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9/11/10

Lejos de Yoknapatawpha

Durante veinte años, aunque de forma intermitente, William Faulkner se ganó la vida en Hollywood como guionista. Gracias a escribir para el cine, sostuvo la casa familiar -vieja y derruida, a la que debía sustituir vigas y tuberías- en Oxford-Mississipi y a su extensa familia que, además de su mujer -con dos hijos de su primer matrimonio- y la hija que tuvieron, incluía una tropa de parientes empobrecidos, toda una tribu, como comentó el escritor alguna vez, planeando como buitres sobre cada céntimo que ganaba. Faulkner se redimió de las deudas y las estrecheces económicas ya bien entrada la década de los cincuenta, años después de recibir el premio Nobel de Literatura en 1949, sólo entonces se libró también del peaje de los guiones.


Durante el verano de 1994, leí la monumental biografía de William Faulkner que escribió Joseph Blotner y editó ese año la editorial Destino. Encontré unas notas que escribí durante aquel mes de agosto en Vilanova de Milfontes, junto a una playa cerca del Cabo Sines en Portugal, con vistas a un artículo sobre el trabajo de Faulkner en el cine. Leyendo aquellas notas ahora resulta patente que no buscaba reivindicar al Faulkner guionista, sino compartir un asombro. Difícilmente se puede encontrar a algún escritor tan fuera de lugar en Hollywood como Faulkner. Claro, uno puede pensar en Bertolt Brecht, pero estuvo pocos años; quizá sólo Scott Fitzgerald se le podría comparar -tanto en las dificultades económicas, como en la trama alcohólica y en la sentimental-, pero él, por lo menos, había conocido ya el éxito como escritor y ya sólo pasó allí sus últimos años, la segunda mitad de la década de los treinta.


Faulkner, cada vez que debía confinarse en Hollywood durante esos veinte años, fue un pez fuera del agua. Lejos del sur. Que sobreviviera da idea de su inconcebible capacidad para sumergirse en sus novelas cuando la escritura de los guiones le concedía una tregua. Otro biógrafo calificó al escritor como un monstruo de eficiencia. Basta pensar que entre guión y guión escribió, pongamos por caso, Pylon (1935), Palmeras salvajes (1939), El villorrio (1940) o Intruso en el polvo (1948). Y no nos olvidemos de ¡Absalón, Absalón!, que se publicó 26 de octubre de 1936, la novela que despertó -¡albricias!- la vocación literaria de Pierre Michon, y para cuya primera edición el propio Faulkner dibujó el mapa de su territorio ficcional, el condado de Yoknapatawpha.


A Faulkner no le interesaba el cine, ni siquiera le gustaba, aunque a veces llevaba a su hija Jill  a ver alguna película en Oxford-Mississipi. Aceptó el trabajo de guionista porque, cuando ya había publicado El ruido y la furia en 1929, Mientras agonizo en 1930 y Santuario en 1931, y había terminado Luz de agosto el 19 de febrero de 1932, su amigo y editor Ben Wasson no encontró una revista que pagara los cinco mil dólares que el escritor necesitaba para salir del paso y sumergirse en la siguiente novela.


Tampoco fue nunca de los escritores mejor pagados: llegaron a pagarle mil dólares a la semana pero, en cuanto descubrieron su alcoholismo, el salario no tardó en bajar a trescientos, y de ahí en adelante se lo incrementaron como mucho en cincuenta dólares. Para hacerse una idea de su prestigio como guionista en Hollywood basta señalar que Jules Furthman, el guionista de Sólo los ángeles tienen alas o de Tener y no tener -en la que compartieron los créditos del guión- de Howard Hawks, ganaba 2.500 dólares por semana.

