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miércoles, 17 de marzo de 2021

Antonio Tabucchi / Las tardes del sábado

 

Ilustración de Andrea Ucini


Antonio Tabucchi

LAS TARDES DEL SÁBADO

    Iba en bicicleta, dijo la Nena, llevaba un pañuelo con nudos en la cabeza, lo he visto bien, también él me vio, quería algo de aquí de casa, eso lo entendí, pero pasó como si no pudiese detenerse, eran las dos en punto.
    La Nena por aquel entonces llevaba un aparato de metal en los dientes que se obstinaban en crecerle torcidos, tenía un gato pelirrojo al que llamaba «mi Belafonte» y se pasaba el día canturreando Banana Boat, o preferiblemente silbándola, porque gracias a los dientes el silbido le salía perfecto, mejor que a mí. A mamá parecía molestarle mucho, pero normalmente no la reñía, se limitaba a decirle pero deja en paz a ese pobre animal, o bien, cuando se veía que le entraba la melancolía y simulaba descansar en la butaca y la Nena corría al jardín, bajo los oleandros, donde había instalado su pied-à-terre, se asomaba a la ventana apartándose un mechón de cabellos que se habían pegado a su frente por el sudor y con voz cansada, no como si le estuviese haciendo un reproche, sino como si fuese su propio lamento, una letanía, le decía, pero deja ya de silbar esas tonterías, parece mentira, y además sabes de sobra que las niñas bien educadas no deben silbar.

Antonio Tabucchi / Dama de Porto Pim

Ilustración de Andrea Ucini


Antonio Tabucchi
DAMA DE PORTO PIM: UNA HISTORIA

Todas las noches canto, porque para eso me pagan, pero las canciones que has escuchado eran pesinhos y sapateiras para los turistas que están de paso y para aquellos americanos que se ríen allá al fondo y que dentro de poco saldrán tambaleándose. Mis canciones de verdad son sólo cuatro chamaritas, porque mi repertorio es reducido, y yo casi soy viejo, y además fumo demasiado, y tengo la voz ronca. Tengo que ir vestido con este balandrau azoriano que se llevaba antaño, porque a los americanos les gusta lo pintoresco, luego vuelven a Texas y cuentan que han estado en un tugurio de una isla remota donde había un viejo vestido con una capa arcaica que cantaba el folklore de su gente. Quieren la viola con cuerdas de cobre, que da este sonido de feria melancólica, y yo les canto modinhas empalagosas en las que la rima siempre es la misma, pero tanto da porque ellos no lo entienden y como ves beben gin tónic. Pero tú, en cambio, ¿qué andas buscando, por qué vienes aquí todas las noches? Tú eres curioso y buscas algo más, porque es la segunda vez que me invitas a beber, pides vino de cheiro como si fueses uno de aquí, eres extranjero y finges hablar como nosotros, pero bebes poco y además te callas y esperas que hable yo. Has dicho que eres escritor, y quizás tu oficio tenga algo que ver con el mío. Todos los libros son estúpidos, nunca hay mucha verdad en ellos, y sin embargo cuántos he leído en los últimos treinta años, no tenía nada mejor que hacer, he leído muchos e italianos también, naturalmente todos traducidos, el que más me ha gustado se llamaba Canaviais no vento, de una tal Deledda, ¿lo conoces? Y además tú eres joven y te gustan las mujeres, he visto cómo mirabas a esa mujer tan guapa de cuello largo, la has estado mirando toda la noche, no sé si estás con ella, también ella te miraba y tal vez te parezca extraño pero todo esto ha despertado algo en mí, será porque he bebido demasiado. Siempre he elegido el demasiado en la vida, y eso es una perdición, pero no se puede hacer nada cuando se nace así.

Antonio Tabucchi / Los muertos a la mesa

Ilustración de Andrea Ucini


Antonio Tabucchi

Los muertos a la mesa



En primer lugar le diría que de la nueva casa le gustaban sobre todo las vistas a Unter den Linden, porque eso le hacía sentirse aún como en casa. Es decir, era una casa que le hacía sentirse como en casa, como cuando su vida tenía sentido. Y que le gustaba haber escogido la Karl Liebknechtsrasse, porque ése también era un nombre que tenía sentido. O que lo había tenido. ¿Lo había tenido? Claro que lo había tenido, sobre todo la Gran Estructura. El tranvía se detuvo y abrió sus puertas. La gente entró. Esperó a que se cerraran. Vete, vete, prefiero ir andando, así me doy un sano paseo, hace un día demasiado bueno para desaprovechar la ocasión. El semáforo estaba en rojo. Se reflejó en el cristal de la puerta cerrada, aunque una tira de goma lo dividiera en dos. Estás bien así, partido en dos, querido mío, siempre partido en dos, una mitad aquí y otra allí, es la vida, así es la vida. No estaba mal, no: era un apuesto hombre entrado en años, el pelo blanco, una chaqueta elegante, mocasines italianos comprados en el centro, el aire de bienestar de una persona de posibles: las ventajas del capitalismo.