser una película comercial, pero era la película que quería hacer, que se iba a dejar la piel en ella y sería una peligrosa maravilla. Y llegó a un acuerdo por algo menos de dos millones de dólares (pero exigió trece semanas de rodaje). No era gran cosa para los presupuestos de Hollywood, pero era más del doble de la producción independiente más cara que hubiera rodado Cassavetes hasta entonces. Esta vez todos -actores y técnicos- iban a cobrar, hasta tendrían dinero para pagar las comidas y los bocadillos (aunque seguro que no renunciaron a los espaguetis de Gena Rowlands, todo un ritual familiar en los rodajes de Cassavetes). Y se puso manos a la obra. No tenía un  minuto que perder.


En principio sólo iba a dirigir la película. Los papeles principales los iban a encarnar Gena Rowlands y John Voight, quienes un par de años antes la habían protagonizado en las tablas del Center Theater de Los Ángeles, una sala reformada por Cassavetes -de su propio bolsillo- para trabajar con su propia compañía de repertorio, a partir de textos que le permitieran desarrollar un proceso de experimentación dramática -no concebía el teatro ni el cine de otra manera- y con quienes quisieran apuntarse -y entregarse- a un work in progress sin red. Y gratis: actores, equipo técnico y personal del teatro se unieron a la causa de Cassavetes sólo por la lealtad y la pasión que les inspiraba aquel hombre (y su forma de hacer teatro y cine). Mientras los obreros martillaban en la reforma del local, Cassavetes empezó los ensayos con los actores en una sala trasera. Pero no ensayó sólo una obra. Ensayó tres obras. Eso sí, enhebradas por relaciones temáticas y dramatúrgicas.


La idea era representar cada una en noches consecutivas. Cassavetes ensayaba a diario con tres grupos de actores: una obra de 9,30 a 12,30 de la mañana; otra, de una a cuatro de la tarde; y la tercera, de cinco a ocho. Sobra decir que los libretos se reescribían a medida que se desarrollaban los ensayos. Una de esas obras era Love Streams, con Gena Rowlands -como Sarah- y John Voight -como Robert-, a partir de un texto que escribieron juntos Ted Allan y Cassavetes, basándose en un texto teatral del primero que databa de 1970; aunque según Ted Allan Love Streams era obra casi en su totalidad de Cassavetes. Las obras -y el local reformado- se estrenaron el 8 de mayo de 1981. Se representaban seis días a la semana, con dos funciones nocturnas y una matinal para cada pieza. Los precios de las entradas eran casi simbólicos, para que pudiesen asistir los que realmente lo necesitasen.


No eran obras pulidas, sino montajes experimentales que permitían la exploración y el aprendizaje día a día, noche a noche, transformándose en contacto con el público. Y el público no siempre disfrutaba con aquel teatro nada comercial, que podía resultar a menudo irritante, incómodo, inquietante. Puro desasosiego. Para Cassavetes, lo único garantizado en aquella experiencia era perder dinero. Peter Falk, uno de los actores-cómplices de la familia Cassavetes, y que también se había enrolado en la aventura del Center Theater, comentó -y apenas exageró un poco- que sólo alguien como Cassavetes era capaz de gastarse 200.000 dólares de su bolsillo en una producción que recaudaba 99 dólares por día. En realidad, fueron más de 200.000 dólares, porque esa cantidad se la llevaron las reformas que incluían un nuevo vestíbulo, la taquilla, ampliar el escenario y el patio de butacas, pintar la fachada y la instalación  de un equipo a la última de iluminación y sonido; y no ahorró en los gastos que exigían los montajes de las tres obras.


Desde aquellos meses en el Center Theater, Cassavetes siguió retocando el texto de Love Streams, mientras buscaba financiación para llevarlo a la pantalla, y lo reescribió en profundidad tras cerrar el trato con Cannon. Por lo visto la película es tan distinta de la pieza representada en el Center Theater como ésta respecto al texto original de Ted Allan. Y cuando faltaban dos semanas para el inicio del rodaje -el 16 de mayo de 1983-, John Voight anunció de buenas a primeras que sólo seguía en el proyecto si también dirigía la película. Como no le cumplieron el capricho, se despidió.


A esas alturas, a Cassavetes no le quedó otra opción que hacer también el papel de Robert y compaginarlo con la tarea de dirección. Fue un golpe duro. Le dolió. Al cineasta le encantaba cómo Voight había interpretado el personaje, el humor que destilaba -había estado divertidísimo, grandioso- y ahora tenía que enfocarlo de otra forma. No era un detalle menor que Robert y  Sarah son hermanos (aunque de eso nos enteramos cerca del final de la película), y resulta obvio que John Voight -a diferencia de Cassavetes- tiene un aire con Gena Rowlands. Pero ganamos el tenerlos juntos en la pantalla -a Cassavettes y Gena Rowlands- y esa contigüidad de la vida con el cine -ese contagio mutuo- deviene una experiencia inolvidable.


