Artículos sobre ciencia y tecnología de Mauricio-José Schwarz publicados originalmente en El Correo y otros diarios del Grupo Vocento
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La civilización del fuego... en el siglo XXI

El ser humano ha obtenido su energía quemando combustibles durante 2 millones de años y ha sido totalmente dependiente de ellos. El desafío hoy es obtener energía de otro modo.

La revolución industrial y su quema de carbón vistos
por el pintor Gustave Courbet.
Siempre que se menciona el descubrimiento del fuego es útil recordar que en ese momento comenzó nuestra dependencia de los combustibles, fuentes de energía que hoy siguen siendo uno de los grandes temas sociales, políticos y económicos.

Hay algunas evidencias, en excavaciones arqueológicas en Kenya, de que el Homo erectus ya tenía dominio del fuego hace dos millones de años. Y las primeras pruebas incontrovertibles de uso del fuego se remontan a hace 250.000 años.

El fuego, además de alejar a los depredadores en la noche y dar calor en climas no amables para el ser humano, permitió además cocinar los alimentos, actividad que, según Richard Wrangham, autor de La captura del fuego: Cómo cocinar nos hizo humanos, nos permitió aprovecharlos mejor, en especial la carne, sin exigirnos evolucionar características de los depredadores, como aparatos digestivos más largos y dientes adaptados para desgarrar. Esto nos dio las calorías excedentes necesarias para que creciera y se desarrollara nuestro cerebro, que utiliza casi una cuarta parte de la energía que gastamos.

A partir de ese momento, en todas las culturas humanas una de las actividades fundamentales fue la obtención de combustible para el fuego.

Pero aunque la biomasa o materia orgánica (principalmente leña de madera o bambú) fue el combustible dominante hasta el siglo XVIII, no fue el único. La grasa animal, natural o derretida para convertirla en sebo ya se usaba hace alrededor de 70.000 años, de cuando proceden las primeras lámparas: objetos cóncavos naturales que se llenaban con musgo o paja empapados en sebo. Con estas lámparas se iluminaban en las cuevas los creadores de pinturas rupestres, como lo evidencian las 130 que se han encontrado en Lascaux. El sebo siguió usándose en antorchas, en lámparas y en un invento de los romanos: las velas dotadas con una mecha que servía para ir derritiendo el sebo al mismo tiempo que lo absorbía y lo iba quemando.

Al sebo animal se unió después el aceite vegetal. La primera referencia del aceite de oliva, el primero que se produjo, data del 2400 antes de la Era Común, en unas tablas de arcilla halladas en Siria que enumeran las enormes plantaciones de olivos y las reservas de aceite que tenía la ciudad-estado de Ebla: 4.000 grandes jarras de unos 60 kilogramos de aceite cada una para la familia real y 7.000 para el pueblo. Para llegar aquí, podemos suponer que la producción de aceite de oliva llevaba ya tiempo institucionalizada como actividad. Y los restos de hollín dentro de las tumbas, pirámides y otras edificaciones de Egipto nos dicen que su interior se iluminaba con lámparas de aceite que se colgaban de las paredes.

El carbón mineral tiene también una historia de más de 3.000 años, cuando hay referencias de que los chinos lo utilizaban. Para el siglo IV antes de la Era Común, el científico griego Teofrasto ya escribe sobre el uso del carbón como fuente de calor muy eficiente para el trabajo en metales. Además de su uso en la metalurgia, los romanos los utilizaron para calentar los baños públicos.

Aunque la recolección de miel ya aparece en pinturas rupestres que datan de hace 6.000 años, la cera se generalizó como combustible apenas en la Edad Media como sustituto del sebo en las velas. Pero era escasa y costosa, así que las grasas animales (incluida la de ballenas o focas), los aceites vegetales, el carbón y la biomasa fueron los principales combustibles con los que el ser humano se las arregló hasta el siglo XIX (salvo algunas excepciones, como los documentos que hablan de que en China se llegó a recolectar gas natural en odres para quemarlo).

