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28/7/19

El libro de cada verano


Desde que vi Phoenix (2014) empecé a tomar notas por traer a la escuela el cine de Christian Petzold. Entonces sólo había visto otra película suya, Barbara (2012). Las dos con Nina Hoss en el papel protagonista. A día de hoy vi otras seis películas suyas; cuatro de ellas también con Nina Hoss (en tres con papel protagonista y una con papel principal). Sobra decir: me gusta el cine de Petzold y me gusta Nina Hoss. De esas ocho películas que vi siento especial predilección por Phoenix, con una Nina Hoss (sería imperdonable racanearle el adjetivo) sublime.


Hace casi cuatro años (y después de tantas notas) empecé este texto que se quedó en cinco párrafos (y no hubo más) de un borrador olvidado (vete a saber por qué). Llevaba por título Como antes:


De las películas recientes (estrenadas en 2014) que pudimos ver estos últimos meses, dos o tres nos gustaron mucho y (no siempre sucede) hasta despertaron el deseo de escribir sobre ellas. Empezaré por la última que vimos (un par de veces) estas últimas semanas: Phoenix, de Christian Petzold.


Un estupendo melodrama -de memorias, identidades heridas- que empieza con resonancias de Senda tenebrosa, de Delmer Daves, pero sobre todo de Los ojos sin rostro, de Franju, y deviene un Vértigo (desde el otro lado del espejo, por así decir, invirtiendo el punto de vista articulado por Hitchcok: vivimos la transfiguración desde ella, aquí Nelly/Nina Hoss) en territorio Fassbinder, un paisaje devastado que despierta ecos de El matrimonio de María Braun (una película que Petzold vio con Nina Hoss más de una vez mientras preparaban Phoenix).


Nelly regresa de Auschwitch, o sea, de entre los muertos, con el rostro destrozado por un balazo, pero a la hora de reconstruirlo ni por asomo le tienta cambiar de cara, quiere ser como antes, para que pueda reconocerla Johnny/Ronald Zehrfeld, su marido, y  así recuperar el amor de su vida, y hasta su vida perdida, esa pareja artística que habían formado, él como pianista y ella como cantante. Como una reconstrucción del rostro resulta imposible, el trabajo del cirujano consistirá, más bien, en una recreación. Pero llegado el momento del reencuentro, Johnny no la reconoce (o se niega a reconocerla) y ella se niega a reconocer que su marido la ha traicionado, por eso se presta a que la transforme en la Nelly de antes (para quedarse con su herencia), por ver si de esa forma vuelve a enamorarse de ella. Phoenix deviene, entonces, una encrucijada de ficciones. Las ficciones de dos fantasmas.


Y habiendo traído a cuento Vértigo conviene apuntar dos precisiones. La primera, aun cuando Phoenix nos sitúa al otro lado del espejo -con Nelly-, el dispositivo del suspense es idéntico (sabemos más que Johnny aquí, como sabíamos más que Scottie allí); la única diferencia es que ese desajuste en la información se establece en Phoenix  muy pronto y se demoraba mucho más en Vértigo. Y la segunda, era el amor la fuerza que movía a Scottie a transformar a Judy en Madeleine, mientras que es una herencia lo que mueve a Johnnie a transfigurar a Nelly en la de antes; pero otra vez encontramos también otra identidad, en ambas películas ellas experimentan el proceso como un sacrificio, sólo que con desenlaces bien distintos. Y una última acotación, eso sí, decisiva: si en Vértigo (salvo por unos instantes primordiales) asistíamos a la tragedia desde el punto de vista de Scottie, en Phoenix asistimos a la historia desde el punto de vista de Nelly.


Como no suelo leer en su momento las reseñas de las películas que me interesan, en todo caso sólo después de haberlas visto, no me enteré hasta hace nada del debate en torno a la verosimilitud del argumento de Phoenix. ¿En que se basaban los que tachaban la película de inverosímil? Esgrimían una razón cardinal, que Johnny no reconociera a Nelly por más que su rostro -recreado quirúrgicamente- hubiera cambiado (tenía que saber que era ella, cómo no iba a sonarle su voz, recordar su cuerpo). Y al calificar la razón como cardinal quiero señalar que Phoenix se sostiene (transita y se columpia) en esa cuerda floja. Justo una de las razones por la que nos gustó tanto la película.


