Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento
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La muerte de las estrellas

Las estrellas, como los seres vivos, nacen, se desarrollan y mueren. Pero sólo se reproducen después de su muerte, dando origen a otros cuerpos estelares.

La nebulosa de la hélice es lo que queda de la muerte de una
estrella similar a nuestro sol, con una enana blanca en su
centro. (Foto CC Spitzer Space Telescope NASA vía
Wikimedia Commons) 
Uno de los acontecimientos más emocionantes para la comunidad de astrónomos es la aparición de una supernova en los cielos, una explosión cósmica colosal que es el más espectacular final que puede tener una de una estrella. En la historia humana se habrán podido ver quizá unas mil supernovas, nada más, la primera de ellas registrada por los astrónomos chinos en el año 184 de la era común.

La fuerza de una supernova es suficiente para crear todos los elementos naturales que tienen más protones que el hierro, ya que consigue que se fusionen los núcleos de los elementos que se forman en el interior de las estrellas dando lugar a otros más pesados. Todos los elementos con más de 26 protones han sido creados en supernovas.

Lo que resulta sorprendente en un principio es que las estrellas no sean eternas o, al menos, que no todas hayan surgido en los inicios del universo hace unos 13.800 millones de años. Ciertamente hay algunas estrellas que se calcula que tienen esa edad, pero la mayoría de las que podemos observar y cuyas edades podemos estimar tienen entre mil y diez mil millones de años.

Las estrellas, entonces, existen a lo largo de un ciclo que va desde su nacimiento hasta su muerte. Y todo el ciclo depende de la cantidad de masa que tenga cada una de ellas.

Todo comienza en una nube de materia. Y la materia más abundante del universo, como descubrió la cosmóloga Cecilia Payne-Gaposchkin, es el hidrógeno, de modo que es el principal componente de las nebulosas, junto con helio y polvo estelar.

Toda la materia que existe atrae a todo el resto de la materia con la fuerza más omnipresente del universo, la gravedad, que es a la vez la más débil pero la que actúa a más distancia. Debido a la atracción gravitacional, se van formando nubes que al aumentar su masa ejercen una mayor atracción y sumando más materia. Finalmente, la estrella es tan masiva que su propia gravedad es lo bastante intensa para provocar que los núcleos de hidrógeno se fusionen formando núcleos de helio. Esa fusión libera una enorme cantidad de energía y provoca que se dispare y se ponga en marcha, en toda la estrella, un proceso de fusión en cadena que la convierte en un horno nuclear colosal.

Toda la energía que sale de la estrella en forma de luz, de calor, de radiaciones electromagnéticas, etc., es producto de esa fusión. A lo largo de la vida de la estrella, lo que los astrónomos llaman su “secuencia principal”, el hidrógeno se agota y pueden darse procesos de fusión del helio creando otros elementos mientras el núcleo de la estrella se va contrayendo lentamente como resultado de la pérdida de la energía que irradia, aumentando la presión y la temperatura de la propia estrella.

De hecho, cuando vemos una estrella en su secuencia principal, como el caso de nuestro Sol, estamos viendo también una lucha de equilibrio entre la gravedad de la estrella, que atrae la materia hacia su centro, y la presión del gas que la impulsa hacia afuera.

Pero, eventualmente, el combustible se agota y la estrella muere.

Esa muerte puede darse de distintas maneras.

Un fenómeno que participa en el final de muchas estrellas es lo que se conoce como “presión de degeneración” de los electrones o neutrones. Se trata de un principio de la mecánica cuántica que impide que estas partículas elementales ocupen los mismos niveles de energía.

Si la estrella tiene menos de 0,4 veces la masa del Sol (el Sol equivale a 333.000 veces la masa de la Tierra), es una enana roja. Nunca hemos visto la muerte de una enana roja porque sus vidas son de varios billones de años, más que la edad del universo, de modo que sólo podemos especular que su muerte se produce convirtiéndose en una enana blanca con el combustible agotado que irradia la energía que le queda de su época activa y, eventualmente, una enana negra fría, o bien podría estallar como una supernova.

Cuando la estrella tiene una masa mayor, de hasta 1,44 veces la del Sol, puede pasar varios miles de millones de años en su secuencia principal hasta que, por el agotamiento de su combustible, los gases de su exterior se expanden como una gigante roja, fusionando helio, antes de perder sus capas externas. Lo que queda entonces es una enana blanca, como en el caso de las estrellas más pequeñas, que no se contrae más debido a la presión de degeneración de los electrones, que actúan contra la gravedad.

Pero una estrella puede ser mucho más masiva que nuestro Sol. si tiene entre 1,44 y 3 veces la masa solar, esta cantidad de materia hará que al agotarse el combustible nuclear de la estrella colapse, se comprima debido a su propia atracción gravitacional, hasta formar una estrella de neutrones, un cuerpo extremadamente masivo. La masa de estas estrellas vence la presión de degeneración de los electrones, pero no la de los neutrones. Las estrellas de neutrones pueden emitir ondas de radio si giran a gran velocidad por lo que se les conoce como pulsares.

Si una estrella tiene una masa de aproximadamente 5 veces la del sol o mayor, cuando termina la fusión de hidrógeno lo que ocurrirá es la explosión de una supernova, y la materia restante después de esa colosal liberación de energía formará un agujero negro, una estrella tan densa que su atracción gravitacional impide incluso que la luz salga de ella. La enorme masa de del agujero negro vence a los fenómenos de presión de degeneración permitiendo un colapso total de la estrella. Lo que ocurre dentro de un agujero negro es uno de los grandes misterios de la cosmología, pero hoy sabemos que muchas galaxias tienen uno de ellos en su centro.

Esto quiere decir que muchas galaxias que conocemos hoy son producto de la explosión de supernovas cuya materia ha formado otras nubes que se han condensado en estrellas, planetas, sistemas solares y galaxias. Y estas mismas estrellas y galaxias tendrán también un ciclo de vida y un final.

Sabemos que el universo mismo tuvo un principio, o al menos es lo que nos dicen todas las observaciones y cálculos de la cosmología. ¿Tendrá un final? Ésa es una pregunta cuya respuesta aún está a la espera de nuevos descubrimientos.

El fin de nuestro sol

Hemos visto que nuestro sol eventualmente se convertirá en una gigante roja. De hecho, se prevé que se expandirá tanto que abarcará la órbita de la Tierra dentro de alrededor de 6 o 7 mil millones de años. Pero el aumento de su temperatura acabará previsiblemente con la vida en la Tierra dentro de algo menos de dos mil millones de años. A menos que los seres humanos sobrevivamos y colonicemos otros planetas, no podremos ser testigos de los últimos capítulos de la estrella que nos dio la vida.

La nave que se posará en un cometa

En agosto de 2015, un cometa alcanzará su mayor acercamiento al sol, por primera vez en la historia acompañado de dos robots hechos por el hombre: uno en órbita y el otro posado en su superficie.

Interpretación artística de Philae siendo
liberado por Rosetta para caer al cometa.
(Foto CC ESA vía  Wikimedia Commons)
Es septiembre de 2014 y una pequeña sonda espacial, de apenas 2,8 x 2,1 x 2,0 metros está viajando junto a un cometa llamado 67P/Churyumov-Gerasimenko, maniobrando para ponerse en órbita a su alrededor, capturada por la atracción gravitacional de los 10 mil millones de toneladas de masa del cometa.

67P (para abreviar) es un cometa en forma de pato de goma que tiene una órbita periódica, es decir, que sobrevive a su viaje alrededor del sol y lo repite, en su caso, cada 6,5 años. Ahora está en camino de regreso hacia el sol, y llegará al punto más cercano a nuestra estrella (perihelio) en su viaje el 13 de agosto de 2015, acompañado por la sonda llamada Rosetta.

La historia de esta misión comienza en 1993, cuando la Agencia Espacial Europea autorizó una misión sin precedentes para lanzar una sonda que llegara a un cometa, lo acompañara en su viaje y soltara un robot capaz de aterrizar en su superficie para estudiarla. Siguieron 11 años de trabajo en los que participaría además como asociada la NASA estadounidense. Los trabajos de preparación concluyeron cuando la misión Rosetta fue lanzada al espacio en un cohete Ariane 5 en marzo de 2004, comenzando un viaje de 10 años para su encuentro cometario.

El antecedente directo de esta misión es la “Deep Impact” o “Impacto Profundo” de la NASA, que se estrelló contra el cometa Tempel I en 2005, cuando Rosetta ya estaba de camino al 67P. Esta misión permitió descartar la idea de que el cometa pudiera estar formado por montones de distintos materiales agregados por gravedad, sino que demostró que se trataba de un cuerpo sólido, con más roca que hielo.

La realidad es que sabemos muy poco acerca de los cometas, que han sido objeto de atención por la espectacularidad que pueden llegar a tener algunos, y por lo desusados que eran en los cielos para las culturas que observaban atentamente el cielo a fin de determinar sus ciclos agrícolas y estacionales, además de buscar señales de la voluntad de los dioses. Y los cometas en general se consideraban presagios, casi siempre nefastos, en las más diversas culturas.

Fue Tycho Brahe, en los inicios de la revolución científica, quien propuso que se trataba de cuerpos celestes sujetos a las mismas leyes que los otros y que, además, venían de algún lugar mucho más alejado de la Luna. Isaac Newton y Edmond Halley establecerían las características de las órbitas de estos cuerpos.
Pero quedaba la duda de qué eran, cuál era su composición. No fue sino hasta 1950 cuando Fred Lawrence Whipple propuso una hipótesis sólida: que eran cuerpos formados por rocas y hielo que, al fundirse, es empujado por el viento solar formando la cola de los cometas. Las observaciones astronómicas de los cometas, capaces de discernir parte de su composición utilizando sistemas como la espectrografía o análisis de la luz que emiten, y que varía según las sustancias que contienen, se empezaron a ver apoyadas en 1985 por visitas de naves espaciales humanas. Algunas simplemente pasaron cerca de un cometa, como las Vega 1 y 2, la Giotto o la Stardust, que recogió muestras de polvo en las cercanías del cometa Wild 2 y las trajo de vuelta a la Tierra.

Vendría entonces la ambiciosa misión Rosetta. En los diez años transcurridos desde su lanzamiento, la pequeña sonda viajó a más de 5 veces la distancia entre el Sol y la Tierra (distancia conocida como Unidad Astronómica), o 788 millones de kilómetros, casi hasta la órbita de Júpiter, con objeto de encontrarse con el cometa 67P/CG, descubierto en 1969 en Kiev por los astrónomos rusos Klim Ivanovych Churyumov y Svetlana Ivanovna Gerasimenko.

Rosetta lleva instrumentos para analizar los gases que rodean al cometa, la composición del núcleo, el polvo que desprende, la temperatura interior del núcleo, su interacción con el viento solar a lo largo de su recorrido, su masa y gravedad exactas, además de llevar cámaras de alta resolución para enviar a la Tierra imágenes del cometa durante todo el viaje. Un total de 11 dispositivos de análisis para recopilar información de lo más diverso –y completo- acerca del cometa.

