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13/10/19

Un programa italiano


Desde el 30 de septiembre vimos quince películas italianas estrenadas entre 1948 y 1965; la única condición: prescindir de directores con alguna película ya comentada en la escuela, o sea, dejando de lado, que ya es mucho dejar, a Rossellini, De Sica, Germi, Fellini, Monicelli, Antonioni, Visconti o Pasolini. Y se comprueba que, aun sin ellos (pero ¿quién puede imaginarlo?), el italiano sigue siendo un gran cine. Así que monté, a modo de catálogo de los variados registros de una cinematografía tan fértil, un programa italiano reducido a siete películas sin repetir director; las cito ordenadas según el marco temporal de la historia que cuentan:


Gli sbandati (1955), de Francesco Maselli. Estupenda opera prima de un joven comunista de 24 años, financiada en buena medida por Visconti, iluminada por el gran Gianni di Venanzo y con partitura de Giovanni Fusco, uno de los grandes de la música de cine. Una historia de amor y lucha de clases fechada en 1943 durante la ocupación alemana de Italia, que tuvo sus problemas con la censura al mostrar el colaboracionismo de la burguesía.


La ragazza di Bube (1963), de Luigi Comencini. No sólo es una muy buena película, también un admirable trabajo de ese maestro de la luz que fue Gianni di Venanzo y un espléndido papel de Claudia Cardinale. Una historia de amor entre un partisano y la hija de un comunista tras la Liberación que conjuga la crónica política, la íntima mutación de la protagonista y las ilusiones perdidas.


Catene (1949), de Raffaelo Matarazzo. Un melodrama con todas las letras. Fue tal el bombazo (evocado en Cinema Paradiso) que los enemigos del neorrealismo aprovecharon para decretar su defunción, olvidando (quizá intencionadamente) que Matarazzo con Treno popolare (1933) había sido uno de sus precursores.


Domenica d'agosto (1950), de Luciano Emmer. Uno de esos mosaicos cultivados por el neorrealismo. Entre los guionistas encontramos figuras tan emblemáticas de la corriente como Sergio Amidei (aquí ejerce también como productor) y Cesare Zavattini. Historias cruzadas en el curso de un éxodo playero (de lo más italiano, sobra decir), con un joven Mastroianni como guardia de tráfico.


Due soldi di speranza (1952), de Renato Castellani. Puede verse como una transición entre el neorrealismo y la comedia all'italiana. Hay quien dijo que inauguraba el neorrealismo rosa; la verdad, no consigo ver aquí el rosa, eso sí, su maravillosa protagonista Carmela/Maria Fiore incendia la película con ardor amoroso de tonalidades -valga la redundancia- carmesí, pero en blanco y negro. Os cuento enseguida más cosas sobre esta joyita.


Le ragazze di San Frediano (1955), de Valerio Zurlini. Una más que notable opera prima, a partir de una novela de Vasco Pratolini, iluminada por Gianni di Venanzo. Aun con guión ajeno (de Leonardo Benvenuti y Piero De Bernardi) ya se percibe en el retrato amargo (dentro de los márgenes de una comedia que muy bien podría haber derivado en tragedia) el vacío moral y el pesimismo que destilan obras posteriores del cineasta, como La ragazza con la valigia (1961).


Vento del Sud (1960), de Enzo Provenzale. Fue la única película de un guionista con unos cuantos créditos significativos, además de la que dirigió, pongamos por caso Salvatore Giuliano y Le mani sulla città, ambas de Francesco Rosi, y un gran director de producción  con títulos como Le ragazze di San Frediano; las citadas de Rosi; Il gattopardo, de Visconti, o Fellini-Satyricon. Su película, esculpida por la luz de Gianni di Venanzo, acompaña la huida de unos personajes atrapados (como el de Claudia Cardinale, en uno de sus primeros papeles principales) en la atmósfera sofocante de un entorno mafioso en Sicilia.

Gianni de Venanzo (delante de la cámara) 
con Antonioni en el rodaje de Le amiche (1955).

(Como veis, se hilvana también un programa Gianni di Venanzo, uno de mis directores de fotografía preferidos.)


Ahora bien, si tuviera que elegir una sola película del programa, me quedo con Due soldi di esperanza, que sólo cabe calificar de milagrosa, con aire de hacerse sola, sostenida por una estructura que pespunta -más que cose- escenas interpretadas con desbordante espontaneidad y gracia por unos protagonistas a quienes una cámara filma por primera vez, y por única vez a la mayoría de los personajes.

Cartel de Due soldi di speranza
obra de Waldemar Swierzy

Aunque sabía de ella, me llevaron a verla algunos fotogramas montados por Godard -admirador de la película de Castellani- en sus Histoire(s) du cinéma, concretamente en el último tramo del capítulo 1b. Une Histoire seule.


