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jueves, 27 de noviembre de 2025

Richard Matheson / Acero

 
Richard Matheson
ACERO

Los dos hombres salieron de la estación empujando un objeto cubierto, montado sobre ruedas. Lo llevaron a lo largo de la plataforma hasta alcanzar uno de los vagones centrales, y allí lo subieron, gruñendo, con los cuerpos empapados de sudor. Una de las ruedas cayó, rebotando sobre los escalones metálicos. La recogió un hombre que venía detrás, para entregársela al que llevaba un traje pardo arrugado.
—Gracias — dijo el hombre del traje pardo, guardando la rueda en el bolsillo lateral de la chaqueta.

martes, 26 de diciembre de 2023

Cien libros de terror







Cien recomendaciones de libros de terror para Halloween


Victoria Martínez

31 de octubre de 2020


ALICE – CHRISTINA HENRY

In a warren of crumbling buildings and desperate people called the Old City, there stands a hospital with cinderblock walls which echo the screams of the poor souls inside.
In the hospital, there is a woman. Her hair, once blond, hangs in tangles down her back. She doesn’t remember why she’s in such a terrible place. Just a tea party long ago, and long ears, and blood…
Then, one night, a fire at the hospital gives the woman a chance to escape, tumbling out of the hole that imprisoned her, leaving her free to uncover the truth about what happened to her all those years ago.
Only something else has escaped with her. Something dark. Something powerful.
And to find the truth, she will have to track this beast to the very heart of the Old City, where the rabbit waits for his Alice.

AMIGO IMAGINARIO – STEPHEN CHBOSKY

Kate Reese es una madre soltera que escapa de una relación de abuso para empezar desde cero en el pueblo Mill Grove, junto a su hijo de siete anos, Christopher. Pero Mill Grove no resulta ser ese lugar seguro que cree: Christopher desaparece en un bosque cercano, donde hace cincuenta años tuvo lugar otra desaparición similar de un niño que nunca fue resuelta. Seis días después de su desaparición, Christopher aparece, sin un rasguño, pero no es el mismo. Guarda un secreto: una voz en su interior le alerta de una tragedia que está a punto de ocurrir y que sacudirá todo el pueblo. La voz de este nuevo amigo también le dicta una misión: construir junto a sus amigos una casa en un árbol en el bosque, que le permitirá a este amigo escapar de la prisión donde lleva encerrado muchos anos. Sin saberlo, Christopher, Kate y resto de los habitantes de Mill Grove están destinados a jugar un papel en una batalla entre el bien y el mal que los llevara a luchar por sus propias vidas.

APARTAMENTO 16 – ADAM NEVILL

En Barrington House, un elegante bloque de pisos londinense, hay un apartamento vacío. Nadie entra, nadie sale. Y ha permanecido así durante cincuenta años. Hasta que una noche el vigilante oye unos ruidos después de medianoche y decide ir a investigar. Lo que experimenta allí basta para cambiar su vida para siempre. 
La joven Apryl llega a Barrington House procedente de Estados Unidos. Ha heredado un apartamento de su misteriosa tía abuela Lillian, fallecida en extrañas circunstancias. Se rumorea que Lillian estaba loca. Pero su diario insinúa que estuvo implicada en un suceso terrible e inexplicable varias décadas atrás. 
Decidida a averiguar algo sobre esta excéntrica mujer, Apryl comenzará a desentrañar la historia oculta de Barrington House. No tardará demasiado en descubrir que un mal que transforma a la gente aún habita el edificio. Y que la puerta del apartamento 16 es el acceso a algo mucho más terrorífico…

BELLAS DURMIENTES – STEPHEN KING Y OWEN KING

¿Qué pasaría si las mujeres abandonaran este mundo? En un futuro tan real y cercano que podría ser hoy, cuando las mujeres se duermen, brota de su cuerpo una especie de capullo que las aísla del exterior. Si las despiertan, las molestan o tocan el capullo que las envuelve, reaccionan con una violencia extrema. Y durante el sueño se evaden a otro mundo. Los hombres, por su parte, quedan abandonados a sus instintos primarios.
La misteriosa Evie, sin embargo, es inmune a esta bendición o castigo del trastorno del sueño. ¿Se trata de una anomalía médica que hay que estudiar? O ¿es un demonio al que hay que liquidar? 

sábado, 29 de junio de 2013

Kaplan / Mi relación con Richard Matheson

Richard Matheson
Kaplan 
MI RELACIÓN CON RICHARD MATHESON

Hay escritores por los que no sentimos una especial predilección, autores a los que recordamos por alguna novela puntera o por aquel par de cuentos que nos tocaron la fibra sensible, pero que tampoco nos vuelven locos. En contadas ocasiones sucede que, al repasar su obra, te acaba sorprendiendo cuán presentes han estado en tu vida. Ayer murió Richard Matheson, a quien siempre he respetado principalmente por ser el autor de esa obra maestra titulada Soy leyenda, pero hoy, al hacer memoria, he podido constatar con cierta perplejidad el gran número de veces que me he cruzado con él, o él conmigo, a lo largo de los años.


No tengo muy claro cuándo se dio nuestro primer encuentro, dudo entre dos recuerdos. Uno pertenece a aquellas mitificadas noches de la primera adolescencia en las que, sentado en la oscuridad del comedor, no me perdía ni una sola de las películas que programaban en La clave, el magnífico programa que presentaba José Luis Balbín en el UHF y que tan afín era al género fantástico. La película, en este caso, era El increíble hombre menguante, y muchas de sus escenas quedaron grabadas en mi memoria: la lucha con el gato, la araña monstruosa, aquel discurso final del protagonista tan cercano a los tebeos de trasfondo cósmico que leía entonces...


Aquella pudo ser la primera ocasión en la que me topé con Matheson, a oscuras, sentado en el sofá del salón. O tal vez no. Nuestro primer encuentro pudo también ocurrir en una butaca, en una de las sesiones dobles de El Pilar a las que acudía siempre que lograba estirar la paga semanal (35 pesetas) que por entonces me daban mis padres. El Pilar era uno de aquellos cines de barrio en los que reponían películas bajo el dudoso calificativo de reestrenos a precios que no tenían nada que ver con los actuales. Allí fue donde vi, junto a uno de los muchos productos de la Hammer que tenían al conde Drácula como protagonista, La leyenda de la casa del infierno, a la que yo siempre he llamado "La casa Belasco", por abreviar y por su relación con los tebeos que la editorial Vértice publicaba del Hombre Lobo de la Marvel (Werewolf By Night), que a mí me pirraban y que en la última época de Doug Moench no fueron otra cosa que una indisimulada adaptación de La casa infernal.