 William Faulkner, Howard Hawks y el guionista Steve Fisher

Probablemente, Faulkner no habría durado tanto en la industria del cine sin la protección de Howard Hawks, un cineasta con cierto poder en Hollywood que cuidó del escritor y supo rentabilizar su talento para la escritura de las películas. Un talento de guionista reconocido de forma variable según las fuentes: para unos, Faulkner era muy bueno apañando guiones muy malos, es decir, salvaba algunas películas escribiendo dos o tres escenas que valían la pena; según otros, como Leigh Brackett, la guionista de Río Bravo con la que colaboró en el guión de El sueño eterno -ambas, películas de Hawks-, Faulkner era un maestro consumado como argumentista. Por la correspondencia del escritor sabemos que cada vez que Hawks lo llamaba para trabajar en alguna película veía el cielo abierto. Ahora bien, mientras ejerció como guionista, Faulkner nunca fue un cínico. Por más que detestara la atmósfera de Hollywood siempre procuró cumplir con lo que se esperaba de él, aunque cada año que pasaba se esperaba menos, y se ganó el salario que le pagaban a conciencia. Pero a la menor oportunidad subía a un tren camino del sur. 


Un día, Faulkner encontró a su editor Ben Wasson leyendo En busca del tiempo perdido y le confesó: Proust tuvo suerte en algunos sentidos. Nunca tuvo que lidiar con Hollywood para ganarse el pan. Yo preferiría haberme pasado la vida en aquel dormitorio suyo forrado de corcho, con asma y todo. Lo aceptaría con mucho gusto ahora mismo. Y eso que, bien mirado, nuestro escritor tuvo mucha suerte en Hollywood. No sólo por el amparo de Hawks.


A finales de 1935, el escritor conoció y enamoró a Meta Carpenter, que trabajaba como secretaria, supervisora de guiones y script de Hawks. Quizá también Faulkner se enamoró de ella. Meta Carpenter se encargaba se transcribir las notas manuscritas, a menudo ininteligibles, del escritor cuando trabajaba en algún guión para Hawks y su relación -intermitente, como el oficio de guionista del hombre del sur- se prolongó durante quince años. Gracias a la script, Faulkner sobrellevó su confinamiento en Hollywood: Meta podía hacerme olvidar durante horas y horas que estaba lejos de casa


A finales de los ochenta, Joel  y Ethan Coen leyeron La ciudad de las redes. Retrato de Hollywood en los años 40, el estupendo libro de Otto Friedrich, y en sus páginas encontraron material sobre los trabajos y los días de Faulkner como guionista, les llamó la atención que le hubieran encargado escribir una película de lucha libre para Wallace Beery y ahí encontraron uno de los gérmenes de Barton Fink (1991). En la película, podemos encontrar la inspiración de William Faulkner en el personaje de Bill Mayhew (John Mahoney) y de Meta Carpenter en el de Audrey Taylor (Judy Davis), pero sin llegar a ser trasuntos del escritor y la script, trasformados a fondo por la imaginación de los hermanos Coen.


Resulta a la vez irónico y triste que, cuando William Faulkner se vio al fin libre de Hollywood y  escribía lo que él consideraba su gran obra, quizá nunca fue consciente de que las mejores obras y las mejores páginas las había escrito ya, mientras vivía agobiado por las deudas e hipotecado por Hollywood, consumido por la escritura de guiones y confinado lejos del sur. Sobreviviendo gracias al cobijo de Howard Hawks y al amor de Meta Carpenter. Lejos de Yoknapatawpha.   

30/8/10

A fuego lento

Fotograma de Van Gogh de Maurice Pialat

El 27 de julio de 1890 Vincent Van Gogh le escribe a su hermano Théo y le agradece la última carta y los 50 francos que contenía. Aunque sólo puede procurar que sean los cuadros los que hablen, le asegura que es algo más que un simple marchante de Corot, que tiene parte en la producción misma de ciertas telas que aun en el desastre conservan su calma. Y sobre su trabajo añade: arriesgo mi vida y mi razón destruida a medias.