Rosetta lleva además, y como elemento clave de su inédita misión un pequeño módulo de aterrizaje, llamado Philae, un cubo con tres patas que descenderá ayudado solamente por la gravedad del cometa (que se calcula en una diezmilésima parte que la de nuestro planeta). Sus patas están diseñadas para absorber el impacto, impedir en lo posible que rebote contra la superficie y girar para poner recto al módulo en caso de volcadura. Lleva además un arpón que lanzará al tocar la superficie del cometa para anclarse.

Philae también lleva a bordo una batería impresionante de experimentos, nueve en total, que ocupan una quinta parte de los 100 kilogramos de la sonda para estudiar la composición de la superficie y la composición debajo de la superficie utilizando ondas de radio, hacer análisis químicos de los gases de la superficie, el campo magnético del cometa y cómo interactúa con el viento solar, un taladro para obtener muestras a hasta 20 cm por debajo de la superficie y sus características eléctricas, además de llevar tres tipos de cámaras.

La sonda aterrizará en el cometa en noviembre de 2014, una vez que Rosetta esté en órbita fija alrededor del mismo y haya identificado el mejor lugar para ello. Ambos robots espaciales seguirán entonces realizadon estudios mientras viajan a velocidades crecientes hacia el Sol, viendo por primera vez en el propio cometa cómo se va formando su coma (la nube luminosa de gases y polvo que rodea al núcleo) y la cola que apunta en dirección contraria al Sol y está formada de hielo fundido y polvo.

La misión, que se dará por terminada, en principio, en diciembre de 2015, cuatro meses después del perihelio, habrá conseguido numerosos logros sin precedentes, como la primera misión que aterriza en un cometa y lo sigue durante su viaje, analizando lo que realmente provoca ese aspecto que tanto ha impresionado a las culturas humanas.

Los nombres

Rosetta es el nombre que tenía la piedra con un texto de un decreto del rey Ptolomeo V escrito en jeroglíficos egipcios, escritura demótica y griego antiguo. Philae, por su parte, es una isla en el Nilo donde se encontró un obelisco con inscripciones griegas y egipcias. Juntos, ambos descubrimientos permitieron a Jean-François Champollion descifrar finalmente la escritura jeroglífica del antiguo Egipto. Los investigadores espaciales creen que esta misión servirá de modo similar para descifrar los antiguos misterios de los cometas.

Biografía de un joven cuerpo estelar

A los 4.540 millones de años de edad, la Tierra tiene una nutrida biografía pese a ser todavía una chavala cósmica.

La primera visión que tuvimos de nuestro planeta
desde otro mundo. La Tierra sale en el horizonte lunar.
(Foto D.P. del astronauta del Apolo 8 Bill Anders
vía Wikimedia Commons)
No conocemos la edad exacta de la Tierra porque en realidad las circunstancias que dieron origen a su nacimiento están aún envueltas en interrogantes que, aunque se van desvelando poco a poco, siguen siendo numerosas.

Si nos atenemos a lo que se cree con base en los datos conocidos hasta ahora, el planeta se gestó en una enorme nebulosa de polvo cósmico que se condensó por atracción gravitacional. El polvo provenía de otras estrellas, supernovas que habían estallado desde el principio del universo, hace más o menos 13.700 MA (millones de años).

Quizá debido a la influencia de una supernova que estalló en las inmediaciones (en términos cósmicos), esta nebulosa formó primero una agrupación de materia en su centro, principalmente hidrógeno, que cuando llegó a ser suficiente en cantidad y densidad se encendió en una reacción de fusión nuclear creando nuestro sol. A su alrededor, la gravedad fue concentrando la materia de la nebulosa en distintos puntos, formando los planetas.

Inmediatamente después de su nacimiento, la Tierra no se parecía sin embargo en nada a lo que conocemos hoy. Era una aterradora bola giratoria de roca fundida, una colosal gota de magma hirviente flotando en el espacio.

Durante los primeros 100 MA de su existencia, un suspiro en términos cósmicos, la Tierra se ocupó en enfriarse y utilizó sus gases para crearse una atmósfera que pronto fue arrancada de la gravedad terrestre por el viento solar, y soportó el bombardeo de millones de meteoritos, cometas y otros objetos.

Por esas mismas fechas, hace 4.450 MA, un planetoide chocó con la aún caliente Tierra, que giraba tan rápido que el día duraba unas 7 horas y orbitaba alrededor de un sol que era mucho menos brillante que hoy. El resultado fue la formación de un satélite natural del nuevo planeta: la Luna.

Pasaron 550 MA y el planeta adquirió una nueva atmósfera de dióxido de carbono, vapor de agua, metano y amoníaco mientras su giro se ralentizaba hasta tener un día de 14,4 horas. El vapor de agua formó nubes y apareció la lluvia en forma de colosales tormentas que inundaron su superficie formando los mares.

Hace 3.800 MA terminaba la primera infancia del planeta, a la que los geólogos conocen como Eón (que quiere decir era muy larga) Hadeano, o de Hades y comenzaba el Arqueano, con la aparición de una corteza sólida en la superficie del planeta. Sólo 300 MA después quedó establecido el campo magnético de la Tierra, producido por la rotación de su núcleo formado principalmente por hierro fundido. Este campo la defiende desde entonces del viento solar, y apareció un fenómeno totalmente revolucionario: la vida.

Las primeras bacterias verdeazules o cianobacterias, los más antiguos fósiles que podemos estudiar, empezaron a producir oxígeno libre por primera vez y proliferaron hasta el final de este eón, que dio paso al llamado Proterozoico y que duró dos mil millones de años. Aparecieron los primeros continentes y la vida siguió desarrollándose y evolucionando hacia formas más complejas, pese a eventos catastróficos como la primera edad de hielo, llamada Huroniana.

Hace 2.200 MA aparecen los primeros seres vivos capaces de respirar (aeróbicos) dotados de mitocondrias, organelos que actúan como fuentes de energía de las células, entre otras tareas, y unos 400 MA después aparecen las primeras formas celulares complejas. Hace 1.600 MA aparecen las células con núcleos y unos 400 MA después surge la reproducción sexual como revolucionaria forma de adaptación mediante el intercambio de material genético.

La masa terrestre estaba reunida en un supercontinente llamado Rodinia cuando se produjo la siguiente gran revolución de la vida hace 1.000 MA: surgieron los seres pluricelulares. 250 MA después, Rodinia se separó y hace 600 MA los fragmentos formaron otro enorme supercontinente, llamado Pannotia. Y hay indicios que permiten suponer que al menos en una ocasión, la Tierra se congeló completamente, la llamada "hipótesis de la bola de nieve", hace 650 MA.

La tierra por encima de los océanos vivió una historia de separaciones y encuentros, como un puzzle que se deshiciera y volviera a formar de distintas maneras. Pannotia duró apenas unos 60 MA, antes de volver a dividirse en cuatro fragmentos, el mayor de los cuales es el conocido como Gondwana. Los fragmentos volverían a unirse en otro supercontinente, Pangea, hace 300 MA. La separación de ese supercontinente empezó hace 175 MA y dio origen a los continentes que conocemos hoy. Y esto porque la corteza de nuestra biografiada no está formada por una capa uniforme, sino por diversas placas que flotan sobre el núcleo fundido que sigue teniendo.

Pero ya para entonces, hace 542 MA, había comenzado el eón Fanerozoico, en el que aún vivimos y que se divide en tres eras claramente diferenciadas. En la Paleozoica aparecieron las primeras plantas que podríamos considerar modernas, y la vida había evolucionado hasta la aparición de reptiles muy complejos.

Estos reptiles darían lugar a los dinosaurios que reinaron en la era Mesozoica mientras, literalmente, los continentes se movían bajo sus patas hasta ocupar el lugar que tienen hoy (y siguen moviéndose). Finalmente, la era Cenozoica, en la que vivimos nosotros, ha cubierto los últimos 65,5 MA, en la que se extinguieron los dinosaurios no avianos y aparecieron los mamíferos como la forma dominante de vida en el planeta.

Nosotros... somos unos recién llegados... y sin embargo somos los únicos seres vivos hasta donde sabemos que intentan desentrañar los misterios de este nuestro planeta, que hoy es, en palabras de Carl Sagan, "un punto azul pálido", aunque de momento mucho de lo que creemos sea simplemente hipotético, como la historia temprana de los continentesa. Vivimos en un planeta del que, realmente sabemos poco todavía.

El nuestro es un planeta joven comparado con otros como los que orbitan a la estrella HIP 11952 desde hace 12.800 millones de años, nacidos en los albores del universo. Y, más allá de las metáforas que lo comparan con un ser vivo o una nave espacial con la cual recorremos el universo, es simplemente nuestro hogar.

Que no es poco.

El final

El mundo se va a acabar, sin duda. Pero no como lo predican los muchos y variados profetas empeñados en equivocarse varias veces al año, sino según las leyes del universo. El giro de la Tierra seguirá ralentizándose y el brillo de nuestro sol seguirá aumentando, con lo que la vida en el planeta desaparecerá en un plazo de entre 500 y mil MA. Pero el planeta sobrevivirá otros 7 u 8 mil MA, hasta que el sol, convertido en un gigante rojo en expansión, lo empuje hacia el exterior del sistema solar y, finalmente, lo engulla. Un futuro del que no tenemos que preocuparnos por ahora.

El viento del sol

Esquema que muestra cómo el campo magnético
de la Tierra nos protege del viento solar
(Imagen D.P. de la NASA vía Wikimedia Commons)
Dirige la cola de los cometas, provoca las auroras boreales y australes y podría algún día llevarnos a las estrellas.

El 1º de septiembre de 1859, poco antes del mediodía, dos astrónomos aficionados, Richard Christopher Carrington y Richard Hodgson, observaron independientemente, por primera vez en la historia humana, una erupción solar, una súbita explosión en la superficie del sol que libera lo que parece una potente llamarada de un poder difícil de imaginar.

Esa misma tarde, el físico escocés Balfour Stewart, director del observatorio magnético Kew de Londres, registró una intensa anomalía magnética en el sol seguida, a las 4 de la mañana del día siguiente, por una intensa tormenta geomagnética, la más intensa, de hecho, que se ha registrado hasta el día de hoy. Las “auroras boreales” o luces del norte se llegaron a ver incluso sobre Venezuela, casi en el Ecuador del planeta, y fueron de una intensidad tal que el New York Times informó que a la una de la mañana se podía leer el diario sólo con esas fantasmales luces. Otro efecto de esta poderosa tormenta magnética fue el fallo temporal de los sistemas de telégrafos en todo el hemisferio norte. Para el día 4 de septiembre, la tormenta magnética amainó finalmente.

Poco tardaron los científicos en conectar la erupción solar observada por Carrington y Hodgson con la perturbación magnética y la tormenta subsiguiente. Una brusca y colosal alteración del sol afectaba a nuestro planeta de un modo que apenas había sido entrevisto por algunos teóricos y abría toda una nueva avenida de investigación sobre nuestro universo.