Hasta aquí el borrador de lo que apenas era la apertura del texto proyectado a juzgar por las notas recogidas en la libreta de aquellos días (y bien lo merece Phoenix, pero no es cuestión de zaherirse en pleno verano por haber descuidado una película que tanto nos gusta).

Christian Petzold con Nina Hoss en el rodaje de Phoenix.

No era la primera vez que Petzold hacía una película con otra en el espejo (retrovisor), pongamos por caso Jerichow (2008), remirando (y reescribiendo) El cartero siempre llama dos veces (la novela de Cain más que las películas que la llevaron a la pantalla), con Nina Hoss como Laura, otra vez Laura, como en Wolfsburg (2003), la segunda película que hicieron juntos.

Nina Hoss en un fotograma de Jerichow.

No he mencionado hasta aquí, como tampoco lo hiciera (aún) en el borrador sobre Phoenix, alguien muy importante en la obra de Petzold pero ya (fatalmente) desaparecido: Harun Farocki, una figura cardinal de la experimentación cinematográfica y del cine-ensayo, y del pensamiento sobre el cine agavillado en libros como Desconfiar de las imágenes y (con Kaja Silverman) A propósito de Godard; cómo olvidar su legendaria y radical película sobre la guerra de Vietnam, Nicht löschbares Feuer (El fuego inextinguible, 1969). Con el director de fotografía Hans Fromm y la montadora Bettina Böhler, el triunvirato cómplice del cineasta.

Christian Petzold y Harun Farocki en Berlín.
(Fotografía de Andrea Wagner, quizá en 2011.)

Petzold fue alumno de Farocki en la escuela de cine de Berlín, trabajaron juntos y se hicieron amigos (o viceversa, o a la vez) y el maestro devino algo así como su ángel de la guarda. A veces figura acreditado en sus películas como guionista, pongamos por caso en Gespenster (2005), o co-guionista, como en Phoenix (la escribieron con una foto de Nina Hoss delante), pero las más de las veces aparece en los créditos finales como Dramaturgische Beratung, que podría traducirse como "consejero de dramaturgia"; en la práctica, editor de guión.

Fotograma de los créditos finales de Jerichow
con Farocki acreditado como Dramaturgische Beratung.

Y cuando ya no puede tener cerca a Farocki  (murió el 30 de julio de 2014, dos meses antes de la presentación de Phoenix en el festival de Toronto), Petzold le dedica su última película, Transit (2018), ya desde el primer fotograma.


Desde el estreno en Numax, en junio del año pasado, volví a verla un par de veces y cada vez me gustó más. Así que vamos a palabrearla siquiera unos cuantos párrafos (no me preguntéis ahora cuantos).


Cada verano, Farocki y Petzold se juntaban en una piscina pública y se zambullían en Tránsito, la espléndida novela de Anna Seghers (con una presencia significativa del exilio republicano español  tras la guerra civil). Era su rutina literaria favorita, y una referencia (más o menos escondida) de todos los proyectos de Petzold con Farocki. Pero ya en 2015 nadie se sentó a leer Tránsito (la leí el verano pasado por culpa de la película y la releo esos días). Petzold había pensado más de una vez en llevarla al cine. Cuando faltó Farocki, apartó la idea y la novela de la cabeza. Tardó dos años en retomar una y otra.


Cuenta Petzold que escribió el guión recordando el libro. Por la tarde, en la cama (aclara: una cama más pequeña que la de dos de sus directores favoritos, Eisenstein y Rossellini, que por lo visto gastaban camas muy grandes de 9 m² o así). Como no  se puede dormir profundamente por la tarde, es un buen momento para soñar, así que escribió las biografías de los personajes, la historia, el guión, en la cama, sin volver a leer la novela. Quienes sí volvieron a leerla fueron los actores. Paula Beer, la actriz que interpreta a Marie, le comentó al director:
En la novela no tengo cuerpo. Sólo soy una idea de la subjetividad masculina. [La novela afluye en la voz del refugiado sin nombre que se enamora de ella.] Y el nombre, María, en el puerto, hay tantas canciones de marineros donde el nombre de la mujer es María... Necesito un cuerpo, no quiero ser una idea.

Y se fueron a buscar ropa y zapatos, sobre todo Paula Beer quería unos buenos zapatos con los que pudiera caminar y correr, y que le ayudaron a darle cuerpo al personaje, ya no sólo objeto de la imaginación del protagonista. Pero uno y otro, al fin, no dejan de ser fantasmas en tránsito. Nada extraño al mundo de Petzold, basta recordar -y citar por orden cronológico- películas como Toter Mann (2001), Wolfsburg (2003), Gespenter, Yella (2007) y, desde luego, Phoenix, donde las protagonistas o personajes principales aparecen investidos de una condición movediza -onírica o fantasmal- o bien son perseguidas por el fantasma de una desaparición traumática.