A mediados del siglo XVIII empezó a desarrollarse en Inglaterra la serie de acontecimientos conocidos como la revolución industrial, alimentada principalmente por el carbón, que aportaba el abundante calor necesario para accionar las nuevas máquinas de vapor. El gas que acompañaba al carbón en sus yacimientos se empezó a utilizar para la iluminación hacia 1792, y muy pronto la mayoría de las ciudades importantes de Estados Unidos y Europa tenían iluminación de gas en sus calles.

El combustible que acciona esencialmente al siglo XXI, el petróleo, era conocido desde la prehistoria, cuando el betún o asfalto ya se utilizaba como adhesivo para fijar puntas de flecha en sus ástiles, y ha sido empleado como adhesivo, material impermeabilizante de barcos y tejados, para conservar momias e incluso como presunto medicamento. Pero ni el asfalto ni el petróleo crudo que ocasionalmente se encontraba a flor de tierra fueron utilizados como combustibles hasta el siglo XIX, cuando empezó a perforarse para buscarlo y aprovechar la popularidad de la lámpara de queroseno lanzada en 1853.

La aparición de la electricidad y los motores a explosión en autos, trenes, barcos, fábricas y aviones disparó la utilización de los combustibles de origen fósil, es decir, producto de la transformación de materia orgánica del pasado de la vida en el planeta. Su predominio es notable pese a que al quemarse emiten sustancias nocivas y además generan grandes cantidades de bióxido de carbono que, según el consenso de los expertos del clima, contribuye claramente al cambio climático.

De ahí que se haya vuelto la vista a otras fuentes de energía no combustibles, todos ellos ya conocidos desde la antigüedad. El agua, empleada en Mesopotamia y Egipto desde el año 4000 a.E.C. para irrigación, y después utilizada para accionar molinos y otras máquinas; el viento, usado desde el año 200 a.E.C. en Mesopotamia para accionar molinos y que se generalizó en Europa en el siglo VIII, y la energía solar, empezaron a utilizarse para generar electricidad todos a fines del siglo XIX: turbinas aerogeneradores y placas solares no son, pues, inventos tan recientes. El siglo XIX vio también los primeros usos de la biomasa para producir otros combustibles. La única fuente de energía nueva del siglo XX fue, en realidad, la nuclear, las reacciones de fisión controlada que producen calor para hacer vapor que mueva turbinas.

Lo que es novedoso, en todo caso, es el aumento en la eficiencia de las fuentes de energía alternativas, y que las convierte en la esperanza para independizar a la humanidad de los combustibles y que, al cabo de dos millones de años, o más, deje de ser la especie que quema cosas para vivir.

Los números del desafío de la energía

En 2009, el 40% de la energía mundial provenía del carbón, 21% del gas, 17% era hidráulica, 14% nuclear, 5% de petróleo y sólo 3% de las llamadas renovables. Y el consumo de energía en el mundo ha crecido casi 50% sólo desde 1990.

Almacenar la electricidad

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Planta termosolar de Andasol en Granada.
(Foto GDFL de BSMPS, vía Wikimedia Commons
La tecnología enfrenta el desafío de conseguir a gran escala lo que disfrutamos en nuestra electrónica personal: baterías potentes, duraderas y fiables.

La historia de las baterías que hoy accionan una multitud de dispositivos que van con nosotros a todas partes, desde la humilde linterna hasta el teléfono móvil inteligente o el portátil, hasta llegar a elementos esenciales como los marcapasos o los aparatos para la audición, comenzó en 1800, cuando el conde Alessandro Giuseppe Antonio Anastasio Volta, profesor de física de la Universidad de Pavia, le escribió a la Royal Society de Londres presentándoles la primera pila electroquímica.

