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18/10/20

Alas de gato



Eres el tema de mi vida. Si yo... hiciese películas hasta mi muerte, todas hablarían de ti. (Moon-soo/Lee Sun-kynn en U ri Sunhi, de Hong Sang-soo.)



Desde que vi King Kong tengo debilidad por cualquier gorila que se enamora de una chica. (Marlowe/Robert Mitchum en Farewell My Lovely, de Dick Richards.)



Si supieras algo de música, sabrías que un piano suena mejor cuando lo han tocado mucho. (Joanna/Eleanor Parker en The Naked Jungle, de Byron Haskin.)



Deja de usar las manos y usa la cabeza. Esa chica te quiere. (Moe/Thelma Ritter en Pickup on South Street, de Samuel Fuller.)



Era mala, era peligrosa... Pero era mi tipo. (Red Riley/Fred Astaire en el número The Girl Hunt de The Band Wagon, de Vincente Minnelli.)


[Los hombres] Son el único animal con dinero, e invitan a champán. (Lily/Marlene Dietrich en The Song of Songs, de Rouben Mamoulian.)


Según mi experiencia, los hombres son unos cabrones. (Mon/Machiko Kyô en Ani imôto, de Mikio Naruse.)


Una vez que has amado a alguien nunca puedes estar seguro. Incluso cuando se ha convertido en odio, nunca sabrás si no será sólo el otro lado del amor. Así son estas cosas. (Meg Cameron/Debra Paget en The River's Edge, de Allan Dwan.)


El amor y el odio son cuernos de la misma cabra. (Kitala/Eileen Way en The Vikings, de Richard Fleischer.)



Siempre que la veo, sé que estoy soñando otra vez. (Luo Hongwu/Huang Jue en Di qiu zui hou de ye wan, de Bi Gan.)



Mira, pienso tanto en ti que me olvido de ir al servicio. (Seymour/Seymour Cassel en Minnie and Moskowitz, de John Cassavettes.)



Yo no quiero que estés enamorado de mí. Ya te quiero yo por los dos. (Clara/Ángela Molina en Carne trémula, de Pedro Almodóvar.)



Nunca te daré un beso de despedida, Kathleen (Kirby Yorke/John Wayne en Río Grande, por John Ford.)

El amor es todo lo que no se puede decir. (Lola/Mireille Perrier en J'entends plus la guitare, de Philippe Garrel.)


No caigas en el amor. Persevera en la comedia. Eso no duele. (Nathalie/Coralie Revel en Choses secrètes, de Jean-Claude Brisseau.)


El amor es tan inútil como unas alas en un gato. (Nog Hong Fah/Dudley Digges en The Hatchet Man, de William A. Wellman.)


7/7/19

Andar por ahí con un alfanje...


A los ocho años empecé a ir solo al cine. Hay pocas conquistas tan cardinales: ya podía quedarme cada película para mi solo durante horas sin necesidad de hablar de ella con nadie y, llegado el caso, elegir el momento de palabrearla (viene a ser lo mismo, o casi, paladearla) con alguien. De aquellas primeras películas para mí solo, sobre todo cuando me gustaban mucho, recuerdo salir del cine con el ánimo suspendido entre la alegría y el pesar, entre el encanto y la melancolía, entre la exaltación y la zozobra: aquella maravilla se había acabado, y no podía consolarme un futuro tan remoto como la película del domingo venidero. Como le dijo una vez Rivette a la Duras, me gustaría poner debería seguir continuando al final de todas aquellas películas, como El signo del Zorro (The Mark of Zorro, 1940), de Rouben Mamoulian.