El sol emite continuamente y en todas direcciones un flujo de plasma (el cuarto estado de la materia, ni gaseoso, ni líquido ni sólido) compuesto por electrones libres, protones y iones altamente energizados y que sale despedido a una velocidad media de unos 400 kilómetros por segundo, pero que puede ser muchísimo más rápida en el caso de erupciones solares violentas. Es el llamado “viento solar”, que fue descubierto en la década de 1950 por el astrónomo alemán Ludwig Biermann. El científico observó que sin importar en qué punto de su órbita esté un cometa, su cola siempre apunta en sentido contrario al sol, y teorizó que esto se debía a un flujo continuo de partículas emitidas por el sol, que ya había sido sugerido por el astrofísico Arthur Eddington en 1910.

El viento solar no es producido únicamente por el calor del sol (calculado en 15 millones de grados centígrados en su interior y en 6.000 ºC en su superficie), sino por el campo magnético del sol. De hecho, el viento solar escapa de la atmósfera del sol primordialmente por sus polos magnéticos.

El viento solar es extremadamente potente. Para darnos una idea, los datos de la nave Mars Global Surveyor indican que, efectivamente, nuestro vecino Marte tuvo una atmósfera mucho más densa en el pasado, pero esta atmósfera fue literalmente arrastrada hacia el espacio por el viento solar.

¿Por qué no pasa esto en la Tierra? ¿No estamos en peligro de que estas potentes emisiones del Sol nos dejen sin nuestra preciada y vital atmósfera? Lo estaríamos a no ser porque tenemos algo con lo que no cuenta el planeta rojo, lo más parecido al “escudo de fuerza invisible” de la ciencia ficción: el campo magnético de la Tierra.

El campo magnético

Nuestro campo magnético o magnetosfera se distingue por dos zonas llamadas “cinturones de radiación Van Allen”, en forma de donut o, como le llaman los topólogos, “toro”, alrededor de nuestro planeta. Están formados por partículas altamente cargadas provenientes de los rayos cósmicos y, principalmente, del viento solar.

El viento solar se encuentra con la magnetosfera de modo similar a como lo hace el agua con la proa de un barco, desviándose de modo que no choca directamente con la atmósfera terrestre. En su recorrido, las partículas del viento solar que logran penetrar el campo magnético quedan atrapadas en los cinturones de Van Allen. Al mismo tiempo, el viento solar transfiere partículas y energía a la magnetosfera, cuyos electrones e iones viajan por las líneas del campo magnético hacia los polos, provocando las auroras boreales (en el norte) y australes (en el sur).

Mientras más intenso es el viento solar, como en el caso de la explosión de 1859, mayor es la perturbación del campo magnético de nuestro planeta y éste recibe más energía que podemos ver en la forma de auroras y en diversas alteraciones de la ionosfera e incluso de dispositivos eléctricos y electromagnéticos en la superficie de la Tierra, como ocurrió con los telégrafos en 1859.

Pero, si el viento solar tiene esa fuerza tan asombrosa, ¿no se podría utilizar para impulsar una vela, como el viento de la atmósfera terrestre es aprovechado por los veleros?

Ya en la década de 1920, el pionero ruso de la astronáutica Konstantin Tsiolkovsky propuso usar “la presión de la luz del sol” para viajar por el cosmos, una idea que se fortaleció conforme se comprendían mejor el viento solar y la presión que ejerce la radiación solar, y que fue retomada con entusiasmo por la ciencia ficción de las décadas de 1950 a 1980.

El viento solar y los fotones que forman la luz del sol, se teorizó, podrían ser empleados por una “vela” de un material reflectante muy, muy ligero. Para poder aprovechar la fuerza del sol, tal vela tendría que ser extremadamente grande. En la década de 1970, por ejemplo, un equipo de la NASA propuso un velero solar para encontrarse con el cometa Halley, y cuya vela debería tener 600.000 metros cuadrados, 50% más grande que la Plaza de Tiananmen, en Beijing.

La primera, y única hasta ahora, vela solar en funcionamiento es la de una nave experimental de la Agencia Japonesa de Exploración Aeroespacial (JAXA), llamada IKAROS (siglas en inglés de “nave cometa interplanetaria acelerada por la radiación del sol). Lanzada el 21 de mayo de 2010, consiguió demostrar la viabilidad de la tecnología de la vela solar, completando con éxito la misión de viajar hasta Venus, planeta a cuya vecindad llegó en diciembre de 2010, demostrando que la enorme fuerza de nuestra estrella, el viejo Sol, podría ser la que nos lleve algún día hacia otras estrellas, el viejo sueño del cosmos.

El peligro de una tormenta solar

El riesgo, pequeño pero real, de que una tormenta solar especialmente violenta en un Sol en gran actividad pueda provocar alteraciones en dispositivos y sistemas eléctricos y electromagnéticos ha sido inspiración de algunas fantasías que aseguran que en el 2012 habrá una tormenta aún más intensa que la de 1859. Los astrofísicos no están de acuerdo. Aunque 2012-2013 marcarán será el pico del ciclo de 11 años de actividad de nuestra estrella, desde 2008 sabemos que este ciclo resultó especialmente tranquilo, el menos intenso desde 1928.

La gravedad, el acertijo omnipresente

Al paso del tiempo hemos descubierto que la gravedad es el gran elemento cohesivo del universo, y su comportamiento nos ha permitido investigar toda nuestra realidad… y aún queda mucho por saber.

Albert Einstein en 1921
(Foto de E.O. Hoppe, revista Life
via Wikimedia Commons)
Es un fenómeno evidente e ineludible: saltamos, y la gravedad nos hace volver al suelo. Lanzamos una pelota y cae al suelo. Una fuerza poderosa está en acción, pero distinta de las otras que conocemos: no tiene opuesto, no nos podemos blindar contra ella y pese a ser la más débil de las cuatro fuerzas fundamentales, es la que mantiene unido el universo.

Una de las primeras teorías sobre la gravedad, su funcionamiento y sus causas, es la que formuló Aristóteles basado en dos creencias ya existente desde tiempos presocráticos: primero, que nuestro mundo estaba en el centro del universo y, segundo, que éste estaba formado por cuatro elementos: agua, aire, tierra y fuego. Cada uno de estos elementos parecía tener su lugar en el universo: la tierra en el centro, sobre ella una capa de agua, sobre ésta el aire y finalmente, en la bóveda celeste, el fuego. En la visión de Aristóteles, la gravedad era únicamente la “naturaleza contenida en cada sustancia” que la llevaba a buscar su lugar en el universo. El aire subía por el agua en forma de burbujas, para ubicarse donde le correspondía, el fuego subía por el aire y la tierra caía por el aire y el agua para llegar al nivel de la tierra.

Otra idea de Aristóteles (en su libro “Física”, escrito alrededor del 330 a.C.) respecto de la forma en que se expresaba esta “naturaleza” era que los objetos caían a velocidades distintas según su peso: una piedra 10 veces más pesada que otra caía 10 veces más rápido.

Por erróneo que fuera el modelo, no cabe duda que era elegante y parecía coherente internamente. Tanto así que fue admitido como real, sin posibilidad de desafío, en Europa y el Cercano Oriente hasta mediados del siglo XVI, cuando Nicolás Copérnico estableció un modelo más sencillo que el derivado de Aristóteles y que explicaba mejor el movimiento de los cuerpos celestes, ubicando al sol en el centro del universo, y que dio a conocer en 1543. Para fines del siglo XVI, Galileo demostró que los objetos de peso distinto caían a la misma velocidad (o, más exactamente, a la misma tasa de aceleración).
Conforme se alcanzaban estos nuevos conocimientos, el modelo aristotélico se desmoronó.

Sobre la base de los trabajos de Copérnico, Galileo y sus contemporáneos, Isaac Newton, nacido exactamente 100 años después de la publicación de Copérnico, logró describir la forma en que actuaba esa fuerza que él llamó “gravedad” en 1686. En el modelo de Newton, la gravedad era una fuerza universal de atracción de los cuerpos que podía expresarse como el producto de las masas de los dos cuerpos dividido por el cuadrado de la distancia que los separa. Y esta ley explicaba por qué las órbitas de los planetas alrededor del Sol son elípticas, por qué la Luna provoca las mareas y por qué los objetos (como la manzana que vio caer en su granja en 1666 y le llevó a preguntarse por qué los objetos caían siempre en forma perpendicular al suelo, poniendo en marcha sus investigaciones sobre la gravedad).

El modelo que Newton dio a conocer en 1687 proporcionó una explicacion matemática muy precisa de la forma en que se mueven los cuerpos en un campo gravitacional, desde por qué cuando lanzamos una pelota describe una parábola hasta cómo se orquestaba el movimiento de todos los cuerpos estelares.
Esto no significa que no hubiera paradojas y contradicciones en el modelo de Newton, sobre todo una que preocupó a los físicos del siglo XIX: ¿cómo sabía cada cuerpo de la existencia del otro para ejercer esa fuerza de atracción? ¿A qué velocidad se transmitía la gravitación (si para entonces ya se conocía la velocidad de la luz)?

En 1907, Einstein se dio cuenta de que una persona en caída libre no experimentaría un campo gravitacional (lo que ocurre precisamente con los astronautas en órbita alrededor de nuestro planeta). Esto le llevó a profundizar en las dudas existentes sobre la gravedad y cómo se relacionaba con la relatividad especial que había formulado un año antes y a enfrentar un problema que desafiaba a los físicos: el punto más cercano de la órbita de Mercurio alrededor del Sol avanzaba lentamente al paso del tiempo, de un modo que no se ajustaba a lo previsto por Newton.

La solución fue la relatividad general, presentada en 1915, en la que Einstein consideraba a la gravedad no como una fuerza del modo que lo es el electromagnetismo, sino como un efecto geométrico de un fenómeno totalmente inesperado: la curvatura del espaciotiempo provocada por la masa de los objetos (a mayor masa de un objeto, mayor curvatura espaciotemporal, provocando una mayor aceleración de los objetos que caen hacia él), del mismo modo en que un objeto sobre una cama elástica provoca una deformación hacia abajo. La gravedad, entonces, no afectaba únicamente a los cuerpos, sino también a la luz, en un fenómeno llamado “lente gravitacional” que se demostró en 1919, durante un eclipse en el cual se pudo observar que la luz de las estrellas que pasaba cerca del sol estaba ligeramente curvada.

Sin embargo, el modelo de Einstein tampoco carece de problemas. El principal es que la relatividad general funciona muy bien a nivel macroscópico, pero no es compatible con la mecánica cuántica, que describe las otras fuerzas o interacciones fundamentales del universo (el electromagnetismo, la fuerza nuclear fuerte y la fuerza nuclear débil) a nivel subatómico, de modo que debemos avanzar hacia una nueva teoría de gravedad cuántica. Un candidato a este puesto es la teoría de cuerdas, que postula que las partículas elementales que forman el universo proceden de diminutos objetos que representamos como cuerdas que vibran… y entre esas partículas estaría el “gravitón”, una partícula virtual que nunca ha sido detectada pero que sería la transmisora o la mensajera de la gravedad.