Esta primitiva batería constaba de un apilamiento (de ahí el nombre de “pila”) de discos alternados de cinc y plata separados por discos de cartón empapados en salmuera que funcionaba como electrolito. Volta ya había demostrado en 1791 que se podía producir una corriente eléctrica formando un circuito con dos metales separados por una tela o papel secante empapados en salmuera. Lo que hizo en 1800 fue apilar muchos de estos circuitos para obtener una fuente constante y fiable de energía eléctrica por primera vez en toda la historia humana.

Aunque la pila voltaica daba electricidad durante un tiempo muy breve, sirvió para realizar por primera vez en la historia hazañas como la electrólisis del agua, es decir, su separación en sus dos gases componentes: el hidrógeno y el oxígeno. Pero se necesitaba una batería de mayor duración, y fue desarrollada sólo 36 años después, por el británico John F. Daniel, y su diseño accionó teléfonos, telégrafos y timbres de puertas durante más de 100 años.

Estas pilas generan la electricidad, no sólo la almacenan. Las reacciones químicas entre el electrolito (que sería la salmuera) y los dos metales, uno que actúa como electrodo positivo o cátodo y otro como electrodo negativo o álodo, generan un flujo de electrones… una corriente eléctrica. El siguiente salto hacia adelante lo dio en 1859 el inventor francés Gaston Plante, que desarrolló una batería de ácido y plomo que podía recargarse, es decir, se le alimenta electricidad y la guarda hasta que la necesitamos, lo que hoy se llama “batería secundaria”. Su diseño básico era tan eficaz que se sigue utilizando en todo el mundo: es el de las pesadas baterías que llevan todos los automóviles.

Los siguientes avances fueron, primero, conseguir una batería “seca”, es decir, que no necesitara un electrolito líquido, inventada en 1886 por el alemán Carl Gassner utilizando cinc y carbono. Ese diseño dominó la mitad del siglo XX, hasta la pila alcalina de níquel y cadmio del estadounidense Lewis Urrym que se empezó a comercializar en 1959. Vendrían después las baterías de níquel e hidruro metálico (NiMH) de 1989 y las baterías de iones de litio que hoy accionan la mayoría de los dispositivos electrónicos y que empezaron a venderse en 1991. Curiosamente, la batería de iones de litio utiliza nuevamente un electrolito líquido.

Las pilas de iones de litio tienen numerosas ventajas: conservan su carga más tiempo con muy poca pérdida espontánea, lo que nos permite guardarlas más tiempo sin que se agoten; no tienen el conocido “efecto memoria”, es decir, que no necesitan descargarse por completo antes de volverlas a cargar; y además pueden recargarse cientos de veces a diferencia de otras opciones. Gracias a las baterías de iones de litio, se ha vuelto viable el sueño de los automóviles eléctricos que recorren las calles en números cada vez mayores.

El problema a gran escala

La producción a partir de la energía solar (ya sea mediante placas fotovoltaicas o mediante hornos) y a partir del viento presenta un problema que con frecuencia se omite en el debate público, y es la falta de una forma eficiente de almacenar la electricidad.

El consumo eléctrico de una zona a lo largo del día es variable. Un día especialmente caluroso en verano, por ejemplo, puede disparar un pico en la demanda de electricidad al ponerse en marcha de pronto una gran cantidad de aparatos de aire acondicionado. Pero no hay una pila o batería donde se guarde esa electricidad y se pueda echar mano de ella cuando se necesita, sino que el sistema debe tener posibilidades de generar más electricidad, por ejemplo poniendo en marcha turbinas adicionales en una hidroeléctrica o encendiendo turbinas de gas que pueden responder rápidamente a un cambio inesperado en la demanda.

Como es evidente, la demanda eléctrica no se detiene de noche, cuando las plantas solares no pueden generar electricidad (con una excepción de la que hablaremos más adelante). Tampoco puede provocarse un apagón cuando el viento es demasiado débil para mover los aerogeneradores o turbinas eólicas, o cuando el viento es demasiado fuerte y deben detenerse las turbinas de modo que el exceso de velocidad de giro no las pueda dañar.

