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17/12/12

Demonio de niños



Hay libros que uno hubiese deseado leer (y películas que hubiese debido ver) de niño, porque entonces su poder de turbación habría cultivado eidos (de la intimidad) que ya no alcanzan cuando se leen (o ven) de adulto, y sólo se pueden disfrutar como literatura (o cine). Hay ciertas obras a las que se deben exponer (o ser expuestos) los niños, como a perderse en un bosque, a transitar un camino en una noche oscura (como boca de lobo), extasiarse ante el mar infinito o la inmensidad del cielo una noche sin otras luces que las estrellas.

Edición de 1932 de Huracán en Jamaica.  
La primera data de 1929.
Richard Hughes tenía 29 años 
y se estrenaba como novelista.

Obras como Huracán en Jamaica de Richard Hugues, pongamos por caso, que uno sólo llegó a conocer después de ver en televisión Viento en las velas (1965), como se tituló aquí la adaptación cinematográfica dirigida por Alexander Mackendrick, y leer en un Dirigido por de finales de los ochenta, si no recuerdo mal, una (imprescindible) entrevista de Antonio Castro con el cineasta que, muy humilde, se lamentaba de que su película no le hiciera justicia a la obra maestra de Richard Hugues. No mucho después encontré una edición de bolsillo y pude leer Huracán en Jamaica, una novela espléndida, como la calificó José María Latorre en el capítulo dedicado a la infancia perdida en esa vuelta al mundo de la adaptación que nos depara Los sueños de las palabra, quizá el mejor libro que se haya escrito aquí a propósito de los tránsitos entre la literatura y el cine o, como apunta el propio autor, sobre la adaptación como pretexto (o como pre-texto).


Hace nada leí que la directora de una editorial de libros infantiles -concebida para promover el respeto a la diversidad- proclamaba que los cuentos tradicionales son un horror y se preguntaba qué valores enseña un cuento como Hansel y Gretel donde unos niños mataban a la bruja y luego le robaban; todo eso dicho, por lo visto, como en broma. Hay que ser bien zote. No es de extrañar que tantos niños dejen de leer después de padecer libros (infantiles) que, en lugar contar buenas historias, los ilustran con valores (que deben ser inculcados). Como si ése fuera el propósito (o la obligación) de la literatura (y el cine). Se prefiere la enseñanza de valores (que, por otra parte, nunca pueden ser enseñados más que por ósmosis, es decir, a través del ejemplo y del ejercicio de la razón) y se desdeña la experiencia primordial -íntima y conmovedora- que representan la literatura y el cine en el aquel de exponer a los niños a los misterios donde, más allá (o más acá) de la razón, germinan iluminaciones, vías de conocimiento, una poética de las sombras, que sólo por los caminos del arte (de la literatura y el cine) resultan accesibles. La experiencia que se destila, pongamos por caso, en El espíritu de la colmena. La experiencia germinal que vivió Víctor Erice.


Tanto la novela de Richard Hughes como la película de Mackendrick abordan ese tema tan políticamente incorrecto, y del que huye como de la peste la llamada literatura infantil y juvenil: los niños como semilla del caos, esos niños fatales que llevan la perdición a quienes caen bajo su influencia, como John Mohune a Jeremy Fox en Los contrabandista de Moofleet de Lang (adaptación de Moonfleet de John Meade Falkner) o aquellos hermanitos a la institutriz en Otra vuelta de tuerca de Henry James (llevada al cine por Jack Clayton en The Innocents, entre otras adaptaciones). Angelitos.


Y, desde luego, los niños de Viento en las velas, esa simiente dañina que los filibusteros no saben ver (por más que tengan delante de los ojos) -Sólo son niños, dice Chávez (Anthony Quinn), el capitán pirata-, una ceguera que les costará la vida: la inocencia letal que Philip Kemp designó como el tema que pespunta la filmografía de Mackendrick, con ese doble sesgo de candor y ofuscación, o mejor, a través de la dialéctica entre la inocencia como estado del alma y como déficit de percepción.

