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29/6/14
La porfía del rojo rothko
Rothko no pintaba lo visible. Pintaba los adentros. Transportes para la mirada. Veredas de lo invisible. Pintaba ventanas para el alma. Umbrales de lo innombrable.
El artista no podía imaginar nada más íntimo. Así que empezó a dictar cómo debían contemplarse. Y aun quiénes habían de verlas. En ¿Qué estás mirando? de Will Gompertz (un libro que me recomendó hace unas semanas el amigo Gonzalo) leo cómo Marjorie y Duncan Phillips, coleccionistas que contaban con el beneplácito de Rothko, construyeron un cuarto para sus cuadros, a modo de sagrario de silencio para ver, pongamos por caso esta pintura de 1954, Ocre (Ocre, rojo sobre rojo).
Al pintor le encantó aquel espacio de recogimiento; con todo, retocó la iluminación y les recomendó desnudar la habitación de cualquier mueble, dejando apenas un banco como asiento. Por lo visto, sentía una profunda responsabilidad por la vida que sus obras llevaran en el mundo. En el cuarto de los Phillips, sus cuadros devenían una experiencia (¿religiosa?) y quizá llegó a pensar que la pintura no era suficiente, debía crear un cobijo para verla, para vivirla. (Diez años después de aquel Ocre, otra pareja de coleccionistas le propuso pintar los cuadros para una capilla en Houston. La Capilla Rothko se inauguró en 1971; no se celebra en ella liturgia alguna, pero ¿quién puede dudar de que se trata de un espacio sagrado, en el sentido más profundo y primordial?)
Hace un par de meses leí en Autobiografía sin vida de Félix de Azúa que Rothko usaba pigmentos de mala calidad, el célebre rojo Lithol, un colorante sintético que ha destruido ya y va a destruir la mayor parte de las obras importantes del artista. Esos objetos llevan incluido su propio suicidio y con la dignidad de los derrotados se irán convirtiendo en polvo por mucho que se esfuercen los restauradores por evitar la caída del pigmento. En algunos casos los comisarios ordenan repintar con nuevos pigmentos los rothkos, sin decir ni pío. Y siguen siendo «rothkos» aunque no haya en ellos ni una sola pincelada del autor.
Lo confieso. Me dolió. Luego me confundió. Y al final me quedó un regusto a ceniza en el cielo del paladar. (Y siguen siendo«rothkos»...) Y en el ánimo, ahora que lo escribo, aflora el pronto de indultar a tipos "emprendedores" como un tal Bergantiños -de Parga, Lugo, sin ir más lejos-, que ("presuntamente" y cómplices mediante) le "colocó" un rothko -Untitled (Orange, Red and Blue), tal cual- a un ricachón dueño de casinos en las Vegas por más de cinco millones de euros (apenas un episodio de la novela -de sesenta millones- que tramaron con falsificaciones de los expresionistas abstractos americanos: sus rothko, sus pollok, sus de kooning...); un rothko pintado ("presuntamente") por un chino que hace unos años vendía sus cuadros en una esquina de Manhattan (¿acaso en la trama del "agudo" gallego hacían otra cosa con los rothko que "repintarlos"?).
Entonces lees el párrafo siguiente hilvanado por Azúa, y -aun con todo su desgarro- alivia, como un bálsamo, o una plegaria:
Rothko sin duda estaba dando figura a una tragedia, pero tan íntima, tan única, que paraliza al espectador como si asistiera a un sacrificio ritual cuyo sentido ha sido olvidado hace siglos. Allí están los signos de las reses o de los humanos desangrados para implorar la benevolencia de un dios, pero ya nadie sabe quién es ese dios, ni cómo se llama, ni lo que exige de nosotros. Lo único evidente es que la res, humana o animal, ha muerto ejecutada en una estación vacía en la que sólo percibimos el estruendo de las máquinas. Esa pintura expone los sentimientos de un humano abandonado que, sin embargo, insiste en apelar al sacrificio por si aún permaneciera el animal fraterno, el dios o parte del mismo, en alguna estancia, y no simplemente su tumba vacía. Esa desesperada tentativa es todo lo que transmite el colosal cuadro de Rothko.
