Cuando despiertas sientes un funeral en la cabeza, como en aquel verso de Emily Dickinson. No hay nadie en ese velatorio, salvo tú, que eres el muerto, harapiento y náufrago, como en aquella novela de Juan Rulfo. Te palpas los bolsillos del pijama en busca de un grifo. Pagarías por que manase agua fría de la lámpara que hay en la mesilla de noche. La lengua te pesa dentro de la boca como un diccionario de sinónimos. Cuando consigues despegarla pesadamente, como si empujases un coche que no arranca, solo articulas una perogrullada. Chirría igual que una bisagra oxidada, pero aun así, es una rotunda y bella frase: «Uff, qué resaca». Hay que manejarla con cuidado. Es dinamita y puede explotar. En cierto sentido, la resaca no es sino una mina antipersona que acabas de pisar. Oyes el clic. Es un sonido inconfundible, como la Novena Sinfonía, ante el que te quedas quieto, para no precipitar tus cenizas. Pero tú sabes que el futuro ya pasó.
John Fante (Denver, 1909-Los Ángeles, 1983) creó un alter ego, Arturo Bandini, con el que ficcionó la vida de un italoamericano de segunda generación, hijo de un albañil borracho y de una señora obsesionada con la religión. Ese era Fante, que halló en Bandini el espejo perfecto, esa clase de personaje amado hasta las últimas consecuencias por su sentido del humor y desgarro, y lo más importante, con esa escasa compasión hacia sí mismo.
El pasado mes de mayo se cumplieron 30 años de la muerte de John Fante, un escritor italoamericano de extracción humilde con una vida personal y literaria intensa y trágica. Para celebrar esta efeméride, Anagrama, la editorial que ha publicado toda su obra en castellano, recientemente ha sacado a la luz una colección de relatos titulada El vino de la juventud que, no podía ser de otra forma, ha vuelto a traducir Antonio-Prometeo Moya. Fante fue un precursor de lo que Kerouac y Bukowski harían con posterioridad a él: crear un alter ego a través del cual ficcionalizar su propia vida y, partiendo de este material, escribir novelas autobiográficas que tendrían varias entregas a lo largo de su obra literaria. En el caso que nos ocupa, Fante creó un alter ego llamado Arturo Bandini que a lo largo de cuatro novelas (Espera a la primavera, Bandini, Pregúntale al polvo, Camino de Los Ángeles y Sueños de Bunker Hill) muestra un compendio de las mejores virtudes y los peores defectos del Fante real: Bandini es contradictorio, pendenciero y colérico pero, a la vez, es generoso, sensible y familiar.
En agosto de 1988, Jorge Herralde, que había estado editando en Anagrama a docenas de escritores norteamericanos, llegó a Estados Unidos dispuesto a conocer a muchos de ellos en persona. El viaje duraría tres semanas y alternaría coche y avión. En el aeropuerto de Washington DC, en el que aterrizó en compañía de Lali Gubern, traductora y editora, y también pareja, los aguardaban representantes de la Meridian House Internacional, una institución de liderazgo diplomático y global dedicada a los programas de intercambio de líderes, ideas y cultura. A través de una suerte de beca esta financiaba el viaje «por la atención que Anagrama había prestado a la literatura norteamericana» desde sus inicios, explica Herralde en Un día en la vida del editor, libro con el que celebra los cincuenta años de la fundación de la editorial.
La primera etapa lo condujo a Tethford, en Vermont. «Fuimos en coche, para visitar a Grace Paley, de quien habíamos publicado sus tres libros de cuentos». Batallas de amor, centrado en las relaciones amor-odio entre hombre y mujeres, fue el primero. Herralde había oído hablar de ella «en los setenta, en una visita a Barcelona del gran cuentista Donald Barthelme», al que ya había publicado. En un almuerzo «entre vodkas y vodkas y más vodkas (antes de empezar a comer), me recomendó a una autora y un título, espléndido, que me apuntó en un papalito: Enormous Changes at the Last Minute».
Paley vivía en una cabaña en medio de un bosque con su esposo, el poeta Robert Nichols. Entre los dos prepararon una cena con las verduras y lechugas de su huerto, «que se limpiaron relativamente». Después fueron a conocer a las ovejas (docenas y docenas), atraídas por los estrepitosos alaridos del poeta, y tras juegos y revolcones con las demasiado amistosas bestias «nos pusimos a comer, beber, fumar, orinar en el campo (en suma, la vida sencilla, mientras hablábamos de política, feminismo, y de sus amigos los beatniks», recuerda Herralde.