Van Gogh llevaba encima esta carta a Théo cuando ese mismo 27 de julio se pegó un tiro en el pecho con un revólver en un trigal detrás del cementerio de Auvers-sur-Oise. El pintor herido volvió a la pensión Ravoux en la que vivía y murió en su cuarto dos días después. Poco después de su llegada a Auvers el 21 de mayo le había escrito a su madre:


Estoy plenamente absorbido por estas llanuras inmensas de campos de trigo sobre un fondo de colinas, vastos como el mar, de un amarillo muy tierno, un verde muy pálido, de un malva muy dulce, con una parte de tierra labrada, todo junto con plantaciones de patatas en flor; todo bajo un cielo azul con tonos blancos, rosas y violetas. Me siento muy tranquilo, casi demasiado calmado, me siento capaz de pintar todo esto.


En poco más de dos meses pintó más de setenta cuadros, por no hablar de los dibujos. En esos dos últimos meses se adentra la cámara de Maurice Pialat en su Van Gogh (1991). Uno no puede imaginar un director más adecuado para acercarse -porque de eso se trata, de acercarse- a un pintor como Van Gogh. Porque si el pintor, como nos lo muestra John Berger en las hermosas páginas de Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos, estaba poseído por un infinito anhelo de realidad, por un consumirse en la visión de la realidad física, por un deseo de arder en el aquel de pintar un trigal con el mismo esfuerzo con que lo sembraba un campesino y, por eso, cuando pintaba la tierra surcada de un campo recién arado, su propio acto encerraba el movimiento de la hoja removiendo la tierra, porque, mirara donde mirara, sólo veía el esfuerzo de la existencia, el trabajo de la vida, pues bien, si eso era para Van Gogh la realidad, para Pialat el cine es la aprehensión física del trabajo de los cuerpos abrazados por la cámara y sus películas se nos aparecen como zurcidos de bloques de vida, más que de secuencias, como pinceladas furiosas que iluminan el lienzo de la existencia, una realidad quebrada por elipsis abruptas -aun en el interior de una misma escena-, como si el montaje prolongara el cuerpo a cuerpo entre el cineasta y sus actores en que consiste cada rodaje de sus películas.


Pialat no filma una película sobre la pintura, sino sobre las últimas semanas de la existencia de un pintor llamado Van Gogh. No explica, muestra. El Van Gogh de Pialat soslaya el parecido físico del actor Jacques Dutronc con la imagen de los autorretratos del pintor, porque el cineasta busca la encarnadura íntima de una verdad vivida en un cuerpo, y el actor cuaja quizá la más conmovedora y delicada encarnación del pintor.

Pialat y Dutronc
en el rodaje de
Van Gogh

El guión de 400 páginas de Pialat enhebraba situaciones vividas por Van Gogh en aquellos dos meses en Auvers-sur-Oise,





un pueblo a 35 kms al norte de París que frecuentaron también Cézanne y Pissarro, amigos del doctor Gachet -coleccionista de pintura impresionista y pintor aficionado-, que se encargó de cuidar la salud de Vincent por encargo de Théo.

El doctor Gachet (Gérad Séty)
y Vincent (Jacques Dutronc)
en un fotograma de
Van Gogh

Pialat extrae de la correspondencia de Van Gogh y de los testimonios de quienes lo conocieron en Auvers el racimo humano de su película: el doctor Gachet,


Marguerite, la hija del médico,

con quien vivió una historia de amor y cuyo primer plano cierra el filme, con una mirada a modo de huella de una ausencia,

Marguerite Gachet (Alexandra London)
y Vincent en
Van Gogh


Adeline Ravoux, la hija de los posaderos, cuyo vestido azul, imagina Pierre Michon en "Vida de Joseph Roulin" -Señores y sirvientes-, quizá fue lo último que vio [Van Gogh], la visión que se llevó consigo,


Cathy, trasunto de Christine "Sien" Hoomik, una prostituta con la que el pintor había convivido,

Vincent y Cathy (Elsa Zylberstein)
en
Van Gogh


su hermano Théo,

Théo Van Gogh (Bernard Le Coq)
y Vincent en
Van Gogh

su cuñada Jo...