Tras aquellos primeros encuentros casuales, yo aún no relacionaba sus obras con el apellido Matheson. Mi verdadera toma de contacto consciente con el escritor fue aquel libro de páginas gastadas que, a mediados de los ochenta, cogí prestado del Bibliobús, una biblioteca móvil cuya llegada yo esperaba con cierta ansiedad tras las sobremesas de los jueves. Soy leyenda me gustó mucho, especialmente porque, a pesar de la apariencia interna de novela vampírica, de terror, era ciencia ficción. Sólo en la relectura de años posteriores me di cuenta de que además era ciencia ficción con mensaje, y de la relevancia de su extraordinario final. Cuando se habla de la mentalidad distinta del lector de ciencia ficción, de su mente abierta, se está hablando en realidad de la influencia de novelas como ésta. Soy leyenda es, sin duda alguna, una de las novelas del siglo XX que mejor han sabido denunciar lo relativo que es el concepto de normalidad.


Siguió pasando el tiempo. Cuando el fenómeno Spielberg barrió el mundillo cinematográfico de los 80, obligando a sacar a la luz sus primeras películas, reconocí, ahora sí, el apellido del escritor a la primera. El diablo sobre ruedas, primer trabajo largo del director norteamericano, estaba basado en un cuento de Richard Matheson, lo cual para mí empezaba a ser ya un signo inconfundible de calidad. La presencia del escritor en los guiones fue, de hecho, lo que despertó mi interés en conseguir capítulos de la serie The Twilight Zone. Desgraciadamente, aún no habíamos entrado en la era de internet, y por muchas gestiones que hice la cosa fue imposible. No volví a leer nada suyo en bastante tiempo, y su nombre fue bajando puestos en mi memoria.


Pero Matheson era pertinaz. Algunos años después, escuchando recopilatorios de las bandas sonoras de cine compuestas por John Barry, quedé fascinado por el tema central de En algún lugar del tiempo, una película desconocida para mí y de la cual comencé a buscar datos (ahora sí, estábamos en la era de internet, gracias sean dadas). Por supuesto, descubrí que estaba basada en una novela de Richard Matheson. Vi la película, me gustó, y decidí prestar más atención en adelante a aquel viejo escritor cuyo principal haber, según decían todos, eran sus cuentos. Afortunadamente, pude comprobar esa afirmación de primera mano, fácilmente. De la noche a la mañana, su nombre comenzó a aparecer con periodicidad por todas partes.


La editorial Valdemar publicó Pesadilla a 20.000 pies, una colección de relatos de terror en la que se incluían algunos de los cuentos de la serie televisiva que en su día no pude localizar. Se llevaron al cine nuevas adaptaciones de su obra, como Más allá de los sueños y Acero puro, se publicaron más antologías e incluso cierta editorial, desgraciadamente no muy de fiar, anunció la publicación de sus cuentos completos. Finalmente, su opus magnum, Soy leyenda, fue llevada de nuevo al cine, con Will Smith en el papel que en su día interpretaran Vincent Price, Charlton Heston e incluso Mark Dacascos. La película era bastante digna, siempre que en el blu-ray le cambiaras el final oficial por el alternativo, claro.




Hace apenas un par de meses, un amigo me dijo que debido a una promoción tenía varios libros repetidos. Me dio a elegir entre la famosa saga de fantasía medieval que parte el bacalao o una selección breve de cuentos de Richard Matheson. No tuve que pensarlo mucho; Martin nunca tuvo posibilidades. Matheson ha estado ahí, insistentemente, a lo largo de todos estos años, dándome toquecitos en los hombros, aumentando en prestigio y presencia continuamente hasta ocupar más espacio en mi vida que algunos de los escritores situados por encima de él en mis preferencias. Ahora dicen que ha muerto, y no logro sacudirme de encima la sensación de que voy a echar mucho de menos esa presencia casual pero continua en los próximos años.

