Si quieres seguir mejor la historia, te aconsejo que por favor leas la primera entrega
Cuando cumplí mi primera semana de vida no pensaba en nada más que en jugar y divertirme con mis hermanos. En ese entonces pensaba que todo sería felicidad, ¡qué ingenuo era!
Aunque también es cierto que cómo podría haber sabido de antemano que la vida me traería tanta amargura y desilusión.
No te he dicho que yo fui el último en nacer y, no sé por qué, también el más pequeñito, y que por esa razón generalmente me tocaba mamar cuando ya las tetas de mi pobre madre no tenían casi nada más para dar. Eso fue haciendo que mi pelaje y mi aspecto se fueran quedando atrás en donaire y bonitura con respecto a los de mis hermanos.
En ese momento no me importaba (la verdad es que nunca me importó, siempre y cuando ellos se vieran geniales, al fin y al cabo eran mis hermanos), pero con cada día que pasaba me tocó aprender a mirar cómo a ellos los cargaban, los besaban y acariciaban, y a mí me iban dejando atrás, en el rincón en el que sin saber entonces por qué, me fui recluyendo para tratar de convencerme a mí mismo de que aquel desinterés se debía simplemente a que allí no lograban verme.
Y aprendí a ser feliz con la felicidad de los demás, a chupar de sus risas la sabia para mis propias risas, a robarme la expresión dibujada en sus caras para ponerla en la mía. Aprendí a sonreír para que otro fuera feliz aún a pesar de mi propia felicidad.
A veces los recuerdos duelen.
El tic-tac del reloj sigue marcando la irremediable cuenta regresiva hacia mi final...
Mostrando las entradas con la etiqueta Cuentos. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Cuentos. Mostrar todas las entradas
La historia de un supuesto perro gamberro 1
Recuerdo cuando cumplí mi primer día de nacido.
No me pregunten el porqué lo recuerdo, yo también me he hecho esa misma pregunta muchas veces y aún no he logrado encontrar una respuesta.
Lo que sí les puedo asegurar es que la felicidad de mi madre era muy grande, y que se pasó casi todo un día completo sin moverse de nuestro lado. Tal vez fuera porque parirnos a nosotros siete la hubiera dejado exhausta, aunque me inclino a pensar que fue porque no se quiso perder ni un segundo de ese nuestro primer día fuera de ella, junto a ella.
Mis hermanitos y yo apenas podíamos movernos. Nos acurrucábamos unos contra otros para darnos un poco del calor que sentíamos apenas hacía unas horas en el vientre de nuestra madre. También alcanzo a recordar que la cabeza me pesaba mucho y era como si ella fuera la que al final de cuentas decidiera hacia dónde debía moverme, ¡todavía me da risa imaginarme lo chistoso que nos debíamos ver mis hermanos y yo en esas andadas!
En esos momentos todo era felicidad y despreocupación.
Siete, sí, fuimos siete. Decían que ese era el número de la buena suerte. Quién se iba a imaginar que mi vida nada tendría que ver con ella.
Aunque, esperen un momento, porque ahora que lo pienso, tal vez sí hubo algo especial en ese día para recordarlo tan bien como lo recuerdo. ¿Saben por qué?, porque acabo de sentir la misma sensación que sentí esa vez, y ahora, ¡quién lo creyera!, he venido a entenderlo, justo ahora, cuando las manecillas del segundero del reloj que cuelga en la pared están marcando los últimos segundos de mi vida.
Continuará...
No me pregunten el porqué lo recuerdo, yo también me he hecho esa misma pregunta muchas veces y aún no he logrado encontrar una respuesta.
Lo que sí les puedo asegurar es que la felicidad de mi madre era muy grande, y que se pasó casi todo un día completo sin moverse de nuestro lado. Tal vez fuera porque parirnos a nosotros siete la hubiera dejado exhausta, aunque me inclino a pensar que fue porque no se quiso perder ni un segundo de ese nuestro primer día fuera de ella, junto a ella.
Mis hermanitos y yo apenas podíamos movernos. Nos acurrucábamos unos contra otros para darnos un poco del calor que sentíamos apenas hacía unas horas en el vientre de nuestra madre. También alcanzo a recordar que la cabeza me pesaba mucho y era como si ella fuera la que al final de cuentas decidiera hacia dónde debía moverme, ¡todavía me da risa imaginarme lo chistoso que nos debíamos ver mis hermanos y yo en esas andadas!
En esos momentos todo era felicidad y despreocupación.
Siete, sí, fuimos siete. Decían que ese era el número de la buena suerte. Quién se iba a imaginar que mi vida nada tendría que ver con ella.
Aunque, esperen un momento, porque ahora que lo pienso, tal vez sí hubo algo especial en ese día para recordarlo tan bien como lo recuerdo. ¿Saben por qué?, porque acabo de sentir la misma sensación que sentí esa vez, y ahora, ¡quién lo creyera!, he venido a entenderlo, justo ahora, cuando las manecillas del segundero del reloj que cuelga en la pared están marcando los últimos segundos de mi vida.
Continuará...
La montaña rusa
¿Recuerdan, los que puedan hacerlo, cuál era la única forma de que Marty aceptara un reto cuando lo desafiaban en “Volver al futuro”?, simple y llanamente que lo llamaran “gallina”.
Así es, y yo me sentí Michael J. Fox cuando, estando parado ya justo en la entrada de la atracción, dije que no me montaba en la montaña rusa y mis amigos comenzaron a decirme de todo, hasta que a uno de ellos se le ocurrió llamarme “gallina”; y no necesité más, porque sacando valor de donde no tenía decidí recuperar mi hombría maltrecha, y les dije que ahora sí iban a ver de lo que yo era capaz, así que con el corazón a mil y las piernas de gelatina comencé el largo recorrido que me llevaría hasta aquel carrito endemoniado.
Aunque lo que yo no sabía era que ese recorrido era nada comparado con lo que venía. Primero escuché el sonido del aire comprimido que soltaba las amarras de seguridad de los que me antecedieron en el viaje, y mientras ellos se alejaban por el otro lado, por mi costado se subían sensaciones de terror a mi pecho. “Todos arriba” fue la orden de uno de mis amigos al tiempo que se subía en el carricoche como si de un caballo a punto de entrar en batalla se tratara. A mí me empujó no sé quién y me vi sentado en una de las sillas, hasta que en menos de tres segundos escuché de nuevo el sonido del aire comprimido y una banda me cercó el pecho. ¡Gracias a Dios era lo suficientemente abultada para que mis vecinos no pudieran ver mi rostro pálido y sudoroso!
Un primer “tac” fue el indicativo de la puesta en marcha, y mientras el sonido se repetía una y otra vez, entendí por fin cuál era realmente la parte más aterradora de una montaña rusa, porque no es el descenso infernal en el cual sientes que te falta el aire y la sensación de vacío no te deja respirar; no, no es eso. Como tampoco lo es cuando pareciera que el mundo entero se viene a estrellar con tu pobre humanidad, ni cuando el bamboleo inmisericorde te manda de un lado a otro sin compasión. No, no es nada de eso.
Es simple y llanamente ese lapso que transcurre desde el momento de la salida hasta alcanzar el punto más alto de la montaña. Sí, ese que pareciera ser en cámara lenta, con su fluido y constante “tac, tac” que te va taladrando el cerebro, que así como va remontando el trencito hacia los cielos, también te va subiendo la adrenalina, y te va dejando saber con sádica lentitud desde dónde te va a dejar caer, y te va mostrando cómo se empequeñece el mundo bajo tus pies, y te va dejando sentir que sí eres una gallina, y encima de todo una gallina que, como todas, no sabe volar, ni tiene súper poderes para escapar de allí, ¡oh pobre idiota!, pobre insensato que creyó ser más fuerte que su yo, hasta que sientes cómo te dejan caer y juegan con tus emociones “como juega el gato maula con el mísero ratón”.
¿Y sabes qué es lo peor?, que te termina gustando, porque de allí en adelante repetí esas sensaciones en todas y cada una de las montañas rusas que me encontré en mi camino, al fin y al cabo es una forma de enfrentarme a mí mismo, a mis debilidades, y salir vencedor en cada batalla, ¿y a ti, te gustan las montañas rusas?
Ya llegó la Navidad
Es un momento mágico, es especial; es el cruce del umbral de un mundo cotidiano y mundano a uno lleno de encanto. No se sabe ni el momento ni el lugar en el que te sorprenderá.
Pueden haberte llenado los ojos con vitrinas adornadas, los oídos con canciones alusivas, la nariz con olores recurrentes, pero el instante en el que la sientes en el tuétano es tan tuyo, tan privado y personal, que un ardor inusitado te calienta las orejas y las mejillas mientras un frío contrastante te humedece las palmas de las manos, y tú lo sabes, lo sientes, lo vives, y te apoderas de ese sentimiento tan tuyo en el que todo tu ser comprende que, al fin, de nuevo, te llegó la Navidad.
Y el tono de la luz solar cambia, y la manera en el que la brisa roza tu cara cambia, y tu forma de enfrentar las situaciones cambia, y la forma de hablar te cambia por un tono al que le falta poco para convertirse en canto, ¿no lo crees?, pregúntales a tus amigos y lo verás.
Porque eso es la Navidad, un lapso en el que te das la oportunidad de vivir de otra manera, de cambiar tu visión del mundo, de poder brindarte la satisfacción de vivir la vida como realmente quieres vivirla; o dime tú en qué otro momento puedes sentirte como si fueras el rey del mundo, que las penas y los problemas se minimizan y que el dinero pasa a un segundo plano; claro, eso si es que entiendes que la época no es para atiborrar a los demás con regalos innecesarios y estúpidos, sino para brindarte de corazón a ellos.
Pobre de ti si la Navidad sólo se te convierte en un cúmulo de obligaciones sin sentido, lleno de una agenda con compromisos “ineludibles”, aburridores y obligatorios en donde al final el único insatisfecho eres tú mismo. Pobre de ti…
Pero sé (ansío) que no es tu caso, y que en esta época tanto tú como yo vamos por el mundo con una sonrisa mezcla de estupidez e ingenuidad pintada el rostro. Pero no te preocupes, es la misma que se refleja en la cara de los demás y por lo tanto nadie nos mira con prevención, sino que más bien se alegran de encontrar en los demás su propia satisfacción.
Al fin y al cabo eso es la Navidad, esa es realmente la manera de compartir, querer ser todos miembros de una misma familia, esperanzados en que el futuro pueda ser siempre mejor, en donde todos quepamos y podamos sonreír ante los demás sin sentirnos culpables.
