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27/9/15

Ríete de un reloj


Leí estos primeros días del otoño Un gran futuro a mis espaldas, la autobiografía de Vittorio Gassman. Fue llegar a las páginas donde evoca el rodaje de Rufufú (1958), como se tituló aquí I soliti ignoti ("ladrones desconocidos", o también "sospechosos habituales"), esa obra maestra donde Monicelli lo reinventa como actor de comedia (como reinventará a Monica Vitti en los sesenta), y no pude sino dejar el libro y proponerle a Ángeles verla otra vez. No hizo falta insistir.

Gassman, Monicelli, Totò y Renato Salvatori 
durante el rodaje de Rufufú.

Age, Scarpelli, Suso Cecchi  D'Amico y el propio Monicelli armaron el guión de I soliti ignoti a partir de la trama básica de Robo en una pastelería, un cuento de Italo Calvino incluido en la antología Por último, el cuervo (publicada aquí por Siruela), donde encuentran también la clave del final de la película, además de transfigurar el personaje del cuento, Niñojesús, en el Capannelle del filme (encarnado por Carlo Pisicane), que no para de llevarse a la boca cuanto comestible encuentra a mano.


Como en una novela picaresca, la película nos lleva de un personaje a otro para acabar fraguando una empresa -ese atraco- con vistas a cambiar sus vidas, una empresa que no es gran cosa pero (como siempre en Monicelli) cae por encima de sus posibilidades. No sería exagerado decir que Rufufú se despliega como un cantar de gesta (todo lo calamitosa que se quiera) del lumpenproletariado romano.


A un nivel epidérmico salta a la vista un (buscado) efecto paródico -en Rufufú- del Rififí (1955) de Jules Dassin, y aun de las películas (serias) de atracos como La jungla de asfalto (1950) de John Huston. Dicho de otra forma, I soliti ignoti se trama sobre la falsilla del noir para subvertirlo a través del humor, y no hay nada tan negro como esa mirada de Monicelli destilando el motivo carcelario que permea las imágenes del filme, iluminadas por Gianni di Vennanzo.


La cárcel -donde pasan temporadas más o menos largas los cacos de la película, como Cósimo (Memmo Carotenuto), autor del plan del atraco- apenas se distingue de las otras cárceles (de la vida) que aprisionan a los personajes, pongamos por caso Carmela (Claudia Cardinale), encerrada en casa por su hermano Ferribote (Tiberio Murgia) y enamorada de uno de los cacos, Mario (Renato Salvatori); o el fotógrafo Tiberio (Marcello Mastroianni), encerrado en su estudio con un bebé llorón, y claro, Peppe el Pantera (Vittorio Gassman), confinado finalmente en la tropa proletaria, por culpa de un maldito reloj-despertador que ha robado el viejo Capannelle.  


Por así decir, Monicelli quiebra con Rufufú el andamiaje de la comedia italiana de los cincuenta y abre con el bisturí de la ironía la trastienda del milagro económico italiano, ese lumpen de desheredados que deambulan por el extrarradio romano, ese paisaje de los ragazzi di vita que canta Pasolini en su novela e iluminará en Accattone (1961).


Casí puede verse en la presencia de Totò, encarnando al experto en cajas fuertes Dante Cruciani, que imparte su magisterio a nuestros héroes, una función simbólica (metafílmica), el viejo cómico que transmite su legado a los herederos que han de poner patas arriba la comedia italiana, que ahora verá germinar la risa en el venero de la desesperación.


Depara tantos momentos memorables la película... Y los que preferimos cambian cada vez que la volvemos a ver. Esa escena en la que Cósimo, de nuevo en libertad, salta a un coche de choque y le dice al conductor (un niño) sigue a ese coche, el coche (de choque) donde se lo pasa pipa Peppe -que le robó el plan del atraco cuando coincidieron en la cárcel- en compañía de su novia Nicoletta (Claudia Gravina). O la tentativa de atraco de Cósimo a la casa de empeños. Pero la cumbre de esta comedia negra llega en el momento en que un frigorífico lleno de comida deviene la más preciada caja fuerte (como si todos -no sólo Capannelle- llevaran consigo un hambre atrasada).


Las comedias de Monicelli se nutren de sustrato amargo, no hay esperanza. Es más, la arquitectura dramática de un filme como Rufufú puede verse como un castillo en el aire, o mejor, una construcción abocada al colapso. De igual forma (qué decisiva siempre la forma), la estructura interna del plano, la densidad de los volúmenes en el encuadre, se ve amenazada por el vacío que acecha, y que acaba por apoderarse de las imágenes en el tramo final del filme. La escena del lucernario, la noche del atraco, cristaliza esa idea de fragilidad del mundo de nuestros cacos que el rigor constructivo (desde el guión preñado de rimas, ecos, correspondencias) apenas consigue enmascarar.


La realidad cobra visos en Rufufú de un edificio efímero. Quizá la arquitectura de toda gran comedia se transfigura en un trampantojo, una ilusión de orden (dramático) a modo de veladura sobre la precariedad de las apariencias de un mundo donde sobrevivimos haciendo como si algo tuviera algún sentido, después de todo. Y así echarnos unas risas.