¿Quién se iba a creer que el Zorro fuera a eclipsarse para siempre tras la máscara de Diego Vega/Tyrone Power? Porque, no nos engañemos, el Zorro usaba máscara para mostrarnos su verdadera identidad; Diego Vega iba a cara descubierta para enmascarar su condición de Zorro, y no al revés como aparentemente (sólo aparentemente) contaba la película, para enmascarar lo que verdaderamente contaba. Como dice Bob Dylan en Rolling Thunder Revue: A Bob Dylan Story by Martin Scorsese:
Cuando alguien lleva una máscara, te dice la verdad. Cuando no la lleva puesta, es poco probable.
Tampoco es que haga falta aventurarse en jardines hermenéuticos: basta mirar la película.


A ver, ¿de quién se enamora Lolita Quintero/Linda Darnell? Se enamora del Zorro y sólo después acepta a Diego Vega como utilitario avatar del justiciero. En pocas palabras (aristotélicas), el Zorro deviene la condición sustantiva del personaje, mientras que Diego Vega cobra visos de una apariencia accidental. Y, en fin, aceptamos lo inverosímil del desenlace por su aquel irónico: ¿quién se iba a creer que el Zorro y Lolita Quintero sólo se iban a dedicar en adelante a criar niños rollizos y a ver crecer las viñas, como asegura Diego Vega?



El signo del Zorro, de todas todas, debería seguir continuando.


Desde que la vi en el Teatro Principal de mi infancia, no quise volver a verla. Hasta hace un par de años (Ángeles tampoco había vuelto a verla desde niña: quién sabe si la vimos en la misma sesión). Volvimos a verla esta semana. Aquel día (estoy casi seguro de que era de invierno pero lo recuerdo de verano) salí enamorado de Linda Darnell, una jovencita de 17 años encarnando a Lolita Quintero; ya la había visto, adulta (bueno, seis años mayor), en la Chihuahua de Pasión de los fuertes unos meses antes, pero lo que se dice enamorarme, me enamoré de ella en El signo del Zorro (Linda Darnell murió a los 41 años en un incendio en su casa mientras veía una película suya en la tele; lo conté aquí, a propósito de Fallen Angel, de Preminger).


La verdad, en el cine me enamoraba perdidamente cada dos por tres, no era un niño como aquél que le pide a su abuelo que se salte las escenas de amor de La princesa prometida. A mí me gustaba (sin saberlo) la estructura canónica del folletín hollywoodense, articulando su trama de aventura y su subtrama amorosa. Y justo en la subtrama amorosa con Lolita Quintero se destila el baile de máscaras, el duelo de identidades entre el Zorro y Diego Vega, el juego de equívocos (tan de comedia) que la puesta en escena de Rouben Mamoulian despliega con maestría en El signo del Zorro, conjugando la iluminación (un admirable trabajo del gran Arthur C. Miller), el fuera de campo, el movimiento y las miradas de los personajes en una coreografía de calculado ocultamiento y velada revelación.


Viene a cuento evocar tres escenas de Lolita Quintero con el Zorro/Diego Vega, tres momentos cardinales de la subtrama amorosa. En la primera, la chica reza en la capilla, implorándole a la Virgen que alguien, a quien pueda amar y respetar, se la lleve de allí y la libre de la reclusión en un convento por rechazar un matrimonio arreglado por sus tíos con Diego Vega, un pisaverde al que no soporta.


Aparece entonces  el Zorro enmascarado con el hábito y la capucha de fraile que le va a permitir saber (en confesión) de los secretos temores y anhelos de Lolita, y avivar sus deseos ocultando sus ojos del asedio de la mirada de la chica en la intimidad de la penumbra...


Hasta que ella, harta de que le esquive los ojos, traza con su mirada una panorámica oblicua y descendente que descubre bajo el hábito la punta de la espada y cae en la cuenta de que el fraile es puro disfraz pero, cuando su tía Inés (magnífica Gale Sondergaard) irrumpe en la capilla en su busca alarmada porque el bandolero entró en la casa y amenazó a su tío, Lolita ni lo delata ni experimenta temor alguno, todo lo contrario: su rostro resplandece.