Hoy te quiero dar las gracias por leerme, por visitar este espacio, por compartir un poco de tu tiempo conmigo, GRACIAS y…
FELIZ NAVIDAD.
Pueden haberte llenado los ojos con vitrinas adornadas, los oídos con canciones alusivas, la nariz con olores recurrentes, pero el instante en el que la sientes en el tuétano es tan tuyo, tan privado y personal, que un ardor inusitado te calienta las orejas y las mejillas mientras un frío contrastante te humedece las palmas de las manos, y tú lo sabes, lo sientes, lo vives, y te apoderas de ese sentimiento tan tuyo en el que todo tu ser comprende que, al fin, de nuevo, te llegó la Navidad.
Y el tono de la luz solar cambia, y la manera en el que la brisa roza tu cara cambia, y tu forma de enfrentar las situaciones cambia, y la forma de hablar te cambia por un tono al que le falta poco para convertirse en canto, ¿no lo crees?, pregúntales a tus amigos y lo verás.
Porque eso es la Navidad, un lapso en el que te das la oportunidad de vivir de otra manera, de cambiar tu visión del mundo, de poder brindarte la satisfacción de vivir la vida como realmente quieres vivirla; o dime tú en qué otro momento puedes sentirte como si fueras el rey del mundo, que las penas y los problemas se minimizan y que el dinero pasa a un segundo plano; claro, eso si es que entiendes que la época no es para atiborrar a los demás con regalos innecesarios y estúpidos, sino para brindarte de corazón a ellos.
Pobre de ti si la Navidad sólo se te convierte en un cúmulo de obligaciones sin sentido, lleno de una agenda con compromisos “ineludibles”, aburridores y obligatorios en donde al final el único insatisfecho eres tú mismo. Pobre de ti…
Pero sé (ansío) que no es tu caso, y que en esta época tanto tú como yo vamos por el mundo con una sonrisa mezcla de estupidez e ingenuidad pintada el rostro. Pero no te preocupes, es la misma que se refleja en la cara de los demás y por lo tanto nadie nos mira con prevención, sino que más bien se alegran de encontrar en los demás su propia satisfacción.
Al fin y al cabo eso es la Navidad, esa es realmente la manera de compartir, querer ser todos miembros de una misma familia, esperanzados en que el futuro pueda ser siempre mejor, en donde todos quepamos y podamos sonreír ante los demás sin sentirnos culpables.
Hoy te quiero dar las gracias por leerme, por visitar este espacio, por compartir un poco de tu tiempo conmigo, GRACIAS y…
FELIZ NAVIDAD.
Tardes de domingo
Cuando la tarde cae y el día va muriendo, también a veces los sentimientos afloran como pequeñas luciérnagas escurridizas que se escapan en la oscuridad antes de que puedas fijarte bien en ellas, de adivinar de dónde vienen y para dónde van, y cuando ya piensas que se han ido, que no volverán, refulgen nuevamente para recordarte lo equivocado que estás, porque ellas siguen ahí, como tus sentimientos.
Sientes un vacío extraño en el estómago, un no sé qué te recorre de arriba abajo y no te permite reaccionar, ajustar tus cargas, centrar tus emociones, y poco a poco el desasosiego te invade y te sientes acorralado, sin saber para dónde ir y sin querer quedarte donde estás; deseas solamente estar sin estar, ser sin ser…
Así son muchas de las tardes de domingo. El descanso finaliza, tu poca soledad se esfuma, y sólo alcanzas a vislumbrar el inicio de algo confuso, obligante y pocas veces divertido que te dejará al final con unas ganas inmensas de echarlo todo a la caneca de la basura.
Pero, ¡qué carajo!, es la vida, y la vida sólo se aprende a vivirla viviendo.
El ciclo se repetirá, y ella volverá; y los sentimientos, como las luciérnagas pícaras y juguetonas, también. Y yo volveré a sentirme así, y volveré a escuchar los “Recuerdos de provincia” de Liliana Herrero, y volveré a saber que “De eso se trata” como me lo dice Saavedra.
Sientes un vacío extraño en el estómago, un no sé qué te recorre de arriba abajo y no te permite reaccionar, ajustar tus cargas, centrar tus emociones, y poco a poco el desasosiego te invade y te sientes acorralado, sin saber para dónde ir y sin querer quedarte donde estás; deseas solamente estar sin estar, ser sin ser…
Así son muchas de las tardes de domingo. El descanso finaliza, tu poca soledad se esfuma, y sólo alcanzas a vislumbrar el inicio de algo confuso, obligante y pocas veces divertido que te dejará al final con unas ganas inmensas de echarlo todo a la caneca de la basura.
Pero, ¡qué carajo!, es la vida, y la vida sólo se aprende a vivirla viviendo.
El ciclo se repetirá, y ella volverá; y los sentimientos, como las luciérnagas pícaras y juguetonas, también. Y yo volveré a sentirme así, y volveré a escuchar los “Recuerdos de provincia” de Liliana Herrero, y volveré a saber que “De eso se trata” como me lo dice Saavedra.
La Muerte del Gato
Hoy empiezo esta serie de colaboraciones de algunos amigos, presentando ante ustedes un cuento del cubano Lilo Vilaplana, el cual hace parte del libro Un cubano cuenta, cuya primera edición se publicó bajo el sello de Escritores Asociados, Colombia 2007; y la segunda con Sociedarte, de República Dominicana en 2008.
Son nueve cuentos sobre la cruda realidad cubana: La muerte del gato, la casa vacía, Nereida la santera, las cartas de Belkis, Aníbal, el de los ojos azules, Gumara, Un carnicero, las locas, el huevo, y el cuadro. En la edición dominicana hay un nuevo cuento: Las gafas de John Lennon.
Así que sin más, aquí les dejo este gran relato, el cual espero que deje en ustedes tan grata impresión como la que dejó en mí:
"Porque esta historia habita en mi memoria, tan cierta como la muerte de Raúl Guerra rodando por unas escaleras, como la ¿ingeniosa? despedida de Armando Ventolera, y la ausencia del tiempo que habitaba en los relojes que desarreglaba Cristino:
–Hijo e’ puta…! ¡Se me escapó otra vez…!
Dice el joven Camilo, empujando la puerta del cuarto con barbacoa donde vive con su tío Raúl en La Habana Vieja. Raúl, que está reparando el horno de la cocina que tupió el óxido, deja el alicate a un lado y sube rápido por las escaleras hacia su habitación mientras susurra:
–¡A esa vieja la jodemos hoy sea como sea!
Tres segundos más tarde aparece de nuevo Raúl con la escopeta en una mano y la caja con municiones en la otra.
–¡Con esto sí acabamos con Delfina!
Asegura Raúl y luego con tres largas zancadas llega al fregadero con platos sucios de varios días, escupe, abre la llave, no hay agua. Entre los calderos encuentra una bayetilla, que alguna vez fue roja, y comienza a quitarle el polvo a la escopeta.
Del pasillo llega el eco de unos pasos cansados. Raúl esconde la escopeta en unas cajas amontonadas en un rincón del pequeño comedor.
Camilo corre a cerrar la puerta. Si los cogen con un arma pueden buscarse un problema. Hace dos días que fusilaron al general Ochoa y a Tony de la Guardia y como se dice en Cuba, “en el barrio la cosa está en candela”.
En ese instante escuchan el silbido característico que delata a su amigo Armando. El tío y el sobrino se relajan. Armando aparece en el umbral, con la risa de siempre y con su quijada torcida por una temprana embolia. Armando Ventolera es un hombre alto, con unas largas ojeras que amenazan por escurrirse hasta más abajo de sus cachetes.
El inventario personal de Armando Ventolera es terriblemente variado. Un hijo que se escapó en balsa y nunca más supo de él, no sabe si habita dentro de algún tiburón en el estrecho de La Florida o se pasea en un descapotable rojo por las calles de Miami. Yanara, su hija, es una jinetera que los visita una vez al mes. Fabián, el más pequeño de sus hijos, nació con síndrome de Down.
Camilo nunca ha entendido. Armando con tantos líos arriba, cuenta chistes, habla mal del gobierno, y siempre se está riendo. Ventolera saca de su bolsillo un dólar y se lo lanza a los pies de Raúl.
–Busca una botella que se nos arregló la tarde. Hoy vino por la casa Yanara y me dejó diez fulas…
Raúl recoge el billete y sonríe pues ya se imagina bebiendo con el sobrino y el amigo, escucharán por la radio “La Tremenda Corte” con Tres patines y Nananina, la señal les llegará por Radio Martí…Y se repetirá el mismo chiste:
–“Quítale la antena al radio y pónsela al refrigerador para coger la carne de afuera”… y se reirán, como siempre.
–Pero como no hay carne adentro, hoy nos vamos a comer el gato de Delfina y mañana será otro día.
–Ya termino de arreglar el horno, mientras tanto ustedes vayan a cazar al gato. –Agrega Raúl a la vez que le pasa el arma a Camilo.
Camilo carga la escopeta. Armando los mira y luego su vista se posa de manera extraña en las vigas que sostienen la rústica barbacoa del cuarto. Después va y prende la radio y empieza a ubicar en el dial la señal de Radio Martí.
Ahora Camilo sale al pasillo. Ve a Delfina que cruza desde la escalera de entrada, hacia su cuarto. Él observa como camina la vieja dando tumbos a un lado y a otro, como aquellos viejos muñecos de base circular. Tiene las piernas encorvadas, y da la impresión que la pusieron a caminar antes de tiempo. Delfina tiene unos 70 años, y es fidelista a morir. Vive pendiente de todo lo que pasa en la vecindad para ver a quien le trae la policía.
Ya Cristino, otro amigo del barrio, está a punto de salir de la cárcel. Está preso por culpa de esta vieja lengüilarga que fue con la información a la policía, dijo que Cristino tenía dólares ilegales y era cierto. Ya el dólar está despenalizado en la Isla, pero Cristino sigue preso, y sus dos hijos huérfanos de padre.
Delfina se pierde hacia su cuarto. Camilo mira a todos lados. Aparece el gato ante su vista, el gato se trepa en la baranda. Camilo esconde la escopeta. Espera. A esta hora de la mañana la gente trabaja. Únicamente en el solar está “Delfina lengua brava” y ellos, que no quieren trabajar para el gobierno. Es fácil acabar con el gato. Camilo ahora no puede fallar.
Adentro, Raúl termina de arreglar el horno, Armando ya tiene lista la emisora. De repente suena la musiquita de “Radio Casualidad”, como llaman a Radio Martí porque todo el mundo se justifica diciendo “anoche lo escuché por casualidad en Radio Martí”.