18/1/14

El Señor del Cine


Griffith en Francia, en 1917. 

Hace casi cincuenta años Orson Welles escribió Me encontré con D. W. Griffith una sola vez..., un texto que uno le leía a los alumnos de la EIS de A Coruña en los dos o tres cursos que impartí (también) Historia del Cine, como prólogo del visionado de algunas de sus películas cardinales, para que no olvidarán quién había sido -y quién era y quién es y quién será- el Señor del Cine:

Me encontré con Griffith una sola vez, y no fue un encuentro feliz. Fue en un cóctel, en una tarde lluviosa, en los últimos días del último de los años treinta. Era la edad de oro de Hollywood, pero para el más grande de los directores había sido una década triste y vacía. El cine, que él había virtualmente inventado, se había convertido en el producto -producto único- de la cuarta industria más grande de América, y, en la cadena sin fin de las mastodónticas fábricas cinematográficas, no había sitio para Griffith. Era un exiliado en su propia ciudad, un profeta sin honores, un artesano sin herramientas, un artista sin trabajo. No me extraña que me odiara. Yo, que nada sabía sobre el cine, había conseguido la mayor libertad jamás otorgada en un contrato de Hollywood. Era el contrato que él se merecía. Yo veía que no era demasiado viejo para eso, y no podía criticarle por sentir que yo era demasiado joven.

Estuvimos de pie bajo uno de esos rosáceos árboles de Navidad y apuramos nuestras bebidas mirándonos como a través de un abismo sin esperanza. Yo le amaba y le veneraba, pero él no necesitaba un discípulo. Necesitaba un trabajo. Nunca he odiado realmente a Hollywood a no ser por el trato que dio a Griffith. Ninguna ciudad, ninguna industria, ninguna profesión ni forma de arte deben tanto a un solo hombre. Todo director que le ha seguido no ha hecho más que eso: seguirle. Hizo el primer primer plano y movió la cámara por primera vez. Pero fue más que un padre fundador y un pionero, pues sus obras perduran con sus innovaciones. Las películas de Griffith están hoy mucho menos viejas de lo que estaban hace un cuarto de siglo, cuando bebimos juntos bajo el árbol rosáceo de Navidad y fracasé tan rotundamente en expresarle lo que significa para mí, para todos nosotros. He vuelto a fracasar ahora. Está más allá del tributo.

Griffith (a la dcha.) con su operador Billy Bitzer
en el rodaje de La dos tormentas (1920).

(Cuando Welles rememora a Griffith hace casi diez años que el Señor del Cine filmó su última película para un estudio de Hollywood, donde tampoco nadie quería ya contratarlo.) Cabe señalar dos encuentros cruciales de Griffith para el devenir de la historia del cine: con el operador Billy Bitzer (el primer gran director de fotografía) y con Lillian Gish. No importa que no sea exacto que Griffith fuera el autor del primer primer plano o el primero en mover la cámara. Tanto da. Welles también tiene razón en eso, porque nada fue igual después de que Griffith moviera la cámara o filmara un primer plano de Lillian Gish.

Lirios rotos (1919)

True Heart Susie (1919)

Way Down East (Las dos tormentas, 1920)

(Sternberg filmando a Marlene Dietrich, Rossellini a Ingrid Bergman, Antonioni a Monica Vitti, Godard a Anna Karina, Cassavetes a Gena Rowlands... herederos de Griffith en el aquel de filmar a Lillian Gish.) El cineasta portugués Pedro Costa recordaba en una conversación con Cyril Neyrat unas palabras de Danièle Huillet: Si uno no es capaz de lograr esa alianza de realismo y misterio [la que Griffith conseguía cuando encuadraba un talud, un poste eléctrico y unas vías debajo], es mejor no dedicarse a hacer ninguna imagen. O dicho de otra manera: para Griffith, el realismo en el cine no tenía que ver tanto con la búsqueda de un reflejo de lo real sino con la tentativa de llevarnos hasta el umbral del misterio, donde el cine acaricia lo invisible. Con la memoria de Welles, las palabras de Danièle Huillet quizá le hayan rendido el más bello tributo al Señor del Cine.

13/6/13

Otro niño en la escuela


Manolo González busca por estos eidos siquiera una mención de Crónica de un niño solo de Leonardo Favio y no la encuentra. Y le extraña; sabe que a uno le gusta el cine de los niños y amojonó esta bitácora con ellas. En fin, echa de menos la mirada de Polín en la escuela.


Así que la semana pasada (el miércoles, si no recuerdo mal) me llama.Y me encarece la película. Digamos que bordó el pitching. En pocas palabras: Crónica de un niño solo merecía un lugar en esta escuela. Era por teléfono, no tête à tête, como en tiempos, cuando me hablaba de Jonás, que cumplirá 25 años el año 2000 de Tanner o de Alicia en las ciudades de Wenders, pero con la misma pasión.