Un segundo momento de la subtrama amorosa acontece durante el festín para celebrar el compromiso entre Lolita y Diego Vega. La chica, aún bajo el efecto del encuentro con el Zorro, no oculta su disgusto ante la perspectiva de un futuro con semejante petimetre. Diego no hace sino reforzar ese sentimiento con sus palabras y maneras. Hasta que son empujados a bailar. El novio pide a los músicos que toquen El sombrero blanco.


Y en el curso del baile Lolita experimenta, a su pesar, primero, y para su asombro, después, una inusitada exaltación. Diego le cae fatal pero disfruta bailando con él (una danza que traduce una vibración del alma).


Cuando el baile termina, ella se siente feliz, pero Diego finge cansancio. La escena deviene un segundo movimiento en el ballet de identidades que nos depara la subtrama amorosa.


Y llegamos a la culminación del duelo de máscaras. Con un alado movimiento de grúa nos encaramamos en el balcón del dormitorio de Lolita. Lo recordáis (si no, ya os lo imagináis): es el Zorro quien se ha encaramado y envía una rosa blanca como heraldo a los pies de la chica que se cepilla el pelo ante el espejo, dolida aún por la hiriente decepción que acaba de experimentar en el desenlace del baile.


Ella la recoge y se acerca a la puerta entreabierta, y el Zorro se deja ver, viene a confesarle algo, pero debe ocultarse otra vez porque llega el tío Luis/J. Edward Bromberg a reprocharle a Lolita que haya escapado del hombre con quien la ha prometido. En este momento, estamos en el dormitorio y el Zorro ha quedado en el balcón, fuera de campo. Mientras continúan los reproches del tío Luis, se han acercado a la puerta entreabierta. Se escucha un ruido. Al tío, ya en el umbral, se le pinta la sorpresa  en la cara, luego sonríe satisfecho y cómplice, y hace mutis. Ahora la sorprendida es Lolita que no entiende la reacción de su tío, sobre todo cuando entra en el dormitorio, no el Zorro, sino Diego Vega, o sea, cuando aún no sabe que el detestado pisaverde es una máscara de su amado Zorro; es más, está convencida de que Diego fingía ser el Zorro, es un impostor. Tanto es así que, al reparar que aún tiene la rosa en la mano, la tira al suelo con desprecio. Diego le recuerda la conversación en la capilla y ella acaba comprendiendo que el justiciero deba servirse de aquella atildada apariencia.


Deben despedirse con premura porque llaman a la puerta. Es la tía Inés, viene a consolar a la sobrina (en realidad ella no era partidaria de la boda, quiere a Diego como amante) y le brinda su apoyo en caso de que la chica rechace el compromiso. El disgusto inicial de Lolita se torna ahora puro fingimiento, como el agradecimiento que dice sentir por su tío Luis y el deseo de no contrariarlo.


Cuando la chica se queda a solas con su felicidad descubre la rosa en el suelo, y aun se sorprende al verla tirada, como si ese hecho hubiera acontecido en un pasado muy remoto. Lolita la recoge amorosamente, hasta los pétalos que se han desprendido, la prenda del Zorro. Una escena desarrollada en tres actos pautados por las tres estaciones de una rosa en un vaivén de máscaras.


Claro, en su trama de aventura, El signo del Zorro nos procura también sus cabalgadas, sus zetas rayadas a punta de espada o aquella esplendida Z imaginaria firmada por Rouben Mamoulian, que traza el Zorro con su desplazamiento entrando y saliendo del camino a través del bosque, perseguido por los soldados. Y el duelo de espadachines.


Por algo figura como antagonista del Zorro el capitán Esteban Pasquale/Basil Rathbone, que había sido maestro de esgrima en Barcelona, un título que asombraba a Ringo y sus amigos en el capítulo 9 de Caligrafía de los sueños, de Juan Marsé, que jamás habrían imaginado oír el nombre de su ciudad en una película de Hollywood. Como los chavales de la novela, uno también conocía a Basil Rathbone: unos meses antes lo había visto en Robín de los bosques, como el villano  Guy de Gisbourne, batirse con Errol Flynn en un soberbio lance (y volvería a verlo otra vez meses después en El capitán Blood blandiendo la espada, una vez más contra Errol Flynn).