Y ya el párrafo que abrocha el episodio rojo Lithol venía, como aquél que dice, cuesta abajo; tan doliente como inevitable:
Finalmente y con extrema coherencia, él mismo sería la res sacrificada en 1970, último y determinante tanteo para obligar al dios a una respuesta. Rothko encarnó simultáneamente a Abraham y a Jacob. Empuñó una afilada navaja, debió de alzarla hacia el cielo, esperó seguramente un instante (es lo que Kierkegaard llamaba «el silencio de Abraham»), no apareció ángel alguno, y entonces abrió las venas de Abraham y Jacob con tanta violencia que el charco de sangre donde le encontraron coincidía en superficie con alguna de sus enormes pinturas, ocho pies por seis, según el crítico de The Guardian Jonathan Jones, 'a color field', en la jerga de los expertos. Un último Rothko pintado con la sangre de Rothko. Sus cuadros irán suicidándose por orden, parsimoniosamente.
Y uno de pregunta si, cuando se suicidó, Rothko sabía del suicidio (sólo aplazado) de sus pinturas. Y de la derrota fatal en la porfía del rojo.
3/2/13
Avatares de la mirada (Rothko en Ribeira)
Cada color cambia del todo en otras cosas, decía Lucrecio. ¿Qué colores ven estos hombres de la mar cuando pintan las dornas? ¿Qué ven en esos colores? ¿Tienen esos colores forma de dorna? ¿Cabría decir que los colores cobran visos de verdad en la forma de las cosas? ¿O que las cosas devienen formas gracias a los colores? ¿Qué miraría Rothko si se pasara por el malecón de Ribeira?
Cuando leí hace casi veinte años el Diccionario de las Artes de Félix de Azúa, la entrada sobre el color me resultó de las más jugosas. Contaba que los artesanos del tinte eran un gremio mal considerado y excluido de la ciudad medieval no sólo por los hedores de la producción sino por los materiales que manejaban: hacían la ronda de las tabernas recogiendo en ligeras vasijas de barro la orina de los borrachos para decantar los pigmentos de óxido y naranja que requerían los paños más caros. (Ah, aquellos amarillos tostados de las cervezas de las abadías.) Contaba que el carmesí es el tinte que se obtiene del kermés lidio (coccus ilicis), un insecto, y que el púrpura se consigue machacando cefalópodos fenicios (murex trunculus). En realidad, decía, no hay colores: hay vicisitudes de los colores, pues cada uno de ellos tiene su propia biografía. Más que una biografía diríase que cada color viene con su cuento a cuestas. Como el cuento del pullus, un color difunto, desaparecido en la noche de los tiempos, y que al parecer correspondía al resplandor del lomo en las liebres huidizas. También las dornas vienen (y van) con su cuento (y cuentas) de colores.
Cada vez que le preguntaba al maestro por el nombre de un color evitaba mencionar un pigmento concreto. Y aun menos cuando le señalaba esta mancha o aquel trazo en alguna obra suya. Ni siquiera cuando me hablaba (tan conmovido) de la Capilla de Rothko o de aquel lienzo de rojo y negro.
Entonces cambié de táctica y traía a colación una de las cartas de Van Gogh con apuntes, pongamos por caso, sobre unas viñas que acaba de pintar: son verdes, púrpuras, amarillas, con racimos violetas y sarmientos negros y anaranjados. Lo mismo daba. Me hablaba de los sentimientos que alentaban, de los latidos que envolvían, de las resonancias que cobijaban. Hasta aquellos días -meses- en que lo enredé en la dirección artística de una película y empezó a hacer dibujos de las escenas y a sugerirme un rojo aquí, un verde allí, un destello amarillo sobre el marco de un espejo, un escote negro, un hilo de plata, una mancha rosa... Porque, de alguna forma (y por mi culpa), viajaba de los sentimientos al pigmento, por así decir. Pero sólo es un decir, claro. Y uno podía evocar esos colores en las pinturas y películas de las que habíamos hablado durante todos los años pasados...
