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11/10/15

El ángel de Aki


Ayer fui a Santiago a encontrarme con Aki Kaurismäki. Un encuentro que me propuso, alentó con delicadeza y acordó con primoroso cuidado Montse Carneiro, la coordinadora de Fugas (el suplemento de cultura de La Voz de Galicia). Kaurismäki me hablaba en portugués y yo le hablaba en gallego; en alguna que otra ocasión echó mano del inglés y ahí ofició de traductor Víctor Paz Morandeira (director de A cuarta parede, una espléndida revista digital de cine) que también grabó el audio de nuestro palique. En un par de semanas -tras su publicación en Fugas- traeré aquí el relato del encuentro, ahora os dejo, como aquel que dice, un tráiler.

Kaurismäki con su director de fotografía Timo Salminen 
en el rodaje de Le Havre.

En un momento de la conversación, le comenté a Kaurismäki algo que había leído (no recuerdo dónde) sobre el rodaje de Le Havre. Por lo visto, en cuanto se acabaron las tomas en el barrio antiguo habitado por la comunidad utópica que ayuda a Idrissa -el niño inmigrante ilegal- a reunirse con su madre, aquella localización empezó a ser demolida. Kaurismäki asintió con pesar:
Siempre me pasa lo mismo. En cuanto coloco la cámara para filmar en un lugar, ya viene la caterpillar detrás. No hago historia, pero mis películas documentan el pasado. 
No hará historia, pero ese ángel de la historia (del que hablaba Benjamin), con el rostro vuelto hacia el pasado que contempla como una única catástrofe donde se amontonan las ruinas, vela por la mirada de Aki, preñada de melancolía, para iluminar y preservar la memoria de lo que ha desaparecido.

13/11/12

Un pespunte de rojo sobre un delirio de azul


En la sección de crítica del número 99 de la revista Kinetoscopio, editada en Medellín (Colombia), se publicó este texto mío a propósito de Le Havre de Kaurismäki. Quienes me conocen y/o siguen esta escuela lo leerán -imagino- más como un (rendido) tributo que como una crítica, aunque también, si la entendemos -y así la entiendo-, como un arte de amar. Os dejo aquí el artículo enhebrado -para esta ocasión- con enlaces e imágenes.

La última obra (capital) en el país de Kaurismäki.

Se toma con calma el nuevo siglo Kaurismäki. Cada vez se parece más a sus personajes (y viceversa). Tras haber rodado en el XX trece largometrajes en diecisiete años, sólo tres nos han llegado en el XXI. Tuvimos que esperar cuatro años por El hombre sin pasado (Mies vailla menneisyyttä, 2002), otros tantos por Luces del atardecer (Laitakaupungin valot, 2006) y cinco por Le Havre (2011). Nos tuvimos que consolar con algunas piezas cortas para los filmes colectivos Ten Minutes Older (2002), Visions of Europe  -el hermoso Bico (2004)- y Chacun son cinéma  -ese bello tributo al cine: Valimo (La fundición, 2006), puro humor Kaurismäki. Pero la espera ha valido la pena: no me atrevería a calificar Le Havre como la obra maestra de Kaurismäki –cómo va uno a relegar maravillas como El hombre sin pasado (por mencionar quizá su  película más conocida)-, pero sin duda forma parte de la constelación de obras mayores de su universo fílmico. Y no dudaría en incluirla entre lo mejor que el cine nos ha dado en lo que va de siglo. Un regalo para paladares cinéfilos.

El director de fotografía Timo Salminen y Aki Kaurismäki 
en el rodaje de Le Havre.

Para quien haya disfrutado el cine de Kaurismäki, encontrará en Le Havre un lugar familiar, quizá más hospitalario, tierno y cálido, con un humor más luminoso (pero en el sentido en que Leonardo da Vinci anotaba que para pintar la noche hay que poner una luz); un nuevo episodio en su tratamiento del color -que Pilar Carrera (muy recomendable su jugoso y juguetón libro sobre el cineasta) ha definido como porfía de azul-.


Otra tentativa en su búsqueda de la tetera roja perfecta que amojona su filmografía –una perseverante veneración del cine de Ozu (aquella tetera roja de Flores de equinoccio resuena en sus películas desde Sombras en el paraíso)-.