Alexander Mackendrick

En ese sentido, era el cineasta ideal para amasar esa levadura diabólica que -en unas líneas magistrales de Hughes- aquellos desventurados piratas, en un raro rapto de lucidez, llegan a percibir en los niños de Huracán en Jamaica que les cayeron en desgracia. Y tal como sucedieron las cosas diríase aun que el destino le tenía reservada la adaptación de la novela, pero estuvo jugando al gato y al ratón con el cineasta durante quince años.

(Los fotogramas pertenecen a Viento en las velas, sobra decirlo, y también que continuará.)

9/11/11

Aquella noche de noviembre en Louisville


Una vez al año, o alguna más si algún estreno lo propicia, quedo con Cheché Carmona en un café de A Coruña. El guión de cada encuentro apenas varía: breve sumario de nuestros trabajos (a no ser que llevemos entre manos algún guión que desborde el aquel meramente alimenticio), a modo de prólogo, y el resto de las dos o tres horas ya nos enviciamos en hablar de libros y películas. La semana pasada salieron a relucir, entre otros, Ford -siempre sale Ford-, Lubitsch, Wilder, Los ojos sin rostro de Franju, Río salvaje de Kazan, Fedra de Mur Oti, Calle Mayor de Bardem, Coppola -esta vez Sofía, por Somewhere, su última película, que me recomendó (cuando salí del cine, me confesó, pensé que una película así, tan minimalista, no debía gustarme, pero me gustó mucho)-, Clint Eastwood -otro que tampoco falta-, Poe y ese cuento suyo Hop-Frog, Hemingway y Diez indios -donde menos es verdaderamente más-, Proust -casi siempre viene a cuento (donde más no sólo es muchísimo sino inagotable)- y la Odisea -que también-, y el documental Facing Ali -compartimos la afición al boxeo y a las historias de boxeadores- que me urgió ver y Del boxeo, los relatos de Joyce Carol Oates, que me encareció leer. Cuando ya nos habíamos despedido y me encaminaba al hotel, caí en la cuenta de que no le había comentado nada sobre El gran Gatsby en relación con la serie Mad Men, y recordé que hace dos años me dijo cuánto echaba en falta en esta escuela una entrada sobre la novela de Scott Fitzgerald.


Un ejemplar de la primera edición (1925) 
de El gran Gatsby

He vuelto a leer El gran Gatsby porque Donald Draper -uno de los grandes personajes de Mad Men, la serie de Matthew Weiner- viene a ser un trasunto del personaje central de Fitzgerald, un hombre que se inventó a sí mismo, porque en el horizonte del sueño americano un hombre hecho a sí mismo debe ser siempre otro hombre, con una identidad que entierra la identidad originaria, un hombre sin pasado, sin camino de vuelta, sin retorno; en el fondo, Don Draper es un Don Nadie de Ninguna Parte, como un personaje de la novela define a Jay Gatsby. De ahí, la tragedia íntima y la fragilidad del sueño. En Mad Men. En El gran Gatsby. Digamos que la serie despertó el deseo de volver a leer la novela, pero bastaron unas pocas páginas para que la prosa soberana de Scott Fitzgerald se convirtiera en razón sobrada para regresar a El gran Gatsby.


Matthew Weiner, a la dcha., con Jon Hamm (Don Draper) 
en el set de Mad Men

Cada año se renueva la promesa de la gran -también en número de páginas- novela americana, y casi siempre se olvidan de Faulkner. Que si Pynchon, que si los Roth -Henry y Philip-, que si Bellow, que si Foster Wallace (cuya prematura muerte parece haber frustrado una de sus esperanzas) o que si ahora (aunque parece que no) Franzen con Libertad, pero a Fitzgerald le bastaron doscientas páginas para escribir, si no la, sí una gran novela americana; él estaba convencido de haber escrito la mejor novela de los Estados Unidos. Una novela que trata de la ficción como asunto primordial, como savia de la vida y, en definitiva, de la necesidad de la novela, de novelarse, como asiento irrenunciable de la identidad. Por  así decir, Scott Fitzgerald escribió El gran Gatsby para mostrar que la ficción es la verdadera patria (de los sueños primordiales), no ya del escritor, sino del hombre.    