Y así nos pasábamos horas yendo y viniendo entre los bocetos y los armónicos que despertaban. Como si los colores no estuvieran en el lienzo o en el celuloide sino en tránsito, como si viajaran en la memoria, en el aquel de mirar. De hecho, es así como están; es así como se forman. Como figuras de la mirada. Como ese vinoso mar de la Odisea, que suena a color emanado en el curso de la navegación en la nave negra de Ulises. Aún recuerdo como si fuera ayer la sorpresa mayúscula cuando leí por primera vez en la Odisea que el mar de los griegos no era azul sino del color del vino. Entonces no sabía que los colores no se nombran, se inventan. Que un color es un avatar de la mirada. Y si se nombran no ha de buscarse en ellos las precisión material sino una suerte de temperatura anímica. El color no es una ventana a lo real sino a lo surreal. (Qué razón tiene Sam Fuller en El estado de las cosas de Wenders. La vida es en color pero el blanco y negro es más realista.) Inventar colores es uno de los avatares del pintor o del cineasta. Avatares de cuentistas.
Brusatin en su Historia de los colores (donde leí que los bretones acostumbraban a pintarse el cuerpo de un azul oscuro, extraído de la planta del glasto, para aparecer terribles en las batallas, como ejércitos espectrales, decía Tácito) señaló que todos los sabios con talento filosófico han observado los colores con desconfianza porque encarnan las leyes de la mutación, de la novedad, de la seducción, lo imprevisto del fenómeno contrariante y del destino efímero. Asomarse al color venía a ser como abocarse al abismo.
Quizá por esa naturaleza mutante a Wittgenstein le asombraba que un asunto tan misterioso como el color hubiera sido tan desdeñado por la filosofía; las Observaciones sobre los colores fue su último trabajo y tomaba notas sobre el tema cuando murió el 29 de abril de 1951; en palabras de Félix de Azúa, el color se le presentaba como el mejor ejemplo de su teoría de los juegos lingüísticos. Cómo no se me ocurrió, cuando lo del vinoso mar, que un color era un juego del lenguaje... Lástima. Cuánto me habría gustado saber de niño que el azul ultramarino no es el color de mar adentro (del mar de fóra que dicen por estos finisterres), sino el que viene de ultramar, de la India: el lapislázuli. Avatares del color. Cuentos.
Cuando leí hace casi veinte años el Diccionario de las Artes de Félix de Azúa, la entrada sobre el color me resultó de las más jugosas. Contaba que los artesanos del tinte eran un gremio mal considerado y excluido de la ciudad medieval no sólo por los hedores de la producción sino por los materiales que manejaban: hacían la ronda de las tabernas recogiendo en ligeras vasijas de barro la orina de los borrachos para decantar los pigmentos de óxido y naranja que requerían los paños más caros. (Ah, aquellos amarillos tostados de las cervezas de las abadías.) Contaba que el carmesí es el tinte que se obtiene del kermés lidio (coccus ilicis), un insecto, y que el púrpura se consigue machacando cefalópodos fenicios (murex trunculus). En realidad, decía, no hay colores: hay vicisitudes de los colores, pues cada uno de ellos tiene su propia biografía. Más que una biografía diríase que cada color viene con su cuento a cuestas. Como el cuento del pullus, un color difunto, desaparecido en la noche de los tiempos, y que al parecer correspondía al resplandor del lomo en las liebres huidizas. También las dornas vienen (y van) con su cuento (y cuentas) de colores.