Camilo ha llegado hasta un cuarto destartalado, donde tienen guardado todo lo inservible que algún día, de todos modos, no van a usar. Pero en la Isla es importante guardar, y la verdad nunca voy a entender por qué se guarda tanta porquería en Cuba. Camilo está apostado ahí, tiene al gato en la mira. El gato empinado camina como un trapecista sobre la destruida baranda del pasillo. De repente el silbido de la bala y el gato que se desploma sobre la baldosa.
Delfina se asoma. Camilo esconde la escopeta y se oculta. Raúl sale de su cuarto y ve a Delfina que avanza por el pasillo que une toda la cuartería. En ese momento el gato yace en el suelo y es el centro del espectáculo. Raúl se alegra ahora que Delfina tenga la lengua larga, el oído corto, y que sea miope. Es la gran ventaja, pues le da tiempo a pararse junto al gato, patearlo disimuladamente hacia atrás, donde lo recibe en la puerta Armando Ventolera y lo esconde, mientras Delfina llega hasta Raúl y le pregunta…
–Raúl mijo, ¿has visto a Musi?
–No, hace días que no veo al gato –Responde rápido mientras da la espalda y se dirige de nuevo hacia su cuarto –Si lo veo te aviso, Delfina…
La primera parte de su venganza contra Delfina está cumplida. Ahora falta la segunda parte: ¡comerse el gato!
–Musi, Musi, Musi…
Va diciendo Delfina dando tumbos de un lado a otro mientras se aleja buscando al gato.
–Voy a mandar a Camilo por la de Ron y nosotros vamos adobando a Musi.
–Tú sabes que soy tremendo cocinero… –Le recuerda Armando a Raúl.
Entra Camilo gozoso y escondiendo la escopeta dice:
–Yo quiero descuerarlo… ya le tenía odio a ese gato comunista…
Raúl le responde con una sonrisa amable a su ocurrente ingenuidad. Luego va hasta el fregadero. El agua aún no ha llegado:
–Seguimos sin luz y sin agua, no sé hasta dónde carajo nos va a llevar este cabrón.
Coge un jarro sucio, va hasta los tanques de agua del pasillo, lo llena y lo trae. Preparan todo y en treinta minutos el gato está limpio, adobado, el horno precalentado y el gato en la parrilla.
–Vamos a buscar el ron que ya Armando se ocupa de asarlo, no te olvides que fue chef de la Bodeguita… –dice Raúl, cogen el dólar, y él y Camilo bajan por la escalera. Al fondo escuchan la angustiada voz de Delfina buscando afanada su gato.
–Musi, Musi, Musi
Cómplices Camilo y Raúl, mientras cierran la puerta de entrada a la vecindad, se ríen. Van por las calles de La Habana Vieja, tratando de buscar una botella de ron clandestino. La gente dice que la cosa está mala, que no hay. Por fin llegan al palacio del mercado negro: la casa de la familia de Cristino, el amigo preso.
A Raúl y a Camilo no les gusta ir por la casa de Cristino, porque les parte el alma ver a esos muchachos y su madre tratando de salir adelante y para sobrevivir venden hasta un hueco. Se encuentran con los hijos de Cristino que tienen también ron en la lista de su mercado negro y le compran una botella.
–Sí, un litro… ¿Y el viejo? –Les pregunta Camilo.
–Ahí… –Un ahí que significa jodido.
–¡Ni numismático se puede ser en Cuba! –Dice irónicamente el tío Raúl, para no hacer más pesada la situación, esconde la botella. Se desprende dolorosamente del dólar y se alejan del lugar.
–¡Lo logramos! Le vamos a comer el gato a esa vieja.
–La verdad que el animalito no tenía culpa, pero tampoco la familia de Cristino…
–Ahora llegamos, revisamos el horno, seguro ya está doradito.
–Hace tiempo que no como carne, me va a saber a conejo…
–Y le brindamos a Delfina, le decimos que lo compramos en El Conejito…
–¡Ni en ese restaurante ya venden conejos…!
–Entonces le decimos que me lo mandó mi mamá del campo y como la otra vez le dimos puerco asao, de aquel pernil de cerdo que nos mandó…
–Y casi nos echa a la policía por el olor… hasta que la llamamos y le brindamos…Ahí sí que no jodió más.
–Sí, sí, pero no al principio, para que no nos joda la charla, ponemos Radio Martí, nos metemos par de tragos, nos comemos el gato y le guardamos una posta…
–Lo que hay que desaparecer es la cabeza, nos buscamos un lío donde sepan que le matamos el gato a la presidenta del comité.
Por la acera contraria pasa un carro de policía.
–¡Ahí viene la fiana…!
Raúl esconde la botella, y como está a tres puertas de su casa aprieta el paso. La policía pasa despacio. Ellos evitan la mirada de los esbirros. La patrulla se detiene. Ellos no miran para atrás.
–¡Ey, compañeros…!
Escuchan como un regaño la voz del policía a sus espaldas…
–¡Vengan!
Los dos hombres se han detenido. Como Raúl es quien tiene la botella, el que rápido se gira es Camilo y va hacia ellos.
–Sí, combatiente… Dígame…
Uno de los policías bosteza con indiferencia. El otro se ríe como una hiena y mira hacia Raúl que ha quedado más retirado.
–Usted igual, acérquese.
Raúl está parado frente a ellos. Con una maniobra magistral ha pasado la botella desde el brazo hasta la espalda y la apoya contra la pared. Si se mueve un centímetro caerá el litro al suelo. Aparece Delfina por la puerta de entrada de la vecindad y corre hacia los policías mientras les dice:
–Yo fui quien los llamó, les tengo el dato.
Camilo queda estupefacto. Raúl inmóvil junto a la puerta de entrada y la botella que se le resbala por su espalda despacio, la aprieta fuertemente.
–Ya se quienes son los que tienen el contrabando de ron en el barrio. –Les dice Delfina que camina, como siempre, dando tumbos de lado a lado, hacia la patrulla.
–Si, Delfina, venga.
–¿Y los conoces a ellos? –Pregunta el que maneja la patrulla.
Delfina los mira como en cámara lenta. La botella está a punto de caer rodando entre la espalda de Raúl y la húmeda pared. Camilo le lanza una señal de súplica a Delfina y ella vuelve a mirarlos a los dos.
–Son mis mejores vecinos. Buenos muchachos… lo malo es que son amigos de la familia de Cristino, el relojero delincuente ése. ¡Ah… precisamente vamos para su casa que sus hijos son los que venden el ron!
Raúl está sudando, pegado a la botella que amenaza con destruirle la columna vertebral. Camilo tiene lágrimas de odio en los ojos, Raúl sabe que Delfina se está vengando de Cristino porque un día le dijo en medio de la calle que ella era una vieja insatisfecha, cochina, hija de puta y chivata, y ella le está cobrando las risas que vinieron de todos los balcones de la Habana Vieja.
Delfina ya está dentro de la patrulla. La patrulla arranca y Camilo corre hacia Raúl para que no se le resbale la botella. Ya todo ha pasado.
Raúl sabe que van a llevarse presos a los hijos de Cristino y nada puede hacer. Además ellos fueron los últimos que le compraron el ron prohibido. De ahora en adelante, ellos también tendrán fama de chivatos en el barrio. Si al menos tuvieran teléfono, podrían avisarles a los hijos de Cristino.
Camilo y Raúl van hacia la puerta de su vecindad. Por lo menos se comerán el gato, y ahora no una, sino que le brindarán dos postas a Delfina, les dirán que es conejo, se vengarán de ella, se tomarán la botella de ron con Armando Ventolera, escucharán Radio Martí, y hablarán, bajito, mal de Fidel. Suben uno a uno los escalones, llegan al pasillo. Raúl, apura el paso, agitado llama a Armando Ventolera.
–Armando, Armando… corre, mi hermano, van a joder a los hijos de Cristino… Armando…
De un manotazo Raúl abre la puerta y queda inmóvil, desconcertado, pálido. Armando se balancea, Armando Ventolera se ha despedido para siempre ahorcándose de una de las vigas del techo.
Raúl no puede creerlo. Camilo observa que en el rostro del amigo, que pende de la cuerda, todavía se dibuja una rara sonrisa por la última broma que acaba de hacerles. En el horno, de escaso gas, el gato se va quemando poco a poco".
Bogotá, Colombia abril de 2006
Son nueve cuentos sobre la cruda realidad cubana: La muerte del gato, la casa vacía, Nereida la santera, las cartas de Belkis, Aníbal, el de los ojos azules, Gumara, Un carnicero, las locas, el huevo, y el cuadro. En la edición dominicana hay un nuevo cuento: Las gafas de John Lennon.
Así que sin más, aquí les dejo este gran relato, el cual espero que deje en ustedes tan grata impresión como la que dejó en mí:
"Porque esta historia habita en mi memoria, tan cierta como la muerte de Raúl Guerra rodando por unas escaleras, como la ¿ingeniosa? despedida de Armando Ventolera, y la ausencia del tiempo que habitaba en los relojes que desarreglaba Cristino:
–Hijo e’ puta…! ¡Se me escapó otra vez…!
Dice el joven Camilo, empujando la puerta del cuarto con barbacoa donde vive con su tío Raúl en La Habana Vieja. Raúl, que está reparando el horno de la cocina que tupió el óxido, deja el alicate a un lado y sube rápido por las escaleras hacia su habitación mientras susurra:
–¡A esa vieja la jodemos hoy sea como sea!
Tres segundos más tarde aparece de nuevo Raúl con la escopeta en una mano y la caja con municiones en la otra.
–¡Con esto sí acabamos con Delfina!
Asegura Raúl y luego con tres largas zancadas llega al fregadero con platos sucios de varios días, escupe, abre la llave, no hay agua. Entre los calderos encuentra una bayetilla, que alguna vez fue roja, y comienza a quitarle el polvo a la escopeta.
Del pasillo llega el eco de unos pasos cansados. Raúl esconde la escopeta en unas cajas amontonadas en un rincón del pequeño comedor.
Camilo corre a cerrar la puerta. Si los cogen con un arma pueden buscarse un problema. Hace dos días que fusilaron al general Ochoa y a Tony de la Guardia y como se dice en Cuba, “en el barrio la cosa está en candela”.
En ese instante escuchan el silbido característico que delata a su amigo Armando. El tío y el sobrino se relajan. Armando aparece en el umbral, con la risa de siempre y con su quijada torcida por una temprana embolia. Armando Ventolera es un hombre alto, con unas largas ojeras que amenazan por escurrirse hasta más abajo de sus cachetes.