Todo el cine -todas las películas- de Cassavetes afluyen en las corrientes de Love Streams. En Sarah resuenan la Jeannie de Faces (1968), la Minnie de Minnie and Moskowitz (1971), la Mabel de Una mujer bajo la influencia (1974), la Myrtle de Opening Night (1977) y, aunque no tanto, también la Gloria de Gloria (1980). Y en Robert, el Gus de Maridos (1970) o el Cosmo Vitelli -encarnado por Ben Gazzara- de The Killing of a Chinese Bookie (1976). Hasta  Sarah y Jack Lawson -en la piel de Seymour Cassel-, el matrimonio en trance de divorcio, parecen aquéllos a los que vimos enamorarse y casarse en Minnie and Moskowitz. (Cassavetes le pidió a Seymour Cassel que se peinara igual y se dejara el mismo bigote que entonces.) Y, claro, en Sarah y Robert resuenan los hermanos de Shadows (1959). Love Streams (1984) cobra visos de un Arca de Noé de sus películas, para los tiempos de diluvio que amenazan con aniquilar el cine. Un Arca de Noé tambien la familia, un asunto cardinal en la obra del cineasta.


Love Streams fue la última película de Cassavetes que vimos en un cine en el tiempo de su estreno, en los Alphaville de Madrid, en 1985. No fue su última película, pero como si lo fuera. Como todas sus películas, resulta exasperante, perturbadora, incandescente. Íntima. Radical. De una belleza convulsa. Todo eso. Menos perfecta, eso de ninguna manera. Ni falta que le hacía. A quien salta sin red -decía Godard (que admira el cine de Cassavetes)-, no se le piden cuentas. Love Streams es la película de un cineasta que tenía los días contados. Se equivocaron en los seis meses, vivió seis años. En realidad, tampoco tenía tanta importancia.


Cassavettes vivió como si cada día fuera el último día, como si cada película fuera la última película. O lo que es lo mismo, como si fuera la primera. Por eso cada filme suyo no se parece a ningún otro, salvo en que sólo podía ser puro Cassavetes. O mejor, cada película era un testamento. Love Streams fue el último. Cada momento de su cine deviene un desgarro en el aquel de apresar un movimiento del alma tan candente como fugitivo, y destilado -puesto en forma- de un modo que jamás -nunca jamás- volveremos a ver. Como jamás hemos visto. Una energía hecha plástica. Una emoción cuajada en forma fílmica.


Las formas de Love Streams -iluminadas por Al Ruban (también productor de la película, y hace un pequeño papel)- parecen contagiarse hasta el delirio de la inestabilidad de Sarah y Robert, hasta el punto de abrir pasajes en lo real con las visiones alucinadas que propicia el diluvio en la secuencia final, una descarga emocional donde las corrientes de amor derivan en torrentes -Torrentes de amor, se tituló en Hispanoamérica-. Formas de una película a corazón abierto.


Como Arca de Noé, Love Streams cobija también el último gran papel de la maravillosa Gena Rowlands: cómo olvidar aquella secuencia espléndida cuando Sarah convierte la casa de Robert (la casa de Gena y el cineasta en la realidad, como en otras películas suyas) en un Arca de Noé. Cómo olvidar a Robert -a Cassavetes- en el diluvio, despidiéndose de Sarah -de Gena, de nosotros- al final de Love Streams, en un último adiós.


Cassavetes no estaba seguro de llegar a verla terminada, apenas le guiaba una convicción: Si me muero, ésta será una última película tierna.

1/1/11

Nuestra historia

Persona de Bergman

La cámara de cine suspira por el rostro humano en el aquel de revelar, en palabras de Dreyer, todos los pensamientos, intenciones, placeres y temores que lo han conmovido. El cine suspira por la transparencia del rostro, por desenmascararlo y contemplar el alma.

Ordet de Dreyer

Como escribió Bresson, lo que ningún ojo humano es capaz de atrapar, ningún lápiz, pincel o pluma es capaz de fijar, la cámara lo atrapa sin saber qué es y lo fija con la escrupulosa indiferencia de una máquina.