No recuerdo hace cuánto, pero sí que veníamos en el coche, cuando le escuchamos a Ariel Roth hablar de Leonardo Favio -de Leonardo Favio cantante- en un programa de radio donde el de Tequila compartía sección con Jorge Urrutia, el de Gabinete Caligari. Ariel Roth eligió Llovía, llovía, uno de los temas de Leonardo Favio, que recordábamos haber escuchado con frecuencia por ahí durante una temporada (cuando éramos jóvenes), sin prestar atención a quién la cantaba. El de Tequila comentó que era un cantante muy famoso en Latinoamérica, pero que lo que más amaba era el cine y, en realidad, cantaba para poder rodar sus películas. Y pensé, habrá que ver algo de ese cantante cineasta, o viceversa. Y allí se quedó el propósito en una burbuja de olvido (ni me enteré cuando se murió el pasado 5 de noviembre en Buenos Aires; podéis leer el fervoroso obituario que le dedicó Luciano Monteagudo en Página 12). Hasta que llamó Manolo. Crónica de un niño solo, entonces. La opera prima de Leonardo Favio.


En el curso de la semana, ya os lo imagináis, no sólo vi la película (en you tube, con problemas de sonido para escuchar los diálogos, pero son escasos y tiene buena calidad de imagen), también entrevistas con el cineasta... vamos, que hice los deberes, y fui remediando la laguna, pero sólo en lo que se refiere a Crónica de un niño solo, el resto de la filmografía -otras ocho películas- queda pendiente. De entrada -nunca mejor traído-, digamos que la opera prima de Leonardo Favio llega a uno -Manolo mediante- con el aura de película mítica del cine argentino, por lo menos para cineastas, críticos y cinéfilos de allí. Se suele citar una encuesta de 2000 entre críticos e historiadores del país donde se la considera como la película más importante del cine argentino. Sólo que habría que preguntarse sobre esa importancia que se le atribuye: ¿como obra fílmica? ¿como película seminal? ¿como emblema de la cinematografía nacional? En cualquier caso, parece que se percibe a Leonardo Favio como una figura aparte, inclasificable, y aun a contracorriente, tan solo como Polín, el niño de su opera prima; y no falta quien la emparenta con Víctor Erice, en su aquel de cineasta solitario (pero ya se sabe, los solitarios no tienen parentela).

Leonardo Favio en el rodaje 
de El dependiente (1969)

Decía Leonardo Favio que filmaba porque con la cámara no se notan los errores ortográficos. (Se notan los de sintaxis, desde luego, pero eso sería otra historia, para otra entrada, lingüística ésa.). Pero nuestro cineasta lo aprendió todo en la vida (en las calles, en los internados, en los reformatorios) y en el cine, su escuela de todos los días. Todo el cine, dijo una vez, todo el tiempo, sobre todo en el legendario cine-club Núcleo de Buenos Aires. Yo mamé el cine yéndolo a ver al cine. "Los inundados" [una película de Fernando Birri, estrenada en 1961] la debo haber visto veinte veces. Salía, tomaba un café y entraba otra vez. (Bastan estos rasgos para explicar que se apreciara en Crónica de un niño solo, tramada con el tejido autobiográfico de Polín, aquella criatura en un centro de menores, su huida y su deambular por la villa miseria y los arrabales, un cine que remitía al Truffaut de Los cuatrocientos golpes.)


Es muy bonito escucharle rememorar los recuerdos del cine de la infancia, cuando sólo era un niño llamado Fuad Jorge Jury: las primeras películas las vi de oído. Se las contaba el ciego Renzo en Luján de Cuyo (provincia de Mendoza). En cuanto le ponía los ojos encima aquel niño -futuro cineasta- a cualquier hora del día, lo llamaba (a veces sucedía al revés, era Renzo quien lo veía de oído y lo llamaba) y, sentados en una vereda, el ciego le contaba la película que había visto la noche anterior en uno de los dos cines del pueblo, el Teatro Colón y el de la Sociedad Italiana. De muy niño, había ido al cine con su abuela, a ver una de Lassie, pero mataban a un perro y empezó a llorar de forma inconsolable, de nada sirvió que la abuela lo llevara hasta la taquilla para que el encargado lo convenciera de que en realidad el perro no moría, era sólo una película. Fue inútil, siguió llorando a lágrima viva. Y no volvió al cine hasta los diez años. Entretanto, veía de oído las películas que le contaba el ciego Renzo. O las películas de Chaplin que un celador les proyectaba en 16 mm en el internado. A Luján de Cuyo llegaban sobre todo westerns y cine argentino (las películas de Hugo del Carril, otro actor, director, cantante; habla con devoción de los Cinco Grandes del Buen Humor...), el cine que nos alimentaba en aquella época. También le gustaba mucho el cine italiano, se acuerda de La hija del capitán (1947) de Mario Camerini; y seguramente vio (en Luján de Cuyo o en el cine-club Núcleo) El limpiabotas (1946) de Vittorio de Sica, que resuena de forma visible -y de forma más palpable- en su opera prima, más que las referencias -puramente superficiales- que se le atribuyen con frecuencia. (Mientras veía algunas de las entrevistas que le hicieron, ya mayor y enfermo, se me ocurrían un montón de preguntas sobre Crónica de un niño solo que no le hacían ni por aproximación, y que ya nunca le harán.)