Literatura en los talones


Lea, además


viernes, 11 de diciembre de 2009

Richard Matheson / Botón, botón


Richard Matheson
BOTÓN, BOTÓN
Traducción de Jairo Sánchez Galvis

El Paquete estaba junto a la puerta —una caja de cartón sellada con cinta, la dirección y sus nombres escritos a mano: Señor y Señora Lewis, 217 E. calle 37, Nueva York, Nueva York, 10016. Norma lo levantó, abrió la puerta y entró al apartamento. Apenas empezaba a oscurecer.
Después de haber puesto los trozos de cordero en la parrilla, se sentó y abrió el paquete.
Dentro de la caja de cartón había una unidad provista de un botón y sujetada a una pequeña arca de madera. Una cúpula de vidrio cubría el botón. Norma intentó levantarla pero estaba sellada. Volteó la unidad y vio un papel doblado y pegado con cinta adhesiva a la parte inferior de la caja. Lo desprendió: El señor Steward los visitará a las 8 p.m.
Norma colocó la unidad del botón a su lado, sobre el sofá. Releyó el mensaje impreso, sonriendo.
Unos minutos después regresó a la cocina para hacer la ensalada.
El timbre sonó a las ocho en punto.
—Yo abro —gritó Norma desde la cocina.
Arthur estaba en la sala, leyendo.
Había un hombre pequeño en la entrada. Se quitó el sombrero cuando Norma abrió la puerta.
—¿Señora Lewis? —preguntó cortésmente.­
—¿Sí?
—Soy el señor Steward
—Ah, cierto. Norma reprimió una sonrisa. Ahora estaba segura de que se trataba de un truco para vender algo.
—¿Puedo pasar? —preguntó el señor Steward.
—Estoy bastante ocupada —dijo Norma—, pero le traeré su paquete.
Le dio la espalda.
—¿No quiere saber lo que es?
Norma se volteó. El tono del señor Steward fue ofensivo.
—No, creo que no —contestó ella.
—Podría resultar muy provechoso —le dijo.
—¿Económicamente? —lo cuestionó.
El señor Steward asintió.
 —Económicamente —dijo.
Norma frunció el ceño. No le gustó la actitud del hombre.
—¿Qué está intentando vender? —preguntó ella.
—No estoy vendiendo nada —respondió él.
Arthur salió de la sala.
—¿Pasa algo?
El señor Steward se presentó.
Ah, el … —Arthur señaló hacia la sala y sonrió—. ¿Y qué es ese aparato, a todo esto?
—No me tomará mucho tiempo explicarlo —contestó el señor Steward—. ¿Puedo pasar?
—Si está vendiendo algo… —dijo Arthur.
El señor Steward negó con la cabeza.
—No, no vendo nada.
Arthur miró a Norma.
 —Como quieras —le dijo ella.
Dudó un poco.
—Bueno, ¿por qué no? —dijo él.
Entraron a la sala y el señor Steward se sentó en la silla de Norma. Metió la mano en el bolsillo de dentro de su abrigo y sacó un pequeño sobre sellado.
—Aquí dentro hay una llave para abrir la cúpula del timbre —dijo y colocó el sobre encima de la mesa auxiliar—. El timbre está conectado a nuestra oficina.
—¿Para qué sirve? —preguntó Arthur.
—Si oprime el botón —le dijo el señor Steward— en alguna parte del mundo alguien que usted no conoce morirá. A cambio, recibirá un pago de 50.000 dólares.
Norma se quedó mirando al hombrecillo. Estaba sonriendo.
—¿De qué habla? —le preguntó Arthur.
El señor Steward pareció sorprendido.
—Pero si lo acabo de explicar —dijo.
—¿Es esto una broma de mal gusto?
—De ningún modo. La oferta es completamente genuina.
—Eso que usted dice no tiene sentido —dijo Arthur—. Usted espera que creamos…
—¿A quién representa? —inquirió Norma.
El señor Steward se notó apenado.
—Me temo que no estoy autorizado para revelarle eso —dijo—. Sin embargo, le aseguro que la organización es de talla internacional.
—Creo que es mejor que se vaya —dijo Arthur poniéndose de pie.
El señor Steward se levantó.
—Por supuesto.
—Y llévese la unidad con usted.
—¿Está seguro de que no le interesaría pensarlo hasta mañana, quizás?
Arthur levantó la unidad del botón y el sobre y los tendió bruscamente en las manos del señor Steward. Caminó por el pasillo y abrió la puerta.
—Dejaré mi tarjeta —dijo el señor Steward. La colocó encima de la mesilla que estaba cerca de la puerta.
Cuando se había ido, Arthur rompió la tarjeta por la mitad y arrojó los pedazos sobre la mesa.
Norma permanecía sentada en el sofá.
—¿Qué crees que era? —preguntó.
—No me interesa saber —contestó él.
Ella intentó sonreír pero no pudo.
—¿No te da ni un poco de curiosidad?
—No —negó con la cabeza.
Después de que Arthur había retomado su libro, Norma regresó a la cocina y acabó de lavar los platos.
—¿Por qué no quieres hablar de eso? —preguntó Norma.
Los ojos de Arthur se movían constantemente mientras se cepillaba los dientes. Miraba el reflejo de Norma en el espejo del baño.
—¿No te intriga?
—Me ofende —dijo Arthur.
—Ya sé, pero —Norma colocó otro rulo en su pelo— ¿no te intriga también?
—¿Crees que es una broma de mal gusto? —preguntó ella cuando entraban a la habitación.
—Si lo es, es una broma asquerosa.
Norma se sentó en la cama y se quitó las pantuflas.
—Tal vez sea algún tipo de investigación psicológica.
Arthur se encogió de hombros.
—Podría ser.
—Tal vez algún millonario excéntrico la está realizando.
—Tal vez.
—¿No te gustaría saber?
Arthur negó con la cabeza.
¿Por qué?
—Porque es inmoral —le dijo.
Norma se deslizó bajo las cobijas.
 —Bueno, yo creo que es intrigante —dijo.
Arthur apagó la lámpara y se agachó para besarla.
—Buenas noches —le dijo.
—Buenas noches —Norma le dio palmaditas en la espalda.
Norma cerró los ojos. «Cincuenta mil dólares», pensó.
En la mañana, cuando iba a salir del apartamento, Norma vio las dos mitades de la tarjeta sobre la mesa. Impulsivamente, las arrojó dentro de su cartera. Cerró la puerta y alcanzó a Arthur en el ascensor.
Mientras estaba en su descanso sacó las dos partes de la tarjeta y juntó los pedazos rasgados. Solamente el nombre del señor Steward y un número telefónico estaban impresos en la tarjeta.
Después del almuerzo volvió a sacar las dos mitades y unió los bordes con cinta adhesiva. «¿Por qué estoy haciendo esto?», pensó.
Poco antes de las cinco marcó el número.
—Buenas tardes —dijo la voz del señor Steward.
Norma por poco cuelga, pero se contuvo. Aclaró la garganta.
—Habla la señora Lewis —dijo.
, señora Lewis —el señor Steward se escuchó complacido.
—Tengo curiosidad.
—Es natural —dijo el señor Steward.
—No es que crea una sola palabra de lo que nos dijo.
—Sin embargo, es la pura verdad —contestó el señor Steward.
—Bueno, como sea —Norma tragó saliva—. Cuando manifestó que alguien en el mundo moriría, ¿qué quiso decir?
—Exactamente eso —contestó—. Podría ser cualquier persona. Todo lo que garantizamos es que usted no la conoce. Y, por supuesto, que usted no tendría que verla morir.
—Por 50.000 dólares—dijo Norma.
—Es correcto.
Ella hizo un sonido de burla.
—Eso es una locura.
—Pero esa es la propuesta —dijo el señor Steward—. ¿Desea que le lleve de nuevo la unidad?