Los físicos siguen trabajando, con desarrollos matemáticos de creciente complejidad que buscan ser un mejor modelo de cómo funciona esa fuerza evidente que nos mantiene “con los pies en el suelo”. Una fuerza que no por evidente ha revelado todos sus secretos.

Las predicciones de Einstein

La relatividad general de Einstein se traduce en una serie de predicciones físicas que han sido sólidamente comprobadas a lo largo de casi 100 años. Una que aún está pendiente es que existen “ondas gravitacionales” y se comportan de cierto modo. Dos proyectos, una futura antena orbital llamada LISA actualmente en estudio por la agencia espacial europea y un observatorio terrestre llamado LIGO que entrará en operación en 2013 en Livingston, Nueva Orléans, tienen la misión de encontrar esas ondas gravitacionales.

Cataclismos cósmicos

Keplers supernova
Los restos de la supernova de Kepler
(Foto D.P. de NASA/ESA/JHU/R.Sankrit y W.Blair,
vía Wikimedia Commons
Todas las explosiones que puede imaginar y fingir Hollywood no son sino un petardo sin importancia junto a los acontecimientos más violentos del universo real: las supernovas.

Era el año 185 de la Era Común y en el imperio romano las legiones se amotinaban contra el emperador Cómodo, que dilapidaba el tesoro romano con su pasión por los juegos gladiatorios, en los que él mismo gustaba de participar. En Asia se acercaba el fin de los más de 400 años de dominio de la Dinastía Han ante otras rebeliones, como la de los turbantes amarillos o la de los cinco montones de arroz del año 184. Fue el año en que los astrónomos imperiales anotaron en “Los anales astrológicos del libro de Han posterior” el avistamiento de una “estrella visitante”, como llamaron a una luz brillante que apareció súbitamente en el cielo nocturno, que titilaba como una estrella, no se movía a diferencia de los cometas y, en ocho meses, se desvaneció.

Los astrónomos creen hoy que es muy posible que aquellos sabios chinos hayan hecho el primer registro de la historia humana de una supernova. En la zona donde los astrónomos imperiales describieron esa misteriosa estrella, modernos instrumentos como los telescopios espaciales Chandra y XMM-Newton han encontrado una capa gaseosa que podría ser la huella de la supernova SN185, llamada así por el año en que ocurrió.

Desde entonces, el ser humano ha visto más de mil acontecimientos similares, estrellas que surgen de súbito y se desvanecen en cosa de días o meses.

Fue el danés Tycho Brahe el primero que, en su libro de 1573 “Sobre la nueva estrella” señaló que las “nuevas estrellas” (o “novas”) no eran fenómenos que ocurrían cerca de nuestro planeta. Sus cuidadosas observaciones de la “nova de Tycho” de 1572 demostró que estaba mucho más allá de las supuestas “esferas celestiales” perfectas e inmutables de Platón, Aristóteles y Ptolomeo. El modelo precientífico era incorrecto. Sólo doce años después, Giordano Bruno promovería la idea de que las estrellas eran, en realidad, cuerpos iguales a nuestro sol, pero a grandes distancias, y que podrían incluso tener planetas (su idea de que podrían albergar vida le costó la ejecución a cargo de la Inquisición).

Si las estrellas eran soles, las “novas”, y las aún más colosales “supernovas” son soles que de pronto brillan más intensamente. Hoy sabemos por qué.

Novas y supernovas

Las estrellas brillan debido a las reacciones nucleares que ocurren en su interior, donde los átomos de hidrógeno, con un protón en su núcleo, se fusionan formando átomos de helio con dos protones y, al hacerlo, producen una enorme cantidad de energía. La fusión depende de la masa de la estrella: mientras más masa posee, puede fusionar componentes más pesados, es decir, con más protones en su núcleo.

Cuando se va agotando su capacidad de sostener la fusión nuclear, una estrella con una masa de menos de cinco veces nuestro sol crece convirtiéndose en gigante roja para luego encogerse como “enana blanca”, una estrella muy densa compuesta principalmente de oxígeno y carbono. Si esta estrella es parte de un sistema doble, o binario, algo muy común en el universo (nuestra vecina más cercana, Sirio, es una estrella doble), puede por gravedad hidrógeno y helio de su vecina hasta que estos elementos entran en una violenta reacción nuclear de fusión descontrolada. Es lo que conocemos como una “nova”.

Una “supernova” es un fenómeno muchísimo más violento y espectacular, que puede ser mil millones de veces más brillante que nuestro sol.

Las supernovas de tipo “I” ocurren cuando la enana blanca tiene una masa mucho mayor y su atracción gravitacional puede acumular gran cantidad de materia de su vecina, hasta tener una densidad de dos millones de kilogramos por centímetro cúbico. Entonces, la superficie de la estrella cae velozmente hacia su centro, comprimiéndose por su fuerza gravitacional; el carbono y el oxígeno de su núcleo comienzan una reacción de fusión descontrolada y ocurre la gigantesca explosión que forma los objetos más brillantes que conocemos en el universo. Para darnos una dea de la densidad necesaria para que una enana blanca estalle como supernova, un dado pequeño, de 1 centímero por lado, que tomáramos de ella pesaría lo que cuatro buques petroleros grandes llenos.

Las otras supernovas, las de “Tipo II”, son producto de un proceso distinto que ocurre en estrellas de una masa muy superior, desde 8 hasta 50 veces la de nuestro sol. Esta enorme masa impide que puedan convertirse en enanas blancas, y al irse agotando su combustible ocurren complejas reacciones en su interior formando distintas capas, como una cebolla, con un núcleo de hierro y las capas superiores formadas de elementos cada vez más ligeros, con fuerzas colosales que producen por fusión nuclear todos los elementos naturales conocidos, hasta que la estrella se colapsa y se produce la explosión.

Cuando una estrella ha estallado como supernova, deja como huella una nube de gas y, en el centro, un cuerpo extraordinariamente denso. Si tiene entre 1,4 y 3 veces la masa de nuestro sol, su núcleo se convierte en una “estrella de neutrones” supermasiva. Y si tiene más de 3 veces la masa del sol, se convertirá en un agujero negro.

No todas las estrellas se convierten en novas o supernovas, el ciclo vital de una estrella puede llevar a otros finales bastante menos espectaculares. Lo que nos han enseñado las supernovas es tan espectacular como su propio aspecto. Como ejemplo, el premio Nobel de física de este año se concedió a tres físicos que, estudiando 50 supernovas lejanas, demostraron que la expansión de nuestro universo es cada vez más rápida, lo que implica que hay una fuerza aún desconocida que impulsa esta expansión, una fuerza que llamamos “energía oscura”.

En nuestra galaxia no hemos visto una supernova desde la de 1604, que estalló a unos 13.000 millones de años luz y fue estudiada por Johannes Kepler. Muchos astrónomos desearían poder observar otra supernova tan cerca de nosotros y en condiciones claramente visibles. Con los delicados instrumentos que hoy están a nuestra disposición, podríamos aprender mucho más sobre el universo al estudiar estos cataclismos estelares. Tanto como aprendieron Tycho Brahe y Johannes Kepler.

La supernova de las supernovas

La más brillante supernova registrada hasta hoy ha sido la que se observó el 4 de julio de 1054 y que se pudo ver de día durante 23 días, y después alrededor de dos años en la noche, y fue registrada por astrónomos chinos, japoneses, coreanos, árabes y, probablemente europeos. En 1942, los astrónomos Nicholas Mayalll y Jan Oort concluyeron, más allá de toda duda razonable, que la Nebulosa del Cangrejo situada en la constelación de Tauro no es sino los restos de la masiva explosión de la supernova de 1054.

La certeza del Big Bang

Georges Lemaître, originador de la hipótesis del Big Bang
(Foto D.P. del archivo de la Universidad Católica de Leuven, vía
Wikimedia Commons)

Tan extrañas como la idea de que todo el universo comenzó con una gran explosión son las formas mediante las cuales los científicos saben que así fue.


En 1927, el físico, astrónomo y sacerdote belga Georges Lemaître publicó en los Anales de la Sociedad Científica de Bruselas un estudio que presentaba la conclusión, absolutamente revolucionaria, de que el universo estaba expandiéndose, algo que chocaba con la idea de que el universo tenía un estado constante y estático como creían algunos de los principales científicos del momento, incluido Albert Einstein. Y dos años después, el astrónomo Erwin Hubble publicaba la misma conclusión obtenida como resultado de diez años de observaciones, y confirmando que nuestro universo está en expansión.

En 1931, en una reunión de la Asociación Británica en Londres, Lemaître aprovechó para presentar una propuesta aún más revolucionaria: la expansión del universo tenía que haber comenzado en un solo punto, que él llamó el “átomo primigenio”, idea que publicó en la revista “Nature” poco después. El universo, decía, había comenzado como un “huevo cósmico que estalló al momento de la creación”. Si todas las galaxias se estaban alejando unas de otras a gran velocidad, el simple experimento mental de dar marcha atrás al proceso llevaba forzosamente a un punto en el que todas las galaxias estaban en el mismo lugar. La idea, claro, no sólo contradecía el relato del Génesis, sino que entre la comunidad científica fue recibida con un sano escepticismo a la espera de evidencias sólidas que confirmaran los desarrollos matemáticos.

Einstein, que había rechazado la idea del universo en expansión para luego aceptarla, no hallaba la conclusión justificable. A otros, como el respetado Sir Arthur Eddington, les parecía muy desagradable. En los años siguientes se propusieron -y abandonaron- varias teorías alternativas.

Para fines de los años 40 quedaban dos opcione viables, la de Lemaître y la del “universo estacionario” del inglés Fred Hoyle. En 1949, en un programa de radio de la BBC donde defendía sus ideas, Hoyle describió la teoría de Lemaître como “esta idea del big bang”, que hoy llamamos “gran explosión” pero que sería lingüísticamente más preciso traducir como “esta idea del gran bum”, y que el británico utilizó para explicarla a diferencia de su propia teoría, presentada con más seriedad, que pretendía demostrar que el universo se expandía mediante la creación continua de materia.

Seguramente, Fred Hoyle no esperaba que, finalmente, la teoría de Lemaître acabaría siendo conocida como el “Big Bang” y, para más inri, finalmente sería aceptada como la teoría cosmológica estándar en la física.

Las evidencias

La expansión del universo, la primera evidencia e indicio del Big Bang, se determinó midiendo el llamado “corrimiento al rojo” o “efecto Doppler” en la luz de las galaxias que nos rodean. Así como el sonido de un auto de carreras es agudo cuando se acerca a nosotros, pero cuando nos pasa y se aleja se vuelve grave, la luz de los objetos que se acercan de nosotros a enormes velocidades se vuelve más azul, y si se alejan se vuelve más roja. Ese desplazamiento hacia el rojo en la luz visible de las galaxias permite medir la velocidad a la que se alejan de nosotros. Las más cercanas se alejan a una velocidad menor, y las más lejanas lo hacen a velocidades mucho mayores, lo que se expresa matemáticamente como la “Ley de Hubble”.

