Anoche un ciempiés del tamaño de la uña del meñique desfiló
marcial delante de mis narices, por el suelo de mi apartamento. Yo no
sirvo para matar bichos, así que cogí a toda prisa una hoja de
papel para obligarle a subir y echarlo a la jardinera, fuera, en la
ventana.
Me cayó gordo el bicho, que no paraba quieto, y, al final,
sospecho que, pese a mis esfuerzos, se despeñó ventana abajo.
Lo tenía ya sobre el papel y el bicho echó a
correr hacia mi mano (con sus cien pies a toda máquina; que digo yo
que ya podrá, el desgraciado) y sentí un miedo ridículo a que me
tocara y me causara un daño irreparable. Y así, decía, con un gritito mío, la hoja también cayó
por la ventana. Estaba oscuro fuera y perdí de vista al bicho pardo.
Pero la hoja... Una ráfaga de viento inoportuno la hizo volar
delante de mis ojos, la llevó al capó de un todoterreno aparcado
justo enfrente. Y luego, otro golpe de aire, al centro de la calzada,
donde el camión de la basura acabó de rematarla. Parecía clavada
al suelo y, por un instante, pensé en bajar corriendo y recuperarla.
Pero otro coche, uno más pequeño se la llevó puesta hasta la
glorieta, y allí, por fin, le perdí la pista.
Mi hoja de papel, con tu teléfono y tu email anotados a lápiz.
Me fui a la cama sin saber si había sido desgracia o acaso la más
rotunda de las suertes. Si tenía que agradecerle al ciempiés el
haberme librado de nuevo. Va a ser cierto que Dios gasta un humor
extraño. Y sus ángeles custodios, una variedad de formas
encomiable.
(Quién sabe si continuará)