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3/9/17

El tranvía 194


Alguna vez se me pasó por la cabeza armar una antología de idas al cine espigadas de novelas, poemas o memorias. Unas cuantas ya tuvieron su asiento en esta escuela. En esa antología posible no podrían faltar las idas al cine de John Berger con su madre de niño en las páginas de Aquí nos vemos.


Me gustan esas ciruelas claudias de la cubierta (una ilustración del propio Berger), esas frutas de agosto que sólo deben cogerse del árbol cuando tienen la temperatura de un tipo particular de frescor soleado. Fue el último libro de este verano. Me gustó mucho más que la primera vez hace más de diez años, y no digamos el último relato, El Szum y el Ching (con motivos tan queridos como El jinete polaco de Rembrandt o el fantasma de una jovencita -pero ya militante comunista- Rosa Luxemburg en un columpio, ese columpio como pespunte memorioso de sus páginas); tanto me gustó que se lo conté a Ángeles camino de Tui el miércoles pasado (también por animarla a cocinar una sopa de acederas con la receta que hilvana el relato). Aquí nos vemos se lee como el libro (o peto) de ánimas de John Berger...
El número de vidas que entran en la vida de uno es incalculable.
Imágenes de The Seasons in Quincy: 
Four Portraits of John Berger (2016), 
un filme producido, entre otros, 
por su amiga Tilda Swinton.
Fotogramas de Play Me Something (1989), 
de Timothy Neat, que escribió el guión con John Berger, 
que interpreta a un tipo que le cuenta historias
a unos pasajeros varados en las Hébridas. 
En el rodaje se conocieron John Berger y Tilda Swinton.

El primero de los relatos de Aquí nos vemos se titula Lisboa, donde se encuentra con su madre que lleva muerta quince años y los tranvías de Lisboa despiertan la memoria de aquél que cogían en Londres para ir al cine los miércoles, como leemos en las pp. 14-15:
Entonces, si el tiempo no cuenta, ¿lo que cuenta es el lugar?, volví a preguntar. 
No es cualquier lugar; es el lugar donde nos vemos, donde nos encontramos. No quedan muchas ciudades con tranvías, ¿verdad? Aquí los oyes constantemente, salvo unas horas por la noche. 
¿Duermes mal? 
No hay una calle en el centro de Lisboa donde no se oigan los tranvías. 
Era el 194, ¿no? Lo tomábamos todos los miércoles para ir a South Croydon y de vuelta a East Croydon. Primero hacíamos la compra en el mercado de Surrey Street y luego íbamos al cine, al Davies Picture Palace, que tenía un órgano eléctrico que cambiaba de color cuando lo tocaban. Era el 194, ¿no?
Conocía al organista, dijo. Le compraba apio en el mercado. 
También comprabas riñones, aunque fueras vegetariana. 
A tu padre le encantaban para desayunar. 
Como a Leopold Bloom. 
No presumas de culto. No tienes que impresionar a nadie. Siempre te querías sentar en los primeros asientos del piso de arriba. Sí, era el 194. 
¡Y cómo te quejabas de las piernas subiendo las escaleras! 
Te gustaba sentarte delante porque así podías hacer que conducías y querías que yo te viera. 
Me encantaban las esquinas. 
Los raíles son los mismos aquí en Lisboa, John. 
¿Te acuerdas de las chispas que soltaban? 
Sí, cuando llovía. ¡Aquello sí que eran chispas! 
Conducir después del cine era lo mejor. 
Te ponías en el borde del asiento. No he vuelto a ver a nadie mirar con tanta concentración. 
¿En el tranvía? 
En el tranvía y también en el cine.
Muchas veces llorabas en el cine, dije. Tenías una manera especial de secarte las lágrimas. 
Tu forma de conducir el tranvía enseguida le puso punto final a aquello. 
No. De verdad, llorabas la mayoría de las veces. 
¿Quieres que te cuente algo? ¿Te habías fijado en la torre del elevador de Santa Justa? Esa de ahí abajo. Es propiedad de la Empresa Municipal de Transportes de Lisboa. El elevador no va realmente a ningún sitio. Sube a la gente ahí arriba y vuelve a bajarla después de que han contemplado la vista desde la plataforma. Y pertenece a la Empresa Municipal de Transportes. Pues fíjate, John, las películas hacen lo mismo. Te suben a algún sitio y luego te devuelven al lugar en el que estabas. Por eso, entre otras cosas, llora la gente en el cine. 
Hubiera pensado... 
¡No pienses tanto! Hay tantas razones para llorar en el cine como gente comprando entradas.
Ese cine del barrio de Croydon, en Londres, se llamaba en realidad Davis Theatre. Se había inaugurado el 18 de diciembre de 1928 con The Last Command, de Joseph von Sternberg, publicitada para la ocasión como "de Emil Jannings", el actor que encarnaba al protagonista, una estrella mucho más rutilante que el director.


