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14/6/20

Ven y mira (Eric Rohman)


Os dejo una antología de los más de 7000 carteles de cine que pintó el artista sueco Eric Rohman (1891-1949). Por lo visto a principios de los 20 se dedicaba a tiempo completo a producir carteles de cine y en los 40 pintaba cuatro o cinco por semana.

Shanghaied (Charles Chaplin, 1915)

The Devil's Circus 
(Benjamin Christensen, 1926)

So This Is Paris (Ernst Lubitsch, 1926)

Two Can Play (Nat Ross, 1926)

Alraune (Henrik Galeen, 1928)

A Woman of Affairs 
(Clarence Brown, 1928)

Where East Is East (Tod Browning, 1929)

Dangerous Curves 
(Lothar Mendes, 1929) 

The Sky Hawk (John G. Blystone, 1929)

Broadway (Paul Fejos, 1929)

Words and Music (James Tinling, 1929)

Wharf Angel (William Cameron Menzies 
y George Somnes, 1934)

Le roi des Champs-Élysées 
(Max Nosseck, 1934)


7/7/19

Andar por ahí con un alfanje...


A los ocho años empecé a ir solo al cine. Hay pocas conquistas tan cardinales: ya podía quedarme cada película para mi solo durante horas sin necesidad de hablar de ella con nadie y, llegado el caso, elegir el momento de palabrearla (viene a ser lo mismo, o casi, paladearla) con alguien. De aquellas primeras películas para mí solo, sobre todo cuando me gustaban mucho, recuerdo salir del cine con el ánimo suspendido entre la alegría y el pesar, entre el encanto y la melancolía, entre la exaltación y la zozobra: aquella maravilla se había acabado, y no podía consolarme un futuro tan remoto como la película del domingo venidero. Como le dijo una vez Rivette a la Duras, me gustaría poner debería seguir continuando al final de todas aquellas películas, como El signo del Zorro (The Mark of Zorro, 1940), de Rouben Mamoulian.


¿Quién se iba a creer que el Zorro fuera a eclipsarse para siempre tras la máscara de Diego Vega/Tyrone Power? Porque, no nos engañemos, el Zorro usaba máscara para mostrarnos su verdadera identidad; Diego Vega iba a cara descubierta para enmascarar su condición de Zorro, y no al revés como aparentemente (sólo aparentemente) contaba la película, para enmascarar lo que verdaderamente contaba. Como dice Bob Dylan en Rolling Thunder Revue: A Bob Dylan Story by Martin Scorsese:
Cuando alguien lleva una máscara, te dice la verdad. Cuando no la lleva puesta, es poco probable.
Tampoco es que haga falta aventurarse en jardines hermenéuticos: basta mirar la película.


A ver, ¿de quién se enamora Lolita Quintero/Linda Darnell? Se enamora del Zorro y sólo después acepta a Diego Vega como utilitario avatar del justiciero. En pocas palabras (aristotélicas), el Zorro deviene la condición sustantiva del personaje, mientras que Diego Vega cobra visos de una apariencia accidental. Y, en fin, aceptamos lo inverosímil del desenlace por su aquel irónico: ¿quién se iba a creer que el Zorro y Lolita Quintero sólo se iban a dedicar en adelante a criar niños rollizos y a ver crecer las viñas, como asegura Diego Vega?



El signo del Zorro, de todas todas, debería seguir continuando.


Desde que la vi en el Teatro Principal de mi infancia, no quise volver a verla. Hasta hace un par de años (Ángeles tampoco había vuelto a verla desde niña: quién sabe si la vimos en la misma sesión). Volvimos a verla esta semana. Aquel día (estoy casi seguro de que era de invierno pero lo recuerdo de verano) salí enamorado de Linda Darnell, una jovencita de 17 años encarnando a Lolita Quintero; ya la había visto, adulta (bueno, seis años mayor), en la Chihuahua de Pasión de los fuertes unos meses antes, pero lo que se dice enamorarme, me enamoré de ella en El signo del Zorro (Linda Darnell murió a los 41 años en un incendio en su casa mientras veía una película suya en la tele; lo conté aquí, a propósito de Fallen Angel, de Preminger).