Jo Van Gogh (Corinne Bourdon) y Vincent
en
Van Gogh

Un racimo humano que permite emerger la insondable e irremediable soledad que embargaba a Van Gogh.


Pialat destila una película bañada por una luz elegíaca, en cada escena -aun en las que alumbra una joie de vivre- se respira un aire de despedida y la melancolía nos envuelve, sobre todo en la escena del burdel, con aquella danza de desfile que nos recuerda los rituales crepusculares de los filmes de Ford o el can-can que nos evoca a Renoir, o en las canciones que escuchamos conmovidos y nos traen a la memoria la derrota de la Comuna, como Le temp des cerises, o La butte rouge:

La colina roja se llama/ la bautizaron así una mañana/ cuando todos los que subían/ caían rodando./ Ahora hay allí viñas plantadas./ El que beba ese vino beberá/ la sangre de los camaradas... Qué buena sangre ha bebido esa tierra/ sangre de obreros y labradores/ porque nunca mueren los que causan la guerra/ siempre pagan justos por pecadores
.


La cualidad física del Van Gogh de Pialat que se palpa en cada fotograma neutraliza cualquier impresión de película de época -de cine histórico- para devenir un acercamiento al pintor como nuestro contemporáneo. La pintura de Van Gogh es tan incandescente como el cine de Pialat. La poética del fuego anima por igual al cineasta y al pintor. Y como Van Gogh, también Pialat es capaz de hacernos creer lo que vemos. Aunque, paradójicamente, el de Pialat quizá resulte el Van Gogh más contenido de cuantos se han representado en la pantalla.


El cineasta elige una combustión lenta y la llama sostenida frente al incendio que se desborda en el mito del artista atormentado y el genio doliente de otras películas sobre el pintor. Pialat conjuga su Van Gogh a través de la cotidianidad, de los rituales de los trabajos y los días, del pintor a pie de obra, aunque -otra paradoja- en contadas escenas lo vemos bregar con los pinceles, pero cuando lo hace -como cuando come, habla, bebe, camina o ama-, creemos en el pintor que vemos.

30/4/10

Adónde van

He despertado a las seis y cuarto. Antes de lo que pensaba. Me pasa siempre que tengo que dar clase. Hojeo y ojeo el libro de Tonino Guerra que traje en la maleta. Encuentro este poema titulado Los tres platos:

UN campesino cuando se dio cuenta de que su mujer
lo había engañado mandó poner la mesa para tres. Y
desde entonces comieron mirando el tercer plato
vacío ante ellos.

Parece un poema de guionista. Y lo es, claro. Para mí no existe una diferencia profunda entre escribir poesía y escribir guiones, ambas conducen a lo mismo: la creación de imágenes. Un guionista debe tener mil imágenes en su cabeza para conquistar a hombres como Fellini o Antonioni. Eso dice Tonino Guerra. Como las clases van de o sobre guión (en un curso para animadores, entiéndase, de películas de animación) quizá pueda hacer algo con esta historia de miradas inscritas en un triángulo de platos.

He despertado pensando en las primeras palabras que le escuché decir a mi madre. No me acuerdo. Voy a tener que inventármelas. Esta madrugada, antes de dormirme, leí estas líneas de El emperador de Occidente de Pierre Michon:

Como para cada uno de nosotros, su más antiguo recuerdo era su madre, o tal vez el esfuerzo que hizo por sustraerse a su madre.