Fotogramas con un primer plano de Carmela/María Fiori sobre los que escuchamos, en la voz de María Casares, unas líneas de la conferencia de Heidegger ¿Y para qué poetas? (recogida en Caminos de bosque).


Fotogramas de una escena memorable, como descubrimos al ver Due soldi di speranza, donde resplandece con especial fulgor (quizá como nunca más) aquella chica que, cautivando a la cámara, deviene la piedra angular de la película.

Fotografías de prueba 
para  Due soldi di speranza 
de una chica llamada Iolanda Di Fiori.

Castellani rodó Due soldi di speranza en Boscotrecase, cerca de Nápoles, con los habitantes del lugar como actores de reparto y coro de la historia de amor de Carmela y Antonio/Vicenzo Musolino.


En el guión, colabora con Ettore Margadonna, pero será la guionista y actriz Titina De Filippo (hermana del dramaturgo Eduardo De Filippo) quien vierte los diálogos en un napolitano estilizado por el teatro popular y suficientemente inteligible para los italianos.


Castellani tardó seis meses en rodar la película y filmó cien mil metros de negativo que montó con Jolanda Benvenuti (la montadora de confianza de Roberto Rossellini: Roma città aperta, Paisà, Germania anno zero, Francesco, giuglare di Dio, Stromboli, Europa '51, el segmento Ingrid Bergman de Siamo donne, Viaggio in Italia, La paura...).


Due soldi di speranza conmueve en su captura de las formas populares, no sólo el habla, también las canciones.


Como esos duelos cantados de Carmela contra el coro de chicas a propósito de su historia de amor con Antonio (ella corriendo para llevarle la comida a su padre -fogueteiro, o sea, pirotécnico- y las otras en lo alto del despeñadero) que tanto nos recordaron a las regueifas.


Y sobre todo nos encanta por esos dos seres sin otro cobijo que un amor a prueba de cuantos desastres puede causar el mundo o esa maravillosa Carmela con todas sus tempestades.


 Esos dos seres a quienes, llegado el momento decisivo, bastan dos céntimos de esperanza.

11/3/12

Aquella hora en la boca


Militante comunista en la organización revolucionaria de la extrema izquierda italiana Lotta Continua, obrero de la Fiat, albañil, mozo de almacén, camionero, alpinista... Bastaban estos mojones biográficos para incluir a Erri De Luca en las vidas ejemplares de hace tres años, pero me alegro de haberlo olvidado entonces para acercarlo ahora con razones recientes, con el tacto de su escritura a flor de piel, un tacto de herramienta para ver más claro y más adentro las cosas primordiales. Erri De Luca nació en Nápoles en 1950 y se arrancó de allí (como un diente de una encía, dice) cuando no había terminado el bachillerato, sus únicos estudios convalidados; aprenderá idiomas por su cuenta, el hebreo o yiddish, y traducirá al italiano algunos libros de la Biblia, que sigue leyendo cada madrugada para esperar la luz del nuevo día con las palabras sagradas en la boca; no es creyente, o mejor, ya sólo cree en las historias: la profesión de fe de un gran escritor. Y escribe libros breves como cristales primorosamente tallados.


Me acerqué por primera vez a la obra de Erri De Luca en 2004 con Montedidio, después de leer una entrevista publicada en El País. El periodista trataba de tirarle de la lengua al escritor sobre sus actividades políticas; en el fondo; quería saber en qué creía el viejo militante de Lotta Continua, es decir, un revolucionario derrotado. Escucha que Erri De Luca sigue yendo a las manifestaciones aunque sabe que no sirven para cambiar el mundo, como cuando se trasladó a Belgrado para vivir bajo las bombas de la OTAN en 1999, porque no soportaba estar en un país (vive en una casa construida con otros albañiles, compañeros de obra, en las afueras de Roma) que bombardeaba ciudades (lo considera el acto terrorista por excelencia). El periodista ve el momento de preguntar con mordiente: "Entonces [...], ¿no se puede hacer nada para cambiar la dirección de la historia?" Diríase que la respuesta de Erri De Luca llega desde muy lejos, desde la noche de los tiempos: ¿A usted le parece que se puede hacer una pregunta como esa? Estoy aquí charlando tranquilamente con usted y me pregunta qué se puede hacer para cambiar el mundo. Eso no es de buena educación. Esas palabras me dieron razones de sobra para leer a Erri De Luca. También saber que aún se siente vinculado con aquéllos compañeros que siguen en las cárceles y concernido por un compromiso del que sólo se sentirá liberado cuando el último de los presos de su generación política salga en libertad; leal a las razones de aquel tiempo, porque quiere pensar que aquel joven revolucionario puede reconocerse en el hombre que es ahora.