John Kennedhy Toole La conjura de los necios
Cuando dejaron Vermont se dirigieron a Nueva Orleans, donde la Meridian House Internacional les asignó un guía, profesor de literatura, llamado Kenneth Holditch, que presumía de no haber salido jamás de la ciudad. Suya había sido la primera crítica mundial de La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, el mayor longseller de Anagrama, a la que dio equilibrio económico tras pasar por serias dificultades económicas. La primera noticia que había tenido Herralde de la novela fue a través de un catálogo de la Louisiana University Press, en el que se reproducía el prólogo del libro, del escritor y editor Walker Percy, donde contaba que un día entró en su despacho una señora con el manuscrito de su hijo, John Kennedy Toole, que se había suicidado al no lograr que el libro se publicase. «Ese texto de presentación era muy excitante, por lo que decidí pedir una opción», confiesa Herralde, que pasó una oferta de mil dólares. En la primavera de 1982 salió el libro traducido, en una tirada de cuatro mil ejemplares. Al regreso de las vacaciones se había agotado, y a partir de ese momento se convirtió en un superventas. «En aquel verano, en las playas españolas se podía observar un fenómeno curioso: gente agitándose espasmódicamente sobre sus tumbonas y toallas; si uno se acercaba, veía que estaban leyendo un libro a carcajadas: La conjura de los necios».
Casa de Eudora Welty
El editor no se fue de Nueva Orleans sin hacerse algunas fotos fetiches, como una debajo del reloj de los grandes almacenes D. H. Holmes que figura en la primera página de la novela. Después emprendió viaje a Jackson, Mississippi, para ver a Eudora Welty, de la que había publicado Una cortina de follaje, El corazón de los Ponder y Las manzanas doradas. La misma semana que la visitaron Herralde y Lali Gobern, lo hicieron un equipo de televisión de Nueva York y un periodista francés. «¿Qué pasa con usted, Miss Welty? ¿Le van a dar el Nobel?», le preguntaban sus vecinos. Fue Welty quien le habló de Richard Ford, al que conoció de niño, cuando era vecino suyo en Jackson. Dos años después Anagrama publicó Rock Springs y El periodista deportivo, solo para abrir boca.
Charles Bukowski
En San Francisco visitó a su amigo Lawrence Ferlinghetti, poeta, editor y propietario de la mítica librería City Lights Books, que en su día había se había hecho famoso con motivo del juicio por obscenidad al que fue sometido por publicar Aullido de Allen Ginsberg, más tarde también en el catálogo de Anagrama. Herralde había contado ya en Por orden alfabético que en agosto de 1976 estuvo en City Lights Books, y en esa ocasión Nancy J. Peters, mano derecha de Ferlinghetti, «me recomendó vivamente dos libros de Bukowskique habían publicado hacía poco: Escritos de un viajero indecente y Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones. Empecé a leerlos en el viaje de vuelta y ya no pude soltarlos».
Tom Wolfe
En Nueva York lo esperaba el plato fuerte del viaje. Entre conciertos, museos y paseos, se reservó varias citas literarias y editoriales. La primera fue para conocer a Tom Wolfe, su gran fichaje norteamericano de los años setenta. Cuando Herralde y Lali Gubern llamaron a la puerta de su casa, abrió Wolfe en persona, «con su uniforme de Tom Wolfe». Bebieron vino blanco, hablaron de literatura, del nuevo periodismo y de la pasión del escritor por Zola, y su obsesión por la exactitud.
En 1972 Anagrama había publicado La Izquierda Exquisita & Mau-mauando al parachoques, que presentó en Bocaccio Manuel Vázquez Montalbán. Los anticipos «respondían al interés que entonces despertaba el autor en España, o sea prácticamente nulo: los de los cuatro primeros libros oscilaban entre ciento cincuenta y trescientos dólares… Con La hoguera de las vanidades las cosas cambiaron, dentro de un orden: veinticinco mil dólares. Rápidamente recuperados».