Y hace nada me llevo a la boca este poema de Tonino Guerra con el aquel de que bendiga o mejore lo que pueda contarle a los alumnos esta mañana, se titula ¿Dónde vas?:

LAS primeras palabras que escuché
en mi vida
fueron: "¿Dónde vas?".
Estábamos en un terrado mi madre y yo
sentados en los sacos
del maíz.
Entonces yo tenía sólo un año
y no sabía
qué eran las palabras
ni adónde iban a parar.

Eso digo yo, adónde van.

29/10/09

La máscara

Ayer quise destilar el poder del cine que Víctor Erice documenta en El espíritu de la colmena. Hoy quiero destilar el poder de la literatura que Pierre Michon prueba en Cuerpos del rey. Aunque a tal efecto podría servirme de cualquier libro suyo. Ya traje por aquí Vidas minúsculas, el libro que me descubrió a Pierre Michon, y bien podría avecinar Señores y sirvientes, cualquiera da cuenta del poder de la escritura, del poder invocador del espíritu de las letras, de la voz de la literatura que habla a través del cuerpo de un escritor aunque tenga la boca cerrada.

Pierre Michon

Pero he elegido Cuerpos de rey porque ayunta textos (confesionales) sobre escritores en los que Pierre Michon trata de explorar la presencia de la literatura tras la máscara del escritor, pero también descubrir al hombre tras el escritor. El cuerpo del rey (de la literatura) desdoblado: en su cuerpo mortal (un nombre arbitrario vestido de andrajos pasajeros) y en su efigie dinástica (consagrada por el texto). Y de paso encontrar los signos del destino (de la escritura) que se enredaron en los pasos de Pierre Michon, perdiéndolo en la embriaguez de la escritura, cuando probó una vez (y para siempre) cómo fluye el texto casi sin intervención de la conciencia, sobre todo cuando se acerca el final del libro y pareciera que el sentido del mundo se hiciera visible. Entonces, uno escribe no sólo con el ritmo de la lengua sino con el ritmo del mundo. Como si Dios existiera y pusiera su mirada sobre uno. (...) El momento de la escritura es el de la llama de la existencia, pero termina en cenizas. Sólo al ser leído vuelve a brotar el fuego de entre las cenizas del libro. Escribe sus libros entre junio y diciembre, entre el calor de la vida y el frío de la muerte, pero un frío que es como la nieve, casi maternal. También preserva la vida para que pueda renacer. Sus textos necesitan el verano para cuajar y buscan el invierno impecable de los libros para cristalizar.

William Faulkner, en 1962

Textos breves, porque como decía Faulkner -y tanto le gusta recordar a Michon- sólo tenemos para escribir el espacio de un sello de correos, pero si se profundiza debajo de ese sello hay un planeta entero. Ahí se condensa la poética del autor de Cuerpos del rey, ahí y en la posesión por la literatura en cuyo cuerpo habla con una voz única. A Faulkner le debemos -y ya le debíamos tanto- a Michon.

"Tenía más de treinta años. No había escrito ni una línea. Leí por casualidad ¡Absalón! ¡Absalón! que volvieron a editar por entonces en libro de bolsillo: desde las primeras páginas hallé un padre o un hermano, algo así como el padre del texto. Alguien que escribía desde y por esa constelación emotiva que era más o menos la mía, cuya frase respiraba y tenía apetencias que tenían la misma cadencia; cuyo nihilismo se transmutaba en su contrario por la gracia total de esa cadencia: había hallado la llave de mis modestas historias. (...) Creo que no había acabado aún de leerlo cuando empecé a escribir Vidas minúsculas, con una sensación de liberación y gozo indecibles". Y unas líneas después: "[Faulkner] Es el padre de cuanto he escrito".

William Faulkner
por James R. Cofield


O sea, también el padre de Cuerpos del rey. Y Michon ausculta la fotografía de Faulkner realizada por James R. Cofield en 1931, el primer retrato mitológico del autor de Luz de agosto, penetra en su mirada y descubre lo que ve. Y a eso que ve, Michon lo nombra: el elefante.