Era el cine más grande de Inglaterra (2.200 localidades), y efectivamente su órgano Compton causaba sensación. En la noche del 14 de enero de 1944, una bomba lanzada por un avión alemán atravesó el techo y cayó en el patio de butacas. No llegó a explosionar; murieron seis espectadores y 25 resultaron heridos; había más de 2.000 viendo Two Señoritas from Chicago (1943), de Frank Woodruff, una comedia musical con Joan Davis, Jinx Falkenburg y Ann Savage. No vi la película, sólo sé que va del fraude en torno al libreto de una comedia musical de ¡dos autores portugueses! El Davis Theatre celebró la última función el 23 de mayo de 1959 y lo demolieron a finales de ese mismo año.

El Davis Theatre en 1959.

John Berger vuelve (por última vez) a las idas al cine con su madre en la página 43 de Aquí nos vemos...
Habíamos visto juntos, en el Davies Picture Palace, Una noche en la ópera y Sopa de ganso. En el cine se tapaba la boca para que no se la oyera reír, como si no quisiera llamar la atención sobre nuestra presencia, que rayaba en lo ilícito. Ilícito porque ni ella ni yo mencionábamos nunca nuestras idas al cine, e ilícito, en un sentido más directo, porque se las ingeniaba, y muchas veces lo lograba, para entrar sin pagar. Todo era cuestión de estrechas escaleras sin alfombrar y salidas de incendios.
Fotograma de Una noche en la ópera (1936), 
de Sam Wood.

Qué otra cosa le pedimos al cine sino que nos lleve (como decía Rita Azevedo Gomes), y ya vemos cada película que nos transporta como un viaje en el elevador de Santa Justa (nos gusta más llamarlo por su primer nombre, elevador do Carmo), sabiendo que, al terminar, habrá que decirle adiós, un motivo (más que suficiente para llorar) que me devuelve siempre a la infancia, al desconsuelo que me embargaba al salir del cine, de vuelta en el mundo. Claro que nada me conmovió tanto de Lisboa como esas idas (ocultas) al cine, la intimidad de las películas compartidas de John Berger con su madre. El viaje secreto en el tranvía 194.

12/11/13

Ya puede llover



No es que no me gustara El tren de las 3:10 (1957) de Delmer Daves, es que nunca me había gustado tanto. No es que no me pareciera una buena película, es que nunca me había parecido tan buena. La he vuelto a ver un par de veces estos últimos dos meses y cada vez me ha parecido mejor que la anterior (y mucho mejor de lo que la recordaba). Una gran película.


Dibujos de Delmer Daves para la primera escena en la cantina,
donde marca el movimiento de la dolly, acompañando a la chica, 
y el del protagonista, de un extremo a otro de la barra.

No sé si considerarla la obra maestra de Delmer Daves, quizá, aunque también me gusta mucho El árbol del ahorcado (1959); desde luego, El tren de las 3:10 no es sólo un western magistral, es una obra maestra sin más. De hecho, volví a ella después de ver el remake de 2007 dirigido por James Mangold y motivado por los comentarios de nuestro hijo al que tanto le gusta el filme original. (En algún lugar leí -en alguna reseña con visos de ninguneo, claro- que Delmer Daves no es John Ford; ya, de acuerdo, pero si vamos a eso, ¿quién lo es?)


Desde la apertura misma se palpa el paisaje desolado en ese espléndido gran plano general, cuyos bordes recorre la diligencia, se siente el sabor de la tierra reseca en la lengua y se deletrea un abecedario de lejanías, fronteras y confines.



Delmer Daves conjuga en El tren de las 3:10 la relación de los personajes con el territorio, la voluntad de arraigo de los granjeros en condiciones precarias, la errancia de los forajidos y el desamparo de las almas perdidas en aldeas remotas, una soledad -casi cósmica- en tierra de nadie; la concisión narrativa y la transparencia de la puesta en escena con el cuidado de la forma fílmica y el vuelo lírico de las imágenes (destilado en primorosos movimientos de grúa).


El tren de las 3:10, iluminada por Charles Lawton (el de La dama de Shanghai, pongamos por caso), desprende la belleza plástica del blanco y negro, de esa densa negrura -tan noir- que Delmer Daves le exigió a su director de fotografía, por más que, al parecer, Lawton protestara.


La verdad, uno casi no podría imaginar la película en otras manos que en las de Daves; pero no era su proyecto, sino más bien un proyecto que hizo suyo. En 1956Robert Aldrich empezó a desarrollar a través de su productora 3:10 to Yuma, basada en un relato de Elmore Leonard con el mismo título publicado dos años antes. Le encargó el guión a Halsted Welles  y la producción a David Heilweil, y acabó vendiendo el proyecto a la Columbia donde rodaba una película, eso sí con la condición de dirigir el western llegado el momento. Pero en noviembre lo despidieron y el estudio, que mantuvo al guionista y al productor, le encargó 3:10 to Yuma a Delmer Daves.