Light Red Over Black, 1957
de Mark Rothko
Brusatin en su Historia de los colores (donde leí que los bretones acostumbraban a pintarse el cuerpo de un azul oscuro, extraído de la planta del glasto, para aparecer terribles en las batallas, como ejércitos espectrales, decía Tácito) señaló que todos los sabios con talento filosófico han observado los colores con desconfianza porque encarnan las leyes de la mutación, de la novedad, de la seducción, lo imprevisto del fenómeno contrariante y del destino efímero. Asomarse al color venía a ser como abocarse al abismo.
Quizá por esa naturaleza mutante a Wittgenstein le asombraba que un asunto tan misterioso como el color hubiera sido tan desdeñado por la filosofía; las Observaciones sobre los colores fue su último trabajo y tomaba notas sobre el tema cuando murió el 29 de abril de 1951; en palabras de Félix de Azúa, el color se le presentaba como el mejor ejemplo de su teoría de los juegos lingüísticos. Cómo no se me ocurrió, cuando lo del vinoso mar, que un color era un juego del lenguaje... Lástima. Cuánto me habría gustado saber de niño que el azul ultramarino no es el color de mar adentro (del mar de fóra que dicen por estos finisterres), sino el que viene de ultramar, de la India: el lapislázuli. Avatares del color. Cuentos.
1/8/11
El maestro en Termidor
1 de agosto. Un año sin el maestro. 365 días. Lo hemos recordado cada uno de ellos. Dicen que el tiempo lo cura todo, pero no es verdad; tiene razón Ferlosio, sería como decir que el tiempo acaba traicionando lo que queremos tanto. A menudo duele la ausencia del maestro y la pérdida se vuelve topografía. Aquella mesa del Central en Tui donde compartimos el último Lagavulin mientras nos hablaba de los cuadros de Monet cuando ya estaba casi ciego y la pintura era ya casi sólo materia, aquel restaurante en Valença donde me habló de Rothko y me dijo que algún día debería visitar la The Houston Chapel, aquel viaje de vuelta de Ourense escuchando Corpo iluminado de Cristina Branco donde canta un soneto de Camões, Memoria de meu bem...
Memória de meu bem, cortado em flores
por ordem de meus tristes e maus Fados,
deixai-me descansar com meus cuidados
nesta inquietação de meus amores.
Basta-me o mal presente, e os temores
dos sucessos que espero infortunados,
sem que venham, de novo, bens passados
afrontar meu repouso com suas dores.
Perdi nua hora quanto em termos
tão vagarosos e largos alcancei;
leixai-me, pois, lembranças desta glória.
Cumpre acabe a vida nestes ermos,
porque neles com meu mal acabarei
mil vidas, não ua só, dura memória!
Y ayer mismo pasamos unas tres horas con Esther en el estudio del maestro, en la casiña, entre sus obras... Nos embargaba algo parecido a ese contentamento descontente, con que Camões define el amor en uno de sus más hermosos sonetos. Al final, Esther nos dio a ver -y a amar- algunas de las últimas obras que el maestro dejó preparadas, no sus últimas obras, aunque alguna quizá lo fuera, sino aquellas que últimamente le apetecía mostrar y que devienen un itinerario íntimo de su pintura, como si nos dijera "aquí me veis, de aquí vengo yo, hasta aquí he venido..." Y contemplamos cuánta belleza nos ha dejado en este mundo.
En los últimos veranos, solíamos vernos para pasear un rato o comer, pero sobre todo para charlar; cuando nos separábamos ya en las horas candentes de julio o agosto -los dos preferíamos la lluvia, los cielos nublados, las luces deitadiñas-, como quien busca un lenitivo para los días de Termidor, siempre me pedía que le recomendara una película para pasar esas horas ardientes. Era un juego, claro: él sabía que yo sabía qué películas prefería que le recomendara. Ahora que ya no está, echo de menos el aquel de programador de cine para el maestro. Era nuestro ciclo del verano.