Es por ello que muchos consideran que, al menos de momento, no es viable la eliminación de las plantas térmicas, de ciclo combinado, hidroeléctricas y nucleares que siguen siendo las principales fuentes de la electricidad que se consume en el mundo.

Andasol

Una de las aproximaciones al problema es original por cuanto no almacena electricidad, sino que almacena directamente el calor que posteriormente se utilizará para producirla en turbinas.

El pionero complejo termosolar de Andasol, en la comarca de Guádix, Granada, utiliza espejos parabólicos para concentrar el calor del sol. Los colectores solares de las tres plantas que componen el complejo generan más calor que el que se utiliza para el vapor que mueve las turbinas eléctricas para que produzcan, en conjunto, 150 megavatios. El calor excedente va a un sistema de almacenamiento térmico a base de sales fundidas, que permiten que las turbinas operen a plena capacidad durante 7,5 horas de noche o en condiciones de nublado.

Ingenioso y original, el sistema sin embargo no es trasladable a sistemas que utilizan no el calor, sino el movimiento para generar electricidad, como las granjas eólicas. Para ellas, el almacenamiento de electricidad sigue siendo el gran desafío. Y un desafío aún mayor si vemos realmente lo poco que han cambiado las baterías en su diseño básico desde que Volta utilizó la suya para producir su primer voltio.

La historia, la fama y la fortuna esperan a ese hombre o mujer que finalmente nos muestre cómo guardar la electricidad eficazmente.

Microminibatería

Jianyu Huang, de los Sandia National Laboratories de los EE.UU., construyó a fines de 2010 la batería más pequeña del mundo: un cátodo de litio cobalto de tres milímetros de largo, un electrolito de líquido iónico y un ánodo formado por un nanonalambre de óxido de estaño de 10 nanometros de largo y 100 de ancho del que se necesitarían 7.000 para igualar el espesor de un cabello humano.

Las contradicciones del petróleo

Torres de petróleo en Orange County, 1928
(CC Orange County Archives
via Wikimedia Commons)
El petróleo es por igual oro negro, motor de la economía y la vida moderna, contaminante peligroso, motivo de guerras y salvador de vidas. Una muy humana colección de contradicciones.

El petróleo que hoy es preocupación cotidiana fue una curiosidad poco relevante durante la mayor parte de la historia humana. Manaba naturalmente de la tierra o se filtraba a lagos y ríos, un material con pocos usos.

Cierto, se podía quemar, con un olor bastante peor que el de otros aceites, como el de oliva. Pero el petróleo –el “aceite de piedra”– se empleaba principalmente como remedio, y la brea se usaba para calafatear o impermeabilizar embarcaciones. La Biblia cuenta que el alquitrán se usaba cemento en la antigua Babilonia, y ateniéndonos a lo que relata el libro del Génesis en su capítulo 11, el alquitrán fue el adhesivo o cemento usado en la supuesta construcción de la Torre de Babel.

Heródoto menciona en el 450 antes de la era común un pozo en Babilonia que producía sal, betún y petróleo, mientras que Alejandro Magno usó antorchas empapadas en alquitrán petróleo para asustar a sus enemigos. Alrededor del año 100 de nuestra era, Plutarco habla de petróleo que sale burbujeando de la tierra cerca de Kirkurk, en lo que hoy es Irak, país desolado por una guerra en la que el petróleo juega un papel relevante. Y en China, en el siglo IV de nuestra era, se utilizó para quemarlo y evaporar agua salada para obtener sal. Allí se perforaron los primeros pozos, de hasta 250 metros, para obtenerlo.

El petróleo ni siquiera protagonizó la revolución industrial de los siglos XVIII y XIX, sino que lo hizo el carbón, otro combustible fósil que sustituyó a la madera para obtener el vapor que movió la naciente industria. El carbón se procesó también para gasificarlo y purificarlo, permitiendo que se usara en la iluminación con gas que a principios del siglo XX permitía la vida nocturna en las grandes ciudades de Europa y EE.UU.