Cuenta Richard Cohen en Blandir la espada que Basil Rathbone hacía siempre todas sus escenas de esgrima calzado con botas altas y rígidas para acentuar la línea dramática de su entrada a fondo; el maestro Fred Cavens, que colaboró con Rouben Mamoulian en la coreografía del culminante desafío en El signo del Zorro (con ese final donde Pasquale cae herido de muerte y, al deslizarse con la espalda contra la pared, deja al descubierto la Z que el Zorro había grabado allí unas escenas antes), aseguraba que, a efectos de imagen, Basil Rathbone era el mejor tirador de esgrima del mundo (por lo visto, el gran George Sanders rehuyó el papel de Esteban Pasquale porque detestaba la esgrima y no quería ni oír hablar de la escena del duelo; él sí diría completamente en serio aquello que dice Diego Vega enmascarando al Zorro: Andar por ahí con un alfanje ya no está muy de moda... Es algo que ya no se hace desde la Edad Media). 


En la folha de la Cinemateca Portuguesa dedicada a la película, Bénard da Costa destilaba el arte de Rouben Mamoulian en el aquel de coreografiar el baile como un duelo y el duelo como un baile. No se podría definir mejor. El signo del zorro fue la primera película suya que vi, por supuesto sin reparar en el directed by.

Cartel de Gösta Åberg.

Cartel de Eryk Lipinsk.

Unos años después, cuando ya empezaba a fijarme en la firma del director, pude ver Queen Christina (1933) con uno de los mejores papeles de Greta Garbo y, quizá, la mejor escena que la actriz haya rodado nunca, aquella secuencia prácticamente muda (citada de forma rutinaria por Bertolucci en The Dreamers) donde Cristina recorre el cuarto de la posada, donde acaba de pasar la noche con su amante, acariciando objetos y rincones: Estoy memorizando este cuarto. En el futuro, en mi memoria, pasaré mucho tiempo aquí.


Tres minutos para toda una vida por obra y gracia de la Garbo dirigida por Mamoulian, un director (uno de aquellos fantasmas de Hollywood que honraron a Buñuel en 1972), quizá ninguneado, con quien felizmente (sin saberlo) me topé por primera vez en El signo del Zorro.


Una de esas gozosas y memorables películas que cobijaron nuestra infancia cuando el cine era la escuela de los domingos.

7/4/19

De hielo y fuego


De Bresson me gustan todas sus películas. Y todas, como poco, mucho mucho mucho (así, por triplicado); algunas -menciono apenas cuatro: Au hasard BalthazarMouchette, Une femme douce, Quatre nuits d'un rêveur-, no pueden gustarme más (creo). Me gustan a rabiar incluso aquellas de las que el propio Bresson renegaba, como Les anges du péché o Les dames du Bois de Boulogne, que hoy viene a la escuela con una espléndida e inolvidable María Casares.


En un homenaje a Bresson, allá por 1977, se la definió como película no bressoniana (sobra decir que no estamos en absoluto de acuerdo). David Bordwell está convencido de que, si no fuera por la guerra en curso (Les dames du Bois de Boulogne sufrió constantes interrupciones durante el rodaje, comenzado durante la ocupación alemana -restricciones y cortes de electricidad, alarmas por bombardeos aliados- y acabado después de la Liberación de París), nada impediría que Hollywood se hubiese llevado a un tipo como Bresson para dirigir la siguiente película de Joan Crawford, tan clásica le parece. (Uno no llega a tanto, pero puede admitir que Bresson, en otra vida, quizá podría haberse convertido en un cineasta con una trayectoria corta, inestable y difícil en Hollywood, digamos a la manera de un Ophüls.) Por ese camino no puede extrañarnos que alguien se preguntara, a propósito de Les dames du Bois de Boulogne: ¿un Bresson antes de Bresson?