"El elefante que ve, que Cofield ve que Faulkner ve, es quizás ese cuya pataza pende encima de nosotros desde que nacemos, a la que no obstante sonreímos, y que nos nutre: es la familia, las filiaciones en las que el último en nacer es siempre el más último de todos los últimos, ese azar de los cruces de la carne, que nos pone carne y, de propina, nos endilga la ilusión de que la carne no es azar, sino destino". El destino que pesa con todos los muertos que llevamos a cuestas. Como también Juan Rulfo sostuvo a sus muertitos en las doscientas cincuenta páginas que hablan con sus fantasmas.

Pero no sólo encontramos a Faulkner en Cuerpos de rey. También a Beckett, Víctor Hugo, Balzac. Y a Cingria. Y la belleza deslumbrante de un tratado de cetrería del siglo XIV escrito por Muhamad Ibn Manglî que Michon nos entrega con devoción. He aquí el primer párrafo del texto que le dedica:

"Cuando bate de par en par, es desmedido; cuando sacia el hambre, va presto; cuando ataca, daña; cuando pica, hiende; y cuando hace presa, se harta. Le debo esta frase perfecta a la traducción de un tratado de caza árabe. Eso tan fulgurante, mortal y traidor que menciona, eso que bate, hiende y va presto, es el halcón gerifalte. La frase citada está en el mismísimo centro del libro y me complace pensar que en es su secreto apogeo". ¿Hace falta subrayar la perfección del párrafo? Quizá haga falta señalar la excelsa traducción de Cuerpos de rey. Se la debemos a Mª Teresa Gallego Urrutia.

Y encontramos a Flaubert y de la mano de Michon os lo traigo aquí, justo cuando ha acabado durante la noche la primera parte de Madame Bovary el 16 de julio de 1852:

"El viernes por la mañana, con las claras del alba, fui a dar una vuelta por el jardín. Había llovido, los pájaros estaban empezando a cantar y unos nubarrones color pizarra corrían por el cielo. Gocé entonces de unos cuantos instantes de fuerza y serenidad inmensas. (...) El mundo, allende el Sena, está hecho de rastrojos de oro, de gavillas relumbrantes, de hayedos lejanos en los que palpita el corazón. En las lecherías de las casa de labor, hay niñas que meten el dedo en la leche y la desnatan; mientras un hombre la mira, una muchacha ríe por lo saciada que estará dentro de un rato; monstruos humanos olvidan que son monstruos. El mundo no precisa prosa."

Pierre Michon

El mundo no precisa prosa. Sólo la precisan los poseídos por la literatura. Los que son hablados por la escritura. Por la voz tras la máscara.

23/8/09

Las ruinas del tiempo

Pierre Michon

Me acordé de Pierre Michon mientras velaba el sueño de mi madre en el hospital. Tan frágil, Otilia, como cada historia que nos contaba estos años cuando íbamos a visitarla en la casa donde nací: el vecino que había muerto mientras regaba un campo de maíz, la vecina que estaba en las últimas y no tenía a nadie que mirara por ella, el padre que se había marchado al asilo porque su hija no le hablaba y allí por lo menos le daban conversación, y él, que nunca había pisado una iglesia, ayudaba ahora en misa diaria, quizá porque le gustaba una señora que comulgaba cada mañana y bajo cuya barbilla colocaba la patena cuando recibía la hostia consagrada; el jornalero al que acaban de operar de cáncer de próstata pero sigue viniendo a trabajar porque de algo hay que vivir; la vecina que padecía una enfermedad incurable y dolorosa, y que se ahorcó, y su marido lloraba con alivio porque así al menos había dejado de sufrir. Creo que me contaba todas esas vidas porque era una manera de trabar mis ligaduras con la red de la parroquia que acunó mi infancia. Ahora le cuesta hablar y apenas si tiene fuerzas para cogerme la mano. Porque esas vidas que nos desgranaba en las horas que pasábamos con ella era como si me cogiera de la mano y me llevara por los caminos del tiempo que ya sólo frecuentan los fantasmas y las sombras.

