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10/1/13

Realismo



En Borges, el inagotable dietario que le dedica su amigo Bioy:

Domingo, 30 de abril [de 1961]. Cuenta que el teatro romano pasó malos momentos porque la gente prefería las emociones fuertes del circo. Para sobrevivir, el teatro llegó a extremos de realismo -los personajes copulaban en escena; cuando había un asesinato en la tragedia, encarnaba el papel de asesinado un condenado a muerte; el público veía cómo clavaban un cuchillo, cómo manaba la sangre, cómo un hombre moría-. Con todo, estos recursos resultaban débiles ante las efusiones circenses, y la decadencia del teatro continuó.


Y a otra cosa. mariposa. Claro que uno se queda aballando en un tremedal de preguntas. ¿Hacían un casting entre los condenados para elegir al que tuviera más dotes de actor? Quién sabe, igual había voluntarios, entre aquellos reos amantes del teatro, que preferirían la escena al cadalso, y tener una muerte memorable en el papel de Layo durante una representación del Edipo, pongamos por caso. Y quizá alguno se dejara poseer tanto por el papel que se olvidaría de lo que le esperaba, muriendo presa del pasmo. Ríete tú de los actores orgánicos, devotos del método. Y a quien encarnaba al asesino, ¿le reconcomía el aquel de convertirse en verdugo? ¿o ya en harinas se lo pedía el cuerpo? Y a los autores contemporáneos, ¿les daba pereza escribir escenas de sexo?, ¿les temblaba el pulso a la hora de hacer sangre?, ¿o se les iba la mano? Porque el realismo es lo que tiene: es un vicio que nunca nada puede saciarlo.


Había ahí un material estupendo para algún capítulo de Roma, aquella serie que disfrutamos tanto y que tan corta se nos hizo. Pero aún más corta se me hace la entradita del Borges de Bioy, que parece abandonada al acaso de la página. Y ahora ¿a quién le hago yo todas esas preguntas?

18/9/12

La trama de las palabras


Leo con una semana de retraso (la que hasta ayer llevaba ausente de esta escuela) una entrevista con Aaron Sorkin en la revista de El País. Preferí aparcarla mientras acabamos de ver la primera temporada de The Newsroom (o sea, "La redacción"), la última serie del guionista, el autor de El ala oeste de la casa blanca, o para ser más precisos, de las cuatro primeras temporadas, las mejores, con algunos de los episodios más brillantes -y memorables- de la ficción de este siglo. Ya se ha dicho aquí, las mejores series americanas -el mejor cine americano de ahora (pongamos por caso Mad Men)- son series de guionistas, y casi se podría decir -lo digo- que representan el reino del guión, donde ese texto combustible arde mejor, o digámoslo de esta otra manera, donde mejor puede arder. Pero, aun tratándose de una serie puro Sorkin, The Newsroom, dista de ser el mejor Sorkin.

Ala izda., Aaron Sorkin en el set de The Newsroom

Me explico, trata de la escritura de la realidad, de trasladar la realidad al papel y a la pantalla -en este caso, aborda el periodismo de televisión- y despliega esos diálogos -marca de la casa- con dos personajes que mantienen -en la misma escena- dos conversaciones a la vez -entreveradas- donde una denota la trama periodística -del episodio- y la otra la trama íntima -del arco de la temporada-; y por supuesto -tratándose de una serie puro Sorkin-, el periodismo no se nos muestra como es sino como debiera ser. Pero -el gran pero de The Newsroom- el artificio, o sea, la carpintería del guión se nota demasiado, es como si Sorkin nos estuviera diciendo: ¿os dais cuenta de cuán brillante soy? Quizá porque el talón de Aquiles del guionista salta a la vista como nunca antes: ese desajuste -casi patológico- entre la inteligencia (profesional) y la incompetencia (íntima, emocional) de los personajes, ese infantilismo que roza lo inverosímil en el conflicto amoroso de los protagonistas (en el aquel de marear la perdiz para dilatar su resolución), resulta cansino, empalagoso, como esos platos demasiado cocinados o salsas demasiado condimentadas, y echamos de menos la levedad del vuelo de El ala oeste incluso en las tramas más densas o frondosas. Esta vez a Sorkin se le fue la mano. Y ya que la temporada se trufa con alusiones al Quijote, la novela de cabecera del guionista -tiene un molino de viento en la mesa de su despacho y sus personajes se aventuran en los entresijos de lo real porfiando quimeras (ese periodismo como debería ser)-, sería deseable que la citas tuvieran mayor enjundia, mayor complejidad -la del mundo de Cervantes, la de nuestro mundo que quiere reflejar Sorkin-, y desdeñara el esquematismo y la banalidad que acaban por estragar el valor referencial del caballero andante y su escudero en el universo de la serie.

Quizá la debilidad congénita de The Newsroom se cifra en el titular de la entrevista: Mi deseo es volver a hacer héroes de los periodistas; en la porfía militante -Somos una gran potencia armada y muy desinformada- de hacer de los periodistas unos caballeros andantes se fragua el mesnocabo de la serie. Pero aun así  hay momentos gozosos dignos de ver. Y de escuchar: Yo no poseo la inteligencia que admiro, pero tengo el don de imitar su sonido. Claro que lo tiene, sólo que esta vez se dejó llevar hasta perder de vista que los diálogos son -sólo (por espléndidos que sean)- una herramienta de los personajes para conseguir lo que quieren -la trama- en el curso de un episodio o de una -o más- temporadas. Por eso se sorprende uno cuando lee en la entrevista que le da más importancia a los diálogos que a la trama frente a otros guionistas -cita a David Milch (Deadwood) y David Mamet (a los que considera geniales)- que le dan mucha más importancia a la trama que al diálogo, pero enseguida apunta que son poetas, o sea, que a su manera -a la manera que se desprende de la trama- dialogan de maravilla. Y cuando le preguntan por su secreto como escritor se pone estupendo y dice: ¿Pasarme encerrado hasta que acabo un trabajo? Escribir consiste en comprender la intención de los personajes y los obstáculos a los que se enfrentan [o sea, el drama, que viene de la raíz dran, que significa lucha, el corazón de la trama]. Alguien quiere algo y algo está en su camino. Saber lo que quieren tus personajes, si es dinero o ganarse a la chica o la fama, y qué es lo que necesitan para conseguirlo. Una vez que tienes eso, ya estás a mitad de camino. Pues sí, de eso se trata; en fin, los fundamentos del guión destilados en unas líneas. Es obvio que sabe de sobra que no hay diálogos creíbles si no afloran en la lucha por un objetivo, es decir, que los personajes hablan por la misma razón que hacen todo lo demás, para conseguir lo que quieren. Dicho de otra forma, los diálogos pueden ser más o menos aparentes -brillantes- pero no pueden ser más importantes que la trama porque forman parte de ella, son una manifestación verbal de su naturaleza, o sea, acción dramática. Quizá convendría matizar que tan importante como aquello que quieren los personajes -y de lo que pueden ser más o menos conscientes- es lo que necesitan -y que siempre ignoran hasta que el clímax los hace caer de la burra-, un asunto mayor de eso que llamamos -a falta de una palabra mejor- dramaturgia, y que en The Newsroom se nota demasiado, y sucede entonces como esas flores secretas que se mustian cuando se exponen la luz.