El gran Gatsby fragua el cuento de un hombre devorado por un sueño, que paga un alto precio por vivir demasiado tiempo con un solo sueño, un sueño devorador que otorga grandeza a la historia, una historia que cobra existencia -es decir, escritura- en la medida en que alguien -el narrador Nick Carraway- contempla la grandeza de aquel sueño y le otorga carta de naturaleza a la belleza de la voluntad desmedida de Jay Gatsby en la procura del amor de Daisy. Un amor que sólo cobra visos de realidad si atrapa la mirada del narrador y cuyas dimensiones coinciden con la mirada que cautivan.

Y entonces Gatsby cobró vida para mí: de repente salió del útero de su esplendor inútil.

En último término, la grandeza de la historia de amor de Gatsby por Daisy se cifra en devenir una historia digna de ser contada. Y recordada.

No hay fuego ni frío que pueda desafiar a lo que un hombre guarda entre los fantasmas de su corazón.

En ese sentido, El gran Gatsby es la prueba de ese amor, que se prueba como pura literatura. Dicho de otra forma, que esa historia de amor llegue a existir depende de cómo se cuente. O mejor, es cómo se cuenta. Y ahí radica también la grandeza literaria de la novela de Scott Fitzgerald. Y de su autor.


Parece que Scott Fitzgerald escribió un primer borrador de El gran Gatsby en tercera persona, pero al decidir limitar el relato a la mirada -y la voz- de Nick Carraway dotó de mayor penetración a la escritura y pareja unidad a los efectos narrativos. Y muy pronto leemos en la novela que, después de todo, a la vida se la observa mejor desde una sola ventana. Como vemos a través del narrador, las condiciones de la visión y los efectos de iluminación se convierten en la materia misma del relato:

Estábamos a oscuras: sólo la puerta iluminada proyectaba unos metros cuadrados de luz sobre el amanecer tenebroso y suave. A veces una sombra se movía detrás de la persiana de uno de los vestidores de arriba, dejaba paso a otra sombra, a una incierta procesión de sombras, que se pintaban los labios y se empolvaban ante un espejo invisible.

Una estrategia que se refuerza y se anuda por el hecho de ser una ilusión -un deseo irrenunciable, un sueño, un espejismo- el motivo cardinal de la novela.

Cada noche aumentaba la trama de sus fantasías hasta que el sopor ponía fin a alguna escena especialmente viva con un abrazo de olvido. Durante cierto tiempo esas ensoñaciones fueron un desahogo para su imaginación: eran un indicio satisfactorio de la irrealidad de la realidad, una promesa de que la roca del mundo se fundaba firmemente sobre el ala de un hada.

La escritura se vuelve el cedazo de un doble encantamiento: el de Gatsby por Daisy, y el de Nick Carraway por aquel amor que nos relata como testigo privilegiado y cautivo. Más aún, es la fuerza de ese amor la que lo empuja a narrar, a preservar aquella historia inmortal, la que lo convierte en narrador.

Y así, creemos a ciegas, cuando Nick nos cuenta hechos que no pudo presenciar y que ni siquiera nos aclara cómo llegó a conocerlos -aunque no resulta difícil conjeturar su descubrimiento-, pero no hace falta aclaración alguna, porque es un narrador que nos ha mostrado en el curso de la novela la capacidad de ponerse en el sitio de otro, que es una forma de empezar a ser otro, o sea, una condición del escritor; por eso aceptamos que Nick imagine lo que ve Gatsby antes de morir -aunque no puede verlo-, cuando del sueño sólo quedan jirones, porque -como narrador- ve más allá de sí mismo, ve a través de otros, ve lo que no vio, experimenta lo ajeno como propio, que no es otra cosa la magia de la ficción y la ilusión de la novela.