El inventario personal de Armando Ventolera es terriblemente variado. Un hijo que se escapó en balsa y nunca más supo de él, no sabe si habita dentro de algún tiburón en el estrecho de La Florida o se pasea en un descapotable rojo por las calles de Miami. Yanara, su hija, es una jinetera que los visita una vez al mes. Fabián, el más pequeño de sus hijos, nació con síndrome de Down.
Camilo nunca ha entendido. Armando con tantos líos arriba, cuenta chistes, habla mal del gobierno, y siempre se está riendo. Ventolera saca de su bolsillo un dólar y se lo lanza a los pies de Raúl.
–Busca una botella que se nos arregló la tarde. Hoy vino por la casa Yanara y me dejó diez fulas…
Raúl recoge el billete y sonríe pues ya se imagina bebiendo con el sobrino y el amigo, escucharán por la radio “La Tremenda Corte” con Tres patines y Nananina, la señal les llegará por Radio Martí…Y se repetirá el mismo chiste:
–“Quítale la antena al radio y pónsela al refrigerador para coger la carne de afuera”… y se reirán, como siempre.
–Pero como no hay carne adentro, hoy nos vamos a comer el gato de Delfina y mañana será otro día.
–Ya termino de arreglar el horno, mientras tanto ustedes vayan a cazar al gato. –Agrega Raúl a la vez que le pasa el arma a Camilo.
Camilo carga la escopeta. Armando los mira y luego su vista se posa de manera extraña en las vigas que sostienen la rústica barbacoa del cuarto. Después va y prende la radio y empieza a ubicar en el dial la señal de Radio Martí.
Ahora Camilo sale al pasillo. Ve a Delfina que cruza desde la escalera de entrada, hacia su cuarto. Él observa como camina la vieja dando tumbos a un lado y a otro, como aquellos viejos muñecos de base circular. Tiene las piernas encorvadas, y da la impresión que la pusieron a caminar antes de tiempo. Delfina tiene unos 70 años, y es fidelista a morir. Vive pendiente de todo lo que pasa en la vecindad para ver a quien le trae la policía.
Ya Cristino, otro amigo del barrio, está a punto de salir de la cárcel. Está preso por culpa de esta vieja lengüilarga que fue con la información a la policía, dijo que Cristino tenía dólares ilegales y era cierto. Ya el dólar está despenalizado en la Isla, pero Cristino sigue preso, y sus dos hijos huérfanos de padre.
Delfina se pierde hacia su cuarto. Camilo mira a todos lados. Aparece el gato ante su vista, el gato se trepa en la baranda. Camilo esconde la escopeta. Espera. A esta hora de la mañana la gente trabaja. Únicamente en el solar está “Delfina lengua brava” y ellos, que no quieren trabajar para el gobierno. Es fácil acabar con el gato. Camilo ahora no puede fallar.
Adentro, Raúl termina de arreglar el horno, Armando ya tiene lista la emisora. De repente suena la musiquita de “Radio Casualidad”, como llaman a Radio Martí porque todo el mundo se justifica diciendo “anoche lo escuché por casualidad en Radio Martí”.
Camilo ha llegado hasta un cuarto destartalado, donde tienen guardado todo lo inservible que algún día, de todos modos, no van a usar. Pero en la Isla es importante guardar, y la verdad nunca voy a entender por qué se guarda tanta porquería en Cuba. Camilo está apostado ahí, tiene al gato en la mira. El gato empinado camina como un trapecista sobre la destruida baranda del pasillo. De repente el silbido de la bala y el gato que se desploma sobre la baldosa.
Delfina se asoma. Camilo esconde la escopeta y se oculta. Raúl sale de su cuarto y ve a Delfina que avanza por el pasillo que une toda la cuartería. En ese momento el gato yace en el suelo y es el centro del espectáculo. Raúl se alegra ahora que Delfina tenga la lengua larga, el oído corto, y que sea miope. Es la gran ventaja, pues le da tiempo a pararse junto al gato, patearlo disimuladamente hacia atrás, donde lo recibe en la puerta Armando Ventolera y lo esconde, mientras Delfina llega hasta Raúl y le pregunta…
–Raúl mijo, ¿has visto a Musi?
–No, hace días que no veo al gato –Responde rápido mientras da la espalda y se dirige de nuevo hacia su cuarto –Si lo veo te aviso, Delfina…
La primera parte de su venganza contra Delfina está cumplida. Ahora falta la segunda parte: ¡comerse el gato!
–Musi, Musi, Musi…
Va diciendo Delfina dando tumbos de un lado a otro mientras se aleja buscando al gato.
–Voy a mandar a Camilo por la de Ron y nosotros vamos adobando a Musi.
–Tú sabes que soy tremendo cocinero… –Le recuerda Armando a Raúl.
Entra Camilo gozoso y escondiendo la escopeta dice:
–Yo quiero descuerarlo… ya le tenía odio a ese gato comunista…
Raúl le responde con una sonrisa amable a su ocurrente ingenuidad. Luego va hasta el fregadero. El agua aún no ha llegado:
–Seguimos sin luz y sin agua, no sé hasta dónde carajo nos va a llevar este cabrón.
Coge un jarro sucio, va hasta los tanques de agua del pasillo, lo llena y lo trae. Preparan todo y en treinta minutos el gato está limpio, adobado, el horno precalentado y el gato en la parrilla.
–Vamos a buscar el ron que ya Armando se ocupa de asarlo, no te olvides que fue chef de la Bodeguita… –dice Raúl, cogen el dólar, y él y Camilo bajan por la escalera. Al fondo escuchan la angustiada voz de Delfina buscando afanada su gato.
–Musi, Musi, Musi
Cómplices Camilo y Raúl, mientras cierran la puerta de entrada a la vecindad, se ríen. Van por las calles de La Habana Vieja, tratando de buscar una botella de ron clandestino. La gente dice que la cosa está mala, que no hay. Por fin llegan al palacio del mercado negro: la casa de la familia de Cristino, el amigo preso.
A Raúl y a Camilo no les gusta ir por la casa de Cristino, porque les parte el alma ver a esos muchachos y su madre tratando de salir adelante y para sobrevivir venden hasta un hueco. Se encuentran con los hijos de Cristino que tienen también ron en la lista de su mercado negro y le compran una botella.
–Sí, un litro… ¿Y el viejo? –Les pregunta Camilo.
–Ahí… –Un ahí que significa jodido.
–¡Ni numismático se puede ser en Cuba! –Dice irónicamente el tío Raúl, para no hacer más pesada la situación, esconde la botella. Se desprende dolorosamente del dólar y se alejan del lugar.
–¡Lo logramos! Le vamos a comer el gato a esa vieja.
–La verdad que el animalito no tenía culpa, pero tampoco la familia de Cristino…
–Ahora llegamos, revisamos el horno, seguro ya está doradito.
–Hace tiempo que no como carne, me va a saber a conejo…
–Y le brindamos a Delfina, le decimos que lo compramos en El Conejito…
–¡Ni en ese restaurante ya venden conejos…!
–Entonces le decimos que me lo mandó mi mamá del campo y como la otra vez le dimos puerco asao, de aquel pernil de cerdo que nos mandó…
–Y casi nos echa a la policía por el olor… hasta que la llamamos y le brindamos…Ahí sí que no jodió más.
–Sí, sí, pero no al principio, para que no nos joda la charla, ponemos Radio Martí, nos metemos par de tragos, nos comemos el gato y le guardamos una posta…
–Lo que hay que desaparecer es la cabeza, nos buscamos un lío donde sepan que le matamos el gato a la presidenta del comité.
Por la acera contraria pasa un carro de policía.
–¡Ahí viene la fiana…!
Raúl esconde la botella, y como está a tres puertas de su casa aprieta el paso. La policía pasa despacio. Ellos evitan la mirada de los esbirros. La patrulla se detiene. Ellos no miran para atrás.
–¡Ey, compañeros…!
Escuchan como un regaño la voz del policía a sus espaldas…
–¡Vengan!
Los dos hombres se han detenido. Como Raúl es quien tiene la botella, el que rápido se gira es Camilo y va hacia ellos.
–Sí, combatiente… Dígame…
Uno de los policías bosteza con indiferencia. El otro se ríe como una hiena y mira hacia Raúl que ha quedado más retirado.
–Usted igual, acérquese.
Raúl está parado frente a ellos. Con una maniobra magistral ha pasado la botella desde el brazo hasta la espalda y la apoya contra la pared. Si se mueve un centímetro caerá el litro al suelo. Aparece Delfina por la puerta de entrada de la vecindad y corre hacia los policías mientras les dice:
–Yo fui quien los llamó, les tengo el dato.
Camilo queda estupefacto. Raúl inmóvil junto a la puerta de entrada y la botella que se le resbala por su espalda despacio, la aprieta fuertemente.
–Ya se quienes son los que tienen el contrabando de ron en el barrio. –Les dice Delfina que camina, como siempre, dando tumbos de lado a lado, hacia la patrulla.
–Si, Delfina, venga.
–¿Y los conoces a ellos? –Pregunta el que maneja la patrulla.
Delfina los mira como en cámara lenta. La botella está a punto de caer rodando entre la espalda de Raúl y la húmeda pared. Camilo le lanza una señal de súplica a Delfina y ella vuelve a mirarlos a los dos.
–Son mis mejores vecinos. Buenos muchachos… lo malo es que son amigos de la familia de Cristino, el relojero delincuente ése. ¡Ah… precisamente vamos para su casa que sus hijos son los que venden el ron!
Raúl está sudando, pegado a la botella que amenaza con destruirle la columna vertebral. Camilo tiene lágrimas de odio en los ojos, Raúl sabe que Delfina se está vengando de Cristino porque un día le dijo en medio de la calle que ella era una vieja insatisfecha, cochina, hija de puta y chivata, y ella le está cobrando las risas que vinieron de todos los balcones de la Habana Vieja.
Delfina ya está dentro de la patrulla. La patrulla arranca y Camilo corre hacia Raúl para que no se le resbale la botella. Ya todo ha pasado.
Raúl sabe que van a llevarse presos a los hijos de Cristino y nada puede hacer. Además ellos fueron los últimos que le compraron el ron prohibido. De ahora en adelante, ellos también tendrán fama de chivatos en el barrio. Si al menos tuvieran teléfono, podrían avisarles a los hijos de Cristino.
Camilo y Raúl van hacia la puerta de su vecindad. Por lo menos se comerán el gato, y ahora no una, sino que le brindarán dos postas a Delfina, les dirán que es conejo, se vengarán de ella, se tomarán la botella de ron con Armando Ventolera, escucharán Radio Martí, y hablarán, bajito, mal de Fidel. Suben uno a uno los escalones, llegan al pasillo. Raúl, apura el paso, agitado llama a Armando Ventolera.