Quiero pensar que el formato de la entrevista resulta propicio para generar ciertas confusiones acerca de la escritura (ésas que tanto me empeño en aclarar, de forma preventiva, cuando tengo que impartir alguna clase de guión, como la que se avecina, y nunca estoy seguro de haber desbrozado los conceptos, por más ejemplos que desgrane y muestre, y que me encomiende a la cristalina iluminación de Spinoza). Para muestra dos botones. Primero, cuando se refiere a El ala oeste como una serie sobre una administración demócrata que consigue hacer lo que quiere; nada de eso, precisamente la serie trata de lo que no consiguen hacer -una verdadera sanidad pública, por ejemplo-, de problemas complejos que no pueden resolver y deben conformarse con mínimos logros parciales que, comparados con la magnitud del empeño, cobran visos de muy poca cosa. Segundo, cuando asegura que sus diálogos son reales y explica que es como hablaría la gente si tuviera el tiempo suficiente para pensar lo que quieren decir, si les dieras media hora para responder; es decir, esa media hora que nunca tenemos y por la que tantas veces suspiramos; en resumidas cuentas, son diálogos realistas -no reales- y en el caso de Sorkin, coherentes con un mundo cercano al nuestro donde los políticos (El ala oeste de la Casa Blanca), guionistas (Studio 60) o periodistas (The Newsroom) son como deberían ser.

Donde no cabe ninguna confusión es cuando se refiere a la diferencia entre escribir para el cine y para la televisión: cuando escribo un guión de cine, si un día no lo hago bien, tengo la opción de mejorarlo al día siguiente. Pero en televisión tienes que seguir escribiendo incluso cuando lo haces mal.

Después de leer la entrevista no puede uno sino ser consciente de lo arduo que deviene la lucha por la expresión y lo difícil que resulta atrapar la precisión con la trama de las palabras.

30/8/11

Dos palabras con alas

Hace once años empecé a escribir para Mareas vivas, una serie muy popular aquí. Creo que el primer guión que me encargaron correspondía al episodio 66 -si recuerdo bien, llegaron a emitirse 150- en el que aparecía -y se presentaba- un nuevo personaje, un médico con aficiones naturalistas al que destinaban en Portozás, el pueblo marinero de ficción en que acontecían las historias que nutrían el universo de la serie. En la trama correspondiente al médico recién llegado incluí una escena en la que relataba el hallazgo de un anidamiento de píllaras papudas. Hacía unos meses que Ángeles y yo vivíamos en este finisterre y unas semanas antes, guía de aves de litoral en mano, habíamos hecho un descubrimiento similar durante un paseo por las dunas del Vilar. Y, por supuesto, el naturalista aficionado no se privaba de espetar el nombre latino, charadrius alexandrinus; también se conoce como píllara das dunas y fuera de Galicia como chorlitejo patinegro. El caso es que las dos palabritas -píllara papuda- hicieron fortuna y el ave limícola siguió volando en diversos episodios de Mareas vivas, reapareciendo en alguna que otra trama o en los diálogos de éste o aquel personaje. A estas alturas considero que esas dos palabras representan mi única contribución -eso sí, alada- a la serie.


Acabamos de volver del Con de Agosto. Los turistas y veraneantes se han ido. El cielo enfoscado pone un  gesto invernal y el viento del sudoeste nos empuja o nos frena según vamos o venimos. Las píllaras papudas recuperan las playas y caligrafían la arena con sus huellas, y las olas con sus vuelos fugaces. Como en un grabado japonés. Y este finisterre vuelve a ser como debe ser. O sea, vuelve a su ser. Queremos creer que nosotros también.

4/6/11

La tentación

No digo que no haya pasado muy buenos ratos de vez en cuando, incluso muy buenos, en estos últimos veinte años con algunas novelas negras -americanas- de detectives, pongamos por caso las de la serie Easy Rawlins de Walter Mosley  o de la serie Kenzie y Gennaro de Dennis Lehanne, aunque puestos a elegir me quedo con la serie Lew Griffin de James Sallis o la serie Derek Strange de George Pelecanos. Y en los candentes días de agosto hasta me puedo perder en las páginas de una novela con un asesino en serie entre líneas. Nuestros corazones y nuestras mentes no sólo están cubiertos porque son frágiles, sino también porque albergan un horror y una depravación que nadie soportaría contemplar, escribe Dennis Lehanne en la pag. 41 de Lo que es sagrado, una novela de la serie bostoniana con la pareja de detectives Patrick Kenzie y Angela Gennaro, un par de frases que cifran una de la derrotas -más populares hoy- de la novela, nunca mejor dicho, criminal. Pero las  novelas de detectives y, desde luego, las de asesinos en serie no son las que prefiero. Ahora que ya no está Donald Westlake, y  Elmore Leonard ya ha celebrado su ochenta y cinco cumpleaños, nos queda George Pelecanos, del que acabo de leer Sin retorno, el ejemplo perfecto de la novela negra que me gusta: ni detective ni serial killer, sólo gente del común y vidas ordinarias en una ciudad como Washington D.C.


Tal como se facturan hoy en día los libros -editar, las más de las veces, es mucho decir-, conviene evitar la contraportada antes de leer el libro. En la portada -tan discutible- se llama la atención sobre la condición de guionista "de la aclamada serie The Wire" de George Pelecanos. Hay que vender y se aprovecha cualquier reclamo, claro. Y no mencionaron Treme, de la que también escribió un par de episodios de la primera temporada, porque, o no lo sabían -ni siquiera la citan en la solapa-, o consideraron que esa serie carecía de gancho publicitario. Alguien -¿Diego A. Manrique?- comentó en una reseña de Sin retorno que William Faulkner, al no vivir estos tiempos, se libró de que le pusieran una faja publicitaria a sus libros proclamando que los había escrito el guionista de Tener y no tener y El sueño eterno. Claro que hay una diferencia, si no sustantiva, sí significativa: Faulkner detestaba Hollywood y consideraba que el trabajo de guionista consumía las energías que necesitaba para escribir sus novelas; George Pelecanos está orgulloso de haber formado parte del equipo de guionistas de las series de David Simon; cómo no va estarlo el tipo que escribió el guión, pongamos por caso, de Bad Dreams, el penúltimo episodio de la segunda temporada de The Wire, a partir de un argumento tramado a medias con el creador de la serie.

David Simon, a la izda., con George Pelecanos

Culpa, dolor y redención, sueños, pérdidas y callejones sin salida son los ingredientes de la cocina literaria de Pelecanos. Tampoco faltan en Sin retorno, pero si tuviera que señalar su matriz temática apuntaría que es una novela de padres e hijos, de hijos sin padre y de padres que han perdido a sus hijos, de hermanos y filiaciones. La prosa sobria de Pelecanos se despoja de afectación pero no del afecto con que envuelve las pequeñas cosas y los momentos fugitivos, y renuncia al sentimentalismo pero no a los sentimientos con que los personajes enhebran sus experiencias a unos lugares tramados en el curso del tiempo vivido, porque, como dice alguien en la novela, el pasado es lo que recordamos con afecto y ha desaparecido. . Unos personajes de extracción obrera que encuentran su camino en la vida a través del trabajo o a través del crimen; unos y otros tienen sus razones, sueños y pesadillas, y un pasado a cuestas, heridas que no han cicatrizado; y a todos se le abre aunque sólo sea una rendija de esperanza, aunque haya que buscarla a gatas; ni asomo de nihilismo destila Pelecanos.