De adolescente, en Mendoza, su madre -guionista y directora de radionovelas (radioteatros, le dicen allí)- lo llevó a ver Las noches de Cabiria de Fellini (que vio angustiado) y Rashomon de Kurosawa (con Toshiro Mifune, una maravilla). En las radionovelas, y gracias a su madre, Leonardo Favio consiguió sus primeros bolos como actor. Ya en Buenos Aires, un amigo lo llevó a ver una película argentina, que no parece argentina, le dijo: La casa del Ángel (1957) de Torre Nilsson, un cineasta decisivo en la deriva artística del mendocino (que le dedica su opera prima). Pero antes conviene traer a colación algo que Leonardo Favio nunca se olvidaba de apuntar en las entrevistas: siempre le gustó el cine argentino; para él, fue tan importante como Bresson (que mencione justamente al director de Un condenado a muerte se ha escapado suena a boutade pero tiene, como veremos, su explicación).

Y cuando aún no ha cumplido los veinte años, Torre Nilsson, el director más importante del cine argentino, le confía a Leonardo Favio el papel protagonista de El secuestrador (1958) con María Vaner, una actriz que deviene tan importante  para el autor de Crónica de un niño solo como el propio Torre Nilsson, o casi. Digamos que entre los dos lo educaron. Si Torre Nilsson le descubre el oficio de director y lo lleva a la sala de montaje para iniciarlo en la compaginación (como le dicen allí al montaje), y le insiste en que estudie, con María Vaner descubre a Rimbaud y Baudelaire, a Caravaggio y Cézanne. En fin, Leonardo Favio se enamoró perdidamente de María (del cine ya lo estaba) y se convirtió en director para enamorarla.

María Vaner en El secuestrador

Después de rodar un corto y otro inconcluso, escribe el guión de un mediometraje sobre un niño que se escapa de una comisaría, llega a una villa miseria, lo cogen (bueno, lo agarran, ya sabéis los argentinos y el coger) y lo devuelven al reformatorio. Pero entonces va a ver Un condenado a muerte se ha escapado de Bresson en el cine-club Núcleo y se lleva un disgusto, se trata casi de la misma historia. Su hermano, Zuhair Jury, escritor, co-guionista de sus primeras películas (y con el tiempo también director él mismo), le anima a desarrollar el argumento contando también la vida del protagonista en el centro de menores y nuevos episodios tras la fuga. María Vaner acaba de convencerlo y Leonardo escribe con su hermano el guión de Crónica de un niño solo. Se lo llevó Torre Nilsson, para que lo leyera y quizá también por si le producía la película. Al mentor le gustó el guión del discípulo... No, no le produjo la película, aunque gracias a su recomendación le concedieron una ayuda -eso sí, escasa- del Instituto Nacional de Cinematografía.

Así que, con el guión bajo el brazo, Leonardo Favio empezó a buscar financiación. Unas puertas se le cerraron y otra no se le abrieron, pero al final enredó en el proyecto a Luis de Stéfano un loquito de Mendoza, un tipo mujeriego con dinero y un cochazo, al que nuestro cineasta convenció de que las chicas se matan por un productor de cine. Como lo más caro era la película -o sea, el negativo-, Leonardo Favio acudía al suministrador de parte de Torre Nilsson para conseguir los rollos que iba necesitando, hasta que le llegó la factura a su mentor, a la postre también productor -a su pesar- de la opera prima de su discípulo. Aún así, cuando le faltaba una semana de rodaje, nuestro cineasta ya no tenía un duro -quiero decir un peso- y tuvo que recurrir a sus amigos de los bajos fondos para conseguir el dinero y terminar de filmarla. Y el día que no se presentó Walter Vidarte (porque se olvidó o se confundió de día) para rodar las escenas del cafishio Fabián (o sea, proxeneta, según el Diccionario de voces lunfardas, que me trajo Manolo de  Buenos Aires hace ya un cuarto de siglo), el propio Leonardo Favio lo sustituyó. Pero con terminarla no se acabó la película. Cuando la tuvo montada, sonorizada y enlatada, se pasó cuatro años con la película bajo el brazo sin encontrar distribuidor, años en los que sólo pudo verse Crónica de un niño solo gracias a unos cuantos pases en el cine-club Núcleo. Quién sabe si por el prestigio cinéfilo que le confirieron esos visionados -y sin duda por intercesión de los dioses lares del cine-, al fin consiguió estrenar su opera prima en el Festival de Mar del Plata el 5 de mayo de 1965; el 28 de ese mismo mes cumplía 27 años.