–Armando, Armando… corre, mi hermano, van a joder a los hijos de Cristino… Armando…
De un manotazo Raúl abre la puerta y queda inmóvil, desconcertado, pálido. Armando se balancea, Armando Ventolera se ha despedido para siempre ahorcándose de una de las vigas del techo.
Raúl no puede creerlo. Camilo observa que en el rostro del amigo, que pende de la cuerda, todavía se dibuja una rara sonrisa por la última broma que acaba de hacerles. En el horno, de escaso gas, el gato se va quemando poco a poco".
Bogotá, Colombia abril de 2006
Una nota suelta
Hoy llegó a mis manos un mensaje que quisiera compartir con ustedes, ya que una parte fundamental del mismo involucra a los libros. Eso sí, para aquél que quiera entender el porqué de los libros.
"Cuentan que un turista fue a la ciudad de El Cairo, Egipto, con la finalidad de visitar a un famoso sabio.
El Turista se sorprendió al ver que el sabio vivía en un cuartito muy simple y lleno de libros, y que las únicas piezas de mobiliario eran una cama, una mesa y un banco.
-¿Dónde están sus muebles?-, preguntó el Turista.
A lo que el sabio rápidamente le preguntó:
-¿Y dónde están los suyos...?
-¿Los míos?-, se sorprendió el Turista. -¡Pero si yo estoy aquí solamente de paso!
-Yo también- le respondió el sabio".
"Cuentan que un turista fue a la ciudad de El Cairo, Egipto, con la finalidad de visitar a un famoso sabio.
El Turista se sorprendió al ver que el sabio vivía en un cuartito muy simple y lleno de libros, y que las únicas piezas de mobiliario eran una cama, una mesa y un banco.
-¿Dónde están sus muebles?-, preguntó el Turista.
A lo que el sabio rápidamente le preguntó:
-¿Y dónde están los suyos...?
-¿Los míos?-, se sorprendió el Turista. -¡Pero si yo estoy aquí solamente de paso!
-Yo también- le respondió el sabio".
La espera (Final)
Quién cree que gane las elecciones?
- No lo sé, la verdad es que ninguno vale la pena.
- ¿Me cuida el puesto por favor, mientras voy a buscar un nuevo formato de consignación?, es que llené mal éste.
- Sí, pero el más viejo tiene más experiencia.
- Sí, claro, vaya y no se preocupe, yo se lo guardo.
- Si, pero vaya uno a saber si la experiencia que tiene es en robar, o en hacer bien las cosas.
- ¿Y entonces, por quién va a votar?
- Todavía no lo sé, esperemos a ver con qué salen en estos días.
- ¿Sí sabes que Julita se separó?
- ¿Pero con qué cosa nueva podrían salir?
- ¿Sí?, ¡no te lo puedo creer! Pero si se casó hace apenas seis meses.
- Parece que con el más joven puedo conseguirle un puestico a mi hija menor. La pobre lleva varios meses sin trabajo.
- Sí, pero parece que el marido le salió gay.
- ¿Pero será que sí le cumple?
- ¡Qué pena!, pobrecita.
- No sé, de todas maneras voy a hablar con la gente del viejo a ver qué ofrece.
- ¡El que sigue!
La orden del cajero me sacó de mi escucha estereofónica.
Gracias al cielo, y casi sin darme cuenta, había recorrido los pocos metros que me separaban de la línea de meta. Los 93 minutos de espera ahora parecían nada. Campanas de gloria y timbales de alegría resonaron en mis tímpanos. Coros celestiales cantaban un glorioso Aleluya con cada uno de los pasos que me llevaban por fin hasta la cara sonriente de mi ilustre anfitrión.
Sólo ahora, viendo ese pelo engominado, el reluciente bisel de su reloj enchapado en oro de 18 quilates, esa forma particular de anudarse la corbata roja que sobresalía orgullosa de aquel cuello en “V” del chaleco última moda, pensé por qué había terminado yo en aquella sucursal.
Hora: 2:10 de la tarde. Diagnóstico del tráfico: Caótico. Tiempo de llegada hasta la sucursal en donde estaba registrada la cuenta del cheque que pretendía cambiar: 40 minutos en tiempo normal, e impredecible con la actual situación del flujo vehicular. Tiempo hasta la sucursal más cercana: 10 minutos. Hora de cierre para atención al público: 3 p.m.
Nada que hacer. Aquí estaba yo, acatando la decisión más lógica que me dictó mi intelecto, sobre todo teniendo en cuenta la urgente necesidad de contar con ese dinero hoy mismo.
- Buenas tardes señor – me dijo el cajero extendiéndome la mano para recibir mi necesidad.
Yo también le murmuré un saludo y le entregué el cheque junto con mi identificación. Él lo miró, luego me miró a mí, y después miró la fila que yo acababa de hacer. Miró de nuevo el cheque y otra vez a mí; se desajustó un poco el nudo de la corbata y me dijo:
- Señor, lo siento mucho, en estos momentos estamos sin red, las líneas están caídas y no le puedo hacer efectivo este cheque; y por lo que nos han informado, el servicio sólo se restablecerá hasta mañana, ¿por qué no fue directamente hasta la oficina en donde está radicada la cuenta?
¿Fin?
- No lo sé, la verdad es que ninguno vale la pena.
- ¿Me cuida el puesto por favor, mientras voy a buscar un nuevo formato de consignación?, es que llené mal éste.
- Sí, pero el más viejo tiene más experiencia.
- Sí, claro, vaya y no se preocupe, yo se lo guardo.
- Si, pero vaya uno a saber si la experiencia que tiene es en robar, o en hacer bien las cosas.
- ¿Y entonces, por quién va a votar?
- Todavía no lo sé, esperemos a ver con qué salen en estos días.
- ¿Sí sabes que Julita se separó?
- ¿Pero con qué cosa nueva podrían salir?
- ¿Sí?, ¡no te lo puedo creer! Pero si se casó hace apenas seis meses.
- Parece que con el más joven puedo conseguirle un puestico a mi hija menor. La pobre lleva varios meses sin trabajo.
- Sí, pero parece que el marido le salió gay.
- ¿Pero será que sí le cumple?
- ¡Qué pena!, pobrecita.
- No sé, de todas maneras voy a hablar con la gente del viejo a ver qué ofrece.
- ¡El que sigue!
La orden del cajero me sacó de mi escucha estereofónica.
Gracias al cielo, y casi sin darme cuenta, había recorrido los pocos metros que me separaban de la línea de meta. Los 93 minutos de espera ahora parecían nada. Campanas de gloria y timbales de alegría resonaron en mis tímpanos. Coros celestiales cantaban un glorioso Aleluya con cada uno de los pasos que me llevaban por fin hasta la cara sonriente de mi ilustre anfitrión.
Sólo ahora, viendo ese pelo engominado, el reluciente bisel de su reloj enchapado en oro de 18 quilates, esa forma particular de anudarse la corbata roja que sobresalía orgullosa de aquel cuello en “V” del chaleco última moda, pensé por qué había terminado yo en aquella sucursal.
Hora: 2:10 de la tarde. Diagnóstico del tráfico: Caótico. Tiempo de llegada hasta la sucursal en donde estaba registrada la cuenta del cheque que pretendía cambiar: 40 minutos en tiempo normal, e impredecible con la actual situación del flujo vehicular. Tiempo hasta la sucursal más cercana: 10 minutos. Hora de cierre para atención al público: 3 p.m.
Nada que hacer. Aquí estaba yo, acatando la decisión más lógica que me dictó mi intelecto, sobre todo teniendo en cuenta la urgente necesidad de contar con ese dinero hoy mismo.
- Buenas tardes señor – me dijo el cajero extendiéndome la mano para recibir mi necesidad.
Yo también le murmuré un saludo y le entregué el cheque junto con mi identificación. Él lo miró, luego me miró a mí, y después miró la fila que yo acababa de hacer. Miró de nuevo el cheque y otra vez a mí; se desajustó un poco el nudo de la corbata y me dijo:
- Señor, lo siento mucho, en estos momentos estamos sin red, las líneas están caídas y no le puedo hacer efectivo este cheque; y por lo que nos han informado, el servicio sólo se restablecerá hasta mañana, ¿por qué no fue directamente hasta la oficina en donde está radicada la cuenta?
¿Fin?
La espera (2a parte)
Mi vulnerable condición humana me sacó de mi celestial abstracción. Una gota de sudor que resbaló por mi espalda me produjo un escalofrío extrañamente refrescante en medio de aquel baño de vapor. La camisa comenzó a pegarse a mi espalda. Las axilas rezumaban sudor a borbotones, y desde mi cuero cabelludo resbalaban gotas que perlaban mi frente y mis sienes.
La respiración comenzó a fallarme, me sentía oprimido. La larga fila se retorcía en una sucesión de eses infinitas que cada vez más se parecía a la boa del vaho; la cual, además de impregnarme sus olores, ahora se enroscaba alrededor de mí con sus cincuenta y dos anillos humanos que ahora me separaban de la línea de “espere aquí hasta ser llamado”.
Tenía que pensar en otra cosa.
Cada uno de los seis cubículos de los cajeros se encontraba separado uno del otro por una pequeña división de vidrio de un metro y medio de alto, más o menos; la misma altura y aspecto que tenía la moderna barrera que separaba al “amigo” (nosotros), de cada uno de ellos. Encima de cada cubículo estaba un letrero, en los mismos colores del de la puerta de la caja fuerte, con sus respectivos números consecutivos del uno al seis, anunciando además las supuestas especialidades de cada uno de ellos: pagos, retiros, recaudos; y uno muy exclusivo que decía “Clientes especiales”. Me gustaría saber cuál era la medida que nos separaba de esos.
Como ya dije, de los seis cubículos que se encontraban alineados como meta gloriosa de aquella penosa espera, sólo dos estaban ocupados. ¡Qué curioso!, siempre me he preguntado cuál será la finalidad que buscan los bancos al llenar todo un salón con huecos para cajeros, si nunca tienen ocupados ni la mitad de ellos.
Continuará...
La respiración comenzó a fallarme, me sentía oprimido. La larga fila se retorcía en una sucesión de eses infinitas que cada vez más se parecía a la boa del vaho; la cual, además de impregnarme sus olores, ahora se enroscaba alrededor de mí con sus cincuenta y dos anillos humanos que ahora me separaban de la línea de “espere aquí hasta ser llamado”.