George Pelecanos

El trabajo, los horarios, la rutina laboral de Alex Pappas en el café y de Raymond Monroe en el hospital, donde ejerce de fisioterapeuta, deviene a través de la escritura de Pelecanos, por así decir, un instrumento óptico para explorar la complejidad de sus personajes, su vulnerabilidad, las quiebras íntimas, pero también la disponibilidad para el arrepentimiento y el perdón. Basta la primera página de Sin retorno alrededor del letrero del café Pappas e Hijos y el dibujo de una taza con una elegante P caligrafiada para que un elemento decorativo insignificante se transfigure en signo cargado de tiempo, en seña de identidad, en sueño, y casi 280 páginas más tarde, cuando la novela está a punto de culminar, ese letrero se convierte en una encrucijada reveladora en los caminos de la vida de un padre y su hijo. Como basta esa página en la que Raymond Monroe le enseña al hijo de la mujer con la que vive a arreglar y montar la rueda pinchada de una bici para contar cómo ese hijo acaba de encontrar un padre.    

Mis libros son, cada vez más, novelas sobre gente trabajadora en una ciudad moderna pero con elementos criminales, ha dicho Pelecanos. Como Sin retorno, una novela cuyo centro de gravedad es una chiquillada, una estupidez cometida por unos adolescentes en 1972 que Pelecanos cifra de forma elocuente a través de una canción:

"Cuando volvió a casa, escuchó sin cesar su álbum de Blue Oyster Cult, y en particular poniendo una y otra vez el tema Then Came the Last Days of May: Tres colegas iban riendo y fumando / en la parte de atrás de un Ford alquilado. / No podían saber que no llegarían muy lejos. Parecía que lo habían escrito para él y sus amigos."

El pasado pesa y regresa siempre. A unos los cura y redime. En otros se enquista y pudre. Más de treinta años después aquellos adolescentes son padres con hijos y han de revivir aquella herida que aún sangra. Y duele. Y no se olvida.

Durante años y pensando en el verano, acostumbramos a formar una torre con los libros que destinamos a las horas lentas y encantadas de julio o agosto.  Sin retorno, una novela negra de padres e hijos, merecería coronar esa torre, sólo que tratándose de Pelecanos no resistí la tentación.

10/1/11

Una gran novela del oeste

Wilder quiso elogiar a Erich von Stroheim, al que dirigió en Cinco tumbas al Cairo (1943) y en El crepúsculo de los dioses (1950): "Usted se adelantó diez años a su tiempo". El director de Avaricia (1924) agradeció el halago pero poniendo los puntos sobre la íes, bueno era él: "Veinte años, señor Wilder, veinte años". Ambos estaban equivocados, Stroheim se adelantó ochenta años a su tiempo. Tiene razón, Cheché Carmona, el tiempo de Stroheim sería ahora, dirigiendo una serie como Deadwood para la HBO, donde podría plasmar aquellos guiones suyos que devenían novelones.


Deadwood se despliega en el curso de tres temporadas -36 episodios- en el poblado minero que da título a la serie, que conjuga acontecimientos y personajes históricos y de ficción en la década de 1870; una serie creada por David Milch, un guionista y productor que trabajó con Steven Boccho en Canción triste de Hill Street y Policías de Nueva York, y que en Deadwood, emitida por la HBO entre 2004 y 2006, desempeñó las funciones de guionista y productor ejecutivo.

David Milch con Keith Carradine, 
que encarna a Wild Bill Hickock,
 en el set de Deadwood 

Por decirlo pronto, Deadwood es una película de 36 horas que se ve como una gran novela del oeste americano. Y aunque recuerde algunos westerns, no encontraremos en la serie de Milch la estilización ni los códigos del género, sino los modos de una novela realista sobre un asentamiento en las Colinas Negras de Dakota del Sur después de la derrota de Custer en Little Big Horn. Deadwood es una novela del oeste en la misma medida que los westerns son relatos (cortos) del oeste.

Deadwood en 1888 


En Deadwood asistimos al nacimiento de una comunidad en la frontera. Salta a la vista su fragilidad y podemos imaginarla años después y de la noche a la mañana como aquel pueblo abandonado de Yellow Sky del western del mismo título de William A. Wellman, tan provisional como un campamento minero. Un pueblo de supervivientes en una tierra de nadie y sin ley. No es un western pero los westerns permiten amojonar la relación dialéctica entre la serie y el género, entre la leyenda y la historia, entre los arquetipos y los personajes. Por así decir, la serie representa la materialidad histórica, política, social, económica, humana, de la que brotará el western como folklore, como emanación narrativa, en definitiva, como mito. La visión de Deadwood se enriquece a la luz de los westerns, y viceversa.  

En primer término, Al Swearengen, 
encarnado por Ian McShane

Como no puede haber una gran novela sin grandes personajes, Deadwood persistirá en nuestra retina por tipos como Al Swearengen, encarnado por un inmenso Ian McShane, un personaje de estirpe shakespeariana, una mala bestia con parlamentos memorables, pero durante el episodio que cierra la primera temporada, el cuerpo le pide a uno entrar en la pantalla para darle un abrazo; una mala bestia con la que nos identificamos -hasta sufrir con sus piedras en el riñón- porque hay otros peores; de hecho, pensamos que Al era malo hasta que aparece George Hearst, entonces comprendemos que el Mal ha llegado a Deadwood.

Alma Garret, encarnada por Molly Parker

Resultan también magníficos los personajes femeninos como Trixi (Paula Malcomson), Joanie Stubbs (Kim Dickens) o Alma Garret (Molly Parker) que, por si no bastara, saben bajar las escaleras con la elegancia que dejó de verse en la pantalla después de los 50. Y sólo añadir, para no recorrer el reparto entero, el personaje del doctor Doc Cochran, un estupendo Brad Dourif, que nos trae reminiscencias de los médicos de los westerns -y no sólo de los westerns- de Ford.

Doc Cochran (Brad Dourif) y Trixie (Paula Malcomson)

Deadwood  refleja un universo de inmigrantes, un babel de acentos, y destila un mundo amasado con sangre, fango y polvo, donde huele a sudor, mierda, semen y muerte. La puesta en escena  saca el máximo rendimiento  a la profundidad de campo, a la continuidad visual entre interiores y exteriores a través de puertas, ventanas, corredores y balcones (hasta el punto de desplegar toda una estética de la visión y del aquel de no perderse detalle, no se olvide que son supervivientes y tienen que andarse con mil ojos), a los diferentes niveles de la acción entre los primeros términos y el fondo, a las sombras de las luces anteriores a la electricidad, al hacinamiento y a la fragilidad del tejido humano. En el desarrollo de la serie afloran las relaciones de poder y servidumbre -y sus motivaciones- que revelan la genealogía del estado, al tiempo que se nos muestra la formación del capitalismo en toda su desnudez cruel, la explotación del hombre por el hombre y la rapiña de los recursos, las vidas que costó la lucha sindical contra la barbarie, como si Shakespeare estuviera iluminando a Milch por encima de un hombro y Marx por encima del otro. Si fuera profesor de historia en un instituto y quisiera que los alumnos comprendieran la génesis del capitalismo, les proyectaría Deadwood, así de claro.