Mouchette de Bresson

Por eso Jean Epstein imaginaba la posibilidad de que el cine no fuese un arte, sino otra cosa, pero mejor, porque lo que lo distingue es que a través del cuerpo registra el pensamiento, lo amplifica y aun a veces lo crea donde no estaba. La cámara de cine no se limita a rodar, sino que actúa como un microscopio: ve lo invisible.

Deseos humanos de Lang

Kazan lo describía así: penetra, se mete dentro de la gente y se ven los pensamientos más privados y ocultos. Y añadía: He conseguido hacer eso con los actores, he revelado cosas que los propios actores ni siquiera sabían que estaban revelando.

Baby Doll de Kazan

Quizá hubiera sido más justo -y menos arrogante- haberlo expresado así: "he descubierto cosas que ni los actores ni yo sabíamos que estaban revelando"; entre otras cosas porque no podía saberlo -o, por lo menos, estar seguro- hasta que veía la proyección de lo rodado y comprobaba lo que la cámara había revelado. Porque se trata de un descubrimiento imposible de predecir o garantizar. Un milagro.

Una mujer bajo la influencia de Cassavetes

En ese sentido dice Godard  que el cine no es ni un arte ni una técnica, es un misterio. Cuenta Scorsese que un colaborador de John Ford se quejaba de las condiciones climáticas cuando rodaban una película en el desierto y no entendía qué podían rodar allí. ¿Que qué podemos rodar? -respondió Ford-. La cosa más interesante y asombrosa del mundo, un rostro humano.

Wagon Master de John Ford

En Vivre sa vie (1962), vemos un primer plano de Anna Karina -Nana, en el filme- y escuchamos la voz del propio Godard que le cuenta de qué trata El retrato oval de Poe del que ha (hemos) escuchado un fragmento poco antes:

Es nuestra historia: un pintor hace el retrato de su mujer.


Tiene razón Godard. Es nuestra historia (del cine). La que más amamos.

8/9/10

El amor se mueve rapidísimo

John Cassavetes

El cine es un oficio, pero algunos cineastas borran las fronteras entre rodar y vivir, y convierten el cine en el oficio de vivir. Vivir como se rueda y rodar como se vive. La película que se vive es la película que se hace. Ya hablé aquí de la otra película que se vive al otro lado de la cámara de la película que vemos, pero cabría remontarse hasta los tiempos del cine mudo y desde luego hasta los tiempos de la comedia loca de La Cava o McCarey a propósito de esa estimulante y gloriosa transfusión de vida y cine. Cassavetes quizá fue el primer cineasta en el que cuajó esa identidad entre vivir y rodar que nutre una de la vertientes más radicales y arrebatadas del cine moderno: rodaba como vivía y rodar era su forma de vivir.

Cassavetes y Gena Rowlands

Entiéndase lo de rodar y vivir en un sentido extenso y profundo, porque Cassavetes rodaba con su mujer -Gena Rowlands- y con sus amigos -actores y técnicos, técnicos que a veces hacían pequeños papeles y actores que a veces ayudaban en la producción o en la iluminación o llevaban la cámara-, rodaba en su casa que era un plató y montaba en el garaje que era su sala de edición. Cassavettes hacía las películas en familia -en una comunidad donde el trabajo se tejía en el tapiz de la vida- y, como no llegaba el dinero que ganaban Gena y él actuando en películas comerciales o series de televisión, empeñaban la casa para producirlas.

Cassavetes y Gena Rowlands

Digamos que hacer sus películas era una extensión de su vida conyugal y era una forma -la mejor forma- que tenía Cassavetes de estar con la gente que quería. La mejor forma de vivir. En ese sentido -literal- podría decirse que buena parte de sus películas son películas caseras. La forma que vemos en la pantalla documenta en buena medida la forma que se vivió en el rodaje.

John Cassavetes y Gena Rowlands
en Corrientes de amor

Que la última película de Gena y John se titule Corrientes de amor (1984) resulta casi un epitafio que define su vida y su cine, que lo define como hombre y como cineasta. Amaba a Gena, a Seymour Cassel, a Al Ruban -director de fotografía, productor y/o montador de Faces, Opening Night y Love Streams-; amaba la vida. Y amaba el cine. De todas las formas. "Di lo que eres. No lo que quisieras ser. No lo que tienes que ser. Simplemente lo que eres. Y lo que eres es bastante bueno." Era su consejo a los jóvenes cineastas. Era su forma de hacer películas. Era la forma de sus películas.