Tenía que pensar en otra cosa.
Cada uno de los seis cubículos de los cajeros se encontraba separado uno del otro por una pequeña división de vidrio de un metro y medio de alto, más o menos; la misma altura y aspecto que tenía la moderna barrera que separaba al “amigo” (nosotros), de cada uno de ellos. Encima de cada cubículo estaba un letrero, en los mismos colores del de la puerta de la caja fuerte, con sus respectivos números consecutivos del uno al seis, anunciando además las supuestas especialidades de cada uno de ellos: pagos, retiros, recaudos; y uno muy exclusivo que decía “Clientes especiales”. Me gustaría saber cuál era la medida que nos separaba de esos.
Como ya dije, de los seis cubículos que se encontraban alineados como meta gloriosa de aquella penosa espera, sólo dos estaban ocupados. ¡Qué curioso!, siempre me he preguntado cuál será la finalidad que buscan los bancos al llenar todo un salón con huecos para cajeros, si nunca tienen ocupados ni la mitad de ellos.
Continuará...
La espera (1a parte)
El postrer calor de aquel mediodía era insoportable. El ambiente estaba enrarecido con olores de perfumes mezclados con sudores multiculturales y raciales que le daban al aire un matiz sulfuroso como el vaho de una boa.
Sesenta y tres personas me acompañaban en la fila de aquella sucursal bancaria. Lo sé porque tuve todo el tiempo del mundo para contarlos en un intento desesperado por encontrar alguna distracción que me sacara del tedio de aquella espera.
La oficina estaba ubicada en pleno centro de la ciudad, en el primer piso de un edificio antiguo que había sido remodelado de acuerdo con los cánones modernos para ese tipo de establecimiento. La fachada era totalmente de vidrio, con lo cual se buscaba que los peatones encontraran un alivio a su azaroso ir i venir, viendo en aquella enorme pecera humana cómo sí era posible que existieran otro congéneres aún más angustiados y más desdichados que ellos que podían por lo menos descargar sus malas energías yendo de un lado para otro, compadeciéndose de aquellos que como yo debían sufrir la tortura de poner a prueba su paciencia y su tolerancia.
Las otras tres paredes no tenían nada de especial. En todas colgaban avisos con las bondades financieras del banco, de sus caritativas tasas de interés para préstamos de “libre inversión” que siempre estaban buscando el bienestar y la opulencia “de nuestros amigos, porque para nosotros usted es mucho más que un cliente”.
-¡Qué reconfortante!- pensé, mientras seguía recorriendo con la mirada aquella hermosa galería con fotos de electrodomésticos, coches y gente feliz que me miraba con tanta alegría retratada en sus ojos de papel pintado, demostrándome que yo sí estaba en el paraíso; que aquella larga fila era sólo un purgatorio momentáneo en donde reparaba mis faltas contra el siempre bondadoso sistema monetario, pero que en cuanto llegara ante San Cajero sonarían voces y campanas celestiales que me harían seguir al paraíso prometido a través de aquella enorme puerta de acero con timón de barco pirata que se veía justo en la pared situada detrás de las seis sillas de los santos y abnegados contadores de ilusiones ajenas.
Pero algo me sobresaltó, y fue el aviso de letras púrpuras esculpido sobre plástico verde que se encontraba exactamente al lado, en la parte superior izquierda de la puerta, que rezaba: “Esta entrada tiene temporizador y no podrá ser abierta sino en las horas programadas”.
¡Ah, carajo!, ¿y si yo llegaba justo en la hora NO programada? Con angustia miré la hora que había en el reloj al lado del aviso; qué amables, volví a pensar, siempre preocupándose por nuestras necesidades. Eran las 2:55, sólo habían transcurrido cuarenta y ocho minutos desde mi llegada y ya había podido avanzar más de dos metros y medio, sólo me restaban algo más de seis; porque, aclaro, he dicho que había seis puestos, pero se me pasó por alto mencionar que sólo estaban ocupados dos de ellos, ¿los otros cuatro cajeros? Sabría Dios…
Continuará...
Sesenta y tres personas me acompañaban en la fila de aquella sucursal bancaria. Lo sé porque tuve todo el tiempo del mundo para contarlos en un intento desesperado por encontrar alguna distracción que me sacara del tedio de aquella espera.
La oficina estaba ubicada en pleno centro de la ciudad, en el primer piso de un edificio antiguo que había sido remodelado de acuerdo con los cánones modernos para ese tipo de establecimiento. La fachada era totalmente de vidrio, con lo cual se buscaba que los peatones encontraran un alivio a su azaroso ir i venir, viendo en aquella enorme pecera humana cómo sí era posible que existieran otro congéneres aún más angustiados y más desdichados que ellos que podían por lo menos descargar sus malas energías yendo de un lado para otro, compadeciéndose de aquellos que como yo debían sufrir la tortura de poner a prueba su paciencia y su tolerancia.
Las otras tres paredes no tenían nada de especial. En todas colgaban avisos con las bondades financieras del banco, de sus caritativas tasas de interés para préstamos de “libre inversión” que siempre estaban buscando el bienestar y la opulencia “de nuestros amigos, porque para nosotros usted es mucho más que un cliente”.
-¡Qué reconfortante!- pensé, mientras seguía recorriendo con la mirada aquella hermosa galería con fotos de electrodomésticos, coches y gente feliz que me miraba con tanta alegría retratada en sus ojos de papel pintado, demostrándome que yo sí estaba en el paraíso; que aquella larga fila era sólo un purgatorio momentáneo en donde reparaba mis faltas contra el siempre bondadoso sistema monetario, pero que en cuanto llegara ante San Cajero sonarían voces y campanas celestiales que me harían seguir al paraíso prometido a través de aquella enorme puerta de acero con timón de barco pirata que se veía justo en la pared situada detrás de las seis sillas de los santos y abnegados contadores de ilusiones ajenas.
Pero algo me sobresaltó, y fue el aviso de letras púrpuras esculpido sobre plástico verde que se encontraba exactamente al lado, en la parte superior izquierda de la puerta, que rezaba: “Esta entrada tiene temporizador y no podrá ser abierta sino en las horas programadas”.
¡Ah, carajo!, ¿y si yo llegaba justo en la hora NO programada? Con angustia miré la hora que había en el reloj al lado del aviso; qué amables, volví a pensar, siempre preocupándose por nuestras necesidades. Eran las 2:55, sólo habían transcurrido cuarenta y ocho minutos desde mi llegada y ya había podido avanzar más de dos metros y medio, sólo me restaban algo más de seis; porque, aclaro, he dicho que había seis puestos, pero se me pasó por alto mencionar que sólo estaban ocupados dos de ellos, ¿los otros cuatro cajeros? Sabría Dios…
Continuará...
Sólo vi ruinas
Sólo vi ruinas, y lloré.
La maleza cubría lo que antes fueran calles; la yerba subía a las aceras como espumas verdes de mar, de un mar triste, de un mal mar. De las antiguas paredes de las casas de barro amasado con boñiga, sobresalían las varas de bahareque como dedos carcomidos buscando rascarle la barriga al cielo. Eso era todo, no había más.
¡Oh, sí; Perdón! Sí había otra cosa. Soledad. Y como queriendo arrancar de mi alma el estúpido sentimentalismo que me embargaba, volví a mirar. Esta vez más despacio y con más calma...
Pero sólo vi ruinas, y lloré.
Y maldije y me maldije por ser tan frágil. ¿No me había enseñado el mundo que los fuertes no lloran?, ¿qué los sentimientos son sólo la puerca basura de los incapaces, de los perdedores? Respiré profundo, contraje el alma en la garganta, la arrastré despacio hasta adormilarla en el cuenco suave de mi lengua y luego, estrangulando los pulmones, abrí los labios y la mandé lejos. Pero luego abrí los ojos y miré al mundo...
Y sólo vi ruinas, y lloré.
La maleza cubría lo que antes fueran calles; la yerba subía a las aceras como espumas verdes de mar, de un mar triste, de un mal mar. De las antiguas paredes de las casas de barro amasado con boñiga, sobresalían las varas de bahareque como dedos carcomidos buscando rascarle la barriga al cielo. Eso era todo, no había más.
¡Oh, sí; Perdón! Sí había otra cosa. Soledad. Y como queriendo arrancar de mi alma el estúpido sentimentalismo que me embargaba, volví a mirar. Esta vez más despacio y con más calma...
Pero sólo vi ruinas, y lloré.
Y maldije y me maldije por ser tan frágil. ¿No me había enseñado el mundo que los fuertes no lloran?, ¿qué los sentimientos son sólo la puerca basura de los incapaces, de los perdedores? Respiré profundo, contraje el alma en la garganta, la arrastré despacio hasta adormilarla en el cuenco suave de mi lengua y luego, estrangulando los pulmones, abrí los labios y la mandé lejos. Pero luego abrí los ojos y miré al mundo...
Y sólo vi ruinas, y lloré.
Recuerdos de infancia
Antes de empezar a escribir esta columna tuve en mente otra propuesta para ella; pero cuando estuve sentado frente a la página en blanco de la pantalla de mi computador, en ese momento eterno donde se busca la primera palabra, esa frase que desencadene la idea que queremos compartir, me pregunté ¿por qué estaba yo allí?, ¿Por qué mi vida, después de tantos avatares, había encausado sus esfuerzos hacia el cine y la televisión? Y, como en una gastada película de ficción, retrocedí en el tiempo.
Contaría yo con escasos ocho años de edad cuando tuve mi primer contacto
con la televisión. En mi pueblo, en ese entonces un pequeño caserío que contaba con unas cuantas casas repartidas en desorden alrededor de una nueva estación de trenes que parecía prometer a sus vecinos un futuro tan sólido como aquellas locomotoras que día a día nos visitaban; no había luz eléctrica, salvo, claro, la que ofrecía la planta eléctrica de la estación. Pero mi casa estaba lejos de ella.
Pero un día, ¡oh glorioso día!, a la casa de los vecinos llegó un nuevo huésped, ¡Un televisor! Y era un televisor que con solo conectarlo a la batería del camión de mi vecino se podía encender... y se podía ver televisión.
Desde ese día mi concepto de la vida cambió, porque desde ese momento supe, inconscientemente, que esa pequeña caja que mostraba unas imágenes en blanco y negro sería la ventana que me enseñaría por mucho tiempo la verdad sobre un mundo que yo no conocía y que a pesar de estar tan lejos yo lo tenía tarde a tarde, después de hacer mis deberes escolares, al alcance de la mano con solo conectar una caja mágica a los dos bornes gastados de la batería del camión de mi vecino.