Norma se puso tensa.
Claro que no —colgó malhumorada.
El paquete estaba junto a la puerta principal, Norma lo vio al salir del ascensor. «Bueno, ¡qué frescura!», pensó. Fijó la mirada en el paquete mientras abría la puerta. «Simplemente no lo entraré», se dijo. Entró y empezó a preparar la cena.
Más tarde, salió al pasillo principal. Abriendo la puerta, levantó el paquete y lo trasladó hasta la cocina, dejándolo sobre la mesa.
Se sentó en la sala, mirando a través de la ventana. Después de un rato, fue a la cocina para colocar las chuletas en la parrilla. Colocó el paquete en la alacena inferior. Lo tiraría en la mañana.
—Tal vez algún millonario excéntrico está jugando con la gente —dijo ella.
Arthur levantó la mirada de su plato.
—No te entiendo.
—¿Qué quieres decir?
Olvídalo —dijo él.
Norma comió en silencio. De repente bajó su tenedor.
—Supón que es una oferta real —dijo.
Arthur se quedó mirándola.
Supón que es una oferta real.
—Está bien, supón que lo es —él se veía incrédulo—. ¿Qué querrías hacer? ¿Volver a tener el botón y oprimirlo? ¿Asesinar a alguien?”
Norma pareció disgustada.
Asesinar.
—¿Cómo lo definirías?
—¿Si ni siquiera conoces a la persona? —dijo Norma.
Arthur quedó estupefacto.
—¿Estás diciendo lo que creo que estás diciendo?
—¿Si es algún viejo campesino chino a diez mil millas de distancia? ¿Algún aborigen enfermo en el Congo?
—¿Qué tal un bebé en Pennsylvania? —Arthur replicó—. ¿Alguna hermosa niña en la otra cuadra?
—Ahora estás exagerando las cosas.
— Norma, el hecho es—continuó—, no importa a quién matas sigue siendo asesinato.
—El hecho es —interrumpió Norma—, si es alguien a quien nunca has visto en la vida y a quien nunca verás, alguien de cuya muerte ni siquiera tendrás que saber, ¿aun así no apretarías el botón?
Arthur se quedó mirándola, horrorizado.
—¿Quieres decir que tú lo harías?
—Cincuenta mil dólares, Arthur.
—¿Qué tiene que ver la cantidad…
Cincuenta mil dólares, Arthur —interrumpió Norma—. Una oportunidad para hacer ese viaje a Europa del que siempre hemos hablado.
—Norma, no.
—Una oportunidad para comprar esa cabaña en la isla.
—Norma, no —su cara había palidecido.
Ella se encogió de hombros.
—Está bien, tranquilízate —dijo ella—. ¿Por qué te enojas tanto? Sólo estamos hablando.
Después de la cena, Arthur fue a la sala. Antes de abandonar la mesa dijo:
—Preferiría no discutirlo más, si no te importa.
Norma levantó los hombros.
—Está bien.
Ella se levantó más temprano que de costumbre para preparar panqueques, huevos y tocino para el desayuno de Arthur.
—¿Qué estamos celebrando? —preguntó Arthur con una sonrisa.
—No, no se trata de ninguna celebración —Norma se mostró ofendida—. Quise hacerlo, es todo.
—Bueno —dijo él—, me alegro de que lo hayas hecho.
Ella volvió a llenar la taza de Arthur. —Quería demostrarte que no soy… —se encogió de hombros.
—¿Que no eres qué?
—Egoísta.
—¿Dije que lo eras?
—Pues —ella gesticuló vagamente—, anoche...
Arthur permaneció callado.
—Toda esa charla acerca del botón —dijo Norma—. Creo que… pues, me malinterpretaste.
—¿En qué sentido? —su voz fue cautelosa.
—Creo que pensaste —gesticuló de nuevo— que yo sólo estaba pensando en mí.
—Ah.
—No lo hacía.
—Norma…
—Pues no lo hacía. Cuando hablé de Europa, la casa en la isla…
—Norma, ¿por qué te estás involucrando tanto en esto?
—De ninguna manera lo estoy haciendo —respiró nerviosamente—. Sólo intento decir que…
—¿Qué?
—Que quisiera un viaje a Europa para nosotros. Que quisiera una cabaña en la isla para nosotros. Quisiera un apartamento mejor para nosotros, mejores muebles, mejor ropa, un auto. Me gustaría que nosotros por fin tuviéramos un bebé, a decir verdad.
—Norma, ya lo haremos —dijo él.
—¿Cuándo?
Se quedó mirándola, consternado. —Norma…
¡¿Cuándo?!
—¿Estás… —pareció retractarse un poco—, estás diciendo en serio…?
—Estoy diciendo que probablemente lo están haciendo para un proyecto investigativo —lo interrumpió—. Que quieren saber qué haría la gente común frente a tal circunstancia, que sólo están diciendo que alguien moriría para estudiar las reacciones, para ver si hay sentimiento de culpa, ansiedad, ¡lo que sea! No crees que en realidad matarían a alguien, ¿verdad?”
Él no contestó. Ella vio que a Arthur le temblaban las manos. Después de un rato él se levantó y se fue.
Cuando se había ido a trabajar, Norma permaneció en la mesa, mirando fijamente su café. «Voy a llegar tarde», pensó. Se encogió de hombros. ¿Qué importaba?, ella debería estar en casa y no trabajando en una oficina.
Mientras acomodaba los platos, se volvió abruptamente, se secó las manos y sacó el paquete de la alacena inferior. Lo abrió y colocó la unidad del botón sobre la mesa. Se quedó mirándola un rato antes de sacar la llave del sobre y retirar la cúpula de vidrio. Fijó su mirada en el botón. «Qué ridículo», pensó. «Todo este alboroto por un botón sin importancia».
Estiró la mano y lo oprimió. «Por nosotros» —se dijo con rabia.
Se estremeció. ¿Estaría sucediendo? Un escalofrío aterrador la recorrió.
En un momento ya todo había terminado. Hizo un ruido desdeñoso. «Ridículo», pensó. «Exaltarse tanto por nada».
Tiró la unidad del botón, la cúpula y la llave a la caneca de la basura y se apresuró a vestirse para ir al trabajo. Acababa de dar vuelta a los filetes para la cena cuando sonó el teléfono. Levantó la bocina.
—¿Aló?
—¿Señora Lewis?
—¿Sí?
—Este es el hospital Lenox Hill.
Se sintió irreal cuando la voz le informó del accidente en el subterráneo: los empujones de la multitud, Arthur había sido arrojado de la plataforma cuando el tren pasaba. Era consciente de que estaba negando con la cabeza pero no podía parar.
Cuando colgó, recordó la póliza de seguro de vida de Arthur por 25.000, con doble indemnización por…
¡No! Parecía que no podía respirar. Se incorporó con gran dificultad y caminó atontada hasta la cocina. Algo helado presionaba su cráneo mientras sacaba la unidad del botón de la caneca de la basura. No había clavos ni tornillos a la vista. No podía ver cómo estaba ensamblada.
De repente, comenzó a estrellarla contra el borde del lavaplatos, golpeándola cada vez con más violencia hasta que la madera se quebró. Separó las partes, cortándose los dedos sin darse cuenta. No había transistores en la caja, ni cables, ni tubos. La caja estaba vacía.
Se volvió con un grito ahogado cuando el teléfono sonó. Tropezándose para llegar hasta la sala, levantó la bocina.
—¿Señora Lewis? —preguntó el señor Steward.
No era su voz la que chillaba de tal manera, no podía ser. 
—¡Usted dijo que yo no conocería al que muriera!
—Mi querida señora —dijo el señor Steward—, ¿en verdad cree que usted conocía a su esposo?