Pero ya estamos poniendo el carro delante de los bueyes. Contamos con un documento excepcional para seguir (casi) día a día el rodaje de la película, con todo lujo de detalles y pasando por los distintos ámbitos de la producción. Y, cosa fuera de lo común, traducido al castellano y en una edición modélica: Sombras de un sueño. Diario de rodaje de "Las damas de Bois de Boulogne" de Robert Bresson, de Paul Guth.


No hay libro de cine que se le parezca. Su autor prodiga su curiosidad desde María Casares hasta el carpintero que trabaja en un decorado, pasando por el operador de cámara, el sonidista, el productor, los figurantes, los maquinistas, la script o Bresson mismo. Y, como apunta Gonzalo de Lucas en el prólogo, es muy sensible a la precariedad o fragilidad creativa del medio: tanto dinero, tanta pasión, tantos martillazos y pasadas de cepillo de carpintero, tanta fiebre sin descanso...
y todo ello acaba en esa cinta de gelatina que una simple cerilla podría destruir, que la humedad corroerá y una mujer corta con sus tijeras en un desván...
Atento también, Paul Guth, a la perseverancia por hacer visibles las pulsaciones del corazón en ese encuentro de la luz con el rostro:
¿Enfangará la luz esa carne? ¿Proyectará en ella arrugas y muecas? ¿O bien, distribuida con gracia en los ángulos de la nariz, de las mejillas y de las órbitas, hará emerger su alma?
Así describe el oficio de la luz (el teatro, la música de las luces) de Philippe Agostini:
El director de fotografía, como el compositor que tiene en su cabeza toda la materia sonora hecha de nada, debe representar en su cabeza las evoluciones de la luz, su densidad, su timbre, su diálogo con los objetos y los cuerpos.
La primera entrada del diario aparece fechada el 10 de abril de 1944: encuentro con Bresson en la terraza del Deux Magots, en París; al final, el director, subiéndose en la bicicleta, le dice:
Podrá seguir mi próxima película. Los diálogos son de Cocteau. 
El 21 de abril, encuentro con Cocteau:
¡Ah, es una película más difícil que Les Anges du péché! Sólo Bresson puede hacerla, para dar vida a ese alambre, para que crezcan florecillas a su alrededor...
Los ensayos comienzan el 24 de abril. El 30, otro encuentro con Cocteau:
¿Mi función como dialoguista? Casi nula. Bresson me daba las escenas, el número de réplicas. (...) Es una película de intimidad trágica, con una tonalidad ligeramente florida, poco habitual en el cine. Una película de rostros.
El 3 de mayo, primer día de rodaje. El último, el 10 de febrero de 1945. Nueve meses después. Por el medio, bombardeos, parones por cortes de suministro eléctrico o por las operaciones en torno a la Liberación de París. Entre el 3 de junio y el 20 de noviembre de 1944 la producción se interrumpe y durante un tiempo hasta se duda de su reanudación. Aun con sus documentados detalles, al parecer Paul Guth se queda corto en cuanto a las dificultades que atravesó el rodaje.


María Casares tenía 21 años cuando empezó a trabajar en la película, y a los pocos días el destino le deparó el encuentro cardinal de su vida, Albert Camus, el autor de El malentendido que la actriz estrenará el 24 de junio de 1944 en el Théâtre des Mathurins de París; un amor que arraigó en sus vidas mientras ella compaginaba su trabajo en el escenario y en el plató de Bresson. En sus memorias, Residente privilegiada, María Casares evoca el rodaje de Les dames du Bois de Boulogne:
...largas jornadas pasadas en los estudios sufriendo los sucesivos despojamientos a que nos sometía el implacable Robert Bresson...
...en largas noches únicamente interrumpidas por los cortes de corriente, durante los cuales Bresson, a la luz de las velas, paseaba su delgada y elegante silueta por delante de mí, empleando el "descanso" en buscar, para mí, la entonación precisa que debía dar a la más sencilla y más espontánea de las réplicas: ¡Oh, Jean! ¡Vous m'avez fait peur!
Ocupándose de todo, controlando cada mirada, cada gesto, obligando a la actriz a represar las emociones, atenuando la expresión de su rostro: un dulce tirano, Bresson, que -según María Casares- despojó a sus actores de la voluntad para que, en definitiva, ofrecieran un cuerpo, unas manos, una voz, justo aquello que él había elegido. Hay que ver qué bien entendió la actriz el método del cineasta (a fuerza de sufrirlo, diría ella, soportando el rodaje con algún que otro lingotazo de coñac). Como escribirá Bresson en una de la Notas sobre el cinematógrafo que configuran su poética:
Producción de la emoción lograda mediante la resistencia a la emoción.