He insistido tanto en la forma porque, cuando se habla -qué poco se habla, por cierto- del cine de Cassavetes, se insiste en sus rasgos emocionales, en el aquel de psicodrama que desprenden algunas de sus películas -pongamos por caso Una mujer bajo la influencia (1975)-, en la naturalidad -y aun espontaneidad- de sus interpretaciones, en el aire de improvisación que transparentan -por (muy) escritas que estuvieran (que lo estaban)- o subrayan su filmografía como el paradigma de cine independiente.


Y sin embargo el cine de Cassavetes es, sobre todo, un laboratorio de formas, como el apartamento de Gena Rowlands en Opening Night, mas que un hogar es un laboratorio para explorar las máscaras de la identidad, una investigación de alto riesgo, como toda su obra; cada una de sus películas plantea preguntas cardinales sobre la vida que le exigen una representación urgente que debe ser experimentada a través de la artesanía de una película.


Amor, soledad, parejas, desesperación, vacío, desamor, maridos, mujeres, hermanos, padres, hijos, intimidad y tiempo. Y dolor, porque las películas de Cassavetes siempre duelen. Quizá por eso las amamos tanto. He ahí los ingredientes con que cocina sus filmes hasta el desgarro. Como en Faces (1968) donde el celuloide se hace carne, donde cada rostro deviene gesto fílmico en el aquel de convertirse en mancha, el gesto de atrapar la vida que fluye, en el momento en que se hace cuerpo en la figura de un personaje, forma sensible que se manifiesta en una vibración, en una torsión, en un escorzo.




La forma fílmica cuaja en Faces en la aprehensión del grano, de la textura, de la luz en el instante en que se inscribe en un rostro y se convierte en una sensación táctil, hasta que el cuerpo mismo se funde con la materia de la imagen y lo contemplamos como pura piel de cine. Por eso cada plano de Faces está impregnado por la sensación de verdad urgente, de tiempo presente y fugitivo, y atravesado por el arrebato de capturar el movimiento en el calor del instante.

En una escena de Opening Night (1978), Gena Rowlands le dice a John Cassavetes: "El amor se mueve rapidísimo, ¿no?" Esa réplica casi podía definir el estilo del cineasta: atrapar el vértigo de los gestos, de los rostros, de los cuerpos, como si las imágenes penaran en el tiempo bajo peligro mortal de desaparición.


Si Faces puede verse como una investigación sobre la representación fílmica de los rostros y aun del rostro como paisaje, en The Killing of a Chinesse Bookie (1978 ) Cassavetes explora el espacio como si se tratara de pura sensación, un laberinto en el que los cuerpos pierden densidad y las formas definición.


Y alguien definió Love Streams como un magnífico ballet de sombras azules, marrones, amarillas y doradas.


Y cómo no ver en Gloria (1980) la exploración de Cassavetes sobre todas las posibilidades de atracción y rechazo de los cuerpos, otra de las líneas de investigación más queridas por el cineasta y que atraviesan toda su filmografía.


En cada película, Cassavetes empezaba de nuevo. Por decirlo en palabras de Adrian Martin, cada una de sus películas es un planeta hermoso, singular y extraño con sus propias reglas secretas y líneas de fuerza escondidas.


O por volver al aquel de habitar una película de la entrada anterior, cada filme de Cassavetes es una casa familiar, a veces incluso un hogar alborotado cuyo espectáculo podríamos presenciar desde la calle, pero basta un poco atención para advertir que, en realidad, nos encontramos dentro de un laberinto cuyo mapa nunca acabamos de trazar, con rincones que se resisten a ser explorados, una red de lugares donde algún personaje busca desesperadamente un momento de paz.


Por eso, no puede extrañarnos que Cassavetes sea un héroe de los cineastas independientes, pero ya se entiende menos que se vea su filmografía como un paradigma, porque, digámoslo ya, no hay nadie como Cassavetes. Entre otras cosas, porque es muy difícil hacer una película como las suyas, exige mucha dedicación, compromiso y desnudez; pasión, paciencia y perseverancia; una comunidad de afectos, entrega y trabajo. Y mucha vida destilada en celuloide. Al fin y al cabo el cine era su oficio de vivir.

Rodaje de Una mujer bajo la influencia

Y claro, tampoco es un asunto menor contar con Gena Rowlands, una de las grandes actrices de estos últimos cincuenta años. Y viceversa, qué suerte tuvo Gena de ser dirigida por John.

En Gloria, el niño le declara a Gena Rowlands: "Eres mi madre, mi padre, eres toda mi familia. Incluso eres mi amiga, Gloria. Eres mi novia también". Cómo no imaginar esas palabras en boca de Cassavetes. Como si fueran sus últimas palabras.

Cassavetes en el rodaje
de
Shadows (1959),
su primera película