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miércoles, 5 de noviembre de 2025

Eugenio Fuentes / Wendy / El hombre más bueno del mundo

 


El hombre más bueno del mundo


Decía Baroja —autor al que Eugenio Fuentes no le hace ascos— en Las noches del Buen Retiro, uno de sus relatos menos conocidos, publicado poco antes del inicio de la Guerra Civil, que para escribir una buena novela sólo se necesitan dos cosas: tener una historia y saber contarla.

lunes, 30 de marzo de 2015

Eugenio Fuentes / Sobre el dolor


Henning Mankell


Sobre el dolor

No nos asusta tanto la muerte como que pueda presentarse de forma insidiosa y lacerante


EUGENIO FUENTES
30 MAR 2015 - 17:00 COT

Contradiciendo el pudor con el que generalmente se afronta la confesión de una enfermedad terminal, en los últimos tiempos dos grandes personajes han decidido contar su experiencia ante la cercanía de su muerte.




OTROS ARTÍCULOS DEL AUTOR



Por un lado, el prestigioso neurólogo Oliver Sacks ha publicado en los principales periódicos del mundo una emotiva carta de despedida al serle diagnosticado un incurable cáncer de hígado. Por otro, el escritor sueco Henning Mankell comenzó a describir en público la evolución de su enfermedad, también cáncer, si bien desde la esperanza y “desde la perspectiva de la vida”. Los dos habían escrito mucho sobre la muerte. Oliver Sacks, historias de sus pacientes que han contribuido a un mayor conocimiento y aceptación social de los trastornos neurológicos. Henning Mankell lo ha hecho desde una atalaya muy distinta, la de la novela negra. Aunque fue Sacks quien dijo que le interesaban “en el mismo grado las enfermedades y las personas”, no dudo de que Mankell suscribiría esa frase, si bien interpretando como enfermedad los males morales de la época.
Oliver Sacks

Asumiendo con admirable serenidad y lucidez, no exentas de coraje, que les quedan pocos meses de vida, estos dos leones de la escritura han decidido aprovecharlos al máximo para dejar claras sus cuentas con el mundo, terminar las tareas importantes aún pendientes y prescindir de lo superfluo. Por encima del miedo ante la extinción, ambos se muestran agradecidos y satisfechos de la plenitud de su existencia, de los amores y amigos que han tenido, de los libros escritos y leídos, de los viajes…, en fin, de la vida.
Y ninguno de ellos menciona el miedo al dolor, quizá convencidos de que no lo sufrirán, de que, en caso necesario, la química de los sedantes ha avanzado lo suficiente para suprimirlo y no endurecer su agonía.


Podemos confiar en que un sistema sanitario generoso nos permita morir asistidos con remedios paliativos

Espero que no se considere una fatuidad afirmar que, por el contrario, un alto porcentaje de personas no tenemos tanto miedo a la muerte como a la enfermedad y al dolor, que no nos asusta tanto el fin como que pueda presentarse de forma insidiosa y lacerante. Uno no puede esperar que alguien detenga el proceso que conduce a la muerte, que nos derretirá como se derrite el hielo, pero sí podemos confiar al menos en que un sistema sanitario moderno y generoso nos permita morir asistidos con los adecuados remedios paliativos. Puede que un enfermo no conserve su memoria, arrasada por el alzhéimer, y no sepa quién es ni tenga conciencia de su final, pero la sensibilidad al dolor es lo último que se pierde. Y siempre hace daño.
Y no me refiero al dolor que sirve de chivato somático para alertar de que algo no funciona bien en el organismo, ni tampoco al dolor moral o al generado por la depresión o por el miedo a la soledad. Me refiero al dolor físico que hurga en las terminaciones nerviosas, en las heridas o en las llagas cuando el daño ya está localizado. Me refiero incluso al dolor tabernario del cólico estomacal y de las pirañas en el estómago que acaban con las fuerzas y el buen humor; al dolor municipal de la hernia en las cervicales que impide la concentración ante el libro o el ordenador y reduce la eficacia profesional; a la molestia permanente de las diferentes artrosis en las articulaciones que termina por agriar el carácter de quien la padece; a la migraña crónica que aplasta el optimismo, huye de las luces del mundo y solo halla consuelo en las penumbras del abismo; al dolor medieval del traumatismo o del desgarro que aísla y ciega para apreciar cualquier belleza alrededor…
Llegados a un punto irreversible, el dolor físico no tiene ninguna utilidad; todo lo contrario: nos animaliza, nos va despojando de todo aquello que nos hace humanos. Sus ataques impiden la reflexión en calma, destierran la importancia de la relación social al convertir la llaga en el centro de atención, exigen dedicación plena, desplazan los demás intereses a un rincón y desvirtúan la personalidad de quien lo soporta. En sus últimos versos, Rainer María Rilke, atormentado por el dolor, se pregunta: ¿Soy todavía yo, el que arde allí desconocido? / No arrastro adentro los recuerdos. / Oh vida, oh vida: estar afuera. / Y yo entre las llamas. Nadie me conoce.”