Y otro (sencillo y desnudo) cuento de hadas (pero no olvidemos qué duros y aun terribles La Cenicienta de los Grimm o La vendedora de fósforos de Andersen), esta vez sobre un limpiabotas que ayuda a un niño sin papeles –un inmigrante ilegal africano- fugitivo en el puerto de Le Havre a reunirse con su madre en el East End londinense, donde trabaja en una lavandería china. Un cuento de negrura y milagro.


Para quien no conozca el país de Kaurismäki, Le Havre puede representar un puerto propicio para llegar a su cine y recorrer sus otras capitales: Helsinki -Nubes pasajeras (Kauas pilvet karkaavat, 1996), pongamos por caso-, Londres -Contraté un asesino a sueldo (I Hired a Contract Killer, 1990)- o París -La vida bohemia (La vie de bohème, 1992). Resulta estéril buscar esas capitales en los mapas, sólo existen en el atlas fílmico de Kaurismäki.


Y semejante acotación (geográfica) –digamos, horizontal- vale también para la trama geológica –digamos, vertical- de sus películas, que destilan la fruición de la cita, de los pasajes y de los vasos comunicantes (con la literatura, el cine, la pintura, la música; con otros autores y con sus propios filmes), pero donde cualquier material es apropiado –es decir, convertido en propio- a través de la mirada del cineasta. Por así decir, Kaurismäki vuelve suya cualquier cosa en cuanto le pone los ojos encima, en cuanto la cobija en un plano, ya sea el tango Cuesta abajo de Gardel o el relato breve de Kafka Niños en el camino, que parecen haber sido escritos para la película.




En Le Havre recuperamos algunas presencias y acentos de La vida bohemia, empezando por su protagonista, André Wilms, el limpiabotas, el mismo Marcel Marx –el fantasma de Marx también, claro-, que le cuenta a Idrissa, el niño inmigrante, que de joven vivió la vida bohemia en París, escribió un poco , pero sólo consiguió el éxito artístico; Kati Outinen (la actriz fetiche del cineasta), que no aparece en La vida bohemia, pero aquí, como Arletty, la mujer del limpiabotas, habla con el mismo francés postizo de Matti Pellonpää (otro de los rostros primordiales del país Kaurismäki hasta su muerte) allí;  y volvemos a encontrar a Evelyne Didi, aquí Yvette, la panadera amiga de Marcel, la Mimi de La vida bohemia.


Pero, además, en Le Havre se dan cita figuras muy queridas del venero francés de su cine: Arletty, el nombre de la actriz protagonista de Les enfants du paradis (1945) de Marcel Carné; Becker, el médico que  trata a Arletty (Casque d’or de Jacques Becker es uno de sus filmes preferidos, y el personaje de Georges Manda encarnado por Serge Reggiani en esa cinta deviene el modelo de los hieráticos, estatuarios y lacónicos habitantes del país de Kaurismäki), en la piel de Pierre Étaix (el de Pickpocket, de Bresson, otro santo tutelar);


Monet, el comisario encarnado por Jean-Pierre Darroussin (una presencia habitual en el cine del marsellés Robert Guédiguian); Flaubert, el apellido de una cliente de la panadería de Yvette; y (no queremos ser exhaustivos) Luce Vigo, la hija del autor de L’Atalante (uno de los filmes de cabecera del finlandés), que regenta un puesto de bocadillos.


Y desde luego no podemos dejar de señalar la figura de Jean-Pierre Léaud, el protagonista de Contraté un asesino a sueldo -que vivía en el East End londinense, en Whitechapell Road, 248, el mismo domicilio de la madre de Idrissa-, aquí convertido en un repulsivo chivato, que nos religa con el universo de Truffaut.


Y la bellísima Elina Salo, la Claire del Café La Moderne, ¿cómo iba a privarse (y privarnos) de su presencia Kaurismäki?


