Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento
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Nuestro cerebro y el alcohol

Es una de las drogas más consumidas en el mundo junto con la cafeína, y objeto de los elogios y furias de grupos contrapuestos por sus efectos, contradictorios y cada vez mejor comprendidos.

"Restaurant La Mie", óleo de Henri de Toulouse-Lautrec
(vía Wikimedia Commons)
Hace al menos diez mil años el hombre ha producido bebidas con contenido alcohólico, lo que sabemos por el descubrimiento de jarras de cerveza de la era neolítica. Prácticamente todas las culturas han producido bebidas alcohólicas, admitiendo y hasta recomendando su consumo moderado al tiempo que condenaban y desaconsejaban la ebriedad.

Estas bebidas contienen alcohol etílico o etanol, una molécula pequeña cuya fórmula es CH3-CH2-OH y que se disuelve fácilmente en el agua. Se obtiene dejando fermentar productos como frutas, bayas, cereales, miel y otros, que atraen naturalmente a bacterias y levaduras (hongos unicelulares) que al alimentarse de ellos convierten sus carbohidratos y azúcares en etanol. Éste es el proceso que se conoce como fermentación. La gran revolución alcohólica se dio en el siglo XIII, cuando los alquimistas descubrieron la destilación, convirtiendo las bebidas fermentadas en aguardientes o bebidas espirituosas.

La solubilidad del etanol en agua es la responsable de que sus efectos sean tan rápidos y generalizados. Al consumir una bebida alcohólica, las moléculas de etanol se absorben rápidamente, un 20% del alcohol en el estómago, y el resto en el intestino delgado, pasando directamente al torrente sanguíneo, que las lleva a todos los tejidos del cuerpo, afectando especialmente a los tejidos que requieren un abundante riego sanguíneo, como el cerebro. El etanol se mueve por el cuerpo hasta que tiene la misma concentración en todos los tejidos, y parte de él se evapora mediante la respiración. Por ello, la medición del porcentaje de alcohol en el aliento es un indicador razonablemente preciso de la concentración de alcohol en el tejido pulmonar y, por tanto, en el torrente sanguíneo.

El alcohol afecta directamente nuestro sistema nervioso, y lo hace de distintas formas según la cantidad de esta sustancia que tengamos en sangre. Pequeñas cantidades de alcohol son estimulantes para muchos órganos, y con un nivel en sangre entre 0,03% y 0,12% nos sentimos relajados, libera tensión, aumenta nuestra confianza en nosotros mismos y reduce nuestra ansiedad y algunas inhibiciones comunes, facilitando la interacción social. Esto explica por qué las reuniones sociales se “lubrican” o facilitan con el consumo de alcohol. Esto ocurre porque se deprimen los centros inhibitorios de la corteza cerebral, donde ocurren los procesos del pensamiento y la conciencia. El tímido habla con más confianza, el temeroso puede sentirse más valiente, se cuentan confidencias que en otras condiciones se reservarían y se hacen comentarios impulsivos.

Pero al aumentar la concentración de alcohol en nuestra sangre, obstaculiza más ampliamente la neurotransmisión interrumpiendo la comunicación nerviosa, por ejemplo, con los músculos, provocando descoordinación en los movimientos, problemas de equilibrio y hablar arrastrando las palabras. Este efecto se debe a la acción del alcohol en el cerebelo, que es el centro del movimiento y el equilibrio.

Entre 0,09 y 0,25% de contenido de alcohol en sangre la estimulación se vuelve depresión, sentimos sueño, se dificulta la comprensión de las palabras y la memoria, los reflejos se ralentizan o desaparecen. También se obstaculizan los impulsos nerviosos de entrada desde el exterior y hay visión borrosa y disminución de la percepción de sabor, tacto y dolor (por lo cual antes de la invención de los anestésicos se solía emborrachar a los pacientes para realizar intervenciones, desde extracciones de piezas dentales hasta amputaciones). El sueño se debe a la acción del alcohol en el tallo cerebral, que además disminuye el ritmo respiratorio y reduce la temperatura corporal.