La verdad, en el cine me enamoraba perdidamente cada dos por tres, no era un niño como aquél que le pide a su abuelo que se salte las escenas de amor de La princesa prometida. A mí me gustaba (sin saberlo) la estructura canónica del folletín hollywoodense, articulando su trama de aventura y su subtrama amorosa. Y justo en la subtrama amorosa con Lolita Quintero se destila el baile de máscaras, el duelo de identidades entre el Zorro y Diego Vega, el juego de equívocos (tan de comedia) que la puesta en escena de Rouben Mamoulian despliega con maestría en El signo del Zorro, conjugando la iluminación (un admirable trabajo del gran Arthur C. Miller), el fuera de campo, el movimiento y las miradas de los personajes en una coreografía de calculado ocultamiento y velada revelación.


Viene a cuento evocar tres escenas de Lolita Quintero con el Zorro/Diego Vega, tres momentos cardinales de la subtrama amorosa. En la primera, la chica reza en la capilla, implorándole a la Virgen que alguien, a quien pueda amar y respetar, se la lleve de allí y la libre de la reclusión en un convento por rechazar un matrimonio arreglado por sus tíos con Diego Vega, un pisaverde al que no soporta.


Aparece entonces  el Zorro enmascarado con el hábito y la capucha de fraile que le va a permitir saber (en confesión) de los secretos temores y anhelos de Lolita, y avivar sus deseos ocultando sus ojos del asedio de la mirada de la chica en la intimidad de la penumbra...


Hasta que ella, harta de que le esquive los ojos, traza con su mirada una panorámica oblicua y descendente que descubre bajo el hábito la punta de la espada y cae en la cuenta de que el fraile es puro disfraz pero, cuando su tía Inés (magnífica Gale Sondergaard) irrumpe en la capilla en su busca alarmada porque el bandolero entró en la casa y amenazó a su tío, Lolita ni lo delata ni experimenta temor alguno, todo lo contrario: su rostro resplandece.


Un segundo momento de la subtrama amorosa acontece durante el festín para celebrar el compromiso entre Lolita y Diego Vega. La chica, aún bajo el efecto del encuentro con el Zorro, no oculta su disgusto ante la perspectiva de un futuro con semejante petimetre. Diego no hace sino reforzar ese sentimiento con sus palabras y maneras. Hasta que son empujados a bailar. El novio pide a los músicos que toquen El sombrero blanco.


Y en el curso del baile Lolita experimenta, a su pesar, primero, y para su asombro, después, una inusitada exaltación. Diego le cae fatal pero disfruta bailando con él (una danza que traduce una vibración del alma).


Cuando el baile termina, ella se siente feliz, pero Diego finge cansancio. La escena deviene un segundo movimiento en el ballet de identidades que nos depara la subtrama amorosa.


Y llegamos a la culminación del duelo de máscaras. Con un alado movimiento de grúa nos encaramamos en el balcón del dormitorio de Lolita. Lo recordáis (si no, ya os lo imagináis): es el Zorro quien se ha encaramado y envía una rosa blanca como heraldo a los pies de la chica que se cepilla el pelo ante el espejo, dolida aún por la hiriente decepción que acaba de experimentar en el desenlace del baile.


Ella la recoge y se acerca a la puerta entreabierta, y el Zorro se deja ver, viene a confesarle algo, pero debe ocultarse otra vez porque llega el tío Luis/J. Edward Bromberg a reprocharle a Lolita que haya escapado del hombre con quien la ha prometido. En este momento, estamos en el dormitorio y el Zorro ha quedado en el balcón, fuera de campo. Mientras continúan los reproches del tío Luis, se han acercado a la puerta entreabierta. Se escucha un ruido. Al tío, ya en el umbral, se le pinta la sorpresa  en la cara, luego sonríe satisfecho y cómplice, y hace mutis. Ahora la sorprendida es Lolita que no entiende la reacción de su tío, sobre todo cuando entra en el dormitorio, no el Zorro, sino Diego Vega, o sea, cuando aún no sabe que el detestado pisaverde es una máscara de su amado Zorro; es más, está convencida de que Diego fingía ser el Zorro, es un impostor. Tanto es así que, al reparar que aún tiene la rosa en la mano, la tira al suelo con desprecio. Diego le recuerda la conversación en la capilla y ella acaba comprendiendo que el justiciero deba servirse de aquella atildada apariencia.