La semana pasada leí otra entrevista con Erri De Luca -con motivo de la publicación de su último libro Los peces no cierran los ojos- en la que se describe como un hombre con cara de cartón de embalar. Una de esas entrevistas que da gusto leer, porque devienen un retrato de escritor en el aquel de auscultar el latido del hombre en el autor, de la vida en la escritura. De esas que te empujan a salir en busca del libro, pero -no es la primera vez- Los peces no cierran los ojos aún no había llegado a las librerías. Lo encontré el jueves y lo leí el viernes, como se degustaban los primeros helados de la infancia, despacito, saboreando cada frase, prolongando el placer, haciendo durar la felicidad de sus breves ciento veinte páginas, que estiraba con pausas gozosas levantando los ojos, lavados por las lágrimas más de una vez, para que se remansaran en un abedul casi tan reciente como el libro y en un Atlántico casi tan viejo como el mundo, nunca vistos con tanta claridad.

Napoles en los años cincuenta. 
Fotografía de Mario Cattaneo

La escritura de Erri De Luca desnuda las frases hasta el tuétano para decantar la memoria fermentada con una transparencia que sabe a manantial. Mis historias proceden de recuerdos repentinos. Tiendo a olvidarlo todo, y cuando me brota algo de la memoria me apetece hacerlo durar. La mejor manera de que dure es escribir... Sabe de sobra que recordar es inventar, acercar experiencias, propiciar encuentros entre el hombre que somos y el niño que fuimos, enfocar las horas germinales. Me da vergüenza inventar. tal vez por falta de imaginación, pero, sobre todo, porque me parece un abuso de confianza. Por eso vuelve a aquel niño de diez años enhebrando el hilo del tiempo con frases como relámpagos. Estallidos de luz del pasado que resuenan en el presente pespuntados por voces que transitan a flor de agua por el río de la memoria para amojonar lo vivido.

Lo poco de un verano de hace cincuenta años, encuadrado por la longitud focal de la distancia, se agranda. No sólo desde la cima de una montaña, también al microscopio se divisan horizontes.

Frases como cristales para fijar las imágenes de un escritor que encontró en el cine una escuela de la mirada:

El cine italiano de posguerra me enseñó a mirar, por lo menos cuanto las voces de las mujeres de Nápoles me enseñaron a permanecer a la escucha. Lo han llamado por aproximación Neorrealismo, pero era visionario. Narraba los desconocidos, arrollados por un siglo entusiasmado ante la mecánica. El acero, la luz eléctrica, los aeroplanos, la irrupción de las multitudes en la historia: hacía falta una fiebre para encuadrarlo todo. [...] Así era aquel cine, fulminaba el instante como una visión, hermana de un verso de poesía más que de una frase en prosa.

En aquellas salas me abrasaba los ojos, tosía los humos ajenos y, sin embargo, me hallaba en una multitud de enmudecidos que por primera vez se veían a sí mismos en la pantalla, junto a la fragancia de los dialectos.

Tutti a casa (1960) de Luigi Comencini 
evocada por Erri De Luca 
en Los peces no cierran los ojos

En el cine aprendía por absorción, recuerda Erri De Luca, rumiando las imágenes impresas en la memoria. He amado mucho ese cine, como espectador puro. Un modo de ver que sólo se enseñaba en la escuela de los domingos.

Erri De Luca escribe corto con filo cortante para abrir la piel tierna de la infancia y arrancar destellos en el pedernal del dolor de crecer, para destilar la experiencia con iluminaciones líricas y transfigurar la memoria en presencias de fantasmas olvidados en las revueltas del tiempo.

Las historias de mamá, acompañadas por su voz enojada, divertida, grata en cualquier caso a su juventud, hacía que se me pasaran los dolores. Me olvidaba incluso de existir, cuando ella relataba. Era un saquito vacío que se llenaba con el aliento de las historias. Cuando se cansaba, se interrumpía bruscamente, "Ya está bien", y la bolsita de papel acababa estallando con estruendo. Y volvía yo.

 
Erri De Luca fotografiado por Piergiorgio Pirrone

Me deslizo desde hace mucho tiempo sobre las escrituras sagradas sin arranque de fe. En la lectura paladeo el alfabeto antiguo, mi conocimiento tiene lugar en la boca. El hebreo antiguo gira como un bocado entre lengua, saliva, dientes y velo del paladar. Abierto a todo despertar, es un resto de maná, adquiere el gusto deseado en cada momento, como le ocurre a los besos.

Las páginas de Erri De Luca se paladean como las cosas primeras que se quedan con nosotros para siempre, como aquella hora en la boca que la memoria nos devuelve como una epifanía. Cuando termino Los peces no cierran los ojos se lo pongo en las manos a Ángeles, como quien entrega una candela para iluminar los desvanes de la memoria; como dice uno de los personajes de Montedidio, no para ahuyentar la oscuridad, sino para transfigurar las sombras, con la humilde llama de una palmatoria, en amigas de nuestra noche del alma.