Debe de haber mirado un cielo extraño a través de la hojarasca aterradora, y tiritado al descubrir lo grotesca que es una rosa y lo cruda que es la luz del sol sobre una hierba aún sin acabar de crear. Un mundo nuevo, material pero no real, donde pobres fantasmas que respiran sueños en vez de aire se movían sin sentido, al azar..., como esa figura cenicienta y fantástica que se deslizaba hacia él a través de los árboles informes.

Bien puede leerse -y verse- El gran Gatsby como el cuento trágico de un héroe que se destruye cuando acaricia ya el sueño anhelado después de un largo viaje. Pero cómo podría leerse un cuento que levanta un mundo sobre el ala de un hada sino como una historia trágica. Qué poquita cosa resultan los objetos mágicos que cifran los sueños de Gatsby -aquella luz verde que brilla toda la noche en el extremo del embarcadero de Daisy- o de Myrtle Wilson (la amante del marido de aquélla) -una correa de perro, muy cara, de piel con adornos de plata envuelta en papel de seda-, sueños simétricos de dos personajes reflejados en el espejo de las respectivas tramas y anudados en la fatalidad. Cómo podría verse si no esta novela de los locos -felices, violentos, febriles- años veinte que anidaban el germen de la hecatombe. El gran Gatsby, publicada en 1925 y escrita el año anterior entre la Riviera francesa, Roma y Capri, nos trae el perfume de un montaje vibrante y luminoso que enmascaraba la fragilidad de un sueño y presagian su irremediable final. Lástima que un cineasta como Coppola no se encargase de la puesta en escena de la película además del guión, y quizá con otro reparto (desde luego con otro Gatsby).

Fotograma de El gran Gatsby (1974) de Jack Clayton, 
a partir de un guión de Francis Coppola

Pero la naturaleza de cuento de El gran Gatsby debe mucho al genio de Scott Fitzgerald al cuajar una imagen mítica en el vano resplandor de aquellos años veinte y contagiar la visión ilusoria del protagonista con la inmensidad del pasmo primordial, yuxtaponiendo la pérdida de un personaje con un mundo perdido:

Árboles desaparecidos, los árboles que cederían su sitio a la casa de Gatsby, provocaron una vez con sus susurros el último y más grande de los sueños humanos: durante un instante encantado y efímero el hombre tuvo que contener la respiración en presencia de este continente, obligado a una contemplación estética que no entendía ni deseaba, frente a frente por última vez en la historia con algo proporcional a su capacidad de asombro.

Ahora todo el asombro se reduce a aquella luz verde al final del embarcadero de Daisy. Pero basta esa estrella mínima para cifrar un destino, una luz tan cercana como inalcanzable, porque se aleja a medida que caminamos, como barcas contracorriente, devueltos sin cesar al pasado. Como Don Draper. Como Jay Gatsby a aquella noche de noviembre en Louisville con Daisy entre sus brazos.


(Los fragmentos de El gran Gatsby se tomaron de la traducción de Justo Navarro para la editorial Anagrama.)

11/10/10

Madejas, rabos, fantasmas, gérmenes y espejos


Henry James se refería al primer esbozo de un relato, que apuntaba en su cuaderno de notas, como la punta de la madejala punta del rabo de una idea. El 21 de abril de 1911, después de aferrar la punta del rabo de una idea anotada once años antes, escribe: "Ahora que acabo de desanudarlo -à propos- no podría decir que el argumento me impresiona en exceso -y sin embargo, no existe otro modo de ahuyentar estos motivos que flotan alrededor como fantasmillas-. Hay que hacer el esfuerzo de formularlos -y después se ve-. Por lo demás, esta prueba de la formulación es, en cualquier caso, algo tan exquisito que siempre vale la pena afrontarla, aunque más no sea porque reaviva el hechizo de los viejos días sagrados". Esos viejos días sagrados corresponden a sus veinte años de más intensa producción literaria, entre 1885 y 1905. Los cuadernos de notas de Henry James devienen un laboratorio para estudiar fantasmas, como si los contemplara en un espejo. Quizá porque fue uno de los primeros estudiosos de la obra de Nathaniel Hawthorne y uno de los primeros lectores de sus cuadernos de notas, donde abundan los fantasmas y los espejos.


