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Vosotras, palabras.

¡Vosotras, palabras, levantaos, seguidme! y aunque ya estemos lejos, demasiado lejos, nos alejaremos una vez más, hacia ningún final. No aclara. La palabra sólo arrastrará otras palabras, la frase otras frases. El mundo así quiere, definitivamente, imponerse, quiere estar dicho ya. No la digáis. Palabras, seguidme, ¡que no se vuelva definitiva –esta ansia del verbo y dicho y contradicho! Dejad ahora un rato que ninguno de los sentimientos hable, que el músculo corazón se ejercite de manera diferente. Dejad, digo, dejad. Nada, digo yo, susurrado al oído supremo, que sobre la muerte no se te ocurra nada, deja y sígueme, ni dulce ni amargo, ni consolador, no significativamente sin consuelo tampoco sin signos– Y sobre todo, no eso: la imagen en el tejido de polvo, el retumbar vacío de sílabas, palabras de agonía. ¡Sin decir nada, vosotras, palabras!

Cuando retumban los cascos de la noche.

Cuando retumban frente a mi portal los cascos de la noche,  caballo negro,  tiembla, como antaño, mi corazón, y me ofrece en el vuelo   la montura,  roja como el cabestro que Diomedes me prestó.  Dominante me precede el viento en la calle oscura  partiendo la negra melena de árboles dormidos  y los frutos, húmedos de luz de luna,  saltan asustados sobre hombro y espada,  entonces arrojo  el látigo sobre una estrella apagada.  Una sola vez detengo la carrera, para besar  tus labios    infieles;  ya se enreda tu cabello en las riendas,  y tu zapato deja surcos en el polvo.  Y aún escucho tu aliento  y la palabra con que me golpeaste.  

La noche de los perdidos.

El final del amor  Una luna, un cielo y el mar obscuro. Tan sólo eso, y todo obscuro.  Tan sólo eso, porque es de noche. Y nada humano entreteje además esa acción efectiva,  Que me reprochas también tú  y semejante amargura No lo hagas.  Nada mejor hay que yo pudiera conocer sino amarte, nunca pensé, que a través del sudor de la piel se me haría presente  el […] mundo.