Deben despedirse con premura porque llaman a la puerta. Es la tía Inés, viene a consolar a la sobrina (en realidad ella no era partidaria de la boda, quiere a Diego como amante) y le brinda su apoyo en caso de que la chica rechace el compromiso. El disgusto inicial de Lolita se torna ahora puro fingimiento, como el agradecimiento que dice sentir por su tío Luis y el deseo de no contrariarlo.


Cuando la chica se queda a solas con su felicidad descubre la rosa en el suelo, y aun se sorprende al verla tirada, como si ese hecho hubiera acontecido en un pasado muy remoto. Lolita la recoge amorosamente, hasta los pétalos que se han desprendido, la prenda del Zorro. Una escena desarrollada en tres actos pautados por las tres estaciones de una rosa en un vaivén de máscaras.


Claro, en su trama de aventura, El signo del Zorro nos procura también sus cabalgadas, sus zetas rayadas a punta de espada o aquella esplendida Z imaginaria firmada por Rouben Mamoulian, que traza el Zorro con su desplazamiento entrando y saliendo del camino a través del bosque, perseguido por los soldados. Y el duelo de espadachines.


Por algo figura como antagonista del Zorro el capitán Esteban Pasquale/Basil Rathbone, que había sido maestro de esgrima en Barcelona, un título que asombraba a Ringo y sus amigos en el capítulo 9 de Caligrafía de los sueños, de Juan Marsé, que jamás habrían imaginado oír el nombre de su ciudad en una película de Hollywood. Como los chavales de la novela, uno también conocía a Basil Rathbone: unos meses antes lo había visto en Robín de los bosques, como el villano  Guy de Gisbourne, batirse con Errol Flynn en un soberbio lance (y volvería a verlo otra vez meses después en El capitán Blood blandiendo la espada, una vez más contra Errol Flynn).


Cuenta Richard Cohen en Blandir la espada que Basil Rathbone hacía siempre todas sus escenas de esgrima calzado con botas altas y rígidas para acentuar la línea dramática de su entrada a fondo; el maestro Fred Cavens, que colaboró con Rouben Mamoulian en la coreografía del culminante desafío en El signo del Zorro (con ese final donde Pasquale cae herido de muerte y, al deslizarse con la espalda contra la pared, deja al descubierto la Z que el Zorro había grabado allí unas escenas antes), aseguraba que, a efectos de imagen, Basil Rathbone era el mejor tirador de esgrima del mundo (por lo visto, el gran George Sanders rehuyó el papel de Esteban Pasquale porque detestaba la esgrima y no quería ni oír hablar de la escena del duelo; él sí diría completamente en serio aquello que dice Diego Vega enmascarando al Zorro: Andar por ahí con un alfanje ya no está muy de moda... Es algo que ya no se hace desde la Edad Media). 


En la folha de la Cinemateca Portuguesa dedicada a la película, Bénard da Costa destilaba el arte de Rouben Mamoulian en el aquel de coreografiar el baile como un duelo y el duelo como un baile. No se podría definir mejor. El signo del zorro fue la primera película suya que vi, por supuesto sin reparar en el directed by.

Cartel de Gösta Åberg.

Cartel de Eryk Lipinsk.

Unos años después, cuando ya empezaba a fijarme en la firma del director, pude ver Queen Christina (1933) con uno de los mejores papeles de Greta Garbo y, quizá, la mejor escena que la actriz haya rodado nunca, aquella secuencia prácticamente muda (citada de forma rutinaria por Bertolucci en The Dreamers) donde Cristina recorre el cuarto de la posada, donde acaba de pasar la noche con su amante, acariciando objetos y rincones: Estoy memorizando este cuarto. En el futuro, en mi memoria, pasaré mucho tiempo aquí.


Tres minutos para toda una vida por obra y gracia de la Garbo dirigida por Mamoulian, un director (uno de aquellos fantasmas de Hollywood que honraron a Buñuel en 1972), quizá ninguneado, con quien felizmente (sin saberlo) me topé por primera vez en El signo del Zorro.