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jueves, 10 de diciembre de 2009

Richard Matheson / Los hijos de Noé


Richard Matheson
LOS HIJOS DE NOÉ

Habían acabado de dar las tres de la madrugada cuando Mr. Ketchum pasó en su automóvil junto al letrero que indicaba Zachry: pob. 67. Soltó un gruñido. Otro de esos pueblos de la interminable costa de Maine. Durante un segundo cerró los ojos con fuerza; los abrió de nuevo y apretó el acelerador. El Ford avanzó raudo. Quizá, con suerte, pronto llegaría a un motel decente. Aunque no era muy probable que encontrara alguno en Zachry: pob. 67. Mr. Ketchum agitó su corpulento cuerpo en el asiento y estiró las piernas. Habían sido unas vacaciones tristes. Recorrer la belleza histórica de Nueva Inglaterra, en comunión con la naturaleza y la nostalgia, era lo que había planeado. Pero en lugar de eso, sólo había encontrado aburrimiento, cansancio y precios elevados.
Mr. Ketchum no se sentía contento. La pequeña población parecía dormida mientras él atravesaba la calle principal. El único ruido era el del motor de su coche; la única panorámica la de las luces de los faros esparciéndose delante de él e iluminando otra señal: Velocidad máxima: 25.
-De acuerdo, de acuerdo -murmuró malhumorado mientras apretaba el acelerador.
Las tres de la madrugada y las autoridades locales esperaban que se arrastrara por su asquerosa aldea. Mr. Ketchum contempló los edificios oscuros que pasaban raudos tras las ventanillas de su coche. «Adiós, Zachry -pensó-. Adiós para siempre, pob. 67»
Entonces un vehículo apareció en el espejo retrovisor, como a una media manzana a su espalda, un sedán con una luz roja que giraba en su techo. Sabía qué tipo de coche era. Su pie dejó de presionar el acelerador y sintió que el corazón comenzaba a latirle más rápidamente. ¿Tendría la suerte de que no hubieran detectado la velocidad excesiva que llevaba?
La pregunta le fue respondida cuando el coche oscuro se colocó paralelo al Ford y un hombre con un gran sombrero se asomó por la ventanilla delantera.
-¡Deténgase junto a la acera! -gritó.
Tragando saliva, Mr. Ketchum acercó su vehículo al bordillo. Frenó, puso el punto muerto y esperó. El coche de policía se aproximó a la acera ¡y se paró! La puerta delantera se abrió.
El resplandor de los faros de Mr. Ketchum perfilaba la oscura figura que se acercaba. Puso rápidamente las luces cortas. Tragó saliva de nuevo. Tres de la madrugada, en medio de ninguna parte, y un policía quisquilloso te detiene por exceso de velocidad. Mr. Ketchum rechinó los dientes y esperó.
El hombre de uniforme oscuro y sombrero de ala ancha se inclinó sobre la ventanilla:
-Carné de conducir.
Mr. Ketchum deslizó una mano temblorosa en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó su cartera.
Buscó el permiso de conducir y se lo entregó, observando la falta de expresión en la cara del policía. Permaneció allí sentado, en silencio, mientras el agente sostenía una linterna sobre la documentación.
-De Nueva jersey.
-Sí, eso..., así es -repuso Mr. Ketchum.
El policía continuó escudriñando el permiso. Mr. Ketchum se agitó nervioso en el asiento y apretó los labios.
-No ha caducado -dijo finalmente.
Vio que el policía alzaba la oscura cabeza. Después, dio un respingo cuando el estrecho círculo de la linterna le cegó. Giró la cabeza a un lado.
La luz desapareció. Mr. Ketchum parpadeó con los ojos llorosos.
-¿Es que en Nueva jersey no suelen fijarse en las señales de tráfico? -preguntó el agente.
-Bueno, yo... ¿Se refiere usted al letrero que dice población 67?
-No, no me refiero a esa señal -dijo el policía.
-Ah.-Mr. Ketchum se aclaró la garganta-. Bueno, es el único indicador que he visto -explicó.
-En ese caso, es usted un mal conductor.
-Bueno, yo...
-La señal dice que la velocidad está limitada a cuarenta kilómetros por hora. Usted circulaba a cincuenta.
-Oh, yo... creo que no la vi.
-La velocidad máxima es de cuarenta kilómetros por hora, vea usted la señal o no.
-Bueno... a esta hora de la madrugada...
-¿Es que ha visto usted algún horario en la señal? -preguntó el policía.
-No, claro está que no. Quiero decir, que no he visto ninguna señal.
-¿No la vio usted?
Mr. Ketchum sintió que se le erizaban los pelillos de la nuca.
-Bueno, bueno -comenzó débilmente, y después se calló y se quedó mirando al policía-. ¿Puede usted devolverme el permiso? -preguntó, ante el silencio del policía.
El agente continuó sin hablar. Estaba de pie, inmóvil.
-¿Puedo...? -comenzó Mr. Ketchum.
-Siga nuestro coche -ordenó el representante de la ley, y se alejó a grandes pasos.
Mr. Ketchum se quedó mirándolo, confuso. Estuvo a punto de gritar: ¡Eh, espere! El agente ni siquiera le había devuelto el permiso de conducir. Mr. Ketchum sintió un retortijón en el estómago.
-¿Qué es todo esto? -murmuró mientras contemplaba al policía meterse en su vehículo.
El coche policial arrancó, haciendo girar nuevamente la luz del techo.
Mr. Ketchum lo siguió.
-Esto es ridículo -dijo en voz alta.
No tenían ningún derecho a hacer esto. ¿Estaban acaso en la Edad Media? Sus gruesos labios se apretaron formando una línea recta mientras seguía al coche patrulla por la calle principal.
Dos manzanas más allá, aquél giró. Mr. Ketchum vio que la luz de sus faros iluminaba el cristal de una tienda. Hand's Groceries, decían unas letras desgastadas por el tiempo.
En la calle no había farolas. Era como conducir por un paisaje entintado. Delante de él no había más que los tres ojos rojos de las luces de posición del coche policial y el foco superior de luz. Más allá, la impenetrable oscuridad. «El final de un día perfecto -pensó Mr. Ketchum-; detenido por exceso de velocidad en Zachry, Maine.» Sacudió la cabeza y suspiró. ¿Por qué no había pasado sus vacaciones en Newark? Habría podido dormir hasta tarde, ir a espectáculos, comer, ver la televisión.
El coche patrulla giró hacia la derecha en la siguiente esquina; y una manzana después volvió a girar, esta vez a la izquierda, y se detuvo. Mr. Ketchum aparcó detrás mientras el otro vehículo apagaba sus luces. Esto no tenía ningún sentido. Era un melodrama barato. Podían haberle multado en la calle principal. ¡Esos pueblerinos! Humillar a alguien de una gran ciudad les producía la sensación de una justa venganza.
Mr. Ketchum esperó. Bueno, no iba a discutir. Pagaría su multa sin protestar y se marcharía. Estiró el freno de mano. De pronto, frunció el ceño dándose cuenta de que podían multarle en la cantidad que quisieran. ¡Podían hacerle pagar quinientos dólares si les venía en gana! El corpulento conductor había oído contar historias sobre la policía de las pequeñas poblaciones, y la estricta autoridad que ejerce. Se aclaró la garganta. «Bueno, esto es absurdo -pensó-. ¿Por qué pienso así?»
El policía abrió la puerta del coche.
-Salga -dijo.
No había luz alguna en la calle ni en ningún edificio. Mr. Ketchum tragó saliva. Todo lo que podía ver era la negra figura que le conminaba.
-¿Es esto la... la comisaría? -preguntó.
-Apague las luces y acompáñeme -dijo el agente.
Mr. Ketchum hizo lo que se le ordenaba y salió. El policía cerró de un portazo. Hizo un ruido fuerte, con ecos; como si se hallasen dentro de un almacén a oscuras en lugar de en una calle. Mr. Ketchum miró arriba. La ilusión era completa. No había estrellas ni luna. El cielo y la tierra se unían en la negrura.
Los dedos acerados del representante de la ley le asieron por el brazo. Por un momento Mr. Ketchum perdió el equilibrio; después se recuperó y, con rápidas zancadas, siguió la alta figura del policía.