¿Cómo no sonreír con un dejo de melancolía cuando nuestros recuerdos llegan a "Plaza Sésamo" (o Barrio Sésamo) y reviven un: "Oye Enrique (Epi), no puedo dormir", y vemos a Archivaldo tratando de recordarnos, al borde del agotamiento físico, lo que es "cerca... lejos"? ¡¿Cómo no hacerlo?!
¿Cómo no recordar nuestros sueños de aventuras fantásticas piloteando un "Mark 5" al lado de Meteoro (de moda otra vez por estos días), o manejar a la perfección las lunas justicieras del Capitán Centella, o tener bajo la piscina de nuestra casa (aquellos que pudieran tenerla) al primer robot gigante que pudiéramos controlar desde su interior e ir por el mundo combatiendo el mal con nuestro "Mazinger Z", y luego saber que fuimos los pioneros de la moderna zaga de "Transformers" y los "Power Rangers" (descendientes directos de "Ultraman")?
¡Ah!, y no piensen que he olvidado a Los Super Amigos, Viaje al Fondo del Mar, Tierra de Gigantes, y muchos más que invadieron la fantasía de millones de niños latinoamericanos que como yo, conocieron el mundo (sus virtudes y maldades) a través de ellos.
Esos son mis recuerdos y, aunque los amo, quisiera que fueran diferentes.
Quisiera poder acordarme de más Plazas Sésamo y menos de Mazinger Zetas, "Santos" y "Blue Demons". Quisiera tener en mi memoria más recuerdos de programas hechos pensando en mí como niño, pero no solo como al niño que hay que darle productos que inciten su afán de aventura reflejada en la violencia, sino que exploten esa necesidad de aventura con algo más creativo y original.
Al llegar a estas reflexiones creo que debo hacer dos aclaraciones.
Primero; no estoy entrando, ni quiero hacerlo, en el trillado tema de la violencia en televisión, ni mucho menos pretendo seguir azuzando el fuego "psicológico" y retórico de si el niño es violento porque así es la televisión o de si la televisión es violenta porque así lo pide el niño. Pero sí creo que todos, los que hacemos televisión y los que no, los que viven de la televisión
y los que viven con ella, debemos pensar seriamente en nuestros niños. Por una parte creo que la necesidad de hacer programas infantiles con un alto grado de violencia (y hablo de la violencia por la violencia, de la violencia sin justificación educativa, aunque esta se presente pocas veces) buscando un mayor grado de "Rating" o Pauta Publicitaria es estúpido. Estúpido porque los niños no son estúpidos; y ese es el primer error en el que caemos los adultos, creemos que los infantes prefieren los programas de "acción" a los educativos y culturales, basados en la propuesta violenta de los primeros, y no nos damos cuenta de que precisamente lo que buscan ellos es "acción". Acción, independientemente de la forma que tenga... y es que los espacios educativos y culturales que les vendemos dan grima (si nos dan sueño a nosotros, que somos menos hiperactivos...). Qué poco creemos en nuestros propios hijos. Aunque se nos llene la boca diciendo lo mucho que les ofrecemos, son pocos los que en verdad se preocupan por darles lo que necesitan y esperan, porque creemos que no son lo suficientemente "inteligentes" o "maduros" aún. Por eso llegan a la madurez tan biches.
Y, segundo; cuán grande es el poder de la televisión y qué poco lo sabemos utilizar. Recurran, como lo he hecho hoy, a sus memorias, y busquen lo bueno y lo malo de lo que han visto. ¿No les gustaría que fuera diferente?, Y conste que no he dicho mejor, he dicho diferente. ¿No les hubiera gustado ser tratados como "adultos"?, ¿Como personas con un alto sentido de responsabilidad y capacidad de captación de la vida, de la realidad de su entorno, del mundo, a pesar de que sus cerebros cabrían aún en un cuerpecito que apenas si alcanzaría los 1,20 mts? Yo creo que sí.
Por último, quiero decir que no he buscado levantar ampollas ni crear controversia, solo he manifestado un sentimiento sobre la relación existente entre la Televisión como medio de formación cultural - o el desperdicio de ella como tal - y nuestros niños como principales consumidores de las maravillas - o las basuras - que les demos a través de ella.
Ni ampollas ni controversia; pero, si alguno de ustedes reflexiona en ello, bienvenido, ya somos dos. Tal vez algún día seamos más, así lo espero, por el bien de nuestros hijos.
Contaría yo con escasos ocho años de edad cuando tuve mi primer contacto
Pero un día, ¡oh glorioso día!, a la casa de los vecinos llegó un nuevo huésped, ¡Un televisor! Y era un televisor que con solo conectarlo a la batería del camión de mi vecino se podía encender... y se podía ver televisión.
Desde ese día mi concepto de la vida cambió, porque desde ese momento supe, inconscientemente, que esa pequeña caja que mostraba unas imágenes en blanco y negro sería la ventana que me enseñaría por mucho tiempo la verdad sobre un mundo que yo no conocía y que a pesar de estar tan lejos yo lo tenía tarde a tarde, después de hacer mis deberes escolares, al alcance de la mano con solo conectar una caja mágica a los dos bornes gastados de la batería del camión de mi vecino.
¿Cómo no sonreír con un dejo de melancolía cuando nuestros recuerdos llegan a "Plaza Sésamo" (o Barrio Sésamo) y reviven un: "Oye Enrique (Epi), no puedo dormir", y vemos a Archivaldo tratando de recordarnos, al borde del agotamiento físico, lo que es "cerca... lejos"? ¡¿Cómo no hacerlo?!
¡Ah!, y no piensen que he olvidado a Los Super Amigos, Viaje al Fondo del Mar, Tierra de Gigantes, y muchos más que invadieron la fantasía de millones de niños latinoamericanos que como yo, conocieron el mundo (sus virtudes y maldades) a través de ellos.
Esos son mis recuerdos y, aunque los amo, quisiera que fueran diferentes.
Quisiera poder acordarme de más Plazas Sésamo y menos de Mazinger Zetas, "Santos" y "Blue Demons". Quisiera tener en mi memoria más recuerdos de programas hechos pensando en mí como niño, pero no solo como al niño que hay que darle productos que inciten su afán de aventura reflejada en la violencia, sino que exploten esa necesidad de aventura con algo más creativo y original.
Al llegar a estas reflexiones creo que debo hacer dos aclaraciones.
Primero; no estoy entrando, ni quiero hacerlo, en el trillado tema de la violencia en televisión, ni mucho menos pretendo seguir azuzando el fuego "psicológico" y retórico de si el niño es violento porque así es la televisión o de si la televisión es violenta porque así lo pide el niño. Pero sí creo que todos, los que hacemos televisión y los que no, los que viven de la televisión
Y, segundo; cuán grande es el poder de la televisión y qué poco lo sabemos utilizar. Recurran, como lo he hecho hoy, a sus memorias, y busquen lo bueno y lo malo de lo que han visto. ¿No les gustaría que fuera diferente?, Y conste que no he dicho mejor, he dicho diferente. ¿No les hubiera gustado ser tratados como "adultos"?, ¿Como personas con un alto sentido de responsabilidad y capacidad de captación de la vida, de la realidad de su entorno, del mundo, a pesar de que sus cerebros cabrían aún en un cuerpecito que apenas si alcanzaría los 1,20 mts? Yo creo que sí.
Por último, quiero decir que no he buscado levantar ampollas ni crear controversia, solo he manifestado un sentimiento sobre la relación existente entre la Televisión como medio de formación cultural - o el desperdicio de ella como tal - y nuestros niños como principales consumidores de las maravillas - o las basuras - que les demos a través de ella.
Ni ampollas ni controversia; pero, si alguno de ustedes reflexiona en ello, bienvenido, ya somos dos. Tal vez algún día seamos más, así lo espero, por el bien de nuestros hijos.
No quiero despedirme sin antes darles la bienvenida a este nuevo espacio, agradeciéndoles su visita y deseando que entre todos hagamos de este blog un medio de expresión cada vez más grande.
Porque cada nueva entrega sea mejor, ¡SALUD!
La Gota
La gota, mas que golpear su rostro, se posó suavemente, como queriendo besarla, luego bajó lentamente por su mejilla, acariciándola, buscando un asidero para aferrarse a ella, para no caer...
María empezó a cruzar la calle, pensó en aligerar la marcha porque aquel viento que empezaba a soplar más fuerte y aquella gota que le dio en la cara eran el presagio de la tormenta que se avecinaba; pero al momento se detuvo, justo en medio de la calle, y miró al cielo. Las nubes venían del este, se veían fuertes, espesas, arrasando con las pocas estrellas que tímidamente se esforzaban por sobrevivir para conservar las ilusiones de aquellos, cada vez menos, taciturnos y soñadores que aún veían en ellas el modelo de inspiración y de esperanza que los ayudara a enfrentar el nuevo día con la fortaleza necesaria para poder subsistir. María sonrió con nostalgia recordando cuando de niña subía a la azotea del edificio, cobija en mano, para dormirse mirando las estrellas después de contarles de sus hazañas amorosas con príncipes imaginarios que la mayoría de las veces le impedían concentrarse en sus deberes, y con tristeza se dio cuenta de que hacia mucho tiempo aquellos sueños e ilusiones ya no hacían parte de ella ¿desde cuándo?, era mejor no saberlo; era mejor no enterarse desde hacía cuánto su madurez le había robado su derecho de soñar. Las miró por última vez y quiso hacerles saber de su gratitud por guardar sus confidencias, pero sólo pudo pedirles perdón por no cumplir la promesa de realizar aquellos sueños. La última estrella pareció decirle adiós con un destello blanco-cálido antes de desaparecer bajo la espesa capa de nubes negras que hicieron invisible el firmamento a esa hora de la noche, y empezó a caminar lentamente; después de todo, ¿para qué la prisa?
María. Tal vez el día que la bautizaron no supieron cuán bien encajaría ese nombre con ella. María; la pura y casta, la buena hija, la buena hermana, la niña ejemplo. Esa María caminaba ahora mismo los pasos de su propio calvario, un calvario ilógico que nunca debió comenzar pero que la sociedad "justa y de buenas costumbres" le infligió por castigo aún sin darse por enterada; porque nadie sabia nada, excepto ella y él.
¿No será que todos somos culpables del dolor de los demás y simplemente miramos a otra parte para evitar responsabilidades?