Una de esas gozosas y memorables películas que cobijaron nuestra infancia cuando el cine era la escuela de los domingos.

31/12/16

Los trenes de Tolstoi


En una libreta de hace tiempo encontré lo que no buscaba, unas notas de algo que leí vete a saber dónde. Uno de los últimos años del siglo XIX, por lo visto Tolstoi fue a conocer el cinematógrafo. Durante la proyección vio un tren que pasaba vertiginoso por la pantalla. Es muy probable que se tratara de una vista filmada por alguno de los operadores enviados a Rusia por los Lumière; primero, Francis Doublier (el chico con gorra que sale montado en una bici en la fundacional La salida de la fábrica), después Félix Mesguich y más tarde Alexandre Promio. Allí adonde iban los operadores Lumière filmaban versiones de la vista más resultona (por efecto de movimiento e impresión de profundidad), La llegada del tren a la estación de la Ciotat.

Llegada de un tren al Battery en Nueva York, 
filmada en septiembre de 1896.
Debajo, llegada de un tren a Ramleh, en Egipto, 
filmada en marzo de 1897.
Ambas vistas, obra de Promio.

Salidas, llegadas, trayectos o el paso del tren. El 25 de agosto de 1897 Promio filmó en Rusia la línea férrea Peterhof y ese mismo año, el 3 de marzo, había filmado en Jaffa la vista de un tren pasando rápidamente por delante de una estación, que muy bien podría haber figurado en el programa de aquella sesión a la que asistió el autor de Guerra y paz. El caso es que Tolstoi salió del cine completamente deprimido, hecho polvo. Por toda explicación atinó a decir que había nacido antes de tiempo, 80 años antes de lo debido.

León Tostoi en 1909.

Tiene su aquel que un tren en la noche del cine le causara tal conmoción a quien había de morir en una estación de tren y había convertido el tren en una figura del destino de la protagonista de su Ana Karenina. Tolstoi murió cuatro años antes de que se estrenara -en 1914- la primera versión cinematográfica de la novela, una película rusa dirigida por Vladimir Gardin.

María Germanova, como Anna Karenina, 
en la versión dirigida por Vladimir Gardin.

Desde entonces hasta hoy casi no hubo década sin su adaptación al cine de Ana Karenina. Greta Garbo encarnó el personaje por partida doble; primero en el cine silente, Love (1927), de Edmund Goulding, y luego en el sonoro, quizá la versión más célebre, Anna Karenina (1935), de Clarence Brown.


Hay que ver cuántas tomas (ya no vistas) de trenes -llegadas, partidas, estaciones- por culpa de Tolstoi. ¿Se le habrá pasado por la cabeza alguna vez su Ana Karenina con las formas del cine?


Nada nos impide imaginar que lo habrá soñado en sus últimas horas, tumbado en un banco de madera en aquella estación de Astapovo, con la memoria de un tren cruzando vertiginoso la pantalla como único sudario.

3/1/16

Una cuentacuentos de mil años


A Isak Dinesen le hubiera encantado ver Memorias de África (1985), de Sidney Pollack, o El festín de Babette (1987), de Gabriel Axel, y, aunque no sé si le hubieran gustado las películas, estoy convencido de que, por lo menos, hubiera disfrutado lo suyo en la alfombra roja el día del estreno, del brazo de Meryl Streep o de Stéphane Audran.

Stéphane Audran (como Babette) 
en el estudio de Isak Dinesen.

Hay razones que permiten suponerlo. A principios de los 50, Truman Capote -un ferviente admirador de la autora de Lejos de África- escribió el guión de Los soñadores, uno de los Siete cuentos góticos, el primer libro de Isak Dinesen, y ya había pensado en la estrella, nada menos que Greta Garbo; sí, se había retirado del cine, pero sólo ella podría encarnar el misterio de Pellegrina Leoni, es más, estaba seguro de que no se resistiría a un papel así. Un cuento resucitaría a la estrella y la devolvería a la pantalla. Que uno de sus cuentos obrara semejante milagro no podía sino cautivar a una escritora que se consideraba una cuentacuentos de mil años, una reencarnación de Sherezade. Estaba feliz. En una biografía de la escritora leí que la Garbo aceptó el papel de Pellegrina, pero al final el proyecto se frustró. No resulta verosímil; lo más probable es que la Garbo -amiga de Capote- no quisiera volver al cine ni siquiera con un personaje tan maravilloso. Aun así, Isak Dinesen no daba por perdido el proyecto, se conformaría con Ingrid Bergman, dirigida por Rossellini. ¡Hay que ver!