En el centro, David Milch durante el rodaje de la serie 

Entre lo mejor del cine americano de esta última década ya había incluido Los Soprano, The Wire y Treme. No tardaré en añadir Mad Men, pero de ella hablaré otro día. Ahora añado Deadwood, una gran novela del oeste.

Fotograma de la cabecera de la serie

12/10/10

Mi chica y yo seguimos aquí, en Treme

Supongo que nos apetecía irnos de viaje este puente, pero nos faltaba el ánimo necesario para coger el coche y echarnos a la carretera o un avión y volar a algún lugar donde fuéramos tan sólo gente de fuera. Así que nos quedamos en casa pero viajamos a Treme. El caso es que ahora no hay manera de volver. Desde que vimos el pasado fin de semana la primera temporada de Treme -pronunciado Tremé, el barrio de Nueva Orleáns, el corazón (musical y cultural) de la ciudad y una de las cunas de la música americana-, la serie de David Simon -y Eric Overmyer-, que empieza unos meses después del Katrina, no se me va de la cabeza. Creo que a Ángeles tampoco. Paseamos hasta el Con de Agosto o por el camino de las dunas de Corrubedo y los pasos enseguida nos amojonan la memoria y las palabras, y nos llevan de vuelta a  la temporada que pasamos en Treme.


Decir que nos gustó mucho apenas es decir nada. Nada de extrañar, por otra parte, si ya traje aquí The Wire, la obra anterior de David Simon, en tres ocasiones, si mal no recuerdo. Y no suele suceder que alguien se vuelva idiota de un año para otro, aunque hay casos. Pero resultaba previsible que no nos gustara tanto. El caso es que fui rebajando las expectativas, pero bastaron los dos primeros episodios de Treme para comprender que estábamos ante una serie magnífica. Desde la cabecera -cuánto me gustan esos planos fijos con las manchas de humedad, esas fotografías dañadas- hasta el lento fundido negro con que se cierra cada uno de los diez episodios. Tranquilos, no voy a revelar nada relevante de su argumento. Los guiones -en donde volvemos a encontrar a George Pelecanos- se escriben sobre la base de una macroestructura de la temporada trenzada paso a paso con primor, como en The Wire cada temporada es una película, sólo que esta película dura diez horas y se distribuye en diez episodios cuya estructura se subordina al desarrollo de la película en su totalidad. Así, una pequeña escena en un determinado episodio tiene su eco -su correspondencia- dos o tres episodios después; como ese momento en que un alumno se disculpa ante el profesor de literatura francesa -el gran John Goodman- por fumar delante suyo -están en el campus, al aire libre- porque sabe que dejó de fumar y debió costarle mucho; apenas un detalle que cobrará su verdadera dimensión un par de episodios después. Pues bien, el guión de cada episodio va enhebrando pequeños momentos donde irrumpe la pérdida, cuaja la emoción, brota el humor, asoma la tensión, o araña la violencia; sin subrayados, sin trucos baratos, sin sensiblería, sin levantar la voz, sin chantajes; vertebrando música y silencio, y las vidas de los personajes entre sí; y del episodio cinco en adelante ya vives en Treme con alegría -que produce una obra de arte-, pero también con el corazón en un puño y, no pocas veces, con un nudo en la garganta.


Treme, el barrio más europeo, latino y tercermundista de EEUU -en palabras del autor de la serie- pudo haber desaparecido tras la catástrofe del Katrina en agosto de 2005. David Simon nos habla en Treme del legado cultural enraizado en el corazón de Nueva Orleáns. O mejor, nos lo hace vivir a través de los latidos de la música que respira en las imágenes de la serie. La música en Treme va más allá de una banda sonora y desborda el uso convencional de los temas para convertirse en el sistema circulatorio de la serie. Treme es la música de un barrio. Y la vida que emerge de esa música. La música de las vidas de los personajes que, mientras luchan por sobrevivir -el jefe de la comparsa de la tribu india que trata de desfilar en el carnaval, la cocinera que quiere sacar adelante su restaurante, la mujer que permanece al frente de su bar, la abogada que busca a un preso desaparecido en la catástrofe, un trombonista que se busca la vida como músico, una violinista y un pianista que malviven como músicos callejeros, un profesor de literatura que lucha por la reconstrucción de la ciudad y la conservación del legado cultural, un dj buscavidas empeñado en conservar la memoria de la música-, mientras ellos se mantienen en pie, Treme resiste. Frente a la incompetencia, la corrupción y el abandono de las instituciones y de los políticos, Treme resiste. Frente al silencio y contra el olvido, Treme resiste. Como una modélica película política de diez horas, preñada de rabia y corazón, lucidez y pesimismo, congoja y coraje, sudor y humor, amor y desesperación, y unas ganas inmensas de bailar -aunque no sepamos- sobre las ruinas de un mundo. Así resiste Treme. Como esas comparsas de indios con colores llamativos que, iluminados por los faros de un coche, se nos aparecen -hacia el final del episodio 8- en medio de la noche como fantasmas de la ciudad perdida, como guardianes de su legado, quizá como promesas.   

   
Os dejo aquí The Treme Song, el tema de John Boutté que se escucha en la cabecera de la serie:




Después de la tormenta, cristaliza una obra maestra del arte del cine en televisión. Que nos lleva de viaje. Y allí no somos de fuera. Por eso, mi chica y yo seguimos aquí, en Treme.

19/5/10

La bicha

David Simon en el rodaje de The Wire

Hace un año escribí la primera entrada sobre The Wire, había visto las dos primeras temporadas. Hace ocho meses la segunda, había visto las otras tres. En todo este tiempo he recordado y evocado y recomendado The Wire. Más de una vez me he resistido a verla otra vez. Disfruto retrasando el placer del reencuentro. En este año transcurrido sobraron -sobran- los lugares de este país -de mi país, sin ir más lejos, de esta Galicia tan fea- y los momentos en los que la memoria de The Wire irrumpe al hilo de la estupidez, la anomia y la explotación conjugadas bajo el título de la crisis. Como quien nombrara la bicha.

En mi ciudad, los campos yermos, los muelles carcomidos y las fábricas herrumbrosas testimonian una economía que ha convertido en prescindibles a generaciones enteras de trabajadores asalariados y de sus familias. El coste que esto representa para una sociedad supera todo cálculo.

No lo digo yo -que también-, lo dice alguien que habla del capitalismo salvaje, que habla de la Ciudad como mito, como utopía comunitaria y como infierno del sálvese quien pueda. Hablo de David Simon, que habla del mundo de The Wire.