-Está oscuro -se oyó decir con una voz irreconocible.
El hombre que le había ordenado seguirle no respondió.
El compañero adaptó su paso al de ellos, y se colocó al otro lado de Mr. Ketchum, quien se dijo: estos malditos nazis pueblerinos van a hacer todo lo posible para intimidarme. Bueno, pues no se saldrán con la suya.
Mr. Ketchum aspiró una bocanada de aire húmedo, con olores marinos, y después lo soltó lentamente. Un pueblo que se está derrumbando, con sesenta y siete personas, y tiene dos policías patrullando por las calles a las tres de la madrugada. Ridículo.
Casi tropezó con el escalón cuando llegaron a él. El agente que estaba a su izquierda le cogió por el codo.
-Gracias -murmuró automáticamente Mr. Ketchum.
El policía no respondió. Mr. Ketchum se humedeció los labios. «Un patán cordial», pensó, y consiguió sonreír para sí. Vaya, eso estaba mejor. No servía de nada dejar que aquello le afectase.
Parpadeó al abrirse la puerta de golpe y, a su pesar, sintió que su cuerpo se estremecía de alivio. Era una comisaría, sí señor. Allí estaban el escritorio, detrás del mostrador, un tablón de anuncios, una estufa panzuda, negra, sin encender, un banco con marcas junto a la pared; una puerta y el suelo cubierto con un linóleo mugriento y roto que en otro tiempo había sido verde.
-Siéntese y espere -dijo el primer policía.
Mr. Ketchum observó aquel rostro flaco, anguloso, de piel morena. En sus ojos no sabía distinguir el iris de la pupila: todo era oscuridad. Llevaba un uniforme también oscuro, demasiado grande para él.
Mr. Ketchum no tuvo tiempo de mirar al otro policía porque ambos se metieron en la habitación contigua. Se quedó de pie, contemplando por un momento la puerta cerrada. ¿Debería marcharse, huir en el coche? No, tenían su dirección en el permiso. Pero, quizá, ellos querían que él intentara irse. Uno nunca sabe qué hay en las mentes retorcidas de estos policías de pueblos pequeños. Incluso podrían... dispararle si intentaba evadirse.
Mr. Ketchum se sentó pesadamente en el banco. No; estaba permitiendo que su imaginación se desbocara. Esto no era más que un pequeño pueblo en la costa de Maine, y simplemente iban a ponerle una multa por... Bueno, ¿y por qué no le multaban de una vez? ¿Qué tipo de comedia estaban representando? El hombre corpulento apretó los labios. Muy bien, que hagan el teatro que quieran. De todos modos, esto era mejor que estar conduciendo. Cerró los ojos. «Descansaré un poco», pensó.
Al cabo de unos momentos los abrió de nuevo. Todo estaba condenadamente silencioso. Miró a su alrededor, observando la habitación mal iluminada. Las paredes se hallaban sucias y desnudas, excepto por un reloj y por un cuadro que colgaba detrás del escritorio. Era una pintura -probablemente una reproducción- de un hombre barbudo, que llevaba una gorra de marinero. Sería uno de los antiguos habitantes de Zachry. No, quizá no era ni eso. Debía de tratarse de una litografía vulgar: Marinero con barba.
 Mr. Ketchum rezongó para sí. No llegaba a comprender por qué había en una comisaría una reproducción como aquella. Excepto, naturalmente, que Zachry estaba junto al Atlántico y cabía pensar que su fuente principal de ingresos proviniera de la pesca. Después de todo, ¿qué importaba?
Mr. Ketchum bajó la mirada.
Desde la habitación contigua llegaban las voces ahogadas de los dos policías. Intentó oír lo que decían, pero no pudo. Contempló furioso la puerta cerrada. «Vamos, ¿queréis venir de una vez?», pensó. Volvió a mirar el reloj. Las tres y veintidós minutos. Comprobó la hora en su reloj de pulsera. Casi exacto. La puerta se abrió y los dos policías aparecieron.
Uno de ellos se marchó. El otro, que era el que le había quitado el permiso de conducir, se acercó al escritorio y encendió la lámpara que había encima; extrajo un gran libro del cajón superior y comenzó a escribir en él. «¡Por fin!», pensó Mr. Ketchum.
Pasó un minuto.
-Yo... -Mr. Ketchum se aclaró la garganta-. Por favor...
Su voz se quebró cuando la fría mirada del policía se alzó del libro y se posó en él.
-Está usted... es decir, ¿van a... multarme ahora?
El agente volvió a ocuparse del libro de registro.
-Espere -dijo.
-Pero son más de las tres de la maña... -Mr. Ketchum se interrumpió, intentando parecer fríamente beligerante-. Muy bien -dijo con sequedad-. ¿Quiere usted tener la amabilidad de decirme cuánto tiempo tardaremos?
El policía continuó escribiendo. Mr. Ketchum permanecía allí sentado, mirándole rígidamente. «Inaguantable», pensó. Ésta sería la maldita última vez que se acercara a menos de doscientos kilómetros de aquella maldita Nueva Inglaterra.
-¿Casado? -preguntó.
Mr. Ketchum se quedó mirándole.
-¿Está usted casado?
-No. Yo... está en el permiso -balbuceó Mr. Ketchum. Sintió un escalofrío de placer ante aquella respuesta, y al mismo tiempo la punzada de un extraño temor por replicar al hombre.
-¿Familia en Jersey? -preguntó el policía.
-Sí. Quiero decir, no. Sólo una hermana en Wiscons...
Mr. Ketchum no acabó la palabra. Observó cómo el policía lo anotaba. Deseaba poder librarse de aquella extraña inquietud.