No sé si la escritora iba al cine o si se enteraba por las revistas, pero vaya si le interesaba. En enero de 1959, apenas unos meses antes de cumplir 74 años, Isak Dinesen era un saquito de huesos y un nidito de dolores. Pesaba 31 kilos. Con todo, se fue de gira a EEUU. Allí la reclamaban de todas partes, se la rifaban. Y ella en la gloria, sosteniéndose a base de anfetaminas para actuar en público y mantener viva la leyenda que ella misma se había forjado, la narradora milenaria. En uno de aquellos homenajes clamorosos, se encontró con Carson McCullers, que desde 1937 leía cada año Lejos de África. A Isak Dinesen le había encantado El corazón es un cazador solitario.


Las dos escritoras tenían el cuerpo atormentado por la enfermedad y el rostro como memoria viva de sus padecimientos. Carson McCullers le preguntó a quién le gustaría conocer. La Dinesen no lo dudó: a Marilyn Monroe. Carson McCullers no se hizo de rogar y dispuso un almuerzo en su casa de Nayack para propiciar el encuentro. Se celebró el 5 de febrero. Y como la anfitriona era amiga de Marilyn, le propuso que ella y su marido, Arthur Miller, recogieran a la Dinesen en el hotel de Nueva York donde se hospedaba para llevarla en coche al almuerzo. Así que Miller ejerció de taxista mientras la actriz y la escritora se acomodaron en el asiento trasero y pasaron la hora de trayecto de palique. Por algo Marilyn era la invitada de honor, y no como alguna vez se contó, que la escritora escandinava quería conocer al dramaturgo y la actriz era una invitada más; no, Marilyn era la otra estrella de la fiesta, Arthur Miller iba de acompañante.

En primer término, Arthur Miller e Isak Dinesen. 
Detrás, Marilyn Monroe y Carson McCullers.

Claro que casi mejor que Marilyn hubiera acudido sola, porque el gran hombre interrumpía las historias que contaba la Dinesen de sus días africanos con comentarios irritantes sobre la dieta inapropiada de la escritora durante el almuerzo -su docena de ostras, uvas y champán francés-, cuando ella sólo quería cautivar la mirada de la actriz. Se cayeron de maravilla. Fue un amor a primera vista. Se lo pasaron de miedo. Marilyn le contó interioridades de su trabajo cómo actriz, que seguro que no ahorró pinceladas de su reciente rodaje de Con faldas y a lo loco (con Billy Wilder, que se iba a estrenar al mes siguiente), que fascinaron a la Dinesen, que se alegró muchísimo de ser escritora y no llevar una vida tan difícil.


La escritora declaró que habían hablado también de la infancia, de la juventud y de la vejez, y que se habían hecho muy amigas. Cuenta la leyenda que hasta bailaron juntas sobre una mesa de mármol negro (sobra decir que un tipo tan cargante como Miller se encargó de desmentirla). Isak Dinesen recordaba así a Marilyn:
Irradia una energía sin límites y una inocencia inconcebible. Observé eso mismo una vez en un cachorro de león que me regalaron en África. Le devolví la libertad.     
(Marilyn murió tres años después, un mes antes -casi día por día- que la escritora; me pregunto si Isak Dinesen llegaría a enterarse de la muerte de su amiga.)


Aquel mismo año 1959, Orson Welles viajó a Copenhague con el propósito de visitar a la escritora que más amaba (quizá con la sola excepción de Shakespeare), ya de vuelta de la gira por EEUU. El cineasta se hospedó en el hotel de Inglaterra. Se enteró que Isak Dinesen vivía en Rungstedlund, (mira tú) en el camino de Elsinor. Sólo tenía que descolgar el teléfono y concertar una cita, o pedir un taxi y arriesgarse presentándose sin avisar. Ya en 1953 quiso llevar a la pantalla El viejo caballero (otro de los Siete cuentos góticos), como si aquel O'Hara de La dama de Shanghai hubiera vuelto al mar después de abandonar a Elsa moribunda tras la balacera en la sala de los espejos y, ya viejo, hubiera devenido el narrador del cuento de la Dinesen; una de las escenas hechizaba a Welles: cuando el viejo caballero evocaba la brega dichosa de desnudar a Nathalie (en realidad, Pellegrina Leoni), el cineasta rememoraba la deliciosa tarea de desnudar a Dolores del Río de su fabulosa ropa interior.