Esa condición fantasmal de los protagonistas de Transit se refuerza por el dispositivo armado por Petzold desde el guión y destilado en la puesta en escena. La historia original transcurre entre la rendición de Francia en 1940 y la primavera de 1941, donde un fugitivo de la Alemania nazi y de la Francia ocupada suplanta en Marsella la identidad de un escritor para conseguir un visado y viajar a México. Pero Petzold no filma una película de época, sino que crea un tránsito entre el pasado y el presente, trae a los refugiados de la novela  a nuestros días y los hace convivir con los refugiados de ahora mismo, fantasmas también (que nadie quiere ver), perdidos unos y otros en -son palabras de Anna Seghers- el bosque de absurdos de (sin)papeles sin cuento: permisos de residencia, visados de salida, visados de tránsito, pasajes... En tránsito también nosotros, espectadores, entre la butaca y el mundo de la pantalla: el cine ama los viajeros, apunta el cineasta.


Farocki y Petzold habían empezado a escribir Transit en 2013 como una película de época, ambientada en el marco temporal de la novela:
No estábamos pensando en los refugiados que llegaban a Europa como en 2015, con un millón llegando a Alemania o Francia. Después de la muerte de Farocki todo cambió.
Fue entonces cuando pensó en la correspondencia entre los refugiados de 1940 o 1941 y los de 2017, y viendo Portrait d'une fille de la fin des années 60 à Bruxelles (1994), donde Chantal Akerman filmaba el 68 en el presente del rodaje, se le ocurrió la inserción del pasado en el presente, que, digámoslo ya, no resta un ápice a la fidelidad de la traslación a la pantalla de la novela de Anna Seghers por Petzold; aun más, diría que el anclaje de los personajes del pasado en el presente deviene no sólo pertinente, sino sobre todo revelador de la energía perdurable que anida en la novela. No puedo sino evocar esa escena espléndida, que no figura en la novela pero que muy bien pudiera haber escrito Anna Seghers, donde el protagonista, Georg/Franz Rogowski, ante la mirada del niño que acaba de conocer, repara con pericia la radio y entonces escucha una canción que le cantaba su madre: el protagonista (un refugiado sin papeles del pasado) recupera por un momento la infancia perdida y el niño (un refugiado sin papeles del presente) encuentra una figura paterna, vínculos emocionales que afloran en el seno de un trabajo manual, algo que Petzold confiesa haber aprendido de Anna Seghers.


Quizá lo más conmovedor de Transit se cifra en verla como una historia de fantasmas de los primeros cuarenta del siglo pasado transitando por una Marsella de 2017, como si aquellos exiliados aún no se hubieran ido y siguieran deambulando por aquí. Una idea con ecos fantasmales de Walter Benjamin: la imagen dialéctica del ayer relampagueando en el ahora, el pasado alumbrando el presente en un instante de peligro (la xenofobia, el fascismo, la barbarie... entre tantos rasgos crueles y devastadores del capitalismo). Petzold recordaba que a Benjamin le había encantado Marsella y había escrito un texto sobre la ciudad publicado en 1929 (y recogido en Imágenes que piensan). A Marsella fue a parar Walter Benjamin en agosto de 1940 huyendo de los nazis; había conseguido su transit que le permitiría atravesar España y llegar a Lisboa para embarcarse hacia EEUU. En septiembre le entregó a su amiga Hannah Arendt (ella le llamaba Benji) una copia de las tesis Sobre el concepto de historia, unos días antes de cruzar la frontera por un paso de montaña a través de los Pirineos (gracias a eso llegó hasta nosotros un texto cardinal que puede leerse como el testamento de Walter Benjamin). En Portbou se encontró  con que su transit ya no era válido y, ante la perspectiva de ser devuelto a los nazis, se suicidó con una sobredosis de morfina. Hacia el final del capítulo 7 de la novela de Anna Seghers, el protagonista escucha en un café de Marsella una de tantas historias de refugiados:
En un hotel de Portbou, al otro lado de la frontera española, un hombre se había pegado un tiro durante la noche porque, a la mañana siguiente, las autoridades iban a devolverlo a Francia.