David Simon

La serie trataría sobre el capitalismo salvaje que va arrasándolo todo, sobre cómo el poder y el dinero se confabulan en una ciudad americana posmoderna y, finalmente, sobre por qué los que vivimos en ciudades relativamente grandes no sabemos resolver nuestros propios problemas ni curar nuestras propias heridas.

Esto -lo habréis adivinado- tampoco lo digo yo. Se lo cuenta David Simon a Nick Hornby en 2007. Y continúa:

Ed Burns y yo -junto con el fallecido Bob Colesberry, consumado cineasta que hizo las funciones de productor y director y creó el diseño visual de The Wire- concebimos una serie que, temporada tras temporada, metiera el bisturí en un sector concreto de la ciudad americana, de manera que, hacia el final de la producción, este Baltimore ficcional representara a toda la Norteamérica urbanita por haber sacado a relucir, y abordado de lleno, los problemas básicos de la vida urbana.

Las tripas de la ciudad, vamos. De cualquier ciudad del mundo. A David Simon parece que no le cuesta hablar, con Nick Hornby o con quien sea, de The Wire. Digamos que es su ajuste de cuentas con el mundo. Y habla con ira, con pasión, con las tripas. Y, por qué no, con retórica. La de un moralista o de un profesor. La del periodista que fue. Y justamente porque le fue y no perdona que la empresa en la que trabajó -el Sun de Baltimore- traicionara sus -de Simon-ideales periodísticos.


En fin, que hablo de The Wire. 10 dosis de la mejor serie de la televisión, un libro que acaba de publicar errata naturae. Lo empecé el lunes en un avión y lo terminé esta tarde, a la hora del crepúsculo, sentado junto al mar y con los pies en el agua. Sobra decir que únicamente es recomendable para los que tienen a The Wire en un altar. De la memoria. También sobra advertir que abre el apetito de verla otra vez. El libro se cierra con un relato de George Pelecanos, uno de los guionistas de The Wire, las nueve dosis restantes son textos a propósito de la serie. Las tres más golosas: la introducción de David Simón que a lo largo de cuarenta páginas desgrana la génesis -las motivaciones-, el desarrollo y las entrañas de la serie, haciendo hincapié en el proceso de escritura, o mejor, de lo que buscaban, de lo que sentían y de lo que representaba escribir The Wire; la entrevista de Nick Hornby transmite muy bien quién es David Simon y la actitud con que abordó la producción de la serie, o, más concretamente, cómo aborda la escritura de ficción, el extremo cuidado en los detalles -es verdad, Dios habita en ellos-, la cualidad táctil de las hablas urbanas y el sentido afilado para encontrar la metáfora que encierra una anécdota, y una concepción de la verosimilitud que podría resumirse en: el lector medio... que se joda; y el reportaje de Margaret Talbot publicado en The New Yorker en 2009, "A la escucha de la ciudad. David Simon: un activista tras The Wire".

Ed Burns, David Simon y George Pelecanos

Hace una semana, un amigo -guionista y productor, y al que le gusta mucho The Wire- me contó que, si se trata de vender una serie a las cadenas de televisión de aquí, hay que procurar enmascarar cualquier parecido, por lejano que sea, con la serie de David Simon y Ed Burns. Y de George Pelecanos y de Richard Price, y de Rafael Álvarez y de Bill Zorzi. The Wire representa algo así como la bicha.

7/12/09

Huellas

A mediodía nos hemos regalado un largo y ventoso paseo por el camino de las dunas de Corrubedo. El cielo nos ofrenda una gramática de grises y un aluvión de residuos se ha depositado en los arenales tras los temporales de estas semanas. Respiramos aromas húmedos de anises y caminamos sobre el musgo que tapiza la formación dunar con verdes cuajados, plenos y aterciopelados, y que le debemos a las lluvias recientes y tenaces.



Ángeles me cuenta lo mucho que le gusta Ángulo de reposo, la novela de Wallace Stegner -700 pags.- que lee estos días aprovechando el puente y del que ya había leído En lugar seguro. Wallace Stegner (1903-1993) puso en marcha el taller de escritura creativa de Stanford por donde pasaron Raymond Carver o Tobias Wolff, y combinó la docencia con la actividad literaria y la defensa de la naturaleza. Ángeles no sólo me cuenta cuánto le gusta Ángulo de reposo sino que me la cuenta. Cuántas novelas (y cuentos de Alice Munro) me habrá contado en todos estos años y las cuenta tan bien que, paradójicamente, acabo por leer algunas de ésas, de entre las muchas que trasiega al cabo del año. Bueno, llegado el caso, me pone tareas. Ahora insiste en que lea Lucy Gayheart de Willa Cather.


También evocamos episodios memorables de In Treatment, la serie de la HBO que nos bajó nuestro hijo con todas sus bendiciones. Ayer acabamos de ver la 2º temporada. Por definirla en pocas palabras diré que es digna de Bergman. O, dicho de otro modo, es una serie que me recordó a una versión extendida, por ejemplo, de Saraband. Y diré más, hacía tiempo que no veía a unas actrices jóvenes -Mia Wasikowska (Sophie) y Alison Pill (April)- que me recordaron las primeras películas de una Harriet Andersson o una Bibi Andersson, pero también Melissa George (Laura) y Hope Davis (Mia), y la gran Dianne Wiest (Gina). Y claro, Gabriel Byrne (Paul) en el papel de su vida. Y estoy siendo injusto con cada uno de los actores que no menciono, porque lo merecen, y con letras mayúsculas. Porque In Treatment resulta en sus episodios -23' cada uno, 45 en la 1ª temporada y 35 en la 2ª- una serie modélica gracias a sus actores, es decir, gracias también a sus magistrales guiones y a una dirección medida y exquisita, elegante y sutil, cálida y plena de detalles.

Mia Wasikowska (Sophie) en In Treatment

Una serie que, de paso, reinventa la poética perdida del plano-contraplano. Pero, además, tiene un formato televisivo perfecto: Paul es un terapeuta y asistimos a una de las sesiones de cada día de la semana, excepto el viernes cuando él mismo acude a terapia con Gina, a la que conoce desde sus tiempos de estudiante, una estrategia que nos permite conocerlo en profundidad y, por tanto, valorar su silencio y contención el resto de las jornadas. Cada sesión representa una cara del poliedro de la experiencia humana, pongamos por caso la 2ª temporada: el lunes, Mia, una abogada que conjuga una vida profesional exitosa y un vacío existencial; el martes, April, una chica brillante e inteligente a la que acaban de diagnosticar un linfoma; el miércoles, Oliver, un niño con sobrepeso que se siente culpable de la separación de sus padres, Luke y Bess, que también acuden a las sesiones, a veces juntos, a veces por separado; y el jueves, Walter, un viejo ejecutivo de una corporación al que la prensa culpa de una intoxicación alimentaria que ha causado la muerte a varios niños.