Una de esas películas -fundamentales e inadjetivables- que él esperaba que le recomendara y de la que tanto nos gustaba hablar era Centauros del desierto de John Ford. Hoy hemos vuelto a verla. Y cuando John Wayne se aleja hacia el desierto y la puerta se cierra y la pantalla va a negro, desde la memoria del cine, el maestro en Termidor se volvía -como la última vez que lo vi-, se llevaba dos dedos al ala de su panamá y seguía su camino.
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Xosé L. de Dios
13/12/10
La memoria ardiente
Monet muere en su casa de Giverny el 6 de diciembre de 1926. Pasó allí la mitad de su vida, desde 1883, cuando ya había conseguido la independencia económica, y cultivó un jardín para la vejez. En los primeros tiempos de Giverny, cada mañana salía de casa antes de amanecer seguido por sus hijos, que tiran de una carreta con lienzos y útiles de pinturas. Planta el caballete delante de unos árboles o de una meda, espera la luz y trata de fijar en el lienzo la caricia del aire en la piel de las formas. Una caricia fugitiva como un efecto de luz. Y pinta. Otro lienzo. Otra caricia del aire sobre las formas que vibran en la luz. Una luz que, pura fluencia, se resiste a la fijación de la pincelada.
Los campesinos sienten que Monet, en el aquel de pintar álamos y almiares, se los roba. No tardan en pretender cobrarle por pintar sus medas y sus árboles. Cuando Monet pinta un almiar, llega enseguida el propietario con un carro para llevarse la paja, o si se afana en llevar unos álamos al lienzo, un vecino empuña el hacha y procede a talarlos; cualquier cosa con tal de que el pintor no se aproveche de sus propiedades: si quiere pintar sus modelos que los pague. Habrase visto.
Claro que Monet pinta lo que ya no esta ahí, aunque quizá él no lo sabe, o prefiere no saberlo. Cuando planta el caballete a la orilla de un río con barcas, un estanque de ranas o un acantilado normando está invocando todos los recuerdos de esos lugares germinales en un tiempo perdido. Como recordamos nosotros ante las telas. En las pinceladas se derrama la memoria. Una memoria en la que germina la nuestra. John Berger escribió sobre la tristeza de los ojos de Monet por la imposibilidad de pintar todo lo que recordaba, de una pintura que lo recordara todo. Unos ojos que no se cansaban nunca de mirar... lo que habían visto.
Recuerdo que en una de las últimas sobremesas con el maestro en el Café Central, después de comer en la de Marina, entre sorbo y sorbo de Lagavulin, hablamos de Monet, de su gesto pictórico, de cómo las formas se disolvían en la pintura misma. No pocas veces he ensoñado al maestro plantado ante la playa de Balieiros pintando el viento del Oeste enredado en el faro de Corrubedo, y a mí sujetándole el caballete. Nos reímos mucho cuando lo evocaba como un Monet o un Van Gogh de estos confines, como el pintor al aire libre que nunca fue. En mi jardín del tiempo escenas así acontecen a menudo. El jardín de Giverny es el memorial de Monet. Y a medida que perdía la vista, la pura memoria guiaba el pincel y cada pincelada era un gesto desesperado donde se presiente ya la derrota de la abstracción que seguirán Pollock o Rothko. "Nunca los ojos son cansos en su aquel de mirar", escribió Valle-Inclán en una réplica de las Comedias bárbaras. En su aquel de recordar habría que escribir tratándose de Monet. Sauces, lilas y nenúfares devenían pura materia pictórica, el trazo insomne de la memoria ardiente..