Bret Easton Ellis
La siguiente cita fue una tarde en casa del matrimonio Gita y Sonny Mehta, el editor inglés que el año anterior había fichado por Alfred A. Knopf, tras destacar por su labor en Pan Books y sobre todo en Picador, sello en el que editó a comienzos de los ochenta a Ian McEwan, Salman Rushdie, Edmund White, Julian Barnes, Graham Swift o Michael Herr, muchos de los cuales llegarían a España de manos de Anagrama. «Después de tomar unas copas», cuenta Herralde, «nos fuimos Lali y yo, con ellos y su chófer, al piso de Bret Easton Ellis, que daba una party en honor de su gran amigo Jay McInerney, que acababa de publicar Story of My Life». Solo eran veinteañeros, pero McInerney, Easton Ellis, Tama Janowitz, también en la fiesta, y David Leavitt, «eran posiblemente el cuarteto de jóvenes más prometedores del momento». Anagrama acababa de publicar por entonces Esclavos de Nueva York, de Janowitz, y Menos que cero, de Ellis. La fiesta era, sin embargo, lo suficientemente grande para que también acudiesen George Plimpton, fundador de The Paris Review, o Harold Brodkey.
Kurt Vonnegut
Parecía un final de ruta por Norteamérica perfecto, pero horas antes de tomar el vuelo de regreso a España, Herralde cumplió un último sueño, en el restaurante del famoso Hotel Algonquin. Allí lo esperaba Kurt Vonnegut, del que Anagrama había publicado cuatro libros de una tacada, incluido Matadero Cinco. «Empezamos a beber, y de entre las barbas de Vonnegut empezaron a salir historias inesperadas y entrecortadas, acompañadas de sonoras carcajadas. Nosotros sonreíamos con falsa complicidad, aventurábamos algún tema y rápidamente nuestro jovial amigo arremetía con nuevos chistes, risas y bromas crípticas sobre escritores». Herralde y Gubern no entendieron demasiado. «Nos despedimos con grandes abrazos, pero bastante deprimidos, sic transit gloria mundi, etc.», y sin más regresaron a España.
Triunfo Arciniegas ROCA, BUKOWSKI Y PETRO Bogotá, 11 de enero de 2020
Juan Manuel Roca, poeta y amigo, se equivoca con Bukowski y con Petro. Considera que Bukowski es malo y el otro bueno, y es exactamente al revés. Bukowski, y lo saben millones de lectores en el mundo entero, es un escritor que no se parece a nadie, un gran escritor. Salvo los últimos años, debido al milagro de las regalías alemanas, su vida fue miserable y caótica, muy tratada en su propia obra. Bukowski se encarga de las miserias de la vida, de los hombres sin esperanza y las mujeres perdidas. Escribió dos libros que se me antojan memorables, Mujeres, que retrata sin piedad la vida sexual de un hombre mayor, y La senda del perdedor, un lúcido y duro retrato de la adolescencia. Dos libros muy distintos.
Como poeta es desigual, pero qué poeta no lo es. Hasta los grandes han escrito pésimos poemas. Y si examinamos con lupa, de cada poeta quedan cinco o seis poemas que de verdad valen la pena. De Bukowski podría decirse lo mismo. Esos cinco o seis poemas existen. Escribió poesía a chorros. Iba donde lo invitaran por unos cuantos dólares, se emborrachaba y leía. La gente andaba loca con sus textos. Todavía anda loca. Bukowski es un escritor, sobre todo, para gente joven.
Petro es un político colombiano con una desmedida ambición por el poder. Egocéntrico como nadie, orgulloso y altanero. Navarro Wolf dice que él mismo es su propio enemigo. Petro dirige el odio y el rencor como lo hacía Chávez, su maestro: ambos expertos en manejar pasiones, ambos consumados estrategas. Petro fue guerrillero, es decir, que alguna vez consideró llegar al poder a sangre y fuego. Tal como lo intentó el mismo Chávez, que terminó transformando el país más rico de Latinoamérica es el más miserable y corrupto. Tal como lo hicieron los Castro con Cuba, donde construyeron un régimen de hambre y represión de más de sesenta años cuyo fin aún no se vislumbra. Como opositor, papel que domina a cabalidad, Petro denuncia crímenes, y con razón, porque el nuestro es un país de espanto, pero se olvida que su movimiento, el M19, es responsable del holocausto del palacio de Justicia. Denuncia la corrupción, tan obvia y patética, pero no pudo evitarla en su alcaldía. Por cierto, como alcalde de Bogotá fue un desastre. Dio a conocer el cobre. Se comportó como un déspota. Petro es un tramposo. Experto en verdades a medias. Ni la gente de izquierda quiere trabajar con él. Cuando fue candidato a la presidencia de Colombia le hicieron jurar ante unas ridículas tablas de la ley en la misma Plaza de Bolívar. Que no cambiaría la constitución como cualquier chavista, que no se eternizaría en el poder como cualquier chavista. Por algo le hacen jurar. Y él, cínico como es, no le importa jurar lo que sea. De todas maneras, ¿qué político cumple sus promesas? "Soy Gustavo Petro y quiero ser su presidente", dijo. Soy Triunfo Arciniegas y ni por el putas lo quiero de presidente. Perdió, por suerte. Su discurso de aceptación de la derrota parecía escrito por un argentino. Se ufanaba de habernos asustado, de que estuvo a punto de hacernos saltar al abismo. Que salte él solo, carajo, que no arrastre en su delirio a millones de colombianos, que no nos ponga a deambular por el mundo como almas en pena o como lastimosas víctimas de otro experimento del socialismo del siglo XXI.
