José María Guelbenzu
Mi biblioteca de escritor
6 de junio de 2007 / El Ciervo nº 672
El aprendizaje de la lectura comienza por la figura del lector ingenuo, es decir, aquel que se identifica con la historia y la sigue como se tratara de sí mismo. Primero fueron los libros de aventuras, los de Emilio Salgari, el capitán Wilson, Harry Stephen Keeler, José Mallorquí, pero también Elena Fortún, Richmal Crompton o Enid Blyton… y en seguida empecé a sentir verdadera fascinación no ya por la lectura sino por los libros mismos. Los cambiaba en un prestamista de libros, de los que había entonces en un minúsculo caseto de madera en plena calle, a cambio de unos céntimos; leí cualquier cosa porque era la época de devorar. Antes ya habían aparecido mis primeros clásicos, que aún hoy resisten, como El viento en los sauces, de Kenneth Grahame, Emilio y los detectives, de Erich Kastner… La presión religiosa me empujó hacia las concepciones de la vida sostenidas por Tihamer Toth, el padre Finn y otros semejantes aunque el que mayor daño me infligió (sin que entonces yo fuera consciente de ninguna de ellas) fue La vida sale al encuentro, de Martín Vigil. A esa etapa desdichada de mi afición por la lectura le siguieron las novelas policíacas, cientos de ellas, que me enseñaron a interponer la distancia de lector y a comprender que una novela no es algo que sale del alma como una exhalación sino algo que se construye; es decir: dejé de ser lector ingenuo y empecé a ser lector complejo. Más o menos como en el caso de la escritura, en que uno empieza a escribir por mimetización y acaba encontrando su propia voz, con la lectura pasé de aceptar cualquier relato con tal de que estuviera editado a comparar y seleccionar. Pero estos eran libros que ya podía comprar con mi paga; los de prestamista eran e menudo morralla, pero siempre tuve buen olfato para elegir entre semejante oferta títulos de autores como Mika Waltari, van der Meersch, Priestley, Paul Morand, Charles Morgan, Booth Tarkington y otros muchos autores de ese perfil.