Así, pues, la expansión del universo es un hecho demostrable, medible, que se confirma continuamente en las observaciones astronómicas y que apunta claramente a que comenzó en la explosión de hace unos 13.750 millones de años.

Otra evidencia fue aportada por el físico George Gamow, que en 1948 publicó un estudio mostrando cómo los niveles de hidrógeno y helio que sabemos que existen en el universo, podrían explicarse mediante las reacciones acontecidas en los momentos inmediatamente posteriores al Big Bang. Curiosamente, sería el propio Fred Hoyle quien daría la explicación física y matemática de la presencia de todos los demás elementos de la tabla periódica más pesados que el hidrógeno y el helio.

Un alumno de Gamow, Ralph Alpher, y otro físico, Robert Herman, llevaron las predicciones teóricas basadas en el modelo del Big Bang más allá, calculando que debido a la colosal explosión debía quedar una radiación cósmica de microondas que sería homogénea y estaría a una temperatura de 5 grados por encima del cero absoluto, una radiación que se encontraría en todo el universo, un vestigio, un “eco”, valga la metáfora, del cataclísmico acontecimiento.

El momento esencial para la aceptación de la teoría del Big Bang llegó en 1964, cuando dos científicos de los laboratorios de la empresa telefónica Bell, Arno Penzias y Robert Woodrow, descubrieron precisamente la radiación cósmica de microondas predicha por Alpher y Herman. Penzias y Woodrow estaban tratando de eliminar un ruido de interferencia en una antena parabólica de radio, pero al no conseguirlo concluyeron que la fuente de este ruido tenía que estar en el espacio. Otros científicos la interpretaron como radiación de fondo o ruido de fondo del universo. Esta radiación era exactamente como la predicha por el estudio de Alpher y Herman.

Este hecho fue decisivo para que la teoría del Big Bang, desarrollada intensamente por varios estudiosos desde el planteamiento inicial de Lemaître. Penzias y Woodrow recibieron el Nobel de Física de 1978. Cualquier radiotelescopio lo bastante sensible puede “ver” este brillo tenue, que viene de todas partes del universo y cuya existencia es testimonio de esa gran explosión. La medición de la radiación cósmica de microondas fue confirmada en la década de 1990 por las observaciones del satélite COBE.

Los astrofísicos, además, han observado detalladamente la forma y distribución de las galaxias y los cuásares (fuentes de radio “casi estelares” situadas en el centro de galaxias masivas) en el universo, así como la formación de estrellas y los objetos de distintas edade, y todas las observaciones son consistentes con lo que espera la teoría del Big Bang.

Ahora que sabemos cómo comenzó todo (literalmente todo) aún queda por definir cómo va a acabar todo. Porque nuestro universo, finalmente y después de milenios de especulaciones, tuvo un principio y, de un modo u otro, tendrá un final.

Una teoría, varias visiones

Las ideas esenciales del Big Bang explican satisfactoriamente el origen y estado actual del universo, pero hay aspectos como la materia oscura o la energía oscura y problemas teóricos (como el de la geometría del universo o la asimetría entre materia y antimateria) que siguen siendo estudiados tanto teóricamente como matemáticamente y que dejan grandes espacios para perfeccionar el modelo cosmológico aceptado hoy.

Planetas habitables

Kepler22b-artwork
Versión artística del planeta Kepler-22B,
ubicado en la zona "ricitos de oro" de
una estrella.
(imagen D.P. de NASA/Ames/JPL-Caltech,
vía Wikimedia Commons)
Pocos sueños más apasionados que el de encontrar otros planetas donde podamos vivir, extendiéndonos por el universo como en el pasado nos extendimos por toda la Tierra.

Desde que Giordano Bruno postuló la "pluralidad de los mundos habitables” (una de las ideas que le costaron ser quemado en la hoguera por la Inquisición en Roma en 1600), en occidente se empezó a popularizar una idea que ya rondaba por Oriente desde el siglo IX, en uno de los cuentos de “Las mil noches y una noche” y que también había sido planteada con seriedad por el filósofo judío aragonés Hasdai Crescas.

Tanto en la ficción como en la ciencia, a partir del Renacimiento y de la difusión de la visión copernicana del universo, se empezó a hablar de otros cuerpos del cosmos que pudieran albergar vida. En 1516, Ludovico Ariosto, en su “Orlando Furioso”, lleva a su personaje Asdolfo a visitar la Luna. En 1647, Savinien Cyrano de Bergerac escribe sus “Viajes a los imperios del sol y de la luna”, donde describe a los primeros extraterrestres, habitantes precisamente de esos dos cuerpos celestes.

A partir de entonces, y de modo desbordado durante el siglo XX, escritores con más o menos conocimientos de física, cosmología o biología postularon primero extraterrestres esencialmente humanos. A partir de mediados del siglo XIX, y estimulados por los conceptos darwinistas de evolución, variación aleatoria y selección de supervivencia, imaginaron las más diversas variedades extraterrestres: vida mineral, vida basada en silicio y no en carbono, vida tan diferente que no podríamos siquiera identificarla como tal, vida infinitamente más inteligente y vida en forma de campos de energía. E imaginaron su encuentro con seres humanos en la Tierra, sí, pero también con frecuencia en esos planetas que la lógica decía que tenían que existir.

Sin embargo, la existencia misma de esos planetas fuera de nuestro sistema solar, los “exoplanetas” o planetas extrasolares, no se confirmó sino hasta 1992, cuando dos radioastrónomos descubrieron planetas alrededor de un pulsar, lo que muy pronto fue confirmado por observadores independientes.

Curiosamente, el primer exoplaneta había sido descubierto en 1988, pero su confirmación mediante observaciones independientes no se consiguió sino hasta el siglo XXI.

A partir de ese momento, y hasta octubre de 2010, se ha anunciado la detección de casi 500 planetas extrasolares, pero la mayoría de ellos son gigantes de gas, similares a Júpiter, Saturno o Plutón, es decir, que no son habitables. Para que un planeta sea habitable para nosotros, debe ser rocoso, como la Tierra, Marte o Venus. Y debe tener una masa suficiente como para que su gravedad mantenga una atmósfera. Además debe estar en la llamada “zona habitable”, la distancia respecto de una estrella en la que un planeta puede tener agua líquida.

Esa zona es conocida como la “zona Ricitos de Oro”, por el cuento infantil en el que la niña que llega a la casa de los osos rechaza los extremos (lo muy grande y muy pequeño, lo muy frío y lo muy caliente) para ubicarse en una media confortable. Los planetas situados en esa zona son, por tanto “planetas Ricitos de Oro”.

A fines de septiembre de 2010, en el “Astrophysical Journal”, un grupo de astrónomos dirigidos por Steven S. Vogt anunció haber hallado el primer planeta “Ricitos de Oro” de la historia, orbitando alrededor de la estrella Gliese 581, llamada así por llevar ese número en el catálogo astronómico creado por el astrónomo alemán Wilhelm Gliese. Alrededor de esa estrella ya se habían descubierto otros planetas, pero ninguno de ellos en la zona habitable como, según las conclusiones de los astrónomos, sí estaba Gliese 581g, un planeta con algo más de tres veces la masa de la Tierra, situado muy cerca de su estrella y que la orbita dándole siempre la misma cara.

No obstante, no pasaron dos semanas antes de que otro grupo de astrónomos, éstos del Observatorio de Ginebra informara de que, según sus mediciones de otro conjunto de observaciones, no encontraban evidencias de la existencia de tal planeta. Se han emprendido nuevas mediciones y observaciones que, se espera, resolverán la disputa en uno o dos años.

La enorme mayoría de los exoplanetas no se descubren observándolos directamente. De hecho, hoy podemos ver (generalmente en la banda de la radiación infrarroja) a sólo diez de ellos, los más grandes. Los demás se descubren indirectamente, observando las variaciones de la estrella alrededor de la cual orbitan y calculando qué cuerpos podrían provocar esas variaciones. Son sistemas lentos, que exigen gran trabajo y extensos cálculos.

La esperanza de encontrar más exoplanetas habitables motivó el lanzamiento, en 2009, del telescopio espacial Kepler, un observatorio diseñado específicamente con el propósito de encontrar planetas similares a la Tierra orbitando alrededor de otros planetas. Con un medidor de luz extremadamente sensible, observa las variaciones de más de 145.000 estrellas para que los astrónomos puedan analizarlos en busca de planetas. Y ya se han descubierto muchos gracias a este telescopio.

Sin embargo, un planeta habitable por nosotros no es forzosamente igual a un planeta en el que pueda haber vida extraterrestre. Conocemos sólo un caso de surgimiento y evolución de la vida, el de nuestro planeta, y sabemos por tanto que en un planeta similar al nuestro puede surgir vida. Pero no podemos descartar la posibilidad de que en condiciones muy distintas no puedan surgir formas de vida totalmente distintas de las de este planeta.

Incluso, entre los autores de ciencia ficción y los cosmólogos se han lanzado especulaciones sobre la existencia de vida en planetas muy distintos al nuestro. Los propios hallazgos de formas de vida extrañas en nuestro planeta, como las bacterias capaces de metabolizar el azufre, abren enormemente el abanico de posibilidades de cómo podrían ser los seres extraterrestres.

Para muchos, la posibilidad de encontrar planetas habitables, aunque no estuvieran habitados, significa darle a la humanidad una meta qué alcanzar, un lugar a dónde ir, una misión nueva qué cumplir. Si estamos hechos del mismo material que todo el universo, es allí a donde debemos ir, dicen los más entusiastas.

La terraformación

Si no encontramos un planeta adaptado a nuestras necesidades, podemos quizá tomar un planeta ya existente y emprender una gigantesca obra de ingeniería para adaptarlo a condiciones similares a las de la Tierra... o “terraformarlo”, como lo llamó en 1942 el escritor de ciencia ficción Jack Williamson. Eso era ciencia ficción... hasta que en 1961 el astrónomo Carl Sagan propuso someter a Venus a ingeniería planetaria para que pudiéramos habitarlo. El tema sigue siendo estudiado y analizado por científicos en todo el mundo, y sigue siendo tema de la ciencia ficción.

Luces, estrellas, soles

Zona de formación de estrellas en la constelación
del Cisne (D.P. imagen de NASA/ESA)
El surgimiento de la conciencia de sí mismos que experimentaron nuestros antepasados homínidos en algún momento no determinado, y que es en sí uno de los más fascinantes misterios imaginable, fue al mismo tiempo la conciencia sobre todo cuanto los rodeaba.

Cuando atardece, los seres vivos reaccionan de acuerdo a un programa en gran medida genéticamente establecido.

