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16/12/13

Vengo de las ruinas


El deseo de un plano. Elegir un plano. Decidir qué plano vamos a rodar. El plano elegido. El plano deseado. Un cineasta es aquél que desea -aquí y ahora (y sobre todas las cosas)- este plano y no ése: he ahí el acto cinematográfico por excelencia. (Hay cineastas que saben qué plano desean, como Lang; cineastas que lo encuentran, como Bresson, y quienes lo buscan aunque sea a gatas, pongamos por caso Nicholas Ray.) Cien, trescientos, ochocientos, mil... planos -deseos de un plano (este plano entre tantos posibles)- que amojonan el rodaje de una película. Actos de amor. (Creo que, en el momento decisivo, el cineasta no elige un plano, el plano se le impone, por así decir, es el plano quien elige al cineasta.)

Pasolini durante el rodaje de Teorema en 1968

Pasolini no decía elegir, recuerda Alain Bergala; decía consagrar: rodar un plano representaba revelar la naturaleza sagrada en las apariencias de la realidad. Mirar lo sagrado en lo visible. Iluminarlo. Y consagrarlo en el aquel de filmarlo.

Fotograma de Mamma Roma (1962)

El cine ha sido una explosión de mi amor por la realidad, confesó Pasolini: filmar devenía una experiencia carnal -y sensual- con los seres y las cosas. Conviene no olvidar que cuando rueda Accattone, su opera prima, Pasolini tiene cuarenta años y ya es un poeta consagrado, esencial, pero... [El cine] me ofrecía la posibilidad de alcanzar la vida de un modo más completo. De apoderarme de ella, de vivirla mientras la recreaba. En el cine de Pasolini las formas de lo real cobran visos de Giotto, Masaccio, Piero della Francesca, Mantegna o Caravaggio y destilan un sentimiento -y aun una sensualidad- de lo sagrado en los seres y las cosas.

Fotograma de Mamma Roma

Pasolini filma los cuerpos como imágenes de un arte sacro. O mejor, con la nostalgia de un sentido de lo sagrado en las imágenes -cardinales- de la infancia en el Friuli: La civilización campesina poseía como algo propio el sentimiento de lo sagrado. (...) El sentimiento de lo sagrado estaba enraizado en el centro de la vida humana. Un sentimiento que venía de las nacientes de la sensibilidad del cineasta, una experiencia primordial desvelada en un hermoso poema que lee Orson Welles en La ricotta (1963) y escuchamos (doblado) en la voz de Enrico María Salerno.


Io sono una forza del Passato. / Solo nella tradizione è il mio amore. / Vengo dai ruderi, dalle chiese, / dalle pale d’altare, dai borghi / abbandonati sugli Appennini o le Prealpi, / dove sono vissuti i fratelli. / Giro per la Tuscolana come un pazzo, / per l’Appia come un cane senza padrone. / O guardo i crepuscoli, le mattine / su Roma, sulla Ciociaria, sul mondo, / come i primi atti della Dopostoria, /  cuiio assisto, per privilegio d’anagrafe, / dall’orlo estremo di qualche età / sepolta. Mostruoso è chi è nato / dalle viscere di una donna morta. / E io, feto adulto, mi aggiro / più moderno di ogni moderno/ a cercare fratelli che non sono più.

(Yo soy una fuerza del Pasado. / Sólo en la tradición está mi amor. / Vengo de las ruinas, de las iglesias, / de los retablos, de los pueblos / abandonados en los Apeninos o los Prealpes, / donde han vivido los hermanos. / Doy vueltas por la Tuscolana como un loco, / por la Apia como un perro sin amo. / O miro los crepúsculos, las mañanas / sobre Roma, sobre la Ciociaria, sobre el mundo, / como los primeros años de la Posthistoria, / a los que asisto, por privilegios de la edad, / desde el último extremo de cualquier época / sepultada. Monstruoso es quien ha nacido / de las vísceras de una mujer muerta. / Y yo, feto adulto, vago / más moderno que cualquier moderno / buscando hermanos que ya no están.)

Orson Welles encarna a un cineasta 
que rueda una película sobre la pasión de Cristo. 
Fue maravilloso trabajar con Welles
contaba Pasolini.

Lo sagrado, en fin, como precipitado de una pasión, que primero cobró la forma de un gran amor por la literatura y más tarde se transfiguró -son palabras de Pasolini- en lo que realmente era: una pasión por la vida, por la realidad inmediata, realidad física, sexual, de objetos, existencial. Este es mi primer y único gran amor y el cine me empujó, en cierto sentido, a volver a eso y a expresar sólo eso. El cine parecía suturar una herida (que la literatura no conseguía cerrar) con esa mirada de Pasolini que tenía manos -preñada por una fuerza del Pasado- para esculpir los ragazzi di vita como imágenes sagradas de un retablo en un pueblo perdido. E iluminar lo que desaparece ante nuestros ojos. Con una mirada que venía de las ruinas.