Cuando la concentración de alcohol está entre el 0,18 y el 0,30% aparece la confusión y siguen desactivándose mecanismos de nuestro cerebro. Podemos no saber dónde estamos y perder fácilmente el equilibrio; las emociones se desbordan y nos podemos comportar con agresividad o con afectuosidad excesiva. Y cuando los niveles llegan a entre 0,25% y 0,40%, el bebedor ya no puede moverse, apenas responde a los estímulos, no puede caminar y puede perder el sentido por momentos. Un 0,50% de alcohol en sangre implica un coma etílico, con pérdida de conciencia, depresión de los reflejos y ralentización de la respiración. Por encima de 0,50% la respiración se deprime tanto que la persona deja de respirar y muere.

Todo esto se debe a que el alcohol tiene efectos contradictorios en el sistema nervioso. Por un lado, obstaculiza la liberación del glutamato, un neurotransmisor excitador que aumenta la actividad del cerebro y aumenta los efectos del ácido gamma amino butírico o GABA, transmisor que tranquiliza la actividad cerebral (medicamentos contra la ansiedad como el diazepam precisamente aumentan la presencia de GABA en el sistema nervioso).

El alcohol también aumenta la liberación de la dopamina, responsable de controlar los centros de recompensa y placer del cerebro. A mayor presencia de dopamina, mejor nos sentimos. El centro de recompensa del cerebro es una serie de áreas que se estimulan con todas las actividades que hallamos placenteras, sea ver una película, estar con gente que queremos, consumir drogas o escuchar música. Beber alcohol altera el equilibrio químico de nuestro cerebro haciéndonos sentir bien, y es el factor esencial para que un 10% de los hombres y un 5% de las mujeres que beben desarrollen dependencia respecto del alcohol.

Esta acción contradictoria es responsable de un efecto común: al disminuir las inhibiciones aumentan los pensamientos sexuales, pero se deprimen los centros nerviosos del hipotálamo responsables de la excitación y la capacidad de tener relaciones sexuales. Se quiere más y se puede menos.

El alcohol es metabolizado convirtiéndolo primero en acetaldehído, un potente veneno responsable de muchos de los síntomas de la resaca, y después en radicales de ácido acético o vinagre. El resto de la temida resaca se debe al metabolismo de los ésteres y aldehídos que dan a algunas bebidas alcohólicas su aroma, sabor y color peculiares.

Animales bebedores

Apenas en 2008 se descubrió el primer caso de animales que buscan una bebida alcohólica natural. Algunos primates de Malasia como la tupaya y el loris lento, suelen beber el néctar de una palmera local que fermenta hasta tener un contenido alcohólico similar al de la cerveza. La planta aprovecha esta afición para utilizarlos como sus polinizadores. Sin embargo, pese a beber el equivalente a 9 chupitos, los lémures no muestran un comportamiento de ebriedad, convirtiéndolos en la envidia de muchos bebedores.

Los mensajeros del sistema nervioso

Hace menos de cien años que se identificaron las sustancias químicas gracias a las cuales funciona todo nuestro sistema nervioso y, por tanto, nuestro organismo.

La comunicación sináptica entre dos neuronas
por medio de los neurotransmisores.
(Imagen D.P. de US National Institutes of Health
vía Wikimedia Commons, modificada y
traducida por "Los expedientes Occam")
Era la década de 1880 y Santiago Ramón y Cajal llegaba a una conclusión asombrosa. Las neuronas, las células cerebrales recién descubiertas y a las que el zaragozano había dado nombre, no formaban una red o malla en la que todas estaban interconectadas, sino que cada una transmitía impulsos únicamente en una dirección.

Y, además, lo hacían sin tocarse.

Ramón y Cajal descubrió una separación de entre 20 y 40 nanómetros (millonésimas de metro), en el punto de unión de cada neurona y la célula a la que le transmite los impulsos, ya sea otra neurona, un músculo o una glándula. El misterio era, entonces cómo se realizaba la transmisión de los impulsos en esa unión, llamada por el inglés Charles Scott Sherrington “sinapsis”, palabra griega que significa “conjunción”.