5/6/10
La leve forma de Ersilia
Italo Calvino enhebra en su Levedad -la primera de sus conferencias (de 1985): Seis propuestas para el próximo milenio-, entre otros zurcidos, a Lucrecio con Leopardi. Señala que De rerum natura es la primera gran obra que remite el conocimiento del mundo a lo infinitamente minúsculo, móvil, leve. Lucrecio es el primer poeta de la levedad: el vacío es tan físico como lo sólido, tan material, tan concreto. Es la poesía de lo invisible. De un poeta que no duda un instante de la materialidad del mundo. Italo Calvino concreta así la iluminación de Lucrecio:
Esta pulverización de la realidad se extiende también a los aspectos visibles, y ahí es donde descuella la calidad poética de Lucrecio: las partículas de polvo que se arremolinan en un rayo de sol dentro de un aposento a oscuras; las minúsculas conchas, todas iguales y todas diferentes, que la ola empuja indolente sobre la arena que se embebe; las telarañas que, mienras andamos, nos envuelven sin que nos demos cuenta.
Giacomo Leopardi escribe a los quince años con gran erudición una historia de la astronomía y la contemplación del cielo nocturno le inspirará bellísimos versos. Sabía de lo que hablaba. En el aquel de cavilar sin tregua sobre el peso de vivir, Leopardi destila la imposible felicidad con vislumbres de levedad: el vuelo de los pájaros, la voz de una mujer que canta en la ventana, la transparencia del aire y la luna. Sobre todo la luna, precisa Calvino: el calmo encanto de la luna.
Dolce e chiara è la notte e senza vento,
e queta sovra i letti e in mezzo agli orti
posa la luna, e di lontan rivela
serena ogni montagna...
(Dulce y clara es la noche y sin viento,
y quieta sobre los techos y entre los huertos
se posa la luna, y de lejos revela
serena cada montaña...)
Ayer mismo a estas horas el maestro nos hablaba de Rothko, de los pigmentos hechos pintura, visión mística. Y de la lentitud y la levedad que cifran la mirada. Pura plástica. Desposeída del espectáculo de la naturaleza. Como quien contempla el tapiz de grises de las nubes -o de rojos candentes en un crepúsculo- y la atmósfera pierde consistencia y los puntos cardinales declinan sostener el mundo. Y ya es otro tiempo, otro lenguaje, otro mundo. Otra forma. Un vacío habitable.
Como en Ersilia, una de Las ciudades invisibles de Italo Calvino:
En Ersilia, para establecer las relaciones que rigen la vida de la ciudad, los habitantes tienden hilos entre los ángulos de las casas, blancos o negros o grises o blanquinegros, segun indiquen las relaciones de parentesco, intercambio, autoridad, representación. Cuando los hilos son tantos que ya no pueden pasar entre medio, los habitantes se marchan: las casas se desmontan; quedan sólo los hilos y los soportes de los hilos.
Desde la cuesta de un monte, acampados con sus trastos, los prófugos de Ersilia miran la maraña de los hilos tendidos y los palos que se levantan en la llanura. Y aquello es todavía la ciudad de Ersilia, y ellos no son nada.
Vuelven a edificar Ersilia en otra parte. Tejen con los hilos una figura similar que quisieran más complicada y al mismo tiempo más regular que la otra. Después la abandonan y se trasladan aún más lejos con sus casas.
Viajando así por el territorio de Ersilia encuentras las ruinas de las ciudades abandonadas, sin los muros que no duran, sin los huesos de los muertos que el viento hace rodar: telarañas de relaciones intrincadas que buscan una forma.
La leve forma de Ersilia. La forma leve de Caro diario que evoca Blanco en su último diálogo -diálogos, por qué no, platónicos- a propósito de la película de Nanni Moretti, pero más allá o más acá del cine. De lo indecible, de lo inagotable, de lo indefinible. De lo que nos habló también ayer el maestro trayendo a colación los Maestros antiguos de Thomas Bernhard. En fin, telarañas, restos, naufragios. Lucrecio, Leopardi, Rothko. Lo invisible. La transparencia. La levedad.
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