“—Gracias —dijo el viejo. Era demasiado simple para preguntarse cuándo había alcanzado la humildad. Pero sabía que la había alcanzado y sabía que no era vergonzoso y que no comportaba pérdida del orgullo verdadero.”
El viejo y el mar. Ernst Hemingway.
Esta cita de Hemingway, anotada hace tiempo, vuelve a mi cabeza mientras veo por enésima vez Horizontes de grandeza (The big country. William Wyler. 1958).
El verdadero orgullo. Ese que está despojado de ego. Facilón, sí. Un aprendizaje para toda una vida. El amor propio que no supone una separación de los demás, ni una distinción con respecto a ellos. Un sentimiento que no busca elevarnos, sino hacernos sólidos. Que no refuerza la vanidad y el reconocimiento, sino la satisfacción más íntima, la que solo nuestros ojos están capacitados para ver, en un territorio hacia dentro, el gran, gran país interior.
Ese país que, por mucho que nos empeñemos, nadie podrá nunca dominar, conocer del todo. Ni siquiera nosotros, a veces. Ese país de cuya exploración y aceptación depende nuestro bienestar más básico, la utopía de la felicidad. La dignidad. Ese país cuyo reconocimiento implica luego el respeto de las fronteras ajenas, de la dignidad del que tenemos enfrente. Un espacio en el que alimentar el ego, el orgullo, la superioridad, es simplemente un error de concepto, una manifestación de la ignorancia.
Porque los grandes países no se superponen, sino que colindan.Solo cuando conocemos ese país podemos sentir la curiosidad suficiente porque el otro nos abra una ventana y nos permita disfrutar de sus paisajes. Y el amor: la única razón para compartir esa labor de reconocimiento del terreno con otro ser, para permitir que alguien entre. Alguien que sepamos que no tiene intención de incendiar nuestras praderas, ni de mover los hitos para ampliar su espacio.
Pero me he ido del tema, creo.Gran película, por cierto. Peck, hombre inconmensurable. Y la asquerosa bella Jean Simmons, cuya delicada fortaleza envidio desde que se llevó al huerto a Espartaco.