hay cosas peores que estar solo pero a menudo toma décadas darse cuenta de ello y más a menudo cuando esto ocurre es demasiado tarde y no hay nada peor que un demasiado tarde
Eres una bestia, me dijo ella con tu blanca panza y esos pies peludos. Nunca te cortas las uñas y tienes manos regordetas zarpas como de gato tu narizota colorada y brillosa y los huevos más grandes que he visto nunca. Arrojas esperma como una ballena arroja agua por el agujero de su espalda Bestia bestia bestia, me besa Qué quieres para el desayuno?
Factotum, de Ben Hamer, es una película sobre Charles Bukowski, protagonizada por Matt Dillon. Kristin Asbjørnsen canta algunos de los poemas de Bukowski.
En esta escena, Matt Dillon / Charles Bukowski contempla el ejercicio de una bailarina de strep-tease mientras reflexiona sobre los asuntos de la vida. La soledad es evidente. Pero todo es magnífico en este instante: la música, el cuerpo de la bailarina, el poema de Bukowski.
Anagrama publica Las campanas no doblan por nadie, un recopilatorio que reúne 15 cuentos inéditos del Bukowski más salvaje y lúbrico
10 de abril de 2019
Hay en literatura un malditismo pretencioso y falso con el que el autor fabula, aunque hay casos en los que seguir su juego acaba conduciendo de verdad al malditismo.Hay, en cambio, otro malditismo que es proyección o resultado de la vida de su autor, y con él sólo cabe hacer, cuando se puede y se sabe hacer, buena literatura. Éste fue el caso de CharlesBukowski(1920-1994), el último "escritor maldito" de la literatura norteamericana, que en vida escribió más de cincuenta libros entre novelas, relatos, ensayos, autobiografías, diarios, crónicas, reseñas y muchos poemas.
Publicada en 1971, esta novela del escritor estadounidense de origen alemán Charles Bukowski es una divertida pero también amarga sátira sobre el monótono trabajo de un oficinista de correos. La obra es un retazo de la vida del autor, quien, a lo largo de doce años, desempeñó este oficio en una de las estafetas de correos de la ciudad donde vivía: Los Ángeles.
Cuando llegaban las estudiantes de enfermería, algunos
tipos se masturbaban bajo la bata, aunque uno o dos sencillamente se lo quitaban todo y lo hacían a plena vista. Las estudiantes de enfermería llevaban uniformes muy
cortos que dejaban ver su cuerpo. Así pues, no se les podía
echar en cara nada a esos tipos. Ese lugar era un sitio interesante. Luego venía el médico. Se llamaba doctor McLain, un
tipo muy elegante. Se paseaba por ahí, nos miraba y decía:
«Sí, 140 cm3
para este, y, ah, denle a este..., ah, 100 cm3
de...» Y luego me miraba a mí y decía: «¡Ja, ja! ¡Droga!
¡Droga! ¡Vamos a corrernos una juerga! ¿Dónde está la
juerga, Bukowski?», me preguntaba.
Edna bajaba por la calle con su bolsa de la compra, cuando pasó a la altura del automóvil. Había algo escrito en la ventanilla lateral:
SE BUSCA UNA MUJER.
Se paró. Era un cartón pegado a la ventanilla, con alguna especie de anuncio. En su mayor parte estaba escrito a máquina. Edna no podía leerlo desde el lugar de la acera en que se encontraba. Sólo podía ver las letras grandes:
SE BUSCA UNA MUJER.
Era un coche nuevo y de los caros. Edna cruzó la hierba y se acercó a leer la parte mecanografiada:
Yo estaba sentado en un bar de la avenida Western. Era alrededor de medianoche y me encontraba en mi habitual estado de confusión. Quiero decir, bueno, ya sabes, nada funciona bien: las mujeres, el trabajo, el ocio el tiempo, los perros... Finalmente sólo puedes ir y sentarte atontado, totalmente noqueado, y esperar; como si estuvieses en una parada de autobús aguardando la muerte.