Rodrigo García

Por lo visto, In Treatment parte de un formato creado por Hagai Levi para la televisión israelí y que Rodrigo García desarrolló (y escribió y dirigió bastantes episodios de la 1ª temporada) para la HBO. Sobra decir que cada episodio se desarrolla en la consulta del terapeuta, de la que salimos en contadas ocasiones, eso sí, por muy fundadas razones. Cuando habíamos visto los episodios de las dos primeras semanas, comentamos que era el formato perfecto para que desarrollara aquí una televisión pública. La semana pasada me enteré de que alguien se lo propuso a tve, y declinaron la idea. La verdad, no me extraña. Pero volvamos a In Treatment y al, digamos, estilo HBO. Cabe resaltar que no eluden la complejidad de las relaciones humanas, la devastación que llevan aparejadas y la erosión abrasiva que causan; y que rehúyen las soluciones fáciles y el impudor. Resulta admirable el grado de intimidad que llegamos a compartir los espectadores con cada uno de los personajes, pero sin renunciar a la distancia que nos permite comprender y anticipar, y que deriva de un montaje preciso del primer plano y el plano de conjunto, del plano inmóvil y de los travellings casi invisibles. Todo un ejercicio de caligrafía de las emociones que deja un poso de tristeza, de una mirada compasiva sobre la condición humana, sobre nuestro irremediable desvalimiento. Huellas.

15/9/09

Cinco días en Baltimore

El verano acaba. Quedan los restos. Los posos. Las películas que vimos y los libros que leímos. La incandescencia y la sombra. Las horas lentas y las horas calcinantes. Las voces y las olas. Las hojas y el viento junto al río en la frontera. Aquella charla demorada en una terraza y aquella cena en el puerto. Pasan las páginas del libro de la memoria, un libro de horas a la sombra de una viña y de imágenes en la ardiente oscuridad.


Y de todo lo que vimos en las pantallas que no habíamos visto nos quedamos con las tres últimas temporadas de The Wire. Aquellos cinco días de julio en Baltimore, pero sin salir de Tui. Cada día seis o siete episodios, de la 3ª, de la 4ª y de la 5ª temporada. Y tenía razón Pepe Coira: cómo no sentir un vacío -un huequito dentro como una esquina vacía- cuando la serie se acaba y sabemos que no habrá más temporadas, que no veremos un nuevo episodio. Que ha llegado el final y hay que decir adiós a una obra maestra, la prueba táctil más reciente de que la televisión -la ficción seriada- también puede ser un arte de nuestro tiempo.

Como ya traje aquí las dos primeras temporadas de The Wire en Ellos se lo pierden, no tenía intención de volver sobre la serie si no fuera por un comentario que el amigo David dejó hace tres entradas, contaba que vio la 2ª temporada y no pudo evitar acordarse de la crisis del metal en Vigo. O sea, acontecía en Baltimore pero pensaba en aquí al lado. Y no pude resistirme a volver a The Wire porque, no sólo es una obra de arte, sino que -quizá porque lo es- da que pensar sobre el tratamiento de lo real en la ficción cinematográfica y seriada por estos pagos.


Fotograma de The Wire,
1º episodio, 4ª temporada: los adolescentes

Pondré un ejemplo, uno de esos que me toca de cerca: nada me suena más falso que un instituto en una serie o en una película española. Pues bien, nada me sonaba más cercano -más real- que el instituto en que se desarrolla la 4ª temporada de The Wire, probablemente la mejor temporada de cualquier serie de televisión que se haya rodado nunca, una extraordinaria película de doce horas. Queda dicho. La clase más reconocible desde La clase de Laurent Cantet.

En fin, no quiero estragarle a nadie el placer de adentrarse en la serie creada por David Simon, así que no entraré en detalles. También dejaré para otra ocasión un desarrollo más preciso de nuestros problemas con la representación fílmica de lo real que no son ajenos desde luego a la carencia de una tradición documental -como existe en EEUU o en Inglaterra- que nos permita crear una imagen válida de nuestro mundo, compasiva y comprensiva a la vez, en la que podamos reconocernos y de la que podamos aprender; al fin y al cabo, somos herederos del No-Do, es decir, de una mentira fabricada con imágenes "documentales". Simplemente quiero llenar aquel huequito con la memoria viva de aquellos cinco días en Baltimore. Si no más, siquiera con algunos retazos memorables de The Wire:


Aquel discurso sobre la bolsa de papel -a propósito del problema de la legalización de las drogas - del teniente Bunny en el 2º episodio de la 3ª temporada: "Nos dio permiso para hacer el trabajo por el que vale la pena recibir una bala". Un discurso que nos trajo ecos de aquella réplica de un patrullero de Baltimore de la 1ª temporada: "La lucha contra la droga no es una guerra. Las guerras se acaban".

Las palabras de despedida en el velatorio por un policía en el pub irlandés, en el 3º episodio de la 3ª temporada, escrito por Dennis Lehane. O aquella apertura del 11º episodio de la 3ª temporada con Omar y el asesino ilustrado junto a las vías del tren, o el final de ese mismo episodio con Omar y Stringer; un episodio escrito por George Pelecanos. O el discurso del concejal en el episodio 12 de la 3ª temporada, escrito por David Simon. O aquella réplica de Lester en el 2º episodio de la 5ª temporada: "Si mataran 300 blancos al año, enviarían a 82ª aerotransportada".

Fotograma de The Wire, con Omar

O cómo cuenta el editor del Baltimore Sun en el episodio 3 de la 5ª temporada el despertar de su vocación de periodista: su padre leía el periódico por la mañana antes de irse al trabajo, durante esos quince minutos nadie lo podía molestar y el hijo se preguntaba qué era eso tan importante que leía en el periódico, y quiso formar parte de aquello. Cómo se palpa en esa 5ª temporada toda la rabia contenida por ese ex-periodista llamdado David Simon, ahora creador, guionista y productor de The Wire.

David Simon, el segundo por la dcha.,
con parte del
casting de The Wire.

La política, la enseñanza y el periodismo, he ahí los tres núcleos temáticos de la 3ª, 4ª y 5ª temporadas respectivamente. Vertebrados a través de personajes inolvidables como Omar, Bubbles, el esquinero que escupe de medio lado, Marlo y esos adolescentes que pueblan la 5ª temporada con la carne viva de un mundo descarnado mostrado con imágenes llagadas por la desolación y la desesperanza, pero también por el coraje de vivir.

David Simon y el actor que encarna a Bubbles

Ninguna serie (me atrevería a decir que ninguna película americana) ha colocado de forma más sincera, más elocuente y más reveladora un espejo sobre el mundo en que vivimos, una serie que profetizó algunos de los asuntos cardinales que está ahora lidiando Obama. La televisión como reflejo del presente: The Wire ha redimido un medio en que tanta basura se ha vertido. Un síntoma: apenas ha tenido éxito de público, no ha recibido premios, es verdadero cine (el verdadero cine americano de hoy). Un espejo en que debería reflejarse la ficción seriada que se hace por estos pagos. Pero ¿cabe esperarlo? No lo sé, quizá no, pero siempre nos quedarán (cada vez que volvemos a la memoria de aquellas horas) aquellos cinco días en Baltimore.
David Simon, uno de los creadores
de The Wire, en el rodaje de la serie