Se ha señalado no pocas veces el efecto distanciador (brechtiano, si se quiere) de su cine a través de esas figuras –más que personajes- que pueblan sus películas, como este Marcel de Le Havre –más el limpiabotas que un limpiabotas-, esas presencias estatuarias que cobran visos míticos; pero también mediante una puesta en escena nada naturalista, reducida a trazos esenciales (como la huida de Idrissa con todos aquellos policías armados hasta los dientes que rodean el contenedor en el puerto), conjugada con movimientos, miradas y gestos que ritualizan las acciones en lugar de mimetizarse según claves realistas (como el intercambio de réplicas  entre Marcel y el director del centro de internamiento de inmigrantes ilegales en Calais), y gracias a esos diálogos en los que el lenguaje transfigura a esos perdedores –proletarios, y aun lumpen- que los pronuncian en una suerte de seres de leyenda.


También se ha insistido en que ese efecto distanciador contribuye al proceso de enfriamiento que Kaurimäki aplica al material melodramático que nutre las tramas de sus películas. Y todo eso es así, pero sólo hasta cierto punto, porque si uno llega al país de Kaurismäki y se siente como en casa - y no en un país extranjero-, percibe enseguida que todos esos procedimientos forman parte del humor primordial que desprende su cine; un humor que, en resumidas cuentas, no es más que un efecto de la mirada del cineasta; y un humor que aflora en la misma economía expresiva –podría hablarse de una ardiente austeridad- con que despliega sus formas.



Y entonces, esas escenas donde resulta más palpable la distancia que finge imponer devienen momentos de privilegiada comicidad o de honda emoción, justo porque su cine –y Le Havre, en particular- evita el sentimentalismo (que no los sentimientos), proclama el coraje de vivir y huye de las lágrimas -llorar (por lo que nos depara la vida, no por las películas), le advierte Marcel a Idrissa, no sirve para nada-, y porque Kaurismäki puede hacer una película con casi nada –como Ozu- y puede permitirse renunciar a casi todo, pero jamás renuncia a la música y a lo musical en su cine, como ese momento en que Marcel contempla al niño escuchando Statesboro blues o cuando Mimi vuelve con Little Bob.


Y si encontramos en Le Havre las señas de identidad  del cine de Kaurismäki, cabe apuntar que ciertos rasgos (de estilo) cobran un vigor más acusado  y un primor en las formas casi táctil.




Como la belleza que destilan esos interiores vacíos que dejan los personajes cuando salen de campo o esas naturalezas muertas en planos que cobijan cachivaches en los que la paleta de color del cineasta y la luz de Timo Salminen despiertan resonancias poéticas inesperadas.



Le Havre deviene así un lienzo con un pespunte de rojo sobre un delirio de azul.


Un cerezo en flor en el país de Kaurismäki.

19/6/12

La tetera roja


El primer árbol que vi fue un abedul, cuenta Aki Kaurismäki en el filme (de Guy Girard) que le dedica la serie Cineastas de nuestro tiempo; vamos, que rueda películas urbanas, pero es un cineasta de aldea, por eso no debe extrañarnos esa excepción que representa Bico (2004), la pieza que forma parte del filme colectivo Visiones de Europa, sobre una aldea helada en Castro Laboreiro, cerca de donde vive la mitad del año. La película de Cineastas de nuestro tiempo se ve como  un filme -a la Kaurismäki- que resulta algo así como un autorretrato de un cineasta del mismo nombre encarnado por un finés de Orimattila que, mira por dónde, se llama Aki Kaurismäki.

Aki Kaurismäki, a la dcha., 
con su inseparable director de fotografía Timo Salminen 
en el rodaje de Le Havre

Conviene hacer estas precisiones tratándose de Aki Kaurismäki, que se vale de un personaje que se llama igual y que ejerce de cineasta para presentarse en público, un personaje que deviene una prolongación de su propio universo fílmico, perfectamente asimilable a los personajes que han encarnado actores como Matti Pellonpää, Markku Peltola o André Wilms. Un personaje que, llegado el momento de retratarse, se presenta con sus canes (que se ganan la vida interpretando papeles diversos en sus películas) en una escena de resonancias más Keaton que Chaplin.
  
Aki Kaurismäki y su compañía (perruna)
de actores.
Los perros comediantes.
Arriba, un fotograma de El hombre sin pasado
abajo, uno de Luces al atardece

Y otro, de Le Havre.