Leonardo Favio en el carro del travelling 
afina un encuadre 
en el rodaje de Crónica de un niño solo

Los dos sustantivos -crónica, niño- y el adjetivo -solo- del título dan cuenta de la estructura, el personaje y el tema de la película. Una crónica fílmica que se despliega en episodios hilvanados por la mirada de un niño que denotan la soledad de la infancia. (Estructura, personaje y tema en los que resuena la herencia neorrealista con su sentido de contigüidad con lo real y la aprehensión poética del instante.) La huida de Polín, el niño protagonista, deviene una cesura entre los dos segmentos del relato: el reformatorio y la villa miseria, uno y otro universos con visos carcelarios: no hay huida hacia la libertad; incluso el episodio del río, donde Polín puede sentirse a su aire (se baña desnudo, se acuesta en la hierba al sol, fuma un pitillo), se revela enseguida como un escenario que conjuga recreo y crueldad, y en la atmósfera apacible afloran las trazas despiadadas de la infancia; un episodio que desprende, quizá de la forma más dolorosa -justo con las apariencias más risueñas y a través del uso magistral de la elipsis- la condición efímera de la inocencia.


Si algo distingue la forma fílmica de Crónica de un niño solo es la ausencia de un estilo, o mejor, las rupturas estilísticas, o mejor aun, sus variaciones tonales, su libertad de tono. Por eso resulta baldío -o perezoso- remitir la película a Bresson; por más que el episodio de la huida de Polín o el del robo de la cartera en un bus -donde el cineasta saca el máximo partido a la duración real de los hechos- recuerden escenas de Un condenado a muerte se ha escapado o Pickpocket, nada de la mirada -rigurosa y aun rigorista- de Bresson (y la belleza sublime de sus imágenes) resuena en la mirada de Leonardo Favio: la materia del plano puede ser pareja pero la mirada no puede ser más dispareja (y otra la belleza); dice tan poco de Crónica de un niño solo como si sacáramos a relucir con tanto motivo -o sea, ninguno- Manos  peligrosas de Fuller. Aquí y allá escuchamos ecos de otras películas, pero más como poso que como resonancias, como esa escena con la madre de Polín y el hombre que vive con ella, cuando el niño llega de noche a la chabola de la villa miseria, que nos recuerda alguna escena de Los olvidados de Buñuel; o momentos de los arrabales o del episodio del río, que nos traen a la memoria Accattone de Pasolini.


En el segmento del reformatorio pesan las formas sobre la materia, como si Leonardo Favio lo tuviera muy pensado, como si la memoria de lo vivido pesara sobre el presente de la filmación, y sólo en la escena del gimnasio, con los niños -unos solos, otros en grupo- matando el tiempo -un niño de pie apoya la cabeza en la pared y da pataditas a una pelota de espaldas al mundo, dos niños echados en el suelo soplan de uno a otro una pelotita, otro niño duerme- mientras Polín da vueltas, castigado, con una cartela colgada del cuello sobre el pecho, y aquel niño se consuela de la orfandad con Monica Vitti en la portada de una revista (aquí sí resuenan Los cuatrocientos golpes), sólo en esta escena, digo, la memoria fermenta en el presente con la temperatura precisa, destilándose con la poesía del cine.


Y es en el episodio del río donde Leonardo Favio olvida cualquier cálculo para dejarse llevar por el deseo del plano, por atacar cada plano con el impulso del momento, como Polín, y consigue aprehender el aire del tiempo que respira su personaje, libre de apriorismos formales, para responder a la llamada de la luz que envuelve la atmósfera de la escena, la corriente del agua, la hierba de la ribera, los cuerpos al sol... Qué gran trabajo también el del director de fotografía Ignacio Souto. (Por momentos me recordaban imágenes de Pather Panchali de Satyajit Ray o de Un día de campo de Renoir.)   Y en la penúltima secuencia de la película, aquella noche cuando Polín se lleva el caballo del cafishio Fabián a pastar, una escena con vislumbres casi surreales, como de sueño de niño (una invocación de las últimas escenas de El limpiabotas, una plegaria por la infancia con de Sica).

Leonardo Favio dijo una vez: Yo no soy otra cosa que ese cine. El niño que corre. el niño que escapa del reformatorio. el niño que es violado. el niño que viola. Y quizá nada como la mirada a cámara de Polín en la última escena de la película para marcar distancias con el referente de Los cuatrocientos golpes.


La mirada de Antonie Doinel, abierta, luminosa, esperanzada, que busca el encuentro -y el reconocimiento- en la mirada del espectador.


La mirada de Polín, furtiva (el vigilante lo lleva cogido del pescuezo), que parece decirnos "¿y tú qué miras?"


Esa mirada, acusa, interpela. Pide cuentas. Por tanto desamparo.