El petróleo por su parte empezaba a desarrollarse a partir de 1853, cuando el científico polaco Ignacy Lukasiewicz creó la destilación del petróleo para obtener queroseno, que antes se obtenía del carbón. Lukasiewicz inventó además la lámpara de queroseno, que era limpia, fácil de usar y de poco olor comparada con sus antecesores. Ambos avances impulsaron la aparición de explotaciones petroleras en todo el mundo, junto con las grandes fortunas y los grandes monopolios.

Desde mediados del siglo XIX hasta el siglo XX, los productos obtenidos del petróleo mediante la destilación fraccionada se multiplicaron: combustibles gaseosos como el propano, combustibles líquidos (desde el gasavión y la gasolina hasta el diesel, los lubricantes, el ácido sulfúrico, el alquitrán, el asfalto y el coque de petróleo, hasta los productos petroquímicos).

El salto del petróleo a la primera fila de la atención mundial fue el desarrollo del motor de combustión interna o motor a explosión. En 1886, Karl Benz patentó el motor de cuatro tiempos con el que empezaría a producir sus automóviles, seguido por numerosos ingenieros que perfeccionaron, ampliaron y desarrollaron la idea del automóvil y el motor.

Y de la mano del automóvil, el avión nacido en 1905 y las refinerías, el petróleo empezó a apoderarse, literalmente, del mundo. Los autos exigían carreteras en condiciones (asfaltadas... con petróleo), y gasolina y aceite (del petróleo), así como los aviones que demandaban igualmente combustibles procedentes del petróleo, nace la petroquímica.

Los productos no combustibles del petróleo, como el propileno, el etileno, el benceno y el tolueno dieron origen a la industria petroquímica y multiplicaron el valor comercial del petróleo y el hambre del mismo que fue desarrollando nuestro mundo. El petróleo se convirtió así en plásticos de gran utilidad, fibras artificiales como el nylon, el rayon o el poliéster que sustituyen al menos en parte al algodón, el lino y otras fibras naturales, empaques baratos y multitud de productos más.

Las desventajas, sin embargo, siempre estuvieron presentes. La contaminación ocasionada por la combustión de la gasolina, el diesel y otros combustibles del petróleo, así como por los desechos de los lubricantes, ha sido uno de los principales problemas de los últimos 100 años, exigiendo mejores fórmulas y diseños para paliar el daño que causan.

Los maravillosos plásticos, a su vez, tienen también su lado oscuro. Además de que su biodegradación puede tardar siglos, su combustión puede emitir emanaciones sumamente venenosas, y los procesos de producción conllevan también la emisión de contaminantes nocivos para el ambiente y la salud de personas y animales.

Sin embargo, el problema no durará mucho, porque el petróleo se agotará en algún momento determinado. Según distintos cálculos, esto podría pasar ya en 2057 o hasta 2094, dependiendo de nuestra capacidad de conservar este recurso y del descubrimiento o no de nuevas reservas. Hoy en día, las reservas mundiales de petróleo se calculan entre 1,4 y 2 billones de barriles (millones de millones), mientras el consumo diario de petróleo en el mundo es de alrededor de 84 millones de barriles.

Nosotros, o nuestros descendientes inmediatos, deberemos enfrentar el fin de la era del petróleo en nuestro planeta. Lo que pueda pasar entonces está totalmente abierto a especulaciones, desde las de los más pesimistas, que esperan un desastre apocalíptico al abatirse la producción y transporte de alimentos, hasta los optimistas que confían en que algo pasará que resuelva el problema, ya sea un aumento en la conciencia pública o un avance de la ciencia.

Sin embargo, sabemos que el petróleo se agotará, y en el momento en que la producción diaria sea menor que el consumo diario (lo que significaría que día a día se iría creando una escasez de petróleo) empezará un largo proceso de destete. En él, esperamos que el desarrollo de formas de energía más limpias, renovables y accesibles, jugará un papel fundamental.