O en el taller, junto a un mueble de madera con muchos cajones de los que va sacando trastos viejos: la alcachofa de una ducha, unos focos, un par de moto-sierras, unos sombreros... y confiesa, atenuando su aquel bolchevique (o remitiéndose a una definición de los años de los soviets, según se mire) que quizá sólo sea un socialdemócrata que conserva los recuerdos del pasado. O hablando con ternura de un mostrador que ya vimos en el restaurante El Trabajo de Nubes pasajeras, sin ir más lejos, y que ahora ha cobijado, a modo de merecido retiro, en su hotel Oiva, porque me gustan los objetos y pensó que era el momento de que el mostrador encontrara su hogar.
  

Kati Outinen, la actriz-fetiche del cineasta, contó alguna vez que a los fineses les cuesta mucho deshacerse de las cosas viejas y les encantan las cosas usadas. Será una seña de identidad entonces. El caso es que a Kaurismäki le gustan tanto los objetos que los filma con el mismo amoroso cuidado que a cualquiera de sus perdedores, pero no cualquier cosa; siente debilidad por los objetos pasados de moda (aun nunca hemos visto un teléfono móvil en una película suya), cachivaches rescatados del olvido, cosas que respiran caducidad -objetos fuera de tiempo, marginados por la voracidad de novedades del consumo- pero que acoge en sus encuadres donde cobran nueva vida fílmica. 
  
Fotograma de Sombras en el paraíso

Y gustándole tanto las cosas, le gusta aún más desnudar los encuadres y administrar el atrezo casi con tacañería, aplicando la misma economía -precisión y síntesis- que emplea en lo narrativo o simbólico de sus películas. Por eso, vaciar, simplificar, reducir al mínimo los objetos presentes en el encuadre es una de las tareas con las que más disfruta como director. Cada objeto trae su tiempo a cuestas y, bajo las luces de Timo Salminen, destila una intensa melancolía. Cuánto le habrían gustado a Walter Benjamin las películas de Kaurismäki. 

Fotograma de Un hombre sin pasado

El cineasta somete a los objetos a un reciclado fílmico y despierta en los cachivaches un potencial poético inesperado, un proceso que Pilar Carrera define -en un estudio (jugoso y juguetón) sobre Kaurismäki- como una ritualización de las baratijas.

Un Kaurismäki ad hoc

Un potencial poético que depende en gran medida de la simplicidad y la pobreza de los objetos mismos, y de la singularidad que cobran en la puesta en escena: En cierto modo soy muy japonés en mi trabajo. Nada de decoración: la base de todo es la sustracción. Se parte de una idea inicial que se va reduciendo progresivamente hasta que se ve lo suficientemente despojada para ser justa. Entonces y sólo entonces uno está preparado [para rodar el plano].

Fotograma de Luces al atardecer

Y todo por culpa de Ozu. O más precisamente, por culpa de la tetera roja de Ozu. La tetera roja de Flores de equinoccio




Por lo visto todo cambió para Kaurismäki el día que puso los ojos en el cine de Ozu en 1976. Y no le quedó más remedio que emprender la búsqueda de su propia tetera roja. Desde la tetera roja de Sombras en el paraíso hasta la de Nubes pasajeras o un alter ego (de la tetera roja) en Luces al atardecer.

Arriba, un fotograma de Nubes pasajeras con la tetera roja; 
abajo, uno de Luces al atardecer con su alter ego

A Ozu culpa Kaurismäki de todas sus malas películas, porque ninguna alcanza la maestría de Tokio monogatari, y sigue rodando por si alguna vez algún dios le concede hacer una película que alcance siquiera la sombra de la admirada obra maestra. Y Ozu también tiene la culpa del epitafio que Kaurismäki ha elegido: Nací pero..., el título de la maravillosa película del maestro japonés. Os dejo aquí una pieza rodada en 1993 con motivo de la edición especial de Tokio monogatari por Criterion y que formaba parte del documento-homenaje Talking with Ozu.



Seguro que Ozu se sentiría felizmente culpable del cine de Kaurismäki. Sólo deseamos que tarde muchos años en necesitar el epitafio y, mientras, siga buscando en muchas películas por venir su propia tetera roja.