En contra de la opinión de su productor, Petzold se empeñó en rodar en Marsella. No podía rodar Transit en otro sitio. En busca de los fantasmas del pasado y del presente, que acuden a la llamada de su libro de cada verano con Harun Farocki.

31/7/16

Esos encuentros con ella



Los mejores filmes dan la impresión de abrir puertas y también
de que el cine comienza o recomienza con ellos. 
Vivre sa vie es uno de esos filmes.
François Truffaut




Vivre sa vie (1962) es tantas cosas. Por ejemplo, puede verse como un documental -o sencillamente un documento- sobre los estados del alma de Anna Karina (que me mira cada vez que abro el portátil). Y hay pocas actrices que deparen el inmenso gozo de contemplarlas sentir, mirar, reaccionar, hablar, bailar, fumar, andar...


Y claro, hay pocas experiencias tan arrebatadoras como mirar cómo mira Godard a Anna Karina. Hay pocos cineastas que hayan filmado con tanta perseverancia a la mujer que amaban/amaron, y hayan llegado tan lejos en busca de la belleza como Godard con Anna Karina, iluminada siempre por el gran Raoul Coutard.


En Vivre sa vie asistimos a algunos de los momentos no ya perdurables sino directamente sublimes de Anna Karina en una pantalla.


El llanto callado en el cine viendo La passion de Jeanne d'Arc, de Dreyer, una mirada tan conmovida la de Anna Karina como si Maria Falconetti hubiera suspirado años y años para que alguien la contemplara así, por encontrar en Anna Karina la espectadora de cine soñada.


Como contempla conmovida la pareja de enamorados mientras suena Ma Môme, de Jean Ferrat (que la escucha junto a la jukebox, como si fuera de otro: Mi chica trabaja en una fábrica / no tenemos dinero...).


El baile en los billares para el jugador que se ha quedado prendido de ella y le trae un paquete de Gitanes, un baile que, en palabras de Kaja Silverman, representa la única realización diegética de sus sueños del mundo del espectáculo y, de manera significativa, su momento de mayor autoafirmación...


Y esa escena que uno no se cansa de ver, cuando Anna Karina se mide a cuartas...


Pero sobre todo es el retrato de Anna Karina por Godard. Mejor aún, es Godard filmando un retrato de Anna Karina, filmando a la mujer que ama. Anna. Nana. Por eso, en la matriz del filme Godard lee -sobre el rostro de Anna Karina- El retrato oval de Poe, y dice:
Es nuestra historia: un pintor hace el retrato de la mujer que ama. 

Y entre cuantos cineastas pintores son -o han sido-, ningún cineasta más pintor que Godard. Ya se puede ver una y mil veces, es una de las grandes escenas de la historia del cine, un retrato y una confesión: el cineasta filma a la mujer amada pero también la vampiriza (el pintor del cuento mata a la mujer que ama en el aquel de pintarla).


Hay algo terrible y conmovedor en ese deslizamiento entre la ficción y la efusión íntima, que afluye en la ternura de una caricia de la voz de Godard en el rostro de Anna Karina, que acaba con un pudoroso fundido a negro.


Quizá el desgarro que se experimenta con Vivre sa vie provenga de la sensación que destila la escena de El retrato oval: quizá Godard nunca ha amado a Anna Karina como en esta película, o sea, nunca amó tanto a Anna como amó a Nana.


Viendo Vivre sa vie cabe preguntarse cómo habría sido el cine de Godard de no haberse enamorado de Anna Karina y qué habría sido de nuestra cinefilia si no hubiéramos podido enamorarnos de ella. También es verdad que algo así no podía durar, que debemos gloriarnos por tanto como duró, un regalo de los dioses lares del cine.


Vivre sa vie parece decirnos: esto no es una ficción, es un documento; o mejor, un ritual íntimo. O de esta otra manera: esto es sólo una ficción porque tú me ves.


Esas miradas a cámara de Anna Karina parecen decirle a quien está detrás (Godard): esto es entre tú y yo, esto va de nosotros, esto es verdad 24 veces por segundo.


Susan Sontag dijo que Vivre sa vie es una película perfecta, y también...
...una de las obras de arte más extraordinarias, bellas y originales que conozco.

En un estupendo artículo de Alain Bergala sobre la herencia de Rossellini en Godard (o mejor, sobre la filiación de Godard con Rossellini) señala Vivre sa vie como un filme cardinal en el descubrimiento y asunción por parte del cineasta de su propia poética.