Pero no lo sabemos. Y por ello todos los esfuerzos de conservación son útiles y recomendables. La humanidad ha vivido más de un siglo sin precedentes sumida en las contradicciones del petróleo. Y tendrá que hacerse a la idea de que esta fiesta, cuando menos, tiene horario de cierre.

El fósil que nos mueve

Solemos referirnos al petróleo y al carbón como “combustibles fósiles" debido a que eso son precisamente. El petróleo se ha formado a partir de los cuerpos y restos orgánicos de plantas y animales que vivieron hace millones de años y que se hundieron en el fondo del mar. Enterrados bajo kilómetros de arena y sedimentos, atrapados en roca no porosa y sometidos a enormes presiones y temperaturas, un pequeño porcentaje de estos restos orgánicos se desintegró en compuestos formados por átomos de hidrógeno y carbono, los hidrocarburos.

La ecuación más famosa del mundo

Encontramos E=mc2 en todas partes, desde dibujos animados hasta esculturas. Es la ecuación más famosa, pero... ¿qué significado tiene?

Albert Einstein a los tres años (1882)
(Foto D.P. vía Wikimedia Commons)
Era 1905 cuando el poco conocido físico que trabajaba como examinador de la oficina de patentes de Berna, Suiza, Albert Einstein, presentó cuatro trabajos de física en la reconocida revista científica alemana Annalen der Physik (Anales de la Física).

Estos cuatro trabajos, tan cercanos en el tiempo, son un logro sin paralelo en la ciencia. Los cuatro refundaron la física en los términos en que la entendemos hoy en día, y por ellos se conoce a 1905 como el annus mirabilis o “año maravilloso" de Einstein.

El primero de los artículos decía que la energía se emite en paquetes discretos llamados “cuantos de energía”, lo que explicaba entre otras cosas el efecto fotoeléctrico y sentaba las bases de la mecánica cuántica. El segundo se ocupaba del movimiento browniano de las partículas suspendidas en un líquido. El tercero analizaba la mecánica de los objetos a velocidades cercanas a la de la luz, lo que se conocería después como la “teoría especial de la relatividad”.

El cuarto artículo afirmaba que la materia y la energía eran equivalentes, es decir, que la materia y la energía son dos formas diferentes de lo mismo,.y que esa equivalencia se veía definida por la ecuación E=mc2.

Esta ecuación en apariencia sencilla significa simplemente que el contenido de energía de cualquier trozo de materia es equivalente a su masa (m) multiplicada por la velocidad de la luz (c) elevada al cuadrado.

La ecuación E=mc2 no es, como en ocasiones se cree, la ecuación de la teoría de la relatividad. Es un resultado de dicha teoría, ciertamente, pero nada más. Parte de su encanto, muy probablemente, es su simplicidad: cinco símbolos con significado claro que chocan con los encerados pletóricos de símbolos extraños que suelen representar a los matemáticos y a los físicos.

Para entenderlo, veamos primero cómo medimos la energía La medida de la energía son los joules, o julios, denominados así en memoria del físico inglés James Prescott Joule. 1 joule es la cantidad de energía necesaria para elevar en 1 grado Celsius la temperatura de 1 kilogramo de agua, y se define como 1kg m2/s2, kilogramo por metro al cuadrado entre segundo al cuadrado.

Sabiendo cómo definimos la energía, pensemos ahora qué pasaría si convertimos 1 gramo de materia, un modesto y sencillo gramo de materia, en energía. Es decir, cuánta energía hay contenida en un gramo de cualquier cosa que queramos, un gramo que es igual a 0,001 kg. La energía (E) se obtendría multiplicando 0,001kg por la velocidad de la luz al cuadrado.

La velocidad de la luz es aproximadamente de 300.000 kilómetros por segundo, es decir, 300.000.000 metros por segundo

La operación sería, entonces E=0,001 kg x 300.000.000 m/s x 300.000.000 m/s

Lo que resulta en E=90.000.000.000.000 kg m2/s2 o simplemente joules.