11/5/09

Cuando 1 + 1 es 1


"De vez en cuando, esas autoridades anónimas de los periódicos, que desprecian a Stevenson con esa gracia tan lánguida, dirán que es muy vulgar y obvio [en El Dr. Jekyll y Mr. Hyde] eso de que un hombre sea en realidad dos hombres y pueda dividirse entre el bien y el mal. Por desgracia para ellos, no se trata de eso. La punzada real del relato no está en el descubrimiento de que un hombre es dos hombres, sino en el descubrimiento de que los dos hombres sean un hombre. (...) La clave del relato no es que un hombre pueda desvincularse de su conciencia, sino que no puede. La operación quirúrgica es mortal en el relato. Es una amputación de la que mueren las dos partes. Jekyll, aun al morir, declara la conclusión del asunto: que la carga de la lucha moral del hombre la lleva sobre sí atada y no puede eludirse. La razón es que nunca puede haber equiparación entre el mal y el bien. Jekyll y Hyde no son hermanos gemelos. Son, más bien, como observa uno de ellos con razón, como padre e hijo. Al fin y al cabo, Jekyll creó a Hyde; Hyde nunca hubiera creado a Jekyll; únicamente destruyó a Jekyll." (pags 41-42 de Stevenson de G. K. Chesterton, ed. Pre-textos 2001)


Robert Louis Stevenson


G. K. Chesterton

En el texto precedente se dan cita dos de mis debilidades literarias, una abosoluta y total por (todo) Stevenson, R.L.S incluido; la otra por (todos) los ensayos de Chesterton. Dos debilidades que contribuyen a hacer más imperdonable si cabe el no haber dedicado el tiempo necesario a aprender inglés. Pero aparquemos por el momento el aquel del flagelo. Todo esto viene a cuento de El Dr. Jekyll y Mr. Hyde. O más bien lo traigo aquí a propósito de la enésima versión para la pantalla de la obra de Stevenson, esta vez para la televisión. Pero esta vez parece como si hubieran leído a Chesterton además de la novelita (el diminutivo indica tamaño, no calidad: estamos ante una obra maestra de la literatura, hasta el exquisto de Nabokov estaba de acuerdo).


Imagen promocional de la serie Jekyll


Este fin de semana vimos Jekyll (2007), una serie de seis capítulos de la BBC creada por Steven Moffat en 2007, el guionista que ahora se trae entre manos la trilogía de Tintín para Steven Spielberg y Peter Jackson. Por lo visto también es el creador de Coupling (2000) una serie de comedia con treintañeros también para la BBC. Nos la recomendó nuestro hijo, entiéndase, no es que la pusiera por las nubes, como le pusimos nosotros The Wire (por cierto se pasó más de 300 kms camino de Lisboa desgranando los momentos de la serie de David Simon que tanto le habían gustado, y sólo había visto la primera temporada), sino que la consideraba una serie de calidad que valía la pena ver. Y eso hicimos.


Robert Louis Stevenson, 1885

Stevenson escribió Dr. Jekyll y Mr. Hyde en estado de trance, poseído por un sueño que definió como un "dulce cuento de terror", y el primer borrador le llevó apenas tres días, en el otoño de 1885. Cuenta la leyenda de RLS que quemó ese primer borrador para obligarse a escribirlo de nuevo, tan mal se sentía físicamente, postrado en la cama por un agravamiento de la tuberculosis y con frecuentes hemorragias. Escribió un nuevo borrador en otros tres días y trabajó en él aún mes y medio. Se publicó en 1886. Para Chesterton es una historia de Edimburgo por más que RLS la ambiente en Londres y subyace en ella el magma de una educación puritana por más que su autor estuviera lejos de ser un puritano. Desde luego, la represión sexual de la era victoriana cosntituye uno de los nutrientes que afloraban de forma explícita, por lo visto, en el primer borrador.

James Nesbitt como el Dr. Jekyll

La serie Jekyll reescribe la novela de Stevenson tirando de tres hebras. Por un lado, convierte al protagonista, Tom Jackman, en un descendiente del personaje literario al que dota de una existencia histórica: se desarrolla la hipóstesis de que Stevenson conoció realmente a un tal doctor Jekyll y, más aún, descubrió que el secreto de la transformación no estaba en la pócima. Tom Jackman es un científico actual felizmente casado con Claire y tienen dos hijos, pero Hyde empieza a manifestarse y para proteger a su familia debe aislarse y buscar la forma de controlarlo, o ponerle remedio. Por otro lado, emerge la componente sexual enterrada en el original literario, apuntando en la perspectiva del amor como factor psicogénico de Hyde, y finalmente despliegan la idea del interés que representaría un Hyde en el contexto de la experimentación genética actual. La trama genealógica de la serie no acaba de cerrarse de forma convincente y la trama científica se atropella, ambas debilidades afectan en particular a los dos últimos episodios.



Aún así merece verse. Podemos disfrutar de estupendas interpretaciones -un James Nesbitt (Jackman y Hyde) y una Gina Bellman (Claire) magníficos-, una brillante combinación de drama y comedia, unos diálogos con estupendos golpes de humor y una realización con garra, más próxima a los cánones cinematográficos que televisivos. Y merece verse también en cuanto producción de televisión modélica, que cuida los detalles desde el desarrollo de la historia hasta el diseño de produccción y luego es capaz de llevar a cabo un plan ajustadísimo de doce días de rodaje por episodio, un logro casi milagrosos para una producción con tantas localizaciones y requerimientos. Y entre todos esos detalles cabe subrayar el personaje de Claire que crece hasta convertirse en una mujer dura y vulnerable, o la evolución que experimenta Hyde, y por fin la decisión de convertir a Jackman y Hyde en un mismo personaje con sutiles -y decisivas- diferencias.

Gina Bellman

Jekyll se desarrolla en seis capítulos de una hora, así que podría considerarse una miniserie pero no estoy seguro de que no la prolonguen. El primer bloque de tres capítulos lo dirigió Douglas MacKinnon y el segundo Matt Lipsen. El diseño de la producción corresponde a Grenville Horner y la dirección de fotografía a Peter Greenhalgh. En el origen del proyecto estuvieron los productores Elaine Cameron y Jeffrey Taylor. Por lo visto Elaine quería producir un thriller sobrenatural y Jeffrey llevaba diez años queriendo producir una versión contemporánea de Jekyll y Hyde. Y encontraron a Steven Moffatt que ya había escrito una adaptación del libro de Stevenson cuando era un niño. Hasta aquí todo tiene la lógica de un sueño. Entonces Eleine, Jeffrey y Steven se juntaron a menudo para intercambiar ideas, escribir, reescribir. Un proceso largo, lento, pero esencial antes de que Steven Moffat se encerrara a escribir los guiones de Jekyll. Una serie de un solo guionista.


Steven Moffat

21/4/09

Ellos se lo pierden

Las mejores películas te llevan de viaje. En las mejores series de televisión te quedas a vivir. De las mejores películas cuesta regresar. De las mejores series de televisión cuesta irse. Si no te vas de viaje con una película, podrías prescindir de ella. Si no quieres quedarte a vivir en el universo de una serie, más vale ocupar el tiempo en otros asuntos. Son los termómetros con que mido la temperatura emocional de una película o de una serie. La conmoción de una fibra íntima, el síntoma de que me concierne radicalmente.