 En 1837, Hawthorne anota en uno de sus Cuadernos norteamericanos:

Un viejo espejo. Alguien descubre la forma de que todas las imágenes que reflejó en el pasado vuelvan a la superficie.

No puedo evitar leer en esta nota una metáfora, o mejor, una profecía del cinematógrafo: el cine como urdimbre de fantasmas. En 1835, el autor de La letra escarlata apunta una idea para un cuento que bien podría servir como germen de un corto de animación:

Desarrollar un cuento o una escena dentro del círculo de luz de una farola callejera. Plantear la acción hasta el momento en que la luz está por apagarse. El desenlace trágico se produce en el mismo instante en que la llama vacila por última vez.


Muchas de las anotaciones de Hawtorne emergen como vislumbres que desvelan la poética del punto de vista o la teoría de la iluminación  que Henry James desarrolló en artículos y prólogos. Punto de vista e iluminación como factores esenciales de la economía del relato como condición esencial de su estética literaria, porque -escribió James- en arte la economía es siempre belleza. Por eso, cuando anotaba un esbozo de relato en sus cuadernos de notas precisaba los requerimientos de punto de vista e iluminación que llevaba aparejados -quién ve qué, quién cuenta, a través de quién vemos, a través de quién sabemos, quién ilumina la escena-,aunque fuera en un estadio meramente intuitivo y/o rudimentario:

"Sábado, 12 de enero de 1895. Anoto aquí la historia de fantasmas que el arzobispo de Canterbury me contó en Addington (la noche del jueves 10); un mero boceto vago, general, impreciso, puesto que no otra cosa le había referido (de modo harto malo e imperfecto) una dama que no poseía el arte de narrar ni claridad alguna. Es la historia de unos niños (de edad y en número indefinidos) que, muertos presumiblemente los padres, quedan al cuidado de sirvientes en una vieja casa de campo. Los sirvientes, malvados y corrompidos, corrompen y depravan a los niños; los niños se vuelven viles, capaces de ejercer el mal en un grado siniestro. Los sirvientes mueren (la historia no dice claramente cómo) y sus apariencias, sus figuras, vuelven para poseer la casa y los niños, a quienes parecen tentar, a quienes invitan y convocan desde más allá de lugares peligrosos, el profundo barranco tras un cerco derruido, etc., de modo que al entregarse a su poder los niños pueden destruirse, perderse. No se perderán mientras alguien los mantenga alejados; pero estas malignas presencias insisten una y otra vez, intentando hacer presa en ellos. Es cuestión de que los niños "vayan hacia allá". La pintura, la historia, es demasiado oscura e inacabada, pero inspira la realización de un efecto extrañamente horripilante. Ha de contarla -es tolerantemente obvio-un testigo u observador externo."

El tal arzobispo al que se refiere Henry James en esta entrada de sus Cuadernos de notas (1878-1911) era el padre de E. F. Benson autor también de cuentos de fantasmas y amigo de James. Quienes hayáis leído Otra vuelta de tuerca, como se ha venido traduciendo The Turn of the Screw -pongamos por caso José Luis López Muñoz o Sergio Pitol (os dejo un enlace con su versión)-, o Vuelta de tuerca -según Juan Antonio Molina Foix-, habréis reconocido en esa anotación el origen de la novela de Henry James. La leímos por primera vez hace treinta años en la colección Libro Amigo de Bruguera -el número 599, concretamente- traducida por Antonio Desmonts, un ejemplar que he asilado en Tui porque se cae a pedazos y quiero conservarlo en memoria de las horas felices que nos procuró.    

Los amigos de esta escuela sabéis cuánto me interesan los gérmenes -así denominaba Valery Larbaud a los embriones o simientes de los relatos- de las películas o de los libros que me gustan. En el caso de Otra vuelta de tuerca hay fundadas razones para señalar otro germen de naturaleza mucho más íntima: Alice, la hermana de Henry James.