Mi tía va perdiendo la memoria, cada día vive en una nebulosa más espesa y se refugia en los confines de lo vivido, cuando era una niña, antes de la guerra civil, y cuidaba a unas tías en una aldea perdida; o de lo por vivir, cuando monologa en las noches interminables con el fantasma de un hombre del que estuvo enamorada pero nunca pasarón de un Hola, Manolo, Hola, Sofía cuando se encontraban en las faenas del campo, en parcelas lindantes, y le cuenta todo lo que aprendió en la vida, que no fue mucho, pero sí algunas certezas definitivas, por eso ya no va a misa, por eso se volvió una hereje, dice ella, e imagina la memoria de una caricia que la redima de tantos años perdidos y tanta desdicha; o en la nostalgia de la belleza, cuando busca insomne una fotografía suya de recién nacida, sobre una mesa, desnuda, mirando a cámara, inocente, la única foto en que se ve guapa, ella que se ve tan fea en el espejo cada noche y se encara con su imagen, resignada, Qué fea eres, Sofía. Y me acordé de Pierre Michon.

De Pierre Michon y de sus Vidas minúsculas. De la escritura que preserva la memoria de unos seres anónimos de los estragos del tiempo. De la escritura como consagración de las vidas preservadas en retales de historias familiares, en voces que se pierden donde da la vuelta el aire, en los desvanes olvidados. De la escritura que da la palabra al silencio, a la soledad y al desamparo. De la escritura de unas biografías que devienen autobiografía, una poética de las reliquias de la memoria y de las ruinas del tiempo. De la escritura como epifanía. De la escritura misma. Como encuentro. Como milagro. Como un asunto de vida o muerte:

...no sabía que la escritura era un continente más tenebroso, más incitante y engañoso que África; el escritor, una especie más ávida de perderse que el explorador; y, aunque explorase la memoria y las bibliotecas memoriosas en lugar de dunas y selvas, que volver de allí repleto de palabras como otros lo están de oro o morir allí más pobre que antes -morir de eso- era la alternativa que también se le ofrecía al escribano.

Me acordé de Pierre Michón también ayer cuando leía en el Babelia que tras la publicación de Vidas minúsculas tenía miedo de que lo consideraran un escritor provinciano. ¡Provinciano! Pierre Michón, que trasformó la genealogía íntima y rural en una escritura de conmovedora belleza, el camposanto abandonado de la memoria en un jardín del tiempo y las huellas de la memoria de viejos campesinos en una ficción redentora por obra y gracia de la literatura. Vidas minúsculas, como toda la obra, breve y esencial, de Pierre Michon -Señores y sirvientes, por ejemplo-, nace bendecida por el don de la palabra que nos deletrea por dentro, que nos escribe y que nos dice, hasta el punto de ser nuestra propia voz y memoria de nuestro olvido:

En Mourieux, en mi infancia, a veces mi abuela, para divertirme, cuando estaba enfermo o tan sólo inquieto, iba a buscar los Tesoros. Así llamaba yo dos cajas de hojalata ingenuamente pintadas y llenas de abolladuras, que antaño habían contenido galletas, pero que entonces escondían alimentos muy diferentes: lo que mi abuela sacaba de ellas eran objetos llamados preciosos y su historia, una de esas joyas transmitidas que son la memoria de la gente humilde. (...) el mito que se derramaba dulzonamente de su boca suplía el engaste de los anillos y depuraba el brillo de las piedras, prodigaba toda la joyería verbal que estalla en los extraños nombres de los abuelos, en la centésima variante de una historia conocida, en los motivos oscuros de los matrimonios, de las muertes.

Por eso me acordé de Pierre Michon. Y de sus Vidas minúsculas.