La película se estrena el 21 de septiembre de 1945. Cuenta Truffaut en Las películas de mi vida que Les dames du Bois de Boulogne fue un fracaso de crítica y público. El productor Raoul Ploquin se arruinó y tardó siete años en levantar cabeza; la película tuvo que esperar algunos más para levantar la suya y empezar a ser reconocida como merecía (Truffaut escribe su texto en 1954). En estos tres últimos años la vi tres o cuatro veces, pero bastó la primera para saltar a la vista rasgos estilísticos del Bresson Bresson (digamos), como el uso de la elipsis para pespuntar las escenas, la porfía en la estilización a través de lo concreto (de la dialéctica de lo concreto y lo abstracto, decía Bazin), como esos sonidos del limpiaparabrisas o del motor de un coche que hablan de las convulsiones internas de los personajes, o la forma de privilegiar los efectos frente a las causas, o dicho de otro modo, mostrar los efectos elidiendo las causas (Poner el pasado en presente. Magia del presente, leemos en una de las Notas sobre el cinematógrafo, y en otra: Que la causa siga al efecto y no lo acompañe ni lo preceda).


Ay, el carro delante de los bueyes otra vez. Bresson encuentra Les dames du Bois de Boulogne en un episodio de Jacques el fatalista, de Diderot: la cruel historia de Madame de La Pommeraye y el Marqués de Arcis, que les cuenta la posadera a Jacques y su maestro; en el guión de Bresson (con diálogos de Cocteau), Hélene y Jean, María Casares y Paul Bernard, en la película. Cuando Jean le confiesa que no la ama, Hélène trama su venganza usando a Agnès/Elina Labourdette, la hija de una vieja conocida/Lucienne Bogaert que deviene su cómplice, como instrumento de su maquinación. Jean se enamora perdidamente de Agnès y se casa con ella. Tras la boda, Hélène culmina su venganza revelándole a Jean, para su vergüenza, el pasado de Agnès como chica de alterne, vamos, una golfa. (La película muy bien podría haberse titulado La venganza de una mujer, como la de Rita Azevedo Gomes.) Pero, como apuntaba Truffaut en su texto sobre la película, Bresson y Cocteau también hacen caso de la crítica del maestro al relato de la posadera. Cito la traducción de María Fortunata Prieto Barral:
Señora mesonera, muy lindo don tenéis para narrar, pero no estáis todavía muy ducha en el arte dramático. Si queríais que esa señorita suscitara interés, tendríais que haberle prestado sinceridad y mostrárnosla víctima inocente y forzada de su madre y La Pommeraye; preciso hubiera sido que con los más crueles tratos la obligaran a participar, muy a pesar suyo, en toda esa serie de vilezas durante un año, y de ese modo preparar la reconciliación final entre marido y mujer. Cuando se introduce en escena un personaje, ha de dársele al papel cierta unidad. Pues bien, cabría preguntaros, encantadora mesonera, si esa muchacha que secunda en sus intrigas a dos infames, puede ser la misma mujer suplicante que nos habéis descrito a los pies de su esposo. Habéis pecado al infringir las leyes de Aristóteles, de Horacio, de Vida y de Le Bossu.