Los fisiólogos y químicos trabajaron para resolver el acertijo y al mismo tiempo explorando las sustancias presentes en el sistema nervioso, basados en dos hipótesis. Según la primera, los impulsos nerviosos se transmitían de modo eléctrico, comunicando un potencial a través de la sinapsis. Según la otra, la transmisión se debía a alguna sustancia química. Los científicos, que trabajaban en estrecha comunicación, se refirieron a este debate como “la guerra de las chispas y las sopas”.

Otto Leowi respondió en parte la pregunta mediante un elegante experimento que, según relataría él mismo, se le ocurrió durante un sueño. Tomó dos corazones vivientes de dos ranas, que se pueden conservar latiendo durante un tiempo en una solución salina tibia, y los colocó en recipientes separados. Uno de los corazones conservaba el nervio vago, que es el responsable de controlar el ritmo cardiaco, mientras que al otro no se le mantenía. Leowi estimuló eléctricamente el nervio vago del primer corazón haciendo que latiera más lentamente. A continuación, tomó parte del líquido en el que estaba sumergido el primer corazón y lo aplicó al recipiente que contenía el segundo corazón. Al estar expuesto al líquido, este segundo corazón también empezó a latir más lentamente.

La única conclusión posible era que se había producido una sustancia en el primer corazón que provocaba que el segundo tuviera la misma respuesta. La transmisión química quedaba demostrada y su publicación en 1921 le valdría a Loewi el Premio Nobel de Medicina o Fisiología en 1936.

Poco después, Loewi pudo demostrar que la sustancia que ralentizaba el corazón de las ranas era, como sospechaba, la acetilcolina, sustancia que había sido descubierta siete años antes por su amigo, el fisiólogo británico Henry Hallet Dale. Era el primer neurotransmisor identificado. Loewi también halló otra sustancia que hacía que se acelerara el ritmo cardiaco, que con el tiempo sería identificada como norepinefrina.

Funcionamiento

Las neuronas están formadas por un cuerpo o soma, una serie de ramificaciones llamadas dendritas que pueden recibir impulsos nerviosos y un axón, una prolongación que es la que transmite los impulsos a las células receptoras: otras neuronas, fibras musculares, glándulas, etc. En las sinapsis con esas células, las ramificaciones del axón cuentan con pequeñas vesículas que, al recibir un impulso nervioso, pueden liberar distintos tipos de neurotransmisores. Estas sustancias químicas ocupan el espacio sináptico y son atrapadas por receptores químicos en la célula receptora, que cambia su actividad en función de éstos.

Cada receptor químico reacciona sólo ante un neurotransmisor, en un mecanismo similar al de una llave y una cerradura. Los receptores de un neurotransmisor como la dopamina sólo reaccionan al capturar dopamina e “ignoran” completamente a todos los demás neurotransmisores que puedan estar en el líquido que ocupa el espacio sináptico.

Hay neurotransmisores “excitadores” que incrementan la actividad en la célula receptora, “inhibidores” que la disminuyen y “moduladores” que pueden cambiar la forma que adopta la actividad de la célula receptora. Y la respuesta de las células a ellos es compleja. Aunque se dice que, por ejemplo, la escasez de serotonina está relacionada con la depresión, esto no significa que consumir o inyectarse serotonina cure la depresión. Cada célula receptora obtiene información de muchos axones, recibiendo una mezcla de neurotransmisores cuyo equilibrio final determina, por ejemplo, si una fibra nerviosa se contrae o no, a qué velocidad, y con qué intensidad. Este cóctel de neurotransmisores con las distintas células de nuestros músculos permite que levantemos un brazo lenta o rápidamente, con fuerza o débilmente. Lo mismo ocurre con las secreciones de todas nuestras glándulas.

En el caso de algunas enfermedades, además, el problema puede ser que las moléculas del neurotransmisor no fluyen de las vesículas del axxón a la célula receptora, sino que fluyen de vuelta a la superficie del axón, interrumpiendo la comunicación.

Poco a poco, la forma de acción y la ubicación de cada uno de los neurotransmisores en distintos puntos del sistema nervioso central y en todo el cuerpo, nos van dando información sobre la causa de muchos trastornos mentales y permiten no sólo crear nuevos medicamentos, sino entender el mecanismo de acción de los que ya tenemos, como los antidepresivos, los ansiolíticos y los antipsicóticos.