27/3/12

Tonino y Antonio


Como se han confabulado el trabajo y la mudanza para no dejarme una hora libre, os tengo abandonados. Un buen amigo me dijo uno de estos días que es una pena cuando tengo que trabajar porque la escuela ralea. Más pena le da a uno, más que nada por lo de trabajar. Ya lo decía Pavese, trabajar cansa; y digo yo, ya de cansar bien podía exaltarnos con un aquel más sostenido. Así que, después de dormir por primera vez en una casa que esperamos sea, como reza aquel título de Vila-Matas, para siempre -dure lo que dure ese siempre-, he reconquistado una hora apenas para despedirme de dos maestros que he traído más de una vez por la escuela, como quien prende una candela para encontrar en las sombras una casa para el alma. Una de estas madrugadas, con la radio encendida -pero para no oírla- mientras escribía, me entero de la muerte -el pasado miércoles- de Tonino Guerra. Se ve que filtraba inconscientemente cuanto oía. Como estaba muy cansado, más que tristeza, me invade una sensación de fatalidad. Hace poco más de dos meses se nos fue Angelopoulos, que escribió algunas de sus más bellas películas -Paisaje en la niebla, La mirada de Ulises, La eternidad y un día- con Tonino; y hace poco más de uno Erland Josephson, que encarnó a Domenico en Nostalgia, la película que Tonino escribió con Tarkovski. Y no olvido -cómo olvidar- las películas de Antonioni con Monica Vitti,  Amarcord o Ginger y Fred de Fellini, o La noche de san Lorenzo de los Taviani. Algunas de las mejores páginas del cine europeo de los últimos cincuenta años se las debemos a Tonino Guerra. Me tienta pensar que algunas replicas memorables de esas películas fueron obra suya y, tratándose de un gran poeta, cómo no buscar -y aun encontrar- ecos de sus poemas en las palabras y las imágenes. Para mí -confesó Tonino Guerra- no existe una gran diferencia entre escribir poesía y escribir guiones, ambas conducen a los mismo: la creación de imágenes. Un guionista debe tener mil imágenes en su cabeza para conquistar a hombres como Fellini o Antonioni. Pero no sabemos -más allá de los créditos de los guiones- qué escribió de esas películas maravillosas, porque nadie sabe cómo se decanta, transfigura y materializa la escritura fílmica entre el guión y el montaje. Y aunque Tonino nos lo hubiera contado, tampoco lo sabríamos, porque no hay palabras que puedan dar cuenta del misterio de las imágenes sobre una pantalla. Sólo sabemos que hemos escuchado a Monica Vitti -en El desierto rojo-: Me duele el cabello, los ojos, la garganta, la boca... Dime si estoy temblando. O a aquel viejo loco de Amarcord, encaramado a un árbol y gritando: Voglio una donna. Pero nunca podemos decir de quién son las palabras de las películas. Sólo podemos verlas. Por eso, nos seguiremos viendo en el cine y en cada uno de tus poemas; en tus mil imágenes, Tonino.


Y ayer, en la madrugada, otra vez por la radio, me entero de la muerte en Lisboa de Antonio Tabucchi, y pensé que, ya de morir, qué mejor lugar que la ciudad que tanto amaba, y quiero creer que en compañía de sus queridos fantasmas, como en Los últimos días de Fernando Pessoa, que he vuelto a leer esta noche, aprovechando que los libros han empezado a salir de las cajas.


Como he vuelto a leer el poema de la rosa de Tonino Guerra:


Hará unos veinte días puse una rosa en un vaso
encima de la mesita que hay junto a la ventana.
Cuando vi que los pétalos se habían marchitado
y que estaban a punto de caer
me senté frente al vaso
a ver morir la rosa.
Estuve un día y una noche esperando.
El primer pétalo cayó a las nueve de la mañana
y lo hizo en mis manos.
Nunca he estado junto a un lecho de muerte,
ni siquiera cuando murió mi madre.
Yo estaba de pie, lejos, al final de la calle.


Para decir adiós. A Tonino y Antonio.

21/4/10

La aventura de la noche del eclipse


A veces ocurre que al ver una película se abre a través de sus imágenes un pasaje irresistible hacia otra u otras, hasta que una red tupida de significantes deviene un hipertexto, o un hiperfilme tramado a través de las relaciones articuladas entre un conjunto de películas, que tiende a ampliarse indefinidamente, como si la memoria fuera un montador insomne -creo que lo es- y compulsivo -creo que también- en el aquel cortar y pegar, de vertebrar el archivo del cine, como si se tratara de la memoria del mundo. Quizá el cine sea eso, si no la memoria del mundo, sí la memoria de un mundo. Una memoria que germina en el corazón de la oscuridad. En el corazón de las tinieblas, a veces. Una cinta de sueños animada por nuestra mirada. Pero cada tanto ese hilo de Ariadna -la cinta de sueños- que nos guía por el laberinto del mundo parece quebrarse y pareciera que el sentido mismo que el cine otorga a la existencia se desdibuja, se esfuma. Desaparece. Es la noche de la encrucijada, por nombrar la disyuntiva con una novela de Simenon y una película de Renoir que tanto me gustan. Es la aventura de la noche del eclipse, por cifrar una de las rupturas del cine moderno con un bucle que enhebra la trilogía de Antonioni a comienzos de los sesenta: La aventura (1960), La noche (1961) y El eclipse (1962). Hablemos, pues, de La aventura, la película a la que me llevó la memoria -trama de fugas y desvíos- a través de un pasaje que se abrió recordando Psicosis.


Cartel del festival de Cannes 2009
inspirado en un fotograma (abajo)
de
La aventura de Antonioni


Supongo que la apertura de ese pasaje tuvo mucho que ver con el visionado reciente de El grito (1957) que comenté hace quince días aunque no con la profundidad que merecía, porque en esa película tan bella presentimos ya el cine de Antonioni que cuajará en la trilogía mencionada.