Delmer Daves con Glenn Ford en el rodaje de 3:10 to Yuma

Como solía, Delmer Daves siguió muy de cerca el trabajo de Halsted Welles y la colaboración debió resultar satisfactoria porque el guionista escribirá también El árbol del ahorcado. (En la década de los treinta, Daves había trabajado como guionista; por citar sólo un ejemplo le debemos los estupendos diálogos de Tú y yo de Leo McCarey, los de la versión de 1939 pero aun más si cabe los de la versión de 1957, que recupera escenas cortadas de la anterior.) Como otros directores -Ford, Hawks, Hitchcock o ¡Lubitsch!- que también trabajaban mano a mano con los guionistas, Daves nunca aparecía acreditado como tal; por así decir, dirigir el desarrollo del guión era una primera fase del proceso de dirigir la película, por eso firmaban sólo como directores.

Dibujos de Delmer Daves para la secuencia de apertura 
(con los créditos), donde traza el movimiento 
de la diligencia en el plano.

Respecto al relato de Elmore Leonard, el director y el guionista reforzaron el espesor dramático de la sequía que nutre las motivaciones del protagonista, el granjero Dan Evans (Van Heflin), necesitado de los 200 dólares que ofrecen por conducir a Ben Wade (Glenn Ford), el jefe de la banda de forajidos, hasta la prisión de Yuma en el tren de las 3:10, esos 200 dólares que le permitirían seguir adelante con sus tierras, e introdujeron un cambio significativo en el desarrollo del asalto a la diligencia: cuando el conductor encañona a uno de los forajidos y lo utiliza de escudo, hacen que Ben Wade dispare primero sobre su hombre y luego al conductor, un rasgo que define al personaje de forma precisa, escueta y palmaria; una imagen -en mente- que contribuirá a incrementar más si cabe la tensión del segundo acto: esa espera del tren de las 3:10 con el protagonista y el antagonista encerrados en la habitación del hotel (materia primordial también en el relato literario).


No puedo -no quiero- dejar de mencionar el aquel de convertir la lluvia -un detalle puntual en la pieza de Leonard- en un hilván poético de la trama que declina la matriz simbólica de la relación de aquellos seres con la tierra por la que se desviven. Hay dos esperas enhebradas en el filme de Daves: la del tren de Yuma y la de la lluvia; la una representa el dinero, pero éste no servirá de nada si la sequía persiste: tiene que llover, la lluvia es la única esperanza, sin ella el sacrificio resultará inútil.


(En un principio el escritor hablaba de la adaptación con el colmillo retorcido, pero con los años cambio de opinión y acabó considerando la película de Daves como una de las mejores realizadas a partir de sus obras, junto con The Tall T de Boetticher, un western también, y del mismo año que El tren de las 3:10.)


Pero al final, de esta hermosa película lo que nos queda grabado en la retina (de la memoria, podríamos decir) es justo lo que representa, si no un desvío en el guión, sí unas subtramas cuya melancolía apenas consigue prenderse del (puro) hueso de la trama; en concreto, dos hilos devanados en torno a dos mujeres que tienen una presencia tan breve como memorable: Alice, la mujer del granjero, encarnada por Leora Dana, y Emmy, la cantinera que atrapa con la mirada a Ben Wade (como la chica de la jukebox al viejo atracador en La jungla de asfalto de Huston), en la piel de Felicia Farr. Porque al final el cine deviene materia memoriosa gracias a los gestos, no de las imágenes, sino de ese gesto que obliga a ver, que nos hace recordar, y volver a ver. La tentación de un mechón de pelo.


El movimiento de Emmy bajo la mirada de Wade enredándolo en el vuelo de la falda.


(Sólo por este plano valía la pena haber rodado El tren de las 3:10. Delmer Daves le ofreció a Glen Ford el papel del granjero, pero el actor -hay quien lo recuerda por Gilda, para uno siempre será el actor languiano de Los sobornados y Deseos humanos-, que estaba en condiciones de elegir, encarnó al forajido que se pierde por Emmy. Y quién no se perdería por ella.) Ese mechón que se arregla Emmy tras hacer el amor con Wade (tras el delicado velo de una elipsis).


Trazos que amojonan la historia del cine y hasta la transfiguran en esa memoria antropológica de los gestos de la que hablaba Serge Daney.


Porque al final podremos olvidar la trama pero nunca, jamás, los gestos, el trazo efímero a punto de perderse en el tiempo en una imagen que sólo el cine puede capturar. Como esa arruga feliz de Alice cuando el forajido la piropea o su mirada en las escaleras del hotel cuando va a ver a su marido.


Cómo olvidar a Alice bajo la lluvia.


Si La jungla de asfalto es un noir que se cita con el western en la escena final, El tren de las 3:10 es un western que se confina en una atmósfera noir en buena parte de su metraje. Hasta que las tensiones condensadas en el curso de la película se liberan y entonces ya puede llover a gusto.


Y las imágenes vuelven a cobijar el paisaje del western. Bajo la lluvia que parece bendecir la tierra y los personajes que la viven.


Llueve en El tren de las 3:10. Llueve como si Delmer Daves descargara en la pantalla toda la gloria del cine que ha represado durante hora y media en densas nubes y negras sombras.


Llueve un aguacero repentino, como un grabado de Hiroshige. Como si el cine se hubiera inventado para la lluvia (y no pocas veces siente uno que la lluvia deviene un invento del cine).