El filme de Rossellini, Francisco, juglar de Dios (1950) le permitió ver a Godard que se puede hacer un bello filme sin contar una historia según la sintaxis clásica, aparcando la gestión pesada de la causalidad narrativa (el encadenamiento de escenas siguiendo la pauta causa-efecto). En el estreno de su película, un Godard feliz hablaba de su descubrimiento:
Pegué un material en bruto, piedras perfectamente redondas que coloqué unas al lado de otras y el material se organizó.

Francisco, juglar de Dios, por así decir, había liberado a Godard. Cuando había terminado el montaje de Vivre sa vie, aprovecha el paso de Rossellini por París para enseñarle la película en seguida. En el coche, camino del aeropuerto, para coger un vuelo a Roma, Rossellini le dice algo que obsesionará a Godard por mucho tiempo: con Vivre sa vie ha rozado el pecado antoniniano, pero consiguió evitarlo por los pelos.


Ese pecado antoniniano, la belleza formal excesiva de los planos de los filmes de Antonioni, siempre horrorizó a Rossellini. Quizá por eso Godard hablaba de Vivre sa vie (en una entrevista publicada en Cahiers du cinéma en diciembre de 1962) como una serie de esbozos:
es preciso dejar que las personas vivan sus vidas, no mirarlas demasiado, en caso contrario acabamos por no entender nada.

Justo esbozo era el término con que Rivette hablaba del cine de Viaggio in Italia, otro de los filmes cardinales (también) para Godard.
...el filme quedó hecho desde el primer momento, como movido por un impulso, como un artículo que escribimos de un tirón. Vivre sa vie resultó ser el equilibrio que, de repente, hace que te sientas bien en la vida, durante una hora o un día, o una semana: Anna, que está presente en el sesenta por ciento de la película, se sentía un poco incómoda, ya que nunca sabía por adelantado lo que tendría que hacer [de hecho, como señalan Harun Farocki y Kaja Silverman en A propósito de Godard, la cámara parece adelantarse siempre a Anna Karina]. Pero era tan sincera en su voluntad de actuar que, finalmente, es esa sinceridad la que acabó actuando. Por mi parte, sin saber exactamente lo que yo iba a hacer, era tan sincero en mi deseo de hacer la película que, ella y yo juntos, acabamos lográndolo. Nos encontramos al final con lo que habíamos puesto al principio. Me gusta mucho cambiar de actores, pero, con ella, trabajar implica algo diferente. Creo que es la primera vez que ella es absolutamente consciente de sus medios y que los utiliza. (...)
Había una especie de estado inconsciente cuando realizábamos el filme, y Anna no fue la única en dar lo mejor de sí misma. Coutard logró su mejor fotografía. Lo que me admira cuando vuelvo a ver el filme es que parece ser el más trabajado de los que he hecho, cuando en realidad no era así. Usé un material en bruto, piedras perfectamente redondas que coloqué una al lado de otra, y y ese material se fue organizando solo. (...)
 

En una entrevista con Tom Milne lo explicó así:
Vivre sa vie debe muy poco al montaje, puesto que es una colección de tomas colocadas una al lado de la otra y cada una de ellas debería ser autosuficiente. Lo curioso es que la película parece que está cuidadosamente construida, cuando en realidad la hice de manera extremadamente rápida, casi como si estuviera escribiendo un artículo que no va a corregirse.
¿Cómo mostrar el interior? 
Pues bien, precisamente quedándose fuera, 
tranquilamente. (Godard)

Y a propósito de Rossellini:
Con él un plano es bello porque es el adecuado [o sea, el plano justo] y, en casi todos los otros, un plano acaba siendo el adecuado a fuerza de ser bello. 

Lo que vemos en Vivre sa vie, con las bruscas elipsis que subrayan una estructura de bloques y la división en doce cuadros, cobra visos -para Farocki- de fragmentos encontrados, antes que de elementos producidos. Cachitos de vida, digamos.


Godard suele pedirles a sus actores que su realidad apoye su ficción. Dado que...
un actor existe independientemente de mí... trato de usar esa existencia y darle forma a las cosas a su alrededor para que él pueda seguir existiendo...  

 ...dentro del personaje que representa. Pero nadie -ningún actor, ninguna actriz- le ofrendó el alma en carne viva como Anna Karina.


En el aquel de vivir su vida.


En cada película que rodaron juntos.


En esos encuentros con ella.