12/2/12

Pietà(s)


El Viernes Santo en los primeros sesenta del siglo pasado, a mis siete, ocho o nueve años, llegaba una hora antes a la función del Desenclavo en la iglesia de Santo Domingo en Tui (cuando aún era Tuy). Quería asegurarme de tener un sitio en primera fila; minutos antes de empezar la función la iglesia estaría ya de bote en bote. Porque de una función se trataba, la mejor representación teatral que podía disfrutarse en todo el año. El tercer acto de la Pasión, nada menos.

Y me pasaba esa hora en compañía del Crucificado, en aquel Gólgota escenificado en el altar mayor, en una penumbra de cirios que destellaban en la piel del torso, en la sangre de la frente coronada con espinas, en las rodillas llagadas, en la lanzada del pecho, en el clavo que atravesaba los pies, uno sobre otro. Pero el deseo (del teatro) era más poderoso que el miedo (de la escena), un miedo que se iba aliviando a medida que la iglesia empezaba a llenarse, pero que el fraile (dominico o franciscano) se encargaba de avivar con esa voz que nos arrastraba desde el huerto (de los olivos) de Getsemaní por las tres caídas del Calvario hasta la Crucifixión, y nos hacía sentir cómo nuestros pecados habían martillado aquellos clavos que penetraron en la carne de Cristo. Por nuestros pecados.

Y entonces llegaba la gran escena. José de Arimatea y Nicodemo hacían su entrada llevando sendas escaleras que apoyaban en el brazo de la cruz, subían y empezaban a desenclavar al Crucificado. En la iglesia sólo se escuchaban los martillazos y la voz del fraile que nos recordaba la agonía de aquel martirio. Luego -este momento me llevaba hasta el delirio- pasaban un lienzo blanquísimo por el pecho y bajo los brazos de aquel Cristo, con los extremos sobre el brazo de la cruz, y empezaba el Descendimiento -aún escucho el roce de la tela sobre el lignum crucis-, hasta que el Crucificado llegaba al regazo de la Madre Dolorosa. Y como estaba en primera fila, ahí mismo, apenas a tres metros, aparecía la Pietà ante mis ojos como platos. Y temblaba. Y los cirios destellaban entonces en las lágrimas de la Virgen. Y hasta veía cómo alguna se deslizaba sobre el rostro del Hijo.

Aquella fue mi primera Pietà. La Pietà primordial. Años después, cuando conocí a Ángeles y nos contamos nuestras cosas, supe que también ella asistía a la función del Desenclavo año tras año. A veces regresa a la memoria con el temblor de la primera vez. Como ayer, cuando veíamos la fotografía de  Samuel Aranda en El País, una imagen de las revueltas de Yemen publicada en el The New York Times el pasado octubre, que acaba de ser premiada con el World Press Photo 2011, como símbolo de la Primavera Árabe; en el texto a la izquierda de la fotografía se apuntaba que muestra a una mujer cubierta con un niqab (el velo que deja solo los ojos libres) consolando a un familiar herido.


Esta mañana, en la radio, escuchamos contar al propio fotógrafo que hizo sus averiguaciones y se trata de una madre y su hijo. Y aunque en nada iba a menguar el aquel de Pietà (de la fotografía) que no lo fueran, se ve que la historia (primordial) se hizo imagen (una vez más) y habitó entre nosotros. Pietà, Pietà. Y la memoria empezó a pasar las cuentas de un rosario de Pietàs:

la de Giotto, en la capilla de los Scrovegni en Padua,


la de Enguerrand Quarton en Avignon,


la de Miguel Ángel en el Museo dell'Opera del Duomo en Florencia,


la de Pudovkin en La madre (1926),


la de Raoul Walsh en The Roaring Twenties (Los violentos años veinte, 1939),


la de Rossellini en Roma, città aperta (1945),



las de Nicholas Ray, en The Lusty Men (1952),


en Johnny Guitar (1954),


en Rebelde sin causa (1955),


la de John Huston en The Misfits (Vidas rebeldes, 1961),


la de Ingmar Bergman en Gritos y susurros (1972),


la de Mario Camus en Los santos inocentes (1984),


la de Kurosawa en Ran (1985),


la de Coppola en El Padrino III (1990),


la de Sokurov en Madre e hijo (1997)...



Pietàs, una poética del abrazo primordial.