Efectivamente, Agnès, la señorita en la película, es -como quería el maestro de Jacques el fatalista- una chica sincera y una víctima colateral de Hélène con la complicidad de su madre. Qué maravillosa Elina Labourdette, tan frágil, tan fuerte, toda levedad y gracia, con su gabardina y el gorro para la lluvia, esa lluvia que hilvana sus encuentros con Jean.


Decía Bresson que el movimiento de las escenas proviene de una vida interna, de esos remolinos y choques en que se debaten los cuatro personajes:
Sólo los nudos que se atan y desatan en el interior de los personajes brindan a la película su verdadero movimiento. Es ese movimiento el que me esfuerzo en hacer tangible...
Un esfuerzo que años después cifrará en uno de los aforismos de las Notas sobre el cinematógrafo:
Películas de cinematógrafo hechas de movimientos internos que se ven.
Como en esa escena donde Jean visita el apartamento de Agnès, contemplando en su ausencia (y con la complicidad de la madre) el santuario de la vida emocional de su amada. Resuena entonces aquella escena de Queen Christina (1933), de Mamoulian, donde Greta Garbo trata de guardar en la memoria cada cosa, cada rincón de aquel cuarto que acaba de cobijar la noche de amor con su amado.


Les dames du Bois de Boulogne depara toda una lección de puesta en escena, pero la inteligencia y el virtuosismo de Bresson cobra aquí una dimensión interna (nuclear), porque, lejos de un mero ejercicio de estilo, muestra el despliegue de una maquinación, la trama de la venganza de Hélène. La puesta en escena viene a ser la regla del juego, ni más ni menos. O sea, la maquinación como arte de la puesta en escena, que en manos de Bresson cobran una forma elegante, estilizada, casi abstracta... Pero si tuviera que elegir apenas dos escenas, o mejor, la rima de dos escenas que mostraran esa forma, elegiría las dos que se anudan en una ventanilla del coche de Jean.


En la primera de las escenas Agnès intenta darle a Jean una carta (donde le cuenta su pasado como bailarina y chica de alterne) y luego, tras la despedida, se la inserta en la ventanilla de su lado por fuera, pero el viento (que ya se sabe, sopla donde quiere) la arranca y se la devuelve volando.


En la segunda, la ventanilla figura como marco de la revelación de Hélène (la misma de la carta de Agnès que Jean no quiso leer): la chica con la que se acaba de casar es una golfa. Jean trata de sacar el coche del atasco con los coches aparcados de los invitados, confinado en su claustrofóbico interior, con un frenesí de volantazos y acelerones, adelante y atrás, para acabar una y otra vez en el mismo sitio, como en una pesadilla, con Hélêne que, por así decir, le corta la retirada, saboreando su venganza -un encarnizado escarnio- en el encuadre de la ventanilla que parece imantar con su presencia, lanzándole a Jean réplicas venenosas sin la menor inflexión de voz.


Asistimos al triunfo de Hélène, a la consumación de su venganza con una sabia (y fríamente meditada) elección del momento y el lugar preciso para asestar la estocada moral (una herida profunda y lacerante de la que hablan los rugidos del motor del coche de Paul), pero asistimos sobre todo al triunfo de Bresson con una sabia (y fríamente meditada) elección del momento y del lugar preciso para una puesta en escena implacable, un prodigio de concentración, conjugando la impasible inmovilidad helada de Hélène con el inútil frenesí motorizado de Paul (su reacción, en una imagen guasona de Paul Guth, lo lleva más al mecánico que al psicólogo).


Se sienten aquí los pasos decididos de Bresson hacia la depuración, un melodrama en el camino de la abstracción, una porfía por la sustracción como operación cardinal de la puesta en escena, que se fragua con una magnífica María Casares, de hielo y fuego, que decía Cocteau; hielo y fuego que pintan también muy atinadamente (pongamos el carro delante de los bueyes) la poética que por entonces incubaba Bresson.