Porque El grito muestra la aventura de la pasión de un obrero atravesado por una herida de amor incurable, que deambula por los paisajes neblinosos y desolados de la noche del alma, hasta que la imposibilidad de transparentar su propia angustia vuelve ininteligible el mundo y el eclipse del sentido de la existencia desertiza su intimidad. A través de la geometría de los encuadres de El grito, Antonioni cartografía el extrañamiento entre el hombre y el mundo, la incomunicación entre los seres, y la incertidumbre misma del sentido. Un extrañamiento que tantas veces me trae a la memoria las páginas de El extranjero de Albert Camus. Dicho de otra forma, Antonioni documenta la frágil condición de la verdad, que no reside en el sentido de las cosas y no puede tampoco certificarse a través de una cadena de causas. La realidad de las imágenes se vuelve enigmática y su contigüidad, por efecto del montaje, no verifica su certeza -acentúa la contingencia y no la causalidad de sus vínculos narrativos- sino que denota su ambigüedad, y aun ahonda su misterio.

Michelangelo Antonioni (1912-2007)

Por así decir, la dramaturgia clásica no resulta suficiente para interpretar un mundo que se ha vuelto opaco, ni consigue iluminar el desasosiego íntimo de unos personajes que devienen figuras espectrales de un paisaje inhóspito, que en la trilogía que inaugura La aventura, tantas veces nos remite a esos cuadros de De Chirico.





El cine de Antonioni cabe visualizarse como un viaje río abajo desde el neorrealismo hasta desembocar en la modernidad cinematográfica. Resulta muy gráfico que, mientras rodaba Gentes del Po, su primera película, en la otra ribera del mismo río Visconti rodaba Obsessione -también su primera película, cuyo montador, al contemplar los rollos que le llegaban, calificó el estilo como "neorrealismo"- y que, en los mismos paisajes de la desembocadura del Po, anunciará con El grito la trilogía que constituye una encrucijada decisiva del cine moderno. La aventura, entonces.


Creo que debo señalar, antes de nada, que ni La aventura ni La noche ni El eclipse son películas fáciles, tampoco complacientes o cómodas. Son películas que representan sucesivos desvíos de la narrativa fílmica más o menos convencional, rupturas respecto al cine clásico, fugas por sendas de tránsito difícil. Y no me extraña nada que puedan resultar insatisfactorias o aburridas. Pero son obras de una innegable belleza y ésa es la razón primordial por la que uno puede animar a su contemplación. He de añadir, además, que siento debilidad por Monica Vitti, es una de mis actrices favoritas y la musa inspiradora de la trilogía -y de otras películas- de Antonioni. Es difícil imaginar el cine de Antonioni sin Mónica Vitti, como el de Rossellini sin Ingrid Bergman o el de Cassavetes sin Gena Rowlands. Me atrevería a afirmar que, sin el coraje y la entrega de Monica Vitti, quizá Antonioni no hubiera podido afrontar esa encrucijada radical.


Cada vez que trabajaba en un guión con Antonioni, antes o mientras escribíamos, inventábamos un juego, recuerda Tonino Guerra, el guionista -y poeta- que empezó su colaboración con Antonioni precisamente en La aventura; un juego, pongamos por caso, como el que improvisaron -una especie de rayuela- y que el director incluyó en una escena de La noche: el juego empieza como una ocupación maquinal y solitaria de Monica Vitti -inventa un espacio de juego consigo misma- y se transforma en un juego de seducción entre ella y Marcelo Mastroianni.


Podría decirse que los guiones de Antonioni y Tonino Guerra se incuban en una matriz de juegos, y así La aventura juega con las refrencias del thriller con vistas a extrañar al espectador a medida que la película frustra sus previsiones, como Hitchcok desbarataba las expectativas del público en Psicosis con el asesinato de la protagonista a mitad de película. Por así decir, Antonioni y Tonino Guerra juegan con las anticipaciones del espectador -derivadas de su memoria fílmica- para "obligarlo" a ver más tiempo del que están acostumbrados una misma escena (de ahí la sensación de aburrimiento) o a ver con más atención las imágenes que se suceden privadas del tradicional encadenamiento causal (de ahí la insatisfacción).



Durante los primeros 25', La aventura depliega los ingredientes de un triángulo: Anna (Lea Massari), su novio Sandro (Gabriele Ferzetti) y su amiga Claudia (Monica Vitti) que con un grupo de amigos se van en un yate hasta la isla Lisca Bianca, en el arcipiélago de las Lípari o las Eolias, en el mar Tirreno, al N. de Silicia. El triángulo -el juego amoroso (y cinematográfico) por excelencia- se establece desde los primeros compases de la película, en el primer encuentro (sexual) de Anna y Sandro en el apartamento de éste, después de un mes sin verse, vemos, a través de una ventana del dormitorio, a Claudia esperando en la plaza. En la cama, Sandro y Anna:

Sandro: ¿Cómo estás?
Anna: Mal.
Sandro: ¿Por qué?
Anna: Por qué, por qué, por qué, por qué, por qué, por qué, por qué, por qué, por qué...