Dolores del Río con Welles, en los primeros años 40.

Pues bien, Orson Welles se quedó tres días en el hotel, pero no se atrevió a descolgar el teléfono. Bogdanovich casi no podía creer lo que le contaba, quizá tan desilusionado como nosotros, ¿por qué? ¿qué lo cohibía?
Tuve miedo de aburrirla.
Welles se fue de Copenhague y empezó a escribirle una carta a Isak Dinesen. Una carta de amor. Muy larga. Trabajó en ella durante años. Seguía escribiéndola cuando la cuentacuentos de mil años murió. En 1968 rodó con Jeanne Moreau Una historia inmortal, a partir del cuento del mismo título agavillado en Anécdotas del destino, uno de los últimos libros publicados por la Dinesen.

Fotograma de Una historia inmortal.

Cinco años después, aquella historia inmortal resonará otra vez en la historia de Oja Kodar como musa de Picasso, en F for Fake (aquí Fraude), que puede -y hasta debe- verse como una nueva versión fílmica de un cuento -como un ensayo- sobre la figura del demiurgo (narrador, director, mago; charlatán, armadanzas, embaucador), que pespunta la obra del cineasta. (Le habría gustado rodar también Un cuento rural -incluido en Últimos cuentos- para componer una suerte de díptico de su amada escritora, pero no encontró financiación.)

Fotograma de F for Fake.

En 1978, Welles escribió con su compañera Oja Kodar el guión de Los soñadores, basado en el cuento del mismo título (que también había adaptado Capote) y en Ecos (de los Últimos cuentos), ambos enhebrados por el personaje de Pellegrina Leoni, la diva de la ópera que pierde la voz, uno de los personajes preferidos de Welles. A principios de los ochenta, filmó un par de escenas en el salón y en el jardín de su casa, con Oja Kodar como Pellegrina; ensayos destinados a interesar a posibles financiadores del proyecto, como le explicó en una carta a Dominique Antoine, una de las productoras de F for Fake:
Te envío lo que he hecho para que puedas mostrárselas a los banqueros y que sepan que todavía sé rodar.
(Lastiman esas líneas. Sobra decir que nunca consiguió el dinero. Los soñadores figura en la cuenta de naufragios que amojonan su filmografía. Los dioses lares del cine se mostraron muy distraídos con el maestro de Kenosha; no lo cegaron como acostumbraban sus compadres del Olimpo a quienes querían perder, pero desde luego eran sordos a las plegarias del cineasta. Como tapias. Estarían en las nubes.)

Rodaje de escenas de prueba para Los soñadores.

Creo que Isak Dinesen nunca supo qué cerca estuvo Welles de visitarla. Cuánto le hubiera gustado. Cuánto hubieran disfrutado juntos aquellos dos cuentistas consumados. Además la hubiera consolado del horror que le deparó por aquellas fechas el libro de Richard Avedon -Observaciones (1959)- donde aparecía un retrato de la escritora, que se había rendido a los ruegos de Truman Capote, amigo del fotógrafo, y había posado, antes de irse de gira a EE UU, en el mismo hotel donde se iba a hospedar Welles (se negó a dejarse fotografiar en su casa).


Quizá otra fotografía de su amiga, alivió el espanto que le procuró su propio retrato. O quién sabe si la apenó la tristeza primordial que desprende. Y hubiera querido abrazarla.


Unos meses antes de morir se sintió vengada por Peter Beard, un fotógrafo que amaba África tanto como ella, el autor de sus últimos retratos.


Quizá al fin se reconoció en la cuentacuentos de mil años, tal como se veía la memoriosa narradora inmemorial Isak Dinesen. La que encantó a Marilyn Monroe. La que veneraba Orson Welles.