19/1/12

Un cuento de hadas para el crudo invierno


Aki Kaurismäki

André Wilms, el actor que encarna al protagonista de Le Havre, la última película de Kaurismäki, escribió en su día un retrato del cineasta para el press-book de Toma tu pañuelo, Tatiana (1994);  había rodado con él la película anterior, La vida bohemia (1992). En el texto cuenta que la manera de rodar de Kaurismäki es muy particular. No tiene horarios ni plan de trabajo, usa una cámara de 35 mm que le regaló Ingmar Bergman y rueda rápido, con una toma única, dos a veces. Escribe unos diálogos bellísimos, aunque resultan un poco raros cuando los lees. (...) Emplea metáforas poéticas al hablar, levanta o baja el pulgar según quiera que interpretes más o menos. (...) Al empezar un rodaje siempre advierte: Estamos entre caballeros, y al primero que se ponga agresivo lo estrangulo con mis propias manos, aquí venimos a divertirnos y a trabajar. (...) Es un gigante de un metro noventa de altura. Come y, sobre todo, bebe mucho. Fue cartero en su día. Es un pesimista alegre. Se encuentra cómodo en los barrios periféricos, en las ruinas, con los desclasados, la gente sencilla. Y cuando llegaba a París, le gustaba darse una vuelta por los bouquinistes (los libreros de viejo en las márgenes del Sena), luego compraba una botella de vino e iba a sentarse con los vagabundos, a charlar durante horas. Cabe imaginar aquellas charlas preñadas de silencios y miradas perdidas en el río de L'Atalante, una de las películas preferidas de Kaurismäki.



Me acordé del retrato de André Wilms al ver otra vez Mies vailla menneisyyttä, aquí  El hombre sin pasado (2002), sólo un cineasta como el de su retrato podía filmar esta historia de amor entre un sin techo y una soldado del Ejército de Salvación en un descampado de la zona portuaria de Helsinki y, despojada de cualquier sensiblería, transfigurarla en una película inolvidable. Me acordé también de aquello que para Renoir cifraba la poética de su padre, a quien le gustaba decir que el arte de la cocina consistía en hacer algo rico con algo pobre, una bella metáfora -o metonimia, según se mire- de la pintura misma.


Qué poco necesita Kaurismäki (casi tan poco como Ozu) para emocionarnos, con qué poquita cosa lo consigue, con qué pobreza logra convertir un container inhóspito en un hogar -gracias a una jukebox abandonada-, un descampado en un huerto, la intemperie en cobijo de los desamparados, la amnesia del protagonista en nido de una nueva vida, y encontrar en un mundo despiadado una promesa de felicidad, gracias en buena medida a la luz con que su inseparable -e inspirado- director de fotografía Timo Salminen ilumina a M (Markku Peltola) y a Irma (Kati Outinen), contagiando con la calidez de su amorosa mirada la acotada paleta de colores con los que pinta cada plano.


Cómo no acordarnos de Andersen, de aquellos (terribles) cuentos de hadas, como La pequeña vendedora de fósforos: cuánto le gustaba a Renoir -uno de los cuentos que le leía Gabrielle (su querida niñera Bibon) para que se estuviera quieto mientras su padre lo pintaba- y que acabó llevando al cine en 1928. Tampoco es casual que Kaurismäki haya rodado La chica de la fábrica de cerillas (1990), tan terrible como el cuento de Andersen (pero más desesperanzado), aunque no se trate de una adaptación, quizá sólo de la remembranza de una lectura de infancia. Cómo no ver entonces en El hombre sin pasado un cuento de hadas finés y en Kaurismäki a uno de esos narradores bendecidos por la gracia de lo maravilloso; tan pesimista como empeñado cada vez más en alentar con su cine la resistencia de los vencidos y perdedores que lo habitan, y contagiarnos de la esperanza que los anima. Acaba uno de ver El hombre sin pasado -o Nubes pasajeras (1996) o Luces al atardecer (2006), con las que compone otra trilogía proletaria- y piensa: siendo cruel como es, el mundo debía ser también como una película de Kaurismäki.

Kaurismäki en la localización principal de 
El hombre sin pasado

Un hombre viaja en tren, lía un cigarrillo, fuma; llega a una estación, se duerme apoyado en el banco de un parque y unos tipos lo asaltan; le dan una paliza, le roban, revuelven en su maleta, encuentran entre sus ropas un casco de soldador y se la ponen a modo de máscara antes de abandonarlo medio muerto... Será el  hombre sin pasado: sin memoria, sin nombre, sin identidad. Un resucitado.