... La gota sintió una extraña sensación, amarga, y al mismo tiempo se sintió crecer. Miró a su alrededor buscando a la compañera que vino a sumársele en el festín de aquella noche, pero no vio a nadie. Extrañada buscó la causa de su nuevo estado y se dio cuenta de que aquel sabor y su acrecentamiento eran producidos por una lágrima de su anfitriona. Era una lágrima pura, llena hasta lo más profundo de la mismísima quintaesencia del dolor de su dueña. Y la gota se sintió rara, se sintió bien y se dio cuenta de que el dolor y el llanto, cuando son del alma, nos hacen crecer, y desde allí y por siempre seremos únicos. Porque una gota como ella no habría dos...
El fogonazo de un relámpago barrió por un segundo la oscuridad, pero a María le pareció eterno; y sonrió. Recordó aquella otra noche, tan igual y tan distinta. Tan igual por ser tan noche y tan distinta por ser tan negra. Pensó en Miguel, tan guapo, tan lleno de vida, tan suyo. Una contracción involuntaria de sus pulmones la dejó un momento sin respiración, y un nudo en la garganta le cambió la risa por un gesto extraño y se detuvo otra vez. ¿Debía hacer lo que iba a hacer?, ¿debía?; eso era lo más injusto. ¿Por qué carajos tenía que hacerlo, no era acaso la ley de Dios la de crear la vida por amor? Por amor. ¿Qué decadente humano era capaz de pregonarle a ella lo que se debía hacer por amor; de decirle siquiera qué pendejada era el amor?, porque si algo conocía ella era el bendito amor. Cuántas veces le dijo que lo amaba, y cada vez se sentía más llena, mas dichosa, más henchida de Dios.
Dios, ¿por qué será que nunca lo queremos recordar para saludarlo; bueno, después de todo para qué?, pero es el primero al que llamamos cuando necesitamos de alguien en quien confiar de verdad, y eso fue lo que hizo María. Miró de nuevo al cielo, y en una oración de verdad, rogó: "Dios mío, no me dejes caer ahora, ayúdame... ¿dime qué debo hacer?".
Pero no vio nada. Todo estaba tan negro y tan solo como su alma, y sonrió, de la manera más dulce que podemos sonreír de melancolía, angustia y desolación; porque se dio cuenta de que la noche era suya, porque la noche lloraba, sufría y se reía como ella, con ella, y le dio las gracias por su apoyo. Respiró profunda, tranquilamente, y reinició la marcha; esta vez lentamente, muy lentamente, de todos modos ya estaba cerca y tal vez no quería llegar tan pronto, tal vez no quería llegar...
...La gota resbaló un poco y volvió a sentir miedo de caer, era un miedo irracional porque sabía que por ley natural su destino era el fango, pero se resistió a pensar en lo natural, en el destino predeterminado; porque después de todo ella no era una gota normal, porque ahora era una gota lagrimera y eso la hacía diferente, porque al conocer el dolor y la angustia ya pertenecía a una élite distinta, a un rango superior.
Esto hizo que milagrosamente no cayera y quedara colgando en la parte inferior de la barbilla, justo al borde del abismo, en el sitio donde debía decidir su futuro; aunque a veces no veía la razón para tanta lucha, pero siempre hay algo que sin distingo de materia nos hace aferrarnos a la vida y la gota no era la excepción...
…Mientras esperaba a que le abrieran aquella puerta, María recorrió el lugar con la mirada; vio la soledad de las calles, oyó el sonido del agua golpeando el asfalto y formando pequeñas coronitas diamantadas a lo largo de este; a lo lejos escuchó el ladrido de algún perro vagabundo como queriendo gritarle al mundo su gelidez en aquella noche; y detuvo la mirada en aquella puerta, la más vieja, destartalada y lúgubre de esa zona. Era una puerta de madera, carcomida por el paso del tiempo y por uno que otro comején que debió tenerla por casa en alguna época hasta que ya ni para eso sirvió.
Y no pudo más.
Respiró profundamente, se tocó el vientre y sonrió; pero esta vez no lo hizo con tristeza ni con angustia, sino con amor y en paz. No esperó a que le abrieran la puerta y con decisión, esa que tanto le había faltado hasta ahora para afrontar su amor, dio media vuelta y se alejó por esas calles solas bailando sobre coronitas de diamante.
…La gota se aferró tanto a la vida que no cayó al fango sino que se deslizo suavemente por el cuello de María, y a cada centímetro que avanzaba se diluía en su piel fundiéndose con ella en una extraña forma de no perder la vida, porque con cada segundo de su zigzagueante recorrido, con su pequeña y hasta insignificante existencia, contribuía a darle vida a algo superior, algo magnífico, y fue feliz.
María empezó a cruzar la calle, pensó en aligerar la marcha porque aquel viento que empezaba a soplar más fuerte y aquella gota que le dio en la cara eran el presagio de la tormenta que se avecinaba; pero al momento se detuvo, justo en medio de la calle, y miró al cielo. Las nubes venían del este, se veían fuertes, espesas, arrasando con las pocas estrellas que tímidamente se esforzaban por sobrevivir para conservar las ilusiones de aquellos, cada vez menos, taciturnos y soñadores que aún veían en ellas el modelo de inspiración y de esperanza que los ayudara a enfrentar el nuevo día con la fortaleza necesaria para poder subsistir. María sonrió con nostalgia recordando cuando de niña subía a la azotea del edificio, cobija en mano, para dormirse mirando las estrellas después de contarles de sus hazañas amorosas con príncipes imaginarios que la mayoría de las veces le impedían concentrarse en sus deberes, y con tristeza se dio cuenta de que hacia mucho tiempo aquellos sueños e ilusiones ya no hacían parte de ella ¿desde cuándo?, era mejor no saberlo; era mejor no enterarse desde hacía cuánto su madurez le había robado su derecho de soñar. Las miró por última vez y quiso hacerles saber de su gratitud por guardar sus confidencias, pero sólo pudo pedirles perdón por no cumplir la promesa de realizar aquellos sueños. La última estrella pareció decirle adiós con un destello blanco-cálido antes de desaparecer bajo la espesa capa de nubes negras que hicieron invisible el firmamento a esa hora de la noche, y empezó a caminar lentamente; después de todo, ¿para qué la prisa?
María. Tal vez el día que la bautizaron no supieron cuán bien encajaría ese nombre con ella. María; la pura y casta, la buena hija, la buena hermana, la niña ejemplo. Esa María caminaba ahora mismo los pasos de su propio calvario, un calvario ilógico que nunca debió comenzar pero que la sociedad "justa y de buenas costumbres" le infligió por castigo aún sin darse por enterada; porque nadie sabia nada, excepto ella y él.
¿No será que todos somos culpables del dolor de los demás y simplemente miramos a otra parte para evitar responsabilidades?
... La gota sintió una extraña sensación, amarga, y al mismo tiempo se sintió crecer. Miró a su alrededor buscando a la compañera que vino a sumársele en el festín de aquella noche, pero no vio a nadie. Extrañada buscó la causa de su nuevo estado y se dio cuenta de que aquel sabor y su acrecentamiento eran producidos por una lágrima de su anfitriona. Era una lágrima pura, llena hasta lo más profundo de la mismísima quintaesencia del dolor de su dueña. Y la gota se sintió rara, se sintió bien y se dio cuenta de que el dolor y el llanto, cuando son del alma, nos hacen crecer, y desde allí y por siempre seremos únicos. Porque una gota como ella no habría dos...
Dios, ¿por qué será que nunca lo queremos recordar para saludarlo; bueno, después de todo para qué?, pero es el primero al que llamamos cuando necesitamos de alguien en quien confiar de verdad, y eso fue lo que hizo María. Miró de nuevo al cielo, y en una oración de verdad, rogó: "Dios mío, no me dejes caer ahora, ayúdame... ¿dime qué debo hacer?".
Pero no vio nada. Todo estaba tan negro y tan solo como su alma, y sonrió, de la manera más dulce que podemos sonreír de melancolía, angustia y desolación; porque se dio cuenta de que la noche era suya, porque la noche lloraba, sufría y se reía como ella, con ella, y le dio las gracias por su apoyo. Respiró profunda, tranquilamente, y reinició la marcha; esta vez lentamente, muy lentamente, de todos modos ya estaba cerca y tal vez no quería llegar tan pronto, tal vez no quería llegar...
...La gota resbaló un poco y volvió a sentir miedo de caer, era un miedo irracional porque sabía que por ley natural su destino era el fango, pero se resistió a pensar en lo natural, en el destino predeterminado; porque después de todo ella no era una gota normal, porque ahora era una gota lagrimera y eso la hacía diferente, porque al conocer el dolor y la angustia ya pertenecía a una élite distinta, a un rango superior.
Esto hizo que milagrosamente no cayera y quedara colgando en la parte inferior de la barbilla, justo al borde del abismo, en el sitio donde debía decidir su futuro; aunque a veces no veía la razón para tanta lucha, pero siempre hay algo que sin distingo de materia nos hace aferrarnos a la vida y la gota no era la excepción...
…Mientras esperaba a que le abrieran aquella puerta, María recorrió el lugar con la mirada; vio la soledad de las calles, oyó el sonido del agua golpeando el asfalto y formando pequeñas coronitas diamantadas a lo largo de este; a lo lejos escuchó el ladrido de algún perro vagabundo como queriendo gritarle al mundo su gelidez en aquella noche; y detuvo la mirada en aquella puerta, la más vieja, destartalada y lúgubre de esa zona. Era una puerta de madera, carcomida por el paso del tiempo y por uno que otro comején que debió tenerla por casa en alguna época hasta que ya ni para eso sirvió.
Y no pudo más.
Respiró profundamente, se tocó el vientre y sonrió; pero esta vez no lo hizo con tristeza ni con angustia, sino con amor y en paz. No esperó a que le abrieran la puerta y con decisión, esa que tanto le había faltado hasta ahora para afrontar su amor, dio media vuelta y se alejó por esas calles solas bailando sobre coronitas de diamante.
Náufrago
Juan dejó caer la atarraya dentro de la canoa y la miró largamente. En realidad no la veía. En realidad no quería ver, oír ni entender nada en ese momento.
Se sentó lenta, muy lentamente en el borde de la canoa; apoyó los codos en las rodillas, levantó los puños y colocó suavemente la cabeza entre sus manos. Levantó los ojos y, en el horizonte, más allá de sus pestañas y debajo de sus cejas, percibió la luz grisácea del amanecer.
Sin moverse miró el río, estaba quieto, como él. Perecía que aquellas aguas no corrieran, parecían no seguir su rumbo natural, pero a Juan no le importó.
Total, ¿a quién carajos le importaba lo que él pensara o dejara de pensar?, pero pensó.
Suscribirse a:
Comentarios (Atom)