Las plantas pueden cerrar sus flores y aprovechan la ausencia de sol y, por tanto, la suspensión de su actividad de fotosíntesis, para respirar. Los animales diurnos se refugian en sus guaridas, cuevas, ramas de árbol, rincones o nidos que pueden ser diminutos como los del colibrí o gigantescos como los que se hacen día a día los gorilas de lomo plateado. Los nocturnos se desperezan y comienzan la búsqueda de alimento, agua, cópula. Las presas y los depredadores se ubican en el ajedrez de la vida. Por la noche, la presencia o ausencia de la luz lunar también determina los grados de actividad que pueden tener los animales.

Sólo un grupo de seres, sin embargo, ha levantado la vista hacia el cielo y se ha preguntado qué son las luces que lo visten, las pequeñas y titilantes que pueblan la noche, la gran rueda de plata que crece y disminuye en ciclos de alrededor de 28 días y, por supuesto la enorme fuente de luz, calor y vida que domina compeltamante el cielo diurno.

Esos seres son los humanos. Y no sólo nuestra especie, Homo sapiens, sino muy probablemente nuestros menos afortunados parientes humanos que, con todo y sus incipientes civilizaciones, se extinguieron en el pasado, como el Homo erectus y el neandertal.

La primera hipótesis sobre las luces nocturnas, las estrellas, las ubicaban como luces fijas en una esfera que rodeaba a la Tierra, la esfera celeste, aunque para pensadores un poco más audaces se planteaban la posibilidad de que fueran en realidad pequeños agujeros en el manto celeste a través de los cuales se colaba hasta nosotros una mínima muestra de la luz que inundaba el reino de uno u otro dios, el paraíso.

Al observar además que algunas estrellas parecían conservar sus posiciones relativas entre sí al paso del tiempo, distintas culturas se las imaginaron relacionadas en “constelaciones” que, además de integrarse en sus mitologías como deidades, fuentes de profecías o seres míticos, servían para seguir el movimiento de otras luces que sí parecían moverse a su aire, extraños cuerpos errabundos. “Estrella errante” se dice en griego clásico “asteres planetai”, y de allí proviene la palabra “planeta”.

Pero no fue sino hasta 1584 cuando la idea de las esferas celestes y las luces fijas se vio desafiada por una mente singular, la de Giordano Bruno, que sugirió que las estrellas eran en realidad objetos como nuestro sol, posiblemente con planetas como el nuestro, pero muy alejadas de nosotros y que el universo no era una esfera sino un lugar infinito y eterno. Estas opiniones figuraron de manera relevante entre las acusaciones que lo llevaron ante la Inquisición y, finalmente, a ser quemado vivo en el centro de Roma.

Pero la semilla sembrada por Bruno germinó y floreció. Los astrónomos de los tiempos posteriores –viviendo siempre bajo la amenaza de ser considerados herejes por opinar distinto de la iglesia católica– fueron cimentando la idea de que las estrellas eran como nuestro sol. En 1838, el matemático y astrónomo alemán Friedrich Bessell consiguió medir por primera vez la distancia que nos separa de otra estrella, determinando que la conocida como 61 Cygnus está a 11,4 años luz de nosotros.

La explicación final de cómo arden las estrellas tendría que esperar, sin embargo, a que llegara el genio intuitivo y cuestionador de Albert Einstein, cuyos desarrollos teóricos permitieron determinar que las estrellas actúan como colosales hornos de fusión nuclear donde núcleos de hidrógeno se fusionan formando núcleos de helio y, en el proceso, liberando una gran cantidad de energía.

Igualmente, Erwin Hubble nos permitió medir con precisión la distancia que nos separa de estrellas muy lejanas. Si bien la velocidad de la luz es constante en todo el universo, Hubble demostró que mientras más lejos está una estrella su luz nos llega más enrojecida, lo que se conoce como corrimiento al rojo. Calculando cuánto se ha corrido al rojo el espectro de una estrella o galaxia, podemos saber a qué distancia está.

Las estrellas no son inmutables en un universo estático como pensaban nuestros ancestros. Las estrellas nacen, se desarrollan y mueren de muy diversas formas, y no todas son iguales. Son distintas según su masa, desde las hipergigantes que pueden tener hasta 150 veces la masa de nuestro sol, hasta las subenanas que pueden tener la mitad de la masa del Sol. Su masa determina su temperatura, y por tanto su color y su clasificación, así como la duración de sus vidas.

Aunque el telescopio espacial Hubble nos ha asombrado con fotografías sobrecogedoras de auténticos viveros de estrellas en los límites del universo visible, donde nacen espectacularmente millones de estrellas, las que más nos interesan son, sin duda alguna, las más cercanas a nosotros, por el sueño (difícil de conseguir en términos prácticos) de poder viajar hasta ellas.

Nuestra vecina más cercana es Proxima Centauri, una enana roja que está aproximadamente a 4,2 años luz de nosotros, en la constelación de Centauro (un año luz es la distancia que recorre la luz en un año; viajando a unos 300.000 km por segundo los 31.536.000 de segundos del año, es de 9.460.528.400.000 kilómetros, casi 10 billones de kilómetros).

Sin embargo, Alfa Centauri (también conocido como Rigel), un sistema de estrella doble situado a 4.37 años luz, es la estrella más brillante de de la constelación y por tanto una que le ha llamado la atención especialmente a las distintas culturas humanas.

En un radio de 16 años luz desde nuestro sol hay un total de 40 estrellas conocidas. No todas tienen planetas en órbita a su alrededor, de modo que también resulta de especial interés la llamada Estrella de Barnard, a 5,9 años luz de nuestro sol, y que es la más cercana que probablemente tiene uno o más planetas a su alrededor.

Si bien es difícil visitar otras estrellas por las limitaciones que imponen las leyes de la física, siempre tenemos la posibilidad de estudiar a fondo a la estrella más cercana a la tierra, que es el sol, tan fascinante como cualquier estrella del espacio profundo.

Nuestra propia estrella

El sol es una estrella de 1.4 millones de kilómetros de diámetro con una masa de más de 330.000 veces la de la Tierra. Es de color blanco y su clasificación es GV2, una enana amarilla situada en un brazo exterior de la galaxia de la Vía Láctea, en una órbita de unos 250 millones de años de duración, y del que nos separan aproximadamente 150 millones de kilómetros (poco más de 8 minutos-luz).

Ver el universo visible e invisible

Telescopios del observatorio de Roque de los
Muchachos en La Palma de Gran Canaria.
(Foto de Bob Tubbs, Wikimedia Commons)
Hace 400 años, Galileo Galilei utilizó el telescopio, inventado un año antes probablemente por Hans Lippershey, para mirar a los cielos sobre Venecia, y cambió no sólo el mundo, sino todo el universo, al menos desde el punto de vista de la humanidad.

Los conceptos que el ser humano había desarrollado respecto del cosmos que lo rodea habían estado hasta entonces limitados únicamente por lo que se podía ver con el ojo desnudo en una noche despejada, lo que dejaba una enorme libertad para crear conceptos filosóficos que pudieran explicar las observaciones.

Las descripciones del cosmos cambiaban según la cultura y la época. Por ejemplo, para los indostanos, según el antiguo Rigveda, el universo vivía una eterna alternancia cíclica en la que se expandía y contraía, latiendo como un corazón. Esta idea se ajustaba a la creencia de que todo en el universo vive un ciclo permanente de nacimiento, muerte y renacimiento. Para los estoicos griegos, sin embargo, era una isla finita rodeada de un vacío infinito que sufría cambios constantes. Y para el filósofo griego Aristarco, la Tierra giraba sobre sí misma y alrededor del sol, conjunto rodeado por esferas celestiales que tienen como centro el sol, una visión heliocéntrica.

La cosmología que se había declarado oficialmente aceptada por el occidente cristiano era la de Claudio Ptolomeo, basada en el modelo de Aristóteles. En esta visión, el universo tiene como centro a nuestro planeta, inmóvil, rodeado por cuerpos celestiales perfectos que giran a su alrededor, y existe sin cambios para toda la eternidad.

Este modelo se ajustaba bien a la visión cristiana de la creación y el orden divino, y fue asumido como el aceptado en la Europa a la que Galileo sacudiría con su telescopio mediante el sencillísimo procedimiento de mirar hacia los cielos con el telescopio.

El telescopio de Galileo constaba simplemente de un tubo con dos lentes, una convexa en un extremo y una lente ocular cóncava por la que se miraba. Este telescopio se llamó “de refracción” precisamente porque refracta o redirige la luz para intensificarla y magnificarla. 59 años después, Newton erplanteaba el telescopio por medio de la reflexión de la luz, consiguiendo así un instrumento mucho más preciso.

Los telescopios de reflexión, o newtonianos, fueron la principal herramienta que tuvo la humanidad para la exploración del universo durante siglos. Permitió conocer mejor el sistema solar, ver más allá de él y comprender que ni la Tierra ni el Sol eran el centro del cosmos. La tecnología se ocupó de crear espejos cada vez más grandes y precisos para ver mejor y más lejos.

Pero hasta 1937, solamente podíamos percibir la luz visible del universo, un fragmento muy pequeño de lo que conocemos como el espectro electromagnético. En las longitudes de onda más pequeñas y de mayor frecuencia que el color violeta tenemos los rayos UV, los rayos X y los rayos gamma. En longitudes de onda más grandes que el color rojo y a frecuencias más bajas están la radiación infrarroja, las microondas y las ondas de radio.

En 1931, el físico estadounidense Karl Guthe Jansky descubrió que la Vía Láctea emitía ondas de radio, y en 1937 Grote Reber construyó el primer radiotelescopio, que era en realidad una gigantesca antena parabólica diseñada para recibir y amplificar ondas de radio provenientes del cosmos.

Lo que sobrevino entonces fue un estallido de información. El universo estaba animadamente activo en diversas frecuencias de radio, con fuentes de emisión hasta entonces desconocidas por todas partes. Surgían numerosísimos hechos que la cosmología tenía que estudiar para poder explicar.

Al descubrirse en 1964 la radiación de fondo de microondas cósmicas, empezaron a utilizarse los radiotelescopios para explorar el universo en esta frecuencia y longitud de onda. Si miramos el universo visible, el fondo es negro, sin luz, pero si lo miramos en la frecuencia de las microondas, hay un “resplandor” de microondas que es igual en todas direcciones y a cualquier distancia, asunto que resultó sorprendente.

El estudio del comportamiento del universo a nivel de microondas nos permitió saber que la radiación cósmica de fondo descubierta por Amo Penzias y Robert Wilson en 1964 era en realidad el “eco” del Big Bang, la gran explosión que dio origen al universo, y es una de las evidencias más convincentes de que nuestro cosmos tuvo un inicio hace alrededor de 13.800 millones de años.

Sin embargo, las microondas más cortas no pudieron ser estudiadas a fondo sino hasta 1989, cuando se puso en órbita el telescopio orbital Background Explorer. Las microondas más cortas son absorbidas por nuestra atmósfera, debilitándolas enormemente, mientras que en el espacio se las puede percibir y registrar con mucha mayor claridad.