Un hombre callado, hierático e impasible. Será lo que le veamos ser, lo que sea sin pretender ser otra cosa porque no sabe quién fue y sólo podrá descubrir quién es en el aquel de ser, o sea de vivir, lo que representa toda una declaración de principios del más puro cine. Como estos personajes con quien tiene que vérselas nuestro protagonista:



Esos rostros parecen despedir huéspedes, pero después de ver qué hacen con el "resucitado" a los dos primeros (funcionarios de una oficina de empleo) les daríamos patadas hasta cansarnos y a las segundas les daríamos un abrazo (en los bares de las películas de Kaurimäki siempre puede esperarse una mano amiga), porque son lo que hacen, y lo que les vemos hacer les desnuda el alma detrás de las caretas, o de los caretos. Como nuestro protagonista. Sólo al final de la película descubriremos, al tiempo que él mismo, su identidad, y aun nosotros sabemos algo que él tardará en descubrir, como un destello de remembranza, como un alumbramiento memorioso, cuando ve trabajar a un soldador y compruebe que ése era su oficio. Kaurismäki lo llama M, en homenaje al filme de Lang y porque en finlandés la M equivale a la W inglesa de quién, cuándo, dónde... Un hombre al que el destino concede la oportunidad de renacer, de la mano de otros desamparados.


El cine proletario -es un decir- de Kaurismäki, como los cuentos de hadas, no representan una denuncia del mundo -nada más lejos de su cine que el llamado cine de denuncia (este mundo es lo que hay, parece decirnos al mostrarlo)-, y mucho menos una exhibición de los sufrimientos de los desheredados -nada más opuesto al pudor (y elegancia) de sus películas-, pero decantan una ética de los desposeídos como única alternativa al actual estado de cosas, una ética cifrada en aquella réplica del electricista que acaba de instalarle una toma de corriente en el container y M le pregunta cuánto le debe: Cuando me veas boca abajo en un regato, dame la vuelta. Así, sus películas devienen un canto a la solidaridad y un poema a la resistencia a través de una mirada que conjuga distancia y delicadeza con audacia y lirismo, que le permite filmar una historia de amor con la ingenuidad incontaminada de un pionero. Como si nunca antes nadie hubiera filmado a dos almas perdidas como M e Irma in the mood for love. 


Su cine proletario desdeña el naturalismo y se decanta por el humor -serio (keatoniano, beckettiano)- que aflora en el ascetismo de una puesta en escena despojada, destilando un relato esencial, sin momentos culminantes ni tramas secundarias, donde lo común tiene la misma textura que lo dramático; un cine con personajes de expresión sobria y pocas palabras pero con diálogos estupendos, cuya peripecia minimalista cobra el aire leve de la comedia más ligera, eso sí, cocinada, en palabras de Ángel Fernández-Santos, con luminosas negruras, unos ingredientes propicios al melodrama  social más grave, pero que Kaurismäki transforma en un filme ingrávido y de grácil vuelo.



El hombre sin pasado -como Nubes pasajeras y Luces al atardecer- contagia esperanza porque sus personajes pueden haber sido vencidos pero jamás se rinden, siempre mantienen  la cabeza alta -y la ironía en la recámara- y nunca pierden la compostura; su hieratismo trasparenta el orgullo y la convicción de resistir, por eso sentimos que estos tipos van a salir adelante, que nadie conseguirá derrotarlos definitivamente, sobre todo porque en este mundo despiadado encuentran el amor y entonces se ven investidos de una fuerza indomable y nada pueden temer.



Eso sí, en el cine de Kaurismäki el amor se desgrana con formas muy comedidas, hasta el punto que una sonrisa o un beso representan una conmoción geológica. Bastan dos escenas para comprobarlo. Una noche, M le pide a  Irma si puede acompañarla de vuelta a casa: Las calles son peligrosas. / No está lejos, puedo ir sola. / Hablaba por mí, me da miedo la oscuridad. Al fin, ella consiente. En el plano siguiente, ya están cerca de la residencia donde Irma tiene una habitación. Ella se le cruza en el camino y lo detiene, no quiere que la acompañe más trecho: Gracias por acompañarme. No he tenido nada de miedo. Entonces M le dice que tiene algo en el ojo. Ella no nota nada. Lo tiene ahí. Déjeme mirar. Coge la cara de Irma entre sus manos y la besa junto al ojo. Ella no se mueve, pero la sabemos conmovida: Es un beso robado. / Discúlpeme. M parece avergonzado y aparta la mirada: No soy un caballero. Se despiden hasta el día siguiente. M se aleja en la noche y nos quedamos con Irma que cierra los ojos y se lleva la mano hasta donde él la besó. Fundido negro.