-¿Trabajo? -preguntó el interrogador.
Mr. Ketchum tragó saliva.
-Bueno -dijo-, no... no tengo ningún empleo parti...
-Sin empleo -dijo el policía.
-De ninguna manera; ¡de ninguna manera! -protestó Mr. Ketchum muy tieso-. Soy..., soy vendedor independiente. Compro partidas y lotes de...
Su voz se desvaneció mientras el policía le miraba.
Mr. Ketchum tragó saliva tres veces; pero el nudo seguía allí. Se dio cuenta de que estaba sentado en el borde mismo del banco, como dispuesto a saltar para defender su vida. Se obligó a apoyarse en el respaldo. Respiró hondo. «Relájate», se dijo. Deliberadamente, cerró los ojos. Así. Echaría una cabezadita. «Mejor sacarle a aquello todo el provecho posible», pensó.
La habitación estaba silenciosa salvo por el débil y resonante tic-tac del reloj.
Mr. Ketchum sintió que su corazón latía despacio, con pesadez. Movió su pesado cuerpo, incómodo, en el duro banco. «Ridículo», pensó.
Mr. Ketchum abrió los ojos y frunció el ceño. Aquel maldito cuadro. Le parecía que el marinero barbudo le estaba mirando.
Casi...
-¡Oh!
Mr. Ketchum cerró la boca de golpe, abrió repentinamente los ojos, centelleantes sus iris. Se inclinó hacia delante en el banco, y después se echó hacia atrás.
Un hombre de cara morena estaba inclinado encima de él, con una mano en su hombro.
-¿Qué? -preguntó Mr. Ketchum, palpitándole con fuerza el corazón.
El hombre sonrió.
-Comisario Shipley -se presentó-. ¿Quiere usted venir a mí despacho?
-¡Qué! -volvió a exclamar Mr. Ketchum-. Sí, sí.
Se incorporó, haciendo una mueca ante la rigidez de los músculos de su espalda. El hombre dio unos pasos hacia atrás y Mr. Ketchum se levantó con un gruñido, dirigiendo automáticamente los ojos hacia el reloj de pared. Pasaban algunos minutos de las cuatro.
-Oiga -dijo, todavía no lo bastante despierto para sentirse intimidado-. ¿Por qué no pago mi multa y me voy?
La sonrisa del comisario no tenía calor alguno.
-Aquí, en Zachry, hacemos las cosas algo diferentes -dijo.
Entraron en una pequeña oficina que olía a moho.
-Siéntese -ordenó el hombre, dando la vuelta a su escritorio, mientras Mr. Ketchum se sentaba en una silla de respaldo recto, que crujió.
-No comprendo por qué no pago mi multa y me marcho.
-A su debido tiempo -dijo el comisario Shipley.
-Pero...
Mr. Ketchum se interrumpió.
La sonrisa que veía daba la impresión de no ser sino una velada advertencia diplomática. Rechinando los dientes, el hombre corpulento se aclaró la garganta y esperó, mientras el comisario miraba un trozo de papel que tenía sobre la mesa. Observó qué mal le sentaba el traje a aquel comisario. «Patanes -pensó el hombre corpulento-, ni siquiera saben vestirse.»
-Veo que no está usted casado.
Mr. Ketchum no respondió. Que se traguen un poco de su propia medicina de silencio, decidió.
-¿Tiene usted amigos en Maine? -preguntó el comisario.
-¿Por qué?
-Preguntas de rutina solamente, Mr. Ketchum -respondió-. ¿Su única familia es esa hermana en Wisconsin? Mr. Ketchum le miró sin responder. ¿Qué tenía que ver todo aquello con una infracción de tráfico?
-¿Señor? -preguntó el comisario.
-Ya se lo he dicho; es decir, ya se lo he dicho al agente. No veo...
-¿Está aquí por negocios?
Mr. Ketchum abrió la boca con sorpresa.
-¿A qué vienen todas estas preguntas?
«¡Deja de temblar!», se ordenó furiosamente.
-Rutina. ¿Está usted aquí por negocios?
-Estoy de vacaciones. ¡Y no comprendo nada de nada! Hasta ahora he sido paciente; pero, ¡maldita sea, exijo que se me multe y se me permita marchar!
-Temo que eso es imposible -dijo el comisario.
Mr. Ketchum quedó boquiabierto. Era como despertar de una pesadilla y descubrir que el sueño todavía continuaba.
-Yo... no lo entiendo -dijo.
-Tendrá usted que presentarse ante el juez.
-Pero eso es ridículo.
-¿Ridículo?
-Sí, lo es. Soy ciudadano de Estados Unidos. Reclamo mis derechos.
La sonrisa del comisario Shipley desapareció.
-Usted limitó esos derechos al infringir la ley -dijo-. Y ahora tendrá que pagar por ello tal como nosotros lo dictaminemos. Mr. Ketchum se quedó mirando al hombre sin comprender. Se dio cuenta de que estaba completamente en manos de ellos. Podían imponerle la multa que quisieran o retenerlo indefinidamente en la cárcel. Todas aquellas preguntas; no sabía por qué se las habían hecho, pero sabía que sus respuestas lo presentaban como un hombre casi desarraigado, sin nadie que se preocupara de si vivía o...
La habitación pareció balancearse. Un sudor frío enfrió su cuerpo.
-Tendrá que pasar usted la noche en la cárcel -dijo el comisario-. Por la mañana verá al juez.
-¡Pero esto es ridículo! -estalló Mr. Ketchum-. ¡Ridículo!
Se controló.
-Tengo derecho a hacer una llamada telefónica -dijo de pronto-. Puedo hacer una llamada. Estoy en mi derecho.
-Lo sería -le informó el comisario Shipley-, si hubiera servicio telefónico en Zachry.
Cuando le llevaron a su celda, vio una pintura en la pared. Era del mismo marinero con barba. Mr. Ketchum no observó si los ojos le seguían o no.
Mr. Ketchum se agitó. En su rostro aturdido por el sueño apareció una expresión confusa.