Los hermanos tenían una relación muy intensa que el escritor describió en una carta a su editor de Londres como "un pequeño y armonioso ménage, y me siento en buena medida como si estuviera casado". Alice era la pequeña de la familia y la única niña, estuvo inválida la mayor parte de su vida y sufrió repetidos episodios histéricos que probablemente pueden verse como una respuesta orgánica a la represión victoriana sobre las mujeres y a las restricciones cotidianas a las que se veían sometidas -y en las que eran "educadas"-, así lo entendió con los años el propio Henry James: "en nuestro grupo familiar, las chicas parecen no haber tenido apenas una sola oportunidad (...) la trágica salud de Alice era, en cierto modo, la única solución que ella veía al problema práctico de la vida".

Henry y Alice experimentaron una íntima afinidad, que iba más allá de sus vínculos familiares, y una sintonía emocional que se remontaba a los años de la infancia. El escritor llegó a apuntar, cuando su hermana llevaba tres años muerta, una idea para un relato, que no escribió, sobre un hermano y una hermana que experimentaban "el dolor de la empatía" y sentían "una devoción profunda" el uno por el otro.

En 1891 le diagnosticaron a Alice un cáncer de mama y su hermano William -como médico y psicólogo- le aconsejó recurrir a cualquier alivio posible para el dolor: "Toma toda la morfina (u otra forma de opio si ésa te desagrada) que quieras, y no tengas miedo a emborracharte de opio. ¿Para qué se ha creado el opio si no es para momentos como éste?". Henry James le contó a su hermano en una carta que Alice, justo antes de morir el 6 de marzo de 1892, tuvo un sueño en el que vio a algunos de sus amigos muertos en un barco, en medio de un mar tempestuoso, llamándola con gestos mientras el barco se alejaba entre sombras. Alice murió un domingo, por la tarde, mientras Henry subía la persiana para que entrara algo más de luz en su habitación, en una casita de Camden Hill, en el número 14 de Argyll Road en Londres.


Cabe imaginar que aquella historia de fantasmas que le contó el arzobispo de Canterbury a Henry James una noche de enero de 1895 cayera en terreno abonado, en una memoria cultivada por un germen más íntimo y poderoso, y ese testigo u observador externo que debería contar la historia, es decir, la institutriz, cobrará vida literaria como un trasunto de la histeria -o neurastenia, como le decían- de la propia Alice. Porque es la institutriz quien cuenta Otra vuelta de tuerca, una primera persona que deviene retrato de la protagonista, destilado de la mirada que guía el relato, hasta el punto que cabría considerar a los niños no como víctimas de los sirvientes sino de la propia institutriz que los acosa en pos de los fantasmas que proyecta su propia mente trastornada.

La literatura es una fuerza de la memoria que aún no hemos comprendido del todo, le gustaba decir a John Cheever, asegurando que se trataba de una cita de Cocteau. Y Henry James dejó fermentar el cultivo de esos gérmenes en la memoria hasta que el director de la revista Collier Weekly le pidió un cuento de ocho a diez mil palabras para el número de navidad de 1897. Desde que padeció una lesión en la muñeca derecha, James compró una Remington y se habituó a dictar sus relatos que después corregía a mano, primero a William McAlpine, un mecanógrafo escocés y taciturno, luego a Mary Weld y, más tarde, a Theodora Bosanquet que se convertiría, por así decir, en su mecanógrafa de cabecera. No pocos estudiosos han visto en el dictado como método de escritura el germen del estilo de James, un método que empezó a utilizar en 1897 y ya nunca abandonó.

Así que durante el otoño de 1897, entre los meses de septiembre y diciembre, James le dictó a William McAlpine Otra vuelta de tuerca en su piso de Kensington, en Londres, en el número 34 de De Vere Gardens. Como era habitual en James, el texto creció hasta convertirse en una novelita y se publicó en una serie de doce entregas entre enero y abril de 1898.  En otoño de ese mismo año, se publica Otra vuelta de tuerca como libro, una edición a partir de una significativa revisión del texto por parte de James y centrando aún más la acción en torno a la institutriz, desplazando la atención de los detalles observados por la institutriz  hacia las reacciones que experimenta, además le añade un prólogo en el que desgrana los problemas de composición a los que se enfrentó durante la escritura.     