O la primera cita, cuando M invita a Irma a cenar en el container. Durante la sobremesa, M fuma un cigarro y charla con Irma: Ayer fui a la luna. / ¿Y qué tal? / Muy tranquila. / ¿Se encontró con alguien? / No, era domingo. / Por eso volvió. / . (Primer plano de Irma. Off de M.) Y también por otras razones. Primer plano de M. Se miran. Primer plano de Irma: ¿Está fingiendo o de verdad no recuerda nada? / (Primer plano de M.) Sí recuerdo una cosa. Una fábrica, junto a un tramo recto de una autovía. / (Primer plano de Irma. Off de M.) Yo hacía algo allí. (Primer plano de M.) Una llama brillante que quema... (Mira a Irma.) Puede ser un sueño... (Primer plano de Irma. Off de M.) Empiezo de nuevo a soñar. / Buena señal. / (Primer plano de M.) Tal vez. (Primer plano de Irma. Off de M.) La idea de una tumba sin nombre...



Una escena que denota aquellos diálogos bellísimos de los que hablaba André Wilms aunque resultan un poco raros al leerlos, pero también qué gran montador es Kaurismäki (no sólo escribe, produce y dirige sus películas, también las monta), al hacernos escuchar sobre un primer plano de Irma algunas réplicas de M: Y también por otras razones... Empiezo de nuevo a soñar... La idea de una tumba sin nombre... Frases que cobran visos significativos de lo que M aún no se atreve a decir pero que sí dice el montaje de Kaurismäki mostrándonos la escucha de Irma, que oye las palabras nunca pronunciadas de M.


Lástima que no puedan contarse, porque hay que verlos, esos momentos de pura comedia con el perro asesino -Hannibal, se llama- que se convierte en el perrito faldero de M, pero sin el más leve rastro de cursilería y sentimentalismo que suelen acabar estragando casi cualquier escena donde hoy día aparece un perro -como en The Artist sin ir más lejos-.


O una de las mejores situaciones de comedia en lo que va de siglo: ésa en la que M reivindica su condición de "hombre de campo" después de haber cultivado unas patatitas en su huertito: Tengo ocho patatas. Debo guardarlas para el invierno. Y al menos dos para que germinen. Los agricultores tenemos que pensar en el futuro. Sólo comemos lo que sobra. (...) Los de ciudad vivís al día. Y cuando el otro sugiere que quizá también M sea de ciudad, se ofende: ¿Con una cosecha así? Jamás.


En El hombre sin pasado encontramos a los actores habituales de la compañía de Kaurismäki, que tampoco olvida a Matti Pellonpää, uno de sus actores predilectos fallecido en 1995, y para el que siempre reserva una escena (y una pared) donde colgar su fotografía. Y las canciones tristes que amojonan su cine con melancolía, el último refugio de los solitarios y de los perdedores. El hombre sin pasado, una de sus más bellas películas -y uno de sus más hermosos cuentos de hadas-, mejora con los años como los buenos vinos y güisquis, mejor cuanto más se ve, mejor cuanto más se sabe, y aun más cuando ya se sabe de memoria. Y se nos vuelve indispensable. Como el amor y el humor, herramientas de resistencia para quien no tiene otra cosa que un corazón a la intemperie y las manos desnudas. Como M e Irma. Esa Irma de cuento encarnada por la gran Katie Outinen, hada madrina y Cenicienta a la vez.

Aki Kaurismäki detrás de Kati Outinen y Markku Peltola 
en una imagen promocional de El hombre sin pasado

Como escribió una vez Adrian Martin, sólo Kaurismäki podría transformar un plano de sus héroes enamorados, casi ocultos por el paso traqueteante de un tren de mercancías en una inolvidable canción de amor.