Anna pelea con Sandro, ríen, se besan. Claudia espera. Frente a la "plenitud"de los diálogos del modelo clásico, las palabras aquí suenan opacas y derivan la tensión de lo no dicho, o mejor, de aquello que son incapaces de decir, o sea, de verbalizar. Se pone de manifiesto una cierta imposibilidad de traducir sentimientos en palabras, aun cuando fuera para mentir. Existe una cesura irremediable entre la intimidad y el lenguaje. Estar frente a frente se vuelve un problema, el problema de la pareja que explota Antonioni en la trilogía. Pero quizá el factor de tensión clave del triángulo procede de que el encuentro amoroso acontece bajo el signo de la exclusión: Claudia, allá fuera, en la plaza. Una estructura que deviene la matriz misma de la película. Porque en el minuto 25, Anna desaparece en la isla. A partir de ese momento será Anna el elemento excluido del triángulo, mientras se desarrolla la historia de la nueva pareja, Claudia y Sandro. Pero las expectativas del público respecto a la trama detectivesca de la búsqueda de Anna y la resolución del enigma se verán completamente defraudadas. La acción se rarifica y la estructura se vuelve difusa.



La búsqueda de Anna deviene para Claudia y Sandro un pretexto para estar juntos, en un primer momento, pero pronto la culpa se evapora y hasta llegan a olvidarse de Anna, incluso su desaparición resulta un alivio y el episodio mismo llega a parecernos desgajado de la la historia de la pareja.



En realidad, Claudia y Sandro viven una odisea sentimental, incluso la película adopta los signos visuales de una road movie, sólo que los motivos permanecen opacos, la intimidad se vuelve intraducible y los sentimientos inexplicables, lo que importan son los movimientos que acercan o separan los cuerpos, la vibración fugaz que parece reunirlos en el campanario o en el hotel de Noto, el páramo de los tiempos muertos o el exceso de la mirada de Antonioni mientras espera un cambio de estado en la sensibilidad de los personajes. Una espera que nos permite advertir los movimientos íntimos de Monica Vitti -secretos aun para ella misma- en el aquel de rescatar, al menos, el rescoldo del amor entre los despojos de la aventura. Y si nos importa la deriva de Monica Vitti, entonces La aventura nos regala la experiencia de una belleza, dolorosa, es cierto, desoladora incluso, pero fascinante.



La aventura se rodó en el mismo archipiélago al que pertenece Stromboli, donde Rossellini rodó uno de los filmes primordiales del cine moderno. El equipo se instaló en la isla de Panarea que en aquel tiempo tenía 250 habitantes, sin electricidad, teléfono o agua caliente. Desde allí se trasladaban a Lisca Bianca, un islote deshabitado, para rodar las escenas de la isla. Durante la mayor parte del rodaje, tuvieron que moverse en un bote de remos que transportaba actores, técnicos, y material. El tiempo empeoraba y más de una vez estuvieron a punto de naufragar, incluso un día de mala mar el bote no pudo recogerlos y tuvieron que pasar la noche en Lisca Bianca. El yate, esencial en la película, llegó más tarde de lo previsto y sólo dispusieron de él diez días. La productora italiana los dejó tirados en Panarea, los víveres y el agua escaseaban, los técnicos llevaban semanas sin cobrar y trabajando en condiciones límite. Se declararon en huelga. Antonioni se quedó con los actores, el operador, el jefe de producción y un par de ayudantes para continuar el rodaje. Menos mal que llegó dinero de la parte francesa de la producción, gracias a que El grito fue un éxito en Francia.


Después de 50 años, podemos descubrir en La aventura una película que ha inspirado algunas de las obras más valiosas de nuestro tiempo. Citaré tres películas que transitan las sendas abiertas por la trilogía de Antonioni: In the mood for love de Wong Kar-Wai, Yi Yi de Edward Yang o Café Lumière de Hou Hsiao-hsien. Deudoras de la mirada de Antonioni.


Mientras escribía, recordé uno de los textos más conocidos de Vila-Matas, Mastroianni-sur-Mer, donde podemos leer: "Soy escritor porque vi a Mastroianni en La notte de Antonioni". Un texto que finge ser una conferencia sobre las difíciles relaciones entre la literatura y el cine, y que se pespunta con un homenaje al director de La notte y un tributo al escritor encarnado por Mastroianni en la película que le dice a Jeanne Moreau: Antes tenía ideas, ahora sólo tengo memoria. Y cuando releía el texto de Vila-Matas, vete a saber por qué recordé una foto donde vemos a Tarkovski, Antonioni y Tonino Guerra con indumentaria veraniega, incluso playera. Aquí os la dejo. Por el aquel de los pasajes.


Pero hubo un pasaje, ya lo anticipé, que se abrió entre La aventura y Psicosis que me llevó a Vértigo que me tiene absorto durante las fugas y desvíos que me puedo permitir. Y Vértigo da vértigo y uno debe debe tomar aliento y acercarse despacito. Y tendréis que esperar unos días.