En las religiones monoteístas  el desdén hacia el cuerpo era una forma de destacar la primacía del alma

Este sufrimiento somático casi siempre resulta estéril y sería conveniente desterrar definitivamente algunos residuos de su prestigio, en parte heredados del "parirás con dolor" bíblico, que consideran que el padecimiento endurece o purifica o marca un camino místico hacia no sé qué paraísos. Las religiones monoteístas han tenido su cuota de responsabilidad en esta dudosa reputación cuando, incapaces de encontrar una razón que justificara su existencia, lo pusieron a su servicio: el desdén hacia el cuerpo era una forma de destacar la primacía del alma.
Como se intuye en los textos de Sacks y de Mankell, la seguridad de que se puede esquivar el dolor físico contribuye a aceptar el fin con una mirada serena que nos permita seguir siendo hasta el final nosotros mismos. Dada la energía del vagido original que lanzamos cuando el aire llega por primera vez a nuestros pulmones, se diría que entramos a la vida atravesando una cortina de dolor. Pero sería formidable salir de la vida libres de esa carga.
Eugenio Fuentes es escritor. Su última novela es Si mañana muero (Tusquets Editores).


lunes, 16 de septiembre de 2013

Eugenio Fuentes / Guerrillas en el patio de colegio



Guerrillas en el patio de colegio

El acoso escolar se ve ahora amplificado por las redes de la tecnología



EUGENIO FUENTES
16 SEP 2013 - 17:00 COT


En todos los patios de colegio han existido siempre los matones. En ninguno ha faltado el truhán que, amparado en su corpulencia o en su falta de escrúpulos, acosaba al compañero más vulnerable, le inventaba un apodo o ingeniaba una broma pesada con que humillarlo. Su diversión favorita, más que los deportes o los juegos, era encontrar una víctima propiciatoria sobre quien lanzar sus burlas y ejercer su despotismo, a quien poner la zancadilla o arrinconar para quitarle el bocadillo o el dinero bajo amenazas y chantajes.
Por las noticias que siguen apareciendo a diario en la prensa —en España y fuera de España—, la situación no ha variado mucho. Cualquier excusa es buena para el acoso: que alguien use gafas o lleve aparato en los dientes, que sufra acné o calce un número muy grande de zapatos. Pero sobre todo se ejerce sobre quien tiene algún defecto físico o es diferente al grupo, sobre el chico o la chica gordito o flaco, sobre el torpe deportivamente, sobre el homosexual o sobre quien tiene otro acento al hablar u otro tono de piel.
El acoso es tan viejo, tan conocido, y es tan nítido su significado que no resulta necesario aplicarle el neologismo bullying. Y aunque se trate de un asunto de niños, no es un problema pequeño ni para tomar a broma: el miedo y la angustia también caminan en pantalón corto.
El matón es un tipo que pretende aumentar su valoración en el Dow-Jones escolar subiéndose sobre los hombros de aquellos a quienes quiere convertir en bonos basura. Pero, con todo, su principal arma no está en sus músculos ni en su crueldad, sino en su pertenencia a un grupo que en esas ocasiones se convierte en manada. En el patio del colegio o en las redes sociales, los componentes de la grey empujan todos a la vez al que está solo para defenderse contra todos ellos, dejándose arrastrar por ese instinto atávico de hostigar a quien no pertenece a la tribu.
Al verse amparado por un coro de cómplices que participan de sus guasas y aplauden sus agresiones, el matón, además, se siente impune, convencido de que la culpa se diluirá en el grupo si se exigen responsabilidades, algo que no siempre resulta fácil, puesto que en muchos episodios no hay un ataque físico ni una agresión que pueda calificarse de delito, sino que es la víctima la que, en el peor de los casos, se hace daño a sí misma.

Todo poder libre de control tiende a la tiranía y por eso hay que frenarlo en la primeras edades como garantía de convivencia

Frente a ellos tiembla la figura del acosado: el chico o la chica que, mientras todos sus compañeros están deseando que terminen las clases para salir al patio, teme que empiece el recreo, porque esos minutos que debían ser de descanso son un periodo de ansiedad y de pánico. Para él, el patio es un patíbulo. Mientras los otros juegan, gritan y saltan satisfechos, él aspira a esconderse en su camisa y pasar desapercibido, anónimo, a que nadie se fije en sus andares, porque cualquier cosa que haga es un detonante para las cargas de caballería: si saca buenas notas, porque despierta la envidia de los acosadores; si suspende, porque es tildado de torpe. Si viste de marca, porque es una pija; si viste de trapillo, porque es una choni. En una situación así, su fracaso escolar está servido, pues no sabe de qué sirve ir al colegio si solo es para recibir humillaciones.
El acoso escolar se ha agravado y ha adquirido una nueva dimensión con las nuevas tecnologías, tanto que la propia comunidad europea se ha alarmado ante su crecimiento. La tecnología tiene muchas, inmensas ventajas, pero también se convierte en una pesadilla tenebrosa cuando su eficacia y su inmenso poder son aplicados al mal. Un día la víctima es aquel chico tímido que no hablaba; otro, se arroja a un precipicio una muchacha, con una carta en el bolsillo donde da cuenta de su desesperación; guardamos por ella un minuto de silencio, pero la olvidamos pronto, sin pensar que mañana podría ser cualquier familiar o conocido que llevamos al costado.
Con las nuevas tecnologías, el ciberacoso ya no se limita al patio del instituto; también penetra en la intimidad de las habitaciones de los adolescentes, donde antes hallaban un refugio inexpugnable y se sentían protegidos. Tampoco se reduce al horario escolar, se prolonga todo el tiempo: al acostarse, el acosado apaga la pantalla del ordenador donde se lee la última burla y al despertarse comprueba angustiado que todavía sigue allí.
En el fondo, solo hay dos tipos de personas: las que sienten una indomable inclinación hacia el poder y el dominio, hacia el ordeno y mando, y las que solo aspiran a que las dejen en paz. Todo poder libre de control tiende hacia la tiranía y por eso son imprescindibles las leyes que lo frenen y lo regulen. Y esta tensión, como un anticipo de las que se producirán en la edad adulta, se contempla a diario en los patios de colegios e institutos, pero ahora gravemente amplificada por las redes de la tecnología. Que se aprenda a evitarlas en las primeras edades es una garantía de convivencia para el futuro.
Eugenio Fuentes es escritor. Su última novela es Si mañana muero (Tusquets Editores).