Marcelo
odiaba el turno de noche en la morgue y eso que, normalmente, no era
nada aprensivo -no podía serlo siendo forense-, ni creía, por
supuesto, en fantasmales apariciones -había hurgado en demasiados
cuerpos como para creer en cosa semejante-, pero durante esas largas
noches de trabajo el silencio de los muertos parecía mucho más
opresivo y su presencia más tangible. Si a todo eso añadimos una
noche tormentosa como aquella, con continuos (aunque breves) cortes
de luz, y un programa de radio lleno de aparecidos y psicofonías
varias, la imaginación tenía el terreno perfecto para correr
desbocada y hacerle un poco de hueco al ancestral miedo que los
espectros despiertan en los vivos.
Decidido
a frenar su loca imaginación, Marcelo pensó que lo mejor que podía
hacer era cambiar de emisora, olvidarse de la tormenta y ponerse a
trabajar en su próximo cliente que, desde hacía rato, aguardaba ser
atendido en uno de los cajones del gran congelador.
Marcelo
se aseguró de tener todo el material listo, se lavó las manos, se
colocó guantes, mandil y gafas, abrió la portezuela y extrajo el
cuerpo que, de inmediato, se sentó y comenzó a gruñir de manera
aterradora. El forense tomó un bate que tenía cerca y, sin dejar de
tararear la canción de moda que sonaba en la radio, le asestó un
terrible golpe en la cabeza que hizo que el cadáver viviente
volviera a caer de espaldas. A continuación, y por si acaso, Marcelo
le asestó un nuevo golpe.
Una
vez satisfecho y seguro de que el zombi -ahora sí- estaba bien
muerto, comenzó su trabajo canturreando por lo bajo y pensando en lo
mucho que odiaba el trabajo nocturno y esas estúpidas ideas sobre
terroríficos fantasmas que su enloquecida imaginación le traía a
la mente en las largas noches de guardia.
Menos
mal que los zombis le servían de distracción...