Percibió un ruido metálico detrás de él; se incorporó apoyándose en un codo. Un policía entró en la celda y dejó una bandeja tapada.
-El desayuno -dijo.
Era más viejo que los otros policías, incluso más viejo que el comisario. Tenía el cabello gris acerado, y su rostro pulcramente afeitado presentaba arrugas alrededor de la boca y los ojos. El uniforme le sentaba muy mal.
Mientras el policía comenzaba a cerrar la puerta, Mr. Ketchum le preguntó:
-¿Cuándo veré al juez?
El policía se quedó mirándolo un momento.
-No lo sé -respondió y se giró.
-¡Espere! -gritó Mr. Ketchum.
Los pasos que se alejaban resonaron con ecos sobre el suelo de cemento. Mr. Ketchum seguía mirando el lugar donde había estado el policía. De su mente se iban despejando las sombras del sueño.
Se sentó, se frotó los ojos con los dedos entumecidos y alzó la muñeca. Las nueve y siete minutos. El hombre corpulento hizo una mueca. ¡Por Dios, que iban a escucharle! Se agitaron las aletas de su nariz. Olfateó. Iba a coger la bandeja; pero retiró la mano.
-No -murmuró. No cogería su maldita comida. Permaneció sentado, hierático, doblado por la cintura, mirando con furia sus pies cubiertos con calcetines.
Su estómago le hacía ruiditos indicativos.
-Bueno -murmuró después de un minuto.
Tragando saliva, alargó la mano y alzó la tapadera de la bandeja.
No pudo reprimir el oh de sorpresa que expresaron sus labios.
Los tres huevos estaban fritos en mantequilla, brillantes ojos amarillos, que miraban al techo, bordeados por trozos largos y bien tostados de tocino carnoso, arrugado, junto a los huevos, había una fuente con cuatro rebanadas, gruesas como libros, de pan tostado cubiertas con rollitos de mantequilla; y, apoyado en las tostadas, un vasito de mermelada. Había también un vaso alto con zumo de naranja, un platito de sanguíneos fresones con nata, y finalmente una jarrita de la que salía la fragancia fuerte e inconfundible del café recién hecho.
Mr. Ketchum cogió el vaso de zumo de naranja. Introdujo un pequeño sorbo en su boca e hizo rodar el líquido por su lengua caliente. El ácido cítrico la hizo estremecerse de modo delicioso. Tragó. Si estaba envenenado, era una mano maestra. A su boca afluyó la saliva. De pronto recordó que, justo antes de que le arrestaran, había tenido intención de detenerse en un bar para tomar algo.
Mientras comía, malhumorado, pero decidido, Mr. Ketchum intentó imaginarse los motivos que podía haber tras este magnífico desayuno.
Se trataba otra vez de la mentalidad pueblerina. Lamentaban su patinazo. Parecía un concepto vago; pero ahí estaba. La comida era excelente. Al menos había que admitir una cosa en estas gentes de Nueva Inglaterra: sabían cocinar como ángeles. El desayuno de Mr. Ketchum solía consistir en un bollo recalentado y café. Desde que era muchacho, en casa de su padre, no había tomado un desayuno así.
Estaba sirviéndose la tercera taza de café cuando resonaron unos pasos en el corredor. Mr. Ketchum sonrió. «En el momento justo», pensó. Y se levantó.
El comisario Shipley se detuvo ante la celda.
-¿Ha desayunado usted?
Mr. Ketchum asintió. Si esperaba que le diera las gracias, se iba a llevar una decepción. Mr. Ketchum cogió su abrigo. El comisario no se movió.
-¿Y qué...? -dijo Mr. Ketchum al cabo de unos momentos, intentando hablar con voz fría y autoritaria, pero sin lograrlo.
El comisario Shipley le miró de forma inexpresiva.
Mr. Ketchum sintió que le fallaba la respiración.
-¿Puedo preguntar...? -comenzó.
-El juez no ha venido todavía -dijo Shipley.
-Pero...
Mr. Ketchum no supo qué decir.
-He venido solamente para decírselo -explicó el comisario; luego, dio la vuelta y se marchó.
Mr. Ketchum estaba furioso. Contempló los restos de su desayuno, como si en ellos pudiera encontrar la respuesta a semejante situación. Se golpeó la cadera con el puño. ¡Insoportable! ¿Qué estaban intentando hacer? ¿Intimidarle? Bueno, pues por Dios... que lo estaban consiguiendo.
Mr. Ketchum se