La exploración espacial también permitió poner en órbita otros telescopios que detectaran niveles de radiación de los que nuestra atmósfera nos protege. Tal es el caso de los telescopios de rayos Gamma, que nos han permitido detectar misteriosas explosiones de rayos gamma que podrían ser indicación del surgimiento de agujeros negros por todo el universo.

Por su parte, los telescopios de rayos X también deben funcionar fuera de la atmósfera terrestre y nos informan de la actividad de numerosos cuerpos, como los agujeros negros, las estrellas binarias, y los restos de estrellas que hayan estallado formando una supernova.

El estudio del universo a nivel de rayos ultravioleta también debe hacerse desde órbita, mientras que los telescopios que estudian los rayos infrarrojos sí se pueden ubicar en la superficie del planeta, muchas veces utilizando los telescopios ópticos que siguen siendo utilizados por astrónomos profesionales y aficionados para conocer el universo visible.

Sin embargo, pese a la gran cantidad de información que los astrónomos obtienen de todo el espectro electromagnético, es lo visible lo que sigue capturando la atención del público en general. Cualquier explicación del universo palidece ante las extraordinarias imágenes que nos ha ofrecido el Hubble, que además de ver en frecuencia ultravioleta es, ante todo, un telescopio óptico. Liberado de la interferencia de la atmósfera, el Hubble nos ha dado no sólo información cosmológica de gran importancia para entender el universo... nos ha dado experiencias estéticas y emocionales profundas al mostrarnos cómo es nuestra gran casa cósmica.

Los telescopios espaciales europeos

Aunque el telescopio espacial Hubble es en realidad una colaboración entre la NASA y la agencia espacial europea ESA, Europa también tiene un programa propio de telescopios espaciales. Apenas en mayo, se lanzaron dos telescopios orbitales que pronto empezarán a ofrecer resultados, el Herschel, de infrarrojos, y el Planck, dedicado a las microondas de la radiación cósmica.

El vario contar del tiempo

Siempre hemos querido saber no sólo dónde estamos, sino cuándo, respecto del universo y de nosotros mismos. Pero un año no siempre ha durado un año.

Los ciclos que nos rodean captaron poderosamente captaron la atención de los seres humanos en los albores de la civilización. El día y la noche, las estaciones, los solsticios y equinoccios, el nacimiento y la muerte, la floración de las plantas, las mareas, las fases de la luna y otros.

Desde entonces, el hombre dedujo que el universo estaba sometido a un orden que podía comprenderse. Esta apreciación tenía sus propios peligros. De una parte, el hombre trató de encontrar orden y relación entre cosas que no los tenían. ¿Acaso no era posible que las entrañas de los animales tuvieran escrito de modo codificado el futuro del reino o el resultado de la próxima batalla? ¿Y la posición de las estrellas no podría indicar o causar que alguien se enamorara, triunfara en los negocios o se rompiera la nariz? Las supersticiones más diversas nacieron de este sueño de que todo estuviera interconectado de un modo predecible y comprensible. Es la llamada “magia representativa”, donde se espera que un hecho representado mágicamente, simbólicamente, como clavarle una aguja a un muñeco que representa a un enemigo, tenga el mismo efecto en la realidad.

De otra parte, estas mismas ideas de orden previsible provocaron el deseo humano de encontrar, de modo real y comprobable, las relaciones entre los distintos ciclos . La sucesión de acontecimientos en el sol y la luna, por ejemplo, debían tener alguna relación oculta, de modo que surgieron diversos intentos por conciliar el año solar y el año lunar, e incluso otros ciclos astronómicos diferentes. Éste es el origen de todos los calendarios humanos.

Uno de los calendarios más complicados de la antigüedad fue el maya, que es, de hecho, varios calendarios a la vez. Empieza con dos: el tzolkin, de 260 días, que regía el ceremonial religioso, con 20 meses de 13 días, y el haab, de 365 días, con 18 meses de 20 días y cinco días “sobrantes”. Al combinar, como ruedas dentadas, estos dos calendarios, se obtenía un ciclo mayor de 18.980 días, la “rueda calendárica” o siglo de 52 años presente en varias culturas mesoamericanas. Finalmente, los mayas tenían la “cuenta larga” de 5112 años, que partía del 11 de agosto del año 3114 del calendario gregoriano y terminará alrededor del 20 de diciembre de 2012, para reiniciarse al día siguiente. A estos calendarios se añadían la “Serie Lunar” de las fases de la luna y el “Ciclo de Venus” de 584 días, fundamentalmente astrológico.

El calendario hebreo, por su parte, es lunisolar, es decir, se basa en doce meses lunares de 29 o 30 días, intercalando un mes lunar adicional siete veces cada 49 años para no desfasarse demasiado del ciclo solar, y afirma iniciar su cuenta un año antes de la creación. Muy similar resulta, en su estructura, el calendario chino, con 12 meses lunares y un mes adicional cada dos o tres años, según determinadas reglas. Estas reglas no eran necesarias, sin embargo, para el abuelo del calendario gregoriano que empleamos en la actualidad: tenía un año de 12 meses lunares y se añadía por decreto un mes adicional cuando el desfase entre el año lunar y el solar era demasiado notable.

Los romanos tomaron y adaptaron su calendario del calendario lunar de los Griegos, con diez meses de 30 o 31 días para un año de 304 días y 61 días de invierno que quedaban fuera del calendario. Como primer año, eligieron el de la mítica fundación de Roma por parte de Rómulo y Remo. Para que todos los meses tuvieran días nones, lo que consideraban de buena suerte, Numa Pompilio añadió al final del año los meses de enero y febrero al final del año y cambió los días de cada mes para tener un año de 355, y sólo febrero tenía días pares: 28.

En el año 46 antes de Cristo según nuestro calendario, Julio César volvió a reformar el calendario, con 365 días y un año bisiesto cada cuatro años, en el que se añadía un día a febrero, y se determinó el 1º de enero como el comienzo del año, lo cual ya tiene un enorme parecido con nuestra cuenta de los días. Este calendario nació, al parecer, de la consulta con el astrónomo Sosígenes de Alejandría, conocedor del año tropical o año solar verdadero. El año juliano tenía así un promedio de 365 días y un cuarto de día, mucho más preciso que sus predecesores.

Sin embargo, el sistema de añadido de los días en años bisiestos no fue seguido con exactitud, de hecho, el que un año fuera o no bisiesto acabó siendo una decisión personal de sucesivos pontífices, y entre sus defectos de origen y el desorden de los bisiestos, el desfase entre el calendario y el año tropical se había vuelto problemático. Echando mano de un científico, el calabrés Aloysius Lilius, el papa Gregorio XIII promulgó el calendario gregoriano en 1582, con un sistema mucho más preciso de asignación de los años bisiestos de un modo complejo pero matemáticamente más exacto: “Todos los años divisibles entre 4 son bisiestos, excepto los que son exactamente divisibles entre 100; los años que marcan siglos que sean exactamente divisibles entre 400 siguen siendo bisiestos”.

La adopción del calendario gregoriano no fue inmediata salvo por España, Portugal, la Comunidad polaco-lituana y parte de Italia. Poco a poco, primero los países europeos y después el lejano oriente adoptaron este calendario como una representación adecuada del año, además de que unificaron los sistemas comerciales y las fechas históricas. Es bien conocido que Rusia no lo adoptó sino hasta después de la revolución soviética, de modo que el día siguiente al 31 de enero de 1918 (calendario juliano) fue el 14 de febrero. El último país en adoptarlo fue Turquía, bajo el mando modernizador de Kemal Ataturk, en 1926.

Sin embargo, en este muy preciso calendario tropical o solar, una serie de hechos nos recuerdan su origen lunar: las semanas de 7 días (duración de una fase lunar), los festejos de la Pascua y la Semana Santa (entre otras fechas litúrgicas), así como la Pascua Judía o el Año Nuevo Chino, se calculan según los antiguos calendarios lunisolares, aunque nunca se logró hacer coincidir, con precisión, el ciclo lunar y el del sol.

El problema del inicio


Dionisio el Exiguo calculó en Roma, por métodos que desconocemos, el año del nacimiento de Cristo, situándolo 525 años antes y propuso así una nueva forma de notación de los años en lugar de la que contaba por los años de reinado. La reforma se hizo popular al paso del tiempo y finalmente se adoptó hacia el siglo X. Hoy sabemos que, según los datos que tenemos, el nacimiento de Cristo, de ser un hecho histórico, pudo ocurrir en cualquier momento entre el 18 y el 4 antes de la era común. O sea que bien podríamos estar en el 2013 o incluso en el 2027.

Stephen Hawking: viajar desde el sillón

StephenHawking en Oviedo en 2005.
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Probablemente el rostro más conocido de la física teórica sea Stephen Hawking, víctima de una enfermedad que debió matarlo hace décadas y ha hecho frágil su cuerpo, pero sin afectar una capacidad intelectual singular.

El hecho de probar muchos de los “teoremas de la singularidad”, o enunciar las cuatro leyes de la mecánica de los agujeros negros, o incluso haber defindio el modelo de un universo sin límites, pero cerrado, que hoy es ampliamente aceptado, dicen poco al público en general acerca de Stephen Hawking, lo mismo pasa con su trabajo en otros temas aún más complejos y entendidos apenas por unos cuantos miles de especialistas en todo el mundo.

Pero la imagen del científico consumido por una enfermedad degenerativa, sonriendo en su silla de ruedas, con claros ojos traviesos tras las gafas y hablando por medio de un sintetizador especialmente diseñado, así como el extraño concepto de “agujero negro” son, sin duda alguna, parte integral de la cultura popular contemporánea. Aunque ciertamente Stephen Hawking no es uno de los diez físicos teóricos más importantes o revolucionarios de la actualidad, sin duda es el más conocido.

Stephen William Hawking nació en Oxford el 8 de enero de 1942, 300 años después de la muerte de Galileo, como hijo del Dr. Frank Hawking, investigador en biología, e Isobel Hawking, activista política. Fue un alumno mediocre, tanto que su ingreso en Oxford fue algo sorpresiva para su padre, y su desempeño tan mediano que tuvo que presentar un examen oral adicional para graduarse. Pasó entonces a Cambridge, interesado en la astronomía teórica y la cosmología, la ciencia que estudia el origen, la naturaleza y la evolución del universo.

Casi a su llegada a Cambridge, en 1963 y con sólo 21 años de edad, Hawking empezó a exhibir los síntomas de la esclerosis lateral amiotrófica, una enfermedad neurodegenerativa causada por la degeneración de las neuronas motoras, las células nerviosas encargadas de controlar el movimiento voluntario de los músculos. La afección empeora al paso del tiempo, ocasionando debilidad muscular generalizada que puede llegar a la parálisis total de los movimientos voluntarios excepto los de los ojos. Afortunadamente, no suele afectar la capacidad cognitiva.