Desde la acetilcolina se han descubierto más de 50 neurotransmisores que están presentes en distintos lugares de nuestro sistema nervioso central, y los investigadores siguen encontrando nuevas sustancias que colaboran en la compleja danza que determina cómo el sistema nervioso controla el resto del cuerpo. Apenas en 2011, por ejemplo, se descubría en Barcelona el ácido D-aspártico, un neurotransmisor implicado en el aprendizaje y la memoria.

Como nota curiosa, en la década de 1950 se empezaron a identificar sinapsis eléctricas, primero en cangrejos y después en vertebrados. En la “guerra de las chispas y las sopas” todos tenían razón, aunque el principal medio de transmisión de los impulsos nerviosos sean los apasionantes neurotransmisores.

Las adicciones

Los neurotransmisores nos han ayudado a entender cómo actúan las drogas en nuestro cerebro. Drogas como la cocaína o la metanfetamina aumentan el nivel de transmisión de la dopamina en nuestro cerebro, mientras que los opiáceos actúan imitando los neurotransmisores naturales que conocemos como “endorfinas” o “morfina interna”, eliminando el dolor y aumentando las sensaciones de placer. Se cree, además, que el alcohol actúa interactuando con los receptores del ácido gamma aminobutírico (GABA). Las drogas, pues, son como ganzúas o llaves maestras que engañan a nuestro cerebro simulando ser nuestros neurotransmisores naturales.

Entender el cerebro... con el cerebro

Nuestro cerebro y sus funciones siguen siendo grandes desconocidos, y su investigación neurocientífica es una de las grandes historias de nuestro tiempo.

Fue René Descartes quien en el siglo XVII por primera vez propuso que el cerebro era una máquina que se encargaba de controlar las funciones del cuerpo y el comportamiento en los animales. Como hombre religioso, consideró que esa máquina era operada, en el hombre, por la mente, un ente inmaterial que no respondía a las leyes naturales.

Pese al problema filosófico que planteaba esta dicotomía mente-cuerpo, la visión de Descartes abrió el camino a la investigación sobre el cerebro y sus funciones.

El problema del estudio del cerebro era muy distinto al de otras partes del cuerpo humano, porque su observación directa, su anatomía o su fisiología no ofrecían prácticamente ninguna información sobre su funcionamiento, como sí lo hacen la observación y disección de otros órganos.

Por ello, las lesiones cerebrales fueron durante largo tiempo la única forma de estudiar la relación entre forma y funcionamiento de esa masa rosada de kilo y medio o dos kilos de peso y formada por 100.000 millones de neuronas que es el cerebro o encéfalo. Así, a mediados del siglo XIX el francés Paul Broca pudo determinar al trabajar con pacientes que padecían lesiones cerebrales que la capacidad de hablar se localiza en el lóbulo frontal del cerebro, en la hoy conocida como área de Broca. Para 1890, el trabajo con otros pacientes con lesiones en el lóbulo occipital (la parte más trasera de nuestro cerebro) permitió al neurólogo sueco Salomon Henschenn identificar allí el centro de la visión.

En el siglo XX, la investigación y las nuevas técnicas de observación fueron dibujando un mapa tremendamente complejo del cerebro, donde su actividad dependía de que ciertas sustancias, verdaderos mensajeros químicos llamados neurotransmisores, recorrieran el camino entre dos neuronas, en el punto donde se comunican pero no se tocan, llamado sinapsis, separadas por el espacio sináptico identificado por Santiago Ramón y Cajal.

Estas sustancias resultaron uno de los más complejos acertijos de la fisiología, y su estudio ayudó a poner en marcha lo que hoy conocemos como neurociencias: el estudio del sistema nervioso desde diversos puntos de vista, desde el conductual hasta el químico, desde el anatómico hasta el genético, tratando de armar el rompecabezas del aparato con el que percibimos, sentimos, pensamos y actuamos, desde la transmisión de un impulso entre dos neuronas hasta un comportamiento complejo como la solución de problemas matemáticos, desde el aspecto evolutivo hasta una función tan elusiva como la memoria.