Otra vuelta de tuerca es un prodigio de ambigüedad. Nunca estamos seguros de lo que ve la institutriz, de cuál sea la naturaleza de sus visiones, y James deja en nuestras manos decidir, en último término, qué ve y si lo que estamos leyendo es una historia de fantasmas o de una neurótica. Porque, en el fondo, también podría leerse Otra vuelta de tuerca como el trabajo obsesivo de un escritor por cercar y aprisionar nuestra mirada en su visión, encadenando nuestro punto de vista al de la institutriz mediante la pulsión de la escritura; y de la misma forma -porque de formas se trata- que la mirada de la protagonista y narradora de Otra vuelta de tuerca parece invocar los fantasmas, el texto invoca nuestra imaginación y nos empuja a ver, eso sí, a través de los principios ópticos trazados por el autor. Nadie podría expresarlo mejor que Maurice Blanchot:

La presión que la institutriz hace sufrir a los niños para arrancarles sus secretos, y que ellos sufren quizás también a manos de lo invisible, es en esencia la presión de la narración misma, el movimiento maravilloso y terrible que el hecho de escribir ejerce sobre la verdad, tormento, tortura y violencia que conducen finalmente a la muerte, en donde todo parece revelarse, todo vuelve a caer en la duda y el vacío de las tinieblas.

Si vemos los fantasmas nuestra sensibilidad queda comprometida, por eso la institutriz quiere que los niños no vean lo que ella ve, porque si ven estarán perdidos. Como ella.  Pero si ella está perdida cómo fiarnos de su visión. Lo que está en juego es la naturaleza de las imágenes. Henry James evoca lo fantasmal de forma indirecta y el malestar produce escalofríos no por la presencia de los espectros, sino por el secreto trastorno que provoca. Es decir, el terror no proviene de lo que se ve sino de la experiencia de la visión. Cómo extrañarnos entonces que Otra vuelta de tuerca haya generado varias adaptaciones cinematográficas si trata de la conmoción íntima de alguien que ve lo que no quiere ver o que ve lo que desea culpablemente ver. ¿Acaso no trata del cine?


Quizá por esa razón cualquiera de las adaptaciones me acaba defraudando. Porque no exprimen todo el cine que hay en Otra vuelta de tuerca.  Me referiré sólo a The innocents (1961), que aquí se títuló -quién sabe por qué- Suspense, la película de Jack Clayton en cuyo guión intervino, y parece que de forma decisiva a la hora de mantener suficientes dosis de la ambigüedad del relato original, Truman Capote. "Pensé que [el guión] estaría chupado porque Otra vuelta de tuerca me gustaba muchísimo. Pero cuando me puse con ello vi lo ingenioso que había sido James. Lo había construido todo con alusiones y rodeos. Sólo cometí un error. Al final, cuando la institutriz ve el fantasma de Miss Jessel sentada en su despacho, hice que cayese una lágrima sobre la mesa. Hasta entonces no estaba claro si el fantasma era real o sólo estaba en la mente de la institutriz. Pero la lágrima era real, y eso lo estropeó todo". Clayton recordaba que Truman Capote escribió el guión "a una velocidad increíble, lo terminó casi todo en ocho semanas y luego sólo hizo falta retocarlo un poco".


Me gustan mucho algunos momentos, como la aparición en el cañaveral de la institutriz anterior o el beso turbador de la protagonista al niño muerto; también la fotografía en blanco y negro de Freddie Francis y la encarnación de la institutriz por Deborah Kerr...


Sin embargo me molestan los recursos tópicos del cine de terror más rutinario y es una lástima que no hayan profundizado justo en la dimensión más cinematográfica del relato de James: la articulación de la mirada, o mejor, los poderes de la mirada de la institutriz. O dicho de otra forma, la metamorfosis de la pantalla en un lugar de encuentro de su mirada con la nuestra que otorga significado a los fantasmas de la institutriz. A nuestros propios fantasmas, como si emergieran en un espejo. El espejo del cine. Como en la profecía de Hawthorne.