En ese momento dudó si realmente quería ser doctor en física cuando finalmente iba a morir en dos o tres años, según los médicos. Sin embargo, su matrimonio en 1965 con su primera esposa, Jane Wilde, lo impulsó a seguir adelante, con la suerte de trabajar, según sus palabras, en “una de las pocas áreas en las que la discapacidad no es un serio handicap”. Ya doctorado, empezó a trabajar en la comprobación matemática del inicio del tiempo y en el tema que más lo identifica, los agujeros negros, estrellas que se han colapsado sobre sí mismas al agotarse su energía nuclear y cuya atracción gravitacional es tan enorme que ni siquiera la luz puede escapar de ellos. Hoy tenemos la certeza casi total de que hay un agujero negro en el centro de la mayoría de las galaxias, incluida la nuestra, la Vía Láctea.

En 1971, sugirió que las fuerzas liberadas durante el Big Bang debieron crear una enorme cantidad de “miniagujeros negros” y en 1974 presentó sus cálculos indicando que los agujeros negros crean y emiten partículas subatómicas, poniendo de cabeza la concepción vigente de que dichos cuerpos celestes absorbían cuanto se acercara a ellos, pero no podían emitir absolutamente nada precisamente debido a su tremenda atracción gravitacional. Esta, hoy llamada radiación de Hawking, era la primera aproximación a una posible teoría gravitacional cuántica, que uniera los dos grandes modelos, la relatividad que explica los fenómenos a gran escala y la cuántica que explica los fenómenos a nivel subatómico. De fusionarse ambas en un todo coherente, estaremos mucho más cerca de entender el origen del universo.

A partir de ese año, Hawking cosechó numerosas distinciones académicas, entre ellas consiguió la Cátedra Lucasiana de Matemáticas de Cambridge, que han ocupado personajes como Isaac Newton y el pionero informático Charles Babbage, y otros reconocimientos, como ser comandante de la Orden del Imperio Británico. Su prestigio profesional crecía, junto con el asombro que provocaba el que su discapacidad le hiciera resolver complejas ecuaciones totalmente en su mente, sin usar papel ni encerado.

Pero fue en 1988, con la publicación de Breve historia del tiempo, un bestseller internacional de divulgación científica del que ha vendido más de 9 millones de copias, que las personas comunes se hicieron conscientes de su existencia, su vida y su trabajo. En este libro, que cumple 20 años ahora, Hawking explica de modo muy accesible los más apasionantes temas de la cosmología: el Big Bang, los agujeros negros, los conos de luz e incluso la avanzada y compleja teoría de las supercuerdas como elementos causantes de toda la materia, todo sin matemáticas ni ecuaciones. El interés popular por el personaje no ha disminuido desde entonces.

Otros libros de divulgación han seguido, incluido La clave secreta del universo, escrito a cuatro manos con su hija Lucy y dirigido a niños. Ha recibido constantes honores como el Premio Príncipe de Asturias, siempre viajando e impartiendo conferencias pacientemente preparadas en su sintetizador de voz. Ha aparecido en diversos programas de ciencia ficción y documentales, e incluso en las series animadas Los Simpson y Futurama, tiene dos estatuas, en Cambridge y en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, y su voz sintetizada se ha usado en dos álbumes de rock. En el proceso, viviendo una vida doméstica bastante común, se ha casado y divorciado dos veces, y tiene tres hijos y un nieto.

Este año, después de convertirse en el primer tetrapléjico que viajó en un avión de entrenamiento de la NASA para disfrutar de la “gravedad cero”, Hawking ha anunciado su retiro de la Cátedra Lucasiana, pasando a ser profesor emérito de la misma, siguiendo la política de Cambridge de que sus miembros se retiren al final del año lectivo en que cumplan 67 años, que Hawking cumplirá en enero próximo. Esto quizá le dará tiempo para poder hacer realidad el que define como su máximo deseo: viajar al espacio, donde, Hawking está convencido, se encuentra el futuro de la especie humana.

El científico y los dioses

Hawking se autodefine como un socialista que siempre ha votado a los laboristas, y sus opiniones teológicas han sido campo de batalla, como lo fueron las de Einstein. Al enterarse de que su reciente visita a Santiago de Compostela fuera interpretada como si hubiera querido hacer parte del Camino de Santiago, declaró que las leyes en las que se basa la ciencia para explicar el origen del Universo "no dejan mucho espacio ni para milagros ni para Dios".

Galileo, el rebelde renuente

Galileo Galilei, retrato
de Ottavio Leoni
En 2009, el Vaticano develará una estatua de Galileo Galilei en sus jardines, en capítulo más de un desencuentro originado en 1613 cuyos efectos siguen marcando a la ciencia y a la iglesia.

El choque que protagonizaron Galileo Galilei y la Inquisición a principios del siglo XVII es uno de los momentos más famosos de la historia del pensamiento científico, pero no siempre bien conocido, sino rodeado de leyendas y verdades a medias.

Nacido en Pisa, Italia, en 1564, Galileo Galilei se inclinó por las matemáticas llegando a ocupar la cátedra en su ciudad natal con apenas 25 años de edad. Tres años después, en 1592, fue a la Universidad de Padua, donde fue durante 18 años profesor de geometría, mecánica y astronomía, además de realizar importantes trabajos de investigación en física, matemáticas y astronomía que le llevaron a proponer algunos fundamentos esenciales del método científico, como la confianza en experimentos que pudieran ser analizados matemáticamente, la fidelidad a los experimentos aunque contradijeran creencias existentes, y la negativa a aceptar ciegamente la autoridad, implicando que se puede, y debe, cuestionar la autoridad si los datos la contradicen.

En 1608, basado en descripciones generales del telescopio inventado muy poco antes en Holanda, Galileo empezó a construir los propios para observar el cosmos. Así, el 7 de junio de 1610, descubrió tres pequeñas estrellas cerca de Júpiter, y durante las siguientes noches pudo observar que se movían, que al parecer pasaban por detrás de Júpiter, y reaparecían. No tardó en concluir que eran lunas en órbita alrededor de Júpiter, y el 13 de enero descubrió la cuarta. El anuncio de este descubrimiento, el de un cuerpo celeste alrededor del cual orbitaban otros, contradecía el modelo geocéntrico, según el cual todos los cuerpos del universo giraban alrededor de nuestro planeta. Sus datos fueron recibidos con suspicacia por astrónomos y filósofos, más cuando, en septiembre de ese año, describió las fases de Venus, similares a las de la Luna, lo que apoyaba al modelo heliocéntrico de Copérnico, señalando que el Sol era el centro del universo. Otras observaciones problemáticas de Galileo fueron las de las manchas solares y de las montañas y cráteres de la Luna. La filosofía vigente consideraba que los cielos eran la expresión de la perfección invariable de la creación, y para Aristóteles los cuerpos astronómicos eran esferas absolutamente perfectas, sin manchas ni irregularidades.

La descripción de sus observaciones astronómicas en sus obras El mensajero estelar de 1610 y Cartas sobre las manchas solares en 1613, abiertamente copernicana, iniciaron la controversia. En una prédica, el Padre Niccolo Lorini, fraile dominico y profesor de historia eclesiástica en Florencia, declaró que la idea copernicana violaba las escrituras. Galileo respondió en su Carta a Castelli, diciendo que las escrituras en no siempre debían interpretarse en sentido literal. El objetivo de Galileo era reconciliar a las escrituras con sus descubrimientos, pero Lorini mandó en 1615 a la Inquisición un ejemplar de la Carta a Castelli modificado a conveniencia para hacer más radical a Galileo, acompañado de sus observaciones compartidas por “todos los padres del Convento de San Marcos”. La Inquisición nombró a 11 teólogos para que calificaran el tema. Las proposición que debían evaluar eran “1. El sol es el centro del mundo y totalmente inamovible de su lugar” y “2. La tierra no es el centro del mundo, ni es inamovible, sino que se mueve en su totalidad, también con movimiento diurno”. Ambas proposiciones fueron rechazadas unánimemente por los calificadores, y consideradas contradictorias con las Sagradas Escrituras “en muchos pasajes”. El resultado fue comunicado a Galileo y se le ordenó abandonar los puntos de vista copernicanos.

Las consecuencias del decreto fueron diversas, entre ellas que la obra de Copérnico fuera incluida en el Index de libros prohibidos. Y la duda central que lo rodeaba era si la orden a Galileo fue solamente de no “sostener y defender” las ideas copernicanas aunque pudieran debatirse en términos hipotéticos, o si se le había exigido que “no enseñara” tales teorías, lo cual implicaba la prohibición de mencionarlas siquiera, incluso como malos ejemplos. Pero este problema se presentaría mucho después. Galileo, pese a todo, era miembro de la Academia de los Linces, la antecesora de la actual Academia Pontificia de las Ciencias, respetado profesor y un error teológico no implicaba un desastre. El Papa le garantizó a Galileo su seguridad, sus obras no fueron prohibidas y su posición académica y social se conservó.

Galileo obtuvo permiso formal de la Inquisición para realizar un libro que presentara una visión equilibrada de las teorías de Copérnico y de la iglesia, que fue su Diálogo referente a los dos principales sistemas del mundo, publicado en 1632 con gran éxito de ventas, adicionalmente. El libro era claramente parcial a la teoría de Copérnico, por lo que a los seis meses se suspendió su publicación y se ordenó al astrónomo comparecer ante el temible tribunal como sospechoso de herejía por haber violentado el mandato del que había sido objeto en 1616. Diez cardenales lo sometieron a un juicio paródico donde el tema no era la verdad o falsedad de las proposiciones de Copérnico, ese tema se había agotado en 1616, sino la desobediencia del astrónomo al publicar su nueva obra. Los evaluadores del Diálogo habían dictaminado que era parcial al copernicanismo, y antes del juicio mismo la iglesia ya había debatido qué hacer con el astrónomo. Aunque Galileo estaba dispuesto a cambiar de “opinión” y reconocer su “error”, los cardenales decidieron exigirle la abjuración del copernicanismo en un plenario del Santo Oficio, lo que ocurrió el 22 de junio de 1633. La sentencia fue que se prohibiera la circulación del Diálogo y que el astrónomo de casi 70 años fuera encarcelado sin plazo fijo a criterio de la inquisición. Entregado al embajador de Florencia, a fines de 1633 se le permitió lo que hoy se llamaría prisión domiciliaria en su granja de Arcetri, donde, ciego por sus observaciones del sol sin protección alguna para sus retinas, moriría en 1641.

Y en 1992...

Habían pasado 376 años desde la decisión de los calificadores sobre la inaceptabilidad del heliocentrismo cuando, ante la Academia Pontificia de las Ciencias, el Papa reinante Juan Pablo II declaró oficialmente que Galileo tenía razón. Pero para ello no se basó en la evidencia científica apabullante reunida durante casi cuatro siglos, sino en las conclusiones de un comité nombrado por el Papa en 1979, mismo que decidió que la Inquisición había actuado “de buena fe” pero se había equivocado. Paradójicamente, el renacimiento llegaba al Vaticano.