Poco a poco, la imagen del cerebro se va aclarando… y complicando a la vez, porque el cerebro ha demostrado ser un órgano mucho más plástico o flexible de lo que imaginábamos.

Si antes se pensaba que las neuronas no se reproducían, las investigaciones ahora apuntan a que sí existe producción de nuevas neuronas en los humanos adultos. La comprensión de los elementos que favorecen o inhiben la producción de neuronas, así como las posibilidades de cultivarlas, abren amplias avenidas de investigación para el tratamiento de enfermedades neurodegenerativas o de lesiones nerviosas graves como las que producen parálisis, además de entender cómo ciertas sustancias pueden dañar o favorecer ciertas conductas y funciones, como la adicción a sustancias psicogénicas o la capacidad matemática.

Pero no son las nuevas neuronas las que dan su mayor flexibilidad al cerebro, sino las conexiones entre neuronas y las redes que crean, su capacidad de intercomunicación, las que parecen guardar la clave de nuestras funciones cognitivas. Una sola neurona puede tener miles de sinapsis con otras tantas neuronas, formando complejos entramados. Cuando aprendemos algo, por ejemplo, empezamos adquiriendo una memoria a corto plazo que forma patrones temporales de comunicación entre neuronas, mientras que la memoria a largo plazo implica la creación de nuevas conexiones entre neuronas. La forma en que esas conexiones codifican lo que para nosotros puede ser la memoria de una canción, del olor de una fruta o de una experiencia del pasado sigue siendo un misterio cuya solución no parece cercana.

Los propios neurotransmisores son apenas comprendidos. Algunos excitan a la neurona a la que se unen, mientras que otros inhiben la actividad de esas neuronas. Sabemos que algunos neurotransmisores están relacionados con ciertos aspectos psicológicos y conductuales, pero la imagen dista mucho de ser clara. Por ejemplo, el primer neurotransmisor identificado, la acetilcolina, tiene relación con aspectos tan distintos como el movimiento voluntario, el aprendizaje, la memoria y el sueño; un exceso de esta sustancia está asociado con la depresión y una carencia de ella en cierta zona del encéfalo llamada hipocampo se ha asociado a la demencia o pérdida de la memoria.

Del mismo modo, con frecuencia hablamos de una “subida de adrenalina”, que está implicada en la energía y el metabolismo de la glucosa, y cuya carencia se asocia también a la depresión. O leemos algo sobre las endorfinas, neurotransmisores que se libera en situaciones tan diversas como el ejercicio, la excitación, el dolor, el consumo de comida picante, el amor y el orgasmo y cuyo funcionamiento exacto desconocemos.

El neurocientífico de la Universidad de Duke, Scott Huettel, ha afirmado que el cerebro humano es “el objeto más complejo del universo conocido… su complejidad es tal que los modelos simples son poco prácticos y los modelos complejos son difíciles de comprender”. La simplificación en la cultura popular que pretende que ciertos neurotransmisores provoquen ciertos resultados de modo mecánico, sin embargo, son imprecisas. Así, si no sabemos exactamente cómo funcionan las endorfinas, quienes afirman que se liberan más o menos endorfinas con tales o cuales alimentos o prácticas, y que eso es bueno o malo pretenden que sabemos mucho más de lo que la ciencia ha descubierto hasta hoy, sin admitir que las neurociencias todavía tienen su mayor camino por recorrer, probablemente como la disciplina más relevante del siglo XXI, del mismo modo en que la física dominó el siglo pasado.

El desafío se complica

Además de los 100.000 millones de neuronas que activamente transmiten impulsos nerviosos, nuestro cerebro tiene entre 10 y 50 veces más células gliales, que durante mucho tiempo se pensó que eran sólo aislantes entre las neuronas. Ahora se ha descubierto que estas células no sólo se comunican entre sí, sino que alimentan y protegen a las neuronas, y regulan la transmisión de impulsos entre éstas de un modo que aún no entendemos. Lo que multiplica entre 10 y 50 veces el desafío de las neurociencias.