Podría recitar una larga lista de películas que me han llevado de viaje. Me sobran dedos de una mano para contar en cuántas series me he quedado a vivir. Conviene precisar que he ido al cine desde hace casi medio siglo, pero mi relación con la televisión data de fechas más recientes. Mientras viví en casa de mis padres, nunca hubo televisión. Mientras nuestro hijo no supo leer y escribir, no quisimos tener televisión en casa. Y después, nos sirvió sobre todo para ver películas. Así que no tengo el hábito de ver series de televisión. Es más, por mucho que me guste, no soporto la cadencia semanal. Si una serie me gusta, espero a que se edite en dvd y la veo de principio a fin en el menor tiempo posible. Por ejemplo, Los Soprano en diez días. Dicho de otra forma, veo las series que me gustan de la misma forma que leía El conde de Montecristo o Los Miserables cuando era un adolescente. He llegado al convencimiento de que las mejores series, pongamos por caso Los Soprano, ganan viéndolas así. Los matices, los detalles y las rutinas cobran significados y alcanzan resonancias que se pierden en un visionado episódico. Quizá porque el despliegue narrativo de esas series que me gustan no te cogen por el cuello y te someten a los dictados de una trama todopoderosa, pareciera como si te dejaran elegir, como si les trajera sin cuidado que tu estés ahí. Son series que dejan la puerta abierta. Luego, tú verás.




Con The Wire no pude esperar. En cuanto se editaron las dos primeras temporadas nos bastó un fin de semana para verlas. La primera temporada el sábado y la segunda el domingo. Me gustó tanto como Los Soprano. Es una serie que se despliega poco a poco, sin incidentes especialmente llamativos, sin personajes especialmente interesantes a primera vista, sin una trama especialmente absorberte. No pretende ganarte por ko. pero te gana a los puntos de forma gloriosa como en aquel combate legendario de Cassius Clay y Joe Frazier. The Wire te deja la puerta abierta y si entras tienes la oportunidad de descubrir a unos personajes -opacos, de entrada- y vivir en un universo donde, como se decía en La regla del juego del maestro Renoir, todos tienen sus razones. Por eso todos los personajes son estúpidos y conmovedores, torpes y tiernos, competentes y frágiles, dignos y desesperados, nobles y corruptos, sin distinción de esferas sociales, de éste o de aquel lado de la ley, policías, narcotraficantes o sindicalistas. Todos simples, todos complejos, todos heridos. Sin maniqueísmos. En la mejor tradición del cine realista.

Cada temporada de The Wire depliega un caso policial -a través de las escuchas, las del título (así deberían haberla titulado aquí, pero vete a saber por qué la llamaron Bajo escucha)- en uno de los mundos de la ciudad de Baltimore. La primera se centra en las casas baratas del distrito oeste donde se distribuye la droga a pequeña escala; la segunda tiene su vértice en el puerto, con los estibadores, entre los grandes contenedores, con el sindicalista que se enreda en el narcotráfico para proteger a su gente, uno de esos personajes fordianos, capaces de lo peor con las mejores intenciones. En las siguientes temporadas le tocará el turno a los políticos, al sistema educativo y a los medios de comunicación. Son sesenta capítulos, ni uno más ni unos menos, para abrir en canal una ciudad. Todo un mundo.

The Wire te concede tiempo para que comprendas a los personajes a través de los silencios, de los pequeños detalles, de los tiempos muertos. Te coloca ante la vida misma y te deja que saques conclusiones. No juzga, se limita a mostrar. No presenta, se limita a contar, sin prisas. Como Los Soprano, creada por David Chase, es una joya de la HBO. The Wire fue creada por el periodista -trabajó doce años en el Baltimore Sun- y escritor David Simon, y en los guiones participa habitualmente Edward Burns. David Simon consiguió atraer para la escritura de algunos episodios a novelista como George Pelecanos -el de Revolución en las calles-, Richard Price -el de Clockers- o Dennis Lehane -el de Mystic River-.

David Simon

¿Os tendré que confesar cuánto me tarda la edición de las siguientes temporadas? ¿Os tendré que decir que los guionistas de Los Soprano o The Wire son la envidia de cualquier guionista que tenga que escribir para televisión? ¿Os tendré que revelar la elegancia contenida en ese desparpajo con el que se da a ver el primer episodio de la primera temporada? Con el aquel de... si no quieren verla, ellos se lo pierden.

20/1/09

El señor de las palabras

Aaron Sorkin
Aaron Sorkin es uno de ellos. Un señor de las palabras. Un guionista. Uno de los grandes. Y ha convertido la escritura en materia dramática. El protagonista de Studio 60 es un guionista, más aún, la serie va de cómo se escribe un programa de TV. Y claro, de las miserias y los sueños, o sea , de la materia con que hemos sido amasados. Una página de guión corresponde -suele corresponder- a un minuto en pantalla. Los guiones de Studio 60 tenían noventa páginas para cuarenta y cuatro minutos de episodio. Ni en Luna nueva hablaban a tal velocidad. Un texto, además, preñado de sutileza, energía, elegancia, humor y capacidad de sugerencia. Fue un fracaso total. Antes de Studio 60, Sorkin había creado El ala oeste de la Casa Blanca, una serie que nos introducía en la cocina del gobierno del imperio, en el obrador donde se factura la imagen del poder, en el taller donde se fabrican las herramientas de la persuasión. Uno de los personajes principales de la serie era Toby Ziegler, un escritor, el autor de los discursos del presidente Bartlet, interpretado por Martin Sheen, el hijo de un emigrante de Salceda de Caselas -tiene su aquel el asunto-. Aaron Sorkin se fue de la serie cuando pretendieron, para nuestra desgracia -y de El ala oeste...- que delegara la escritura de los guiones en un equipo, en definitiva, cuando le arrebataron la condición de señor de las palabras. Eso sí, se fue dejando un elefante en la bañera. Como debe ser. Chapeau, Sorkin.
Hoy Obama pronunciará el discurso de investidura como presidente. Un texto escrito por un tipo de veintisiete años, Jon Favreau, que hace cuatro años se atrevió a corregir el discurso que ensayaba entre bastidores el entonces senador de Illinois.
Jon Favreau
Ya nos lo imaginamos mañana ocupando el despacho de Toby Ziegler que tan bien conocemos. Favreau concibe los discursos como herramientas para ensanchar el círculo de aquellos a los que les interesa la política. Sus palabras, pronunciadas por Obama, la noche de la victoria electoral desataron las lágrimas de miles de personas que la escucharon en vivo. Y de miles ante las pantallas de la televisión. Por obra y gracia de la escritura. Por una vieja herramienta griega, la retórica. Una escritura movilizadora de los sentimientos en un espectáculo llamado política. Un texto que desprende esperanza. Uno ya no puede sentirla pero, habiendo ensoñado más de una vez con la fantasía de escribir los discursos de alguien que de verdad mereciera la pena -un Beiras, pongamos por caso- y habiendo corregido mentalmente los discursos con tan graves problemas de construcción pronunciados por políticos con tan graves problemas de prosodia, no puede evitar un íntimo rapto de admiración cuando escucha un texto bien escrito -y bien leído, claro-, y elevar un brindis retórico por el nuevo señor de las palabras del ala oeste de la Casa Blanca. Aunque sólo sea por una cuestión de sintaxis.