Thomas Mann
Muerte en Venecia
IV
Un día y otro día, el dios de ardientes mejillas recorría con su cuadriga generadora del cálido estío los espacios, del cielo, y su dorada cabellera flotaba en el viento huracanado que venía del Este. Por los confines del mar indolente flotaba una blanquecina, sedosa niebla. La arena ardía. Bajo el azul encendido de éter se extendían, frente a las casetas, unas amplias zonas, y en la mancha de sombra secretamente dibujada que ofrecían, se paraban las horas, de la mañana. Las noches eran deliciosas; las plantas del parque esparcían su perfume penetrante, mientras en la altura seguían su carrera los astros, y el murmullo del mar, envuelto en tinieblas, hablaba íntimamente al alma. Aquellas noches traían la alegre promesa de un nuevo día de sol, con ocio ordenado, enjoyado de las infinitas posibilidades que podría ofrecer.