Estos 90 billones de joules equivalen, a su vez, a la explosión de más de 21.000 toneladas de TNT. Para darnos una idea de lo que eso significa, la bomba atómica arrojada sobre Hiroshima liberó una energía explosiva de entre 13 y 18 mil toneladas de TNT, o kilotones.

En la reacción nuclear llevada a cabo en el interior de aquella atroz arma de destrucción masiva, menos de 1 gramo del uranio 235 que la componía se transformó en energía... y ello bastó para arrasar la ciudad y matar a más de 60.000 personas de inmediato. Es decir, la cantidad de energía concentrada en la masa es asombrosamente grande.

Más allá de medir el potencial destructivo, claro, E=mc2 nos dice que si pudiéramos controlar la liberación de energía de un gramo de masa obtendríamos 25.000.000 de kilovatio-horas de energía eléctrica. La energía eléctrica necesaria para encender 25 millones de bombillas de 100 vatios durante 10 horas.

La ecuación de Einstein, por tanto, nos decía que existe una fuente de energía abundantísima en la materia que nos rodea. La pregunta, claro, era cómo obtener esa energía. Desde que Cockroft y Walton ofrecieron la primera confirmación experimental de la equivalencia entre masa y energía, en 1932, gran parte del trabajo técnico se ha orientado a conseguir una buena solución técnica para obtener energía a partir de la masa.

Las centrales nucleares, que utilizan la fisión o división de los núcleos de materiales radiactivos para obtener energía, son una forma de rentabilizar, por así decirlo, la ecuación de Einstein. Pero la gran promesa para resolver las necesidades energéticas de la humanidad se encuentra en la fusión nuclear, el proceso de unión de dos núcleos para formar un elemento más pesado, que también libera una gran cantidad de energía.

El sol es un horno de fusión nuclear. Y es la ecuación E=mc2 la que explica cómo la fusión de átomos de hidrógeno para formar átomos de helio en las estrellas, incluida la nuestra, tiene la capacidad de producir tanta energía. La comprensión científica tanto nuestro sol como de todas las estrellas, e incluso el Big Bang como origen del universo, del espacio y el tiempo, requerían como antecedente fundamental la ecuación de equivalencia de masa y energía de Einstein.

Esta fórmula, además, es clave para explicar uno de los fenómenos más curiosos de la teoría de la relatividad de Einstein, y es el que establece que ningún objeto con masa puede alcanzar la velocidad de la luz: al añadir energía a un objeto, se hace aumentar su masa. Es decir que, por ejemplo, al calentar agua en un microondas, el agua adquiere una cantidad adicional de masa, así sea casi infinitesimal. Y lo mismo ocurre al acelerar cualquier objeto: hacemos crecer su masa.

Si aceleramos un objeto de tal modo que se aproxime a la velocidad de la luz, la aplicación de la energía hará que su masa crezca en consecuencia. A mayor energía, mayor masa y, por tanto, se necesita más energía para seguir acelerando el objeto. Al aproximarse a la velocidad de la luz, la masa de cualquier objeto tiende a infinito.

Dicho de otro modo, si aceleramos cualquier objeto con masa, así sea un grano de café, hasta que llegue a la velocidad de la luz, su masa sería infinita y ocuparía todo el universo.

Así que, aunque podamos buscar la forma de obtener energía abundante, limpia y barata a partir de la ecuación de Einstein, también ella nos dice que los viajes instantáneos por el universo están al parecer condenados a ser, para siempre, cosa de fantasía.

La ecuación y su creador

Sobre E=mc2, Einstein dijo: “De la teoría especial de la relatividad se seguía que la masa y la energía no son sino distintas manifestaciones de una misma cosa... un concepto más bien poco corriente para la mente promedio." Hoy, 105 años después de que enunciara la ecuación, quizá la “mente promedio” se haya acercado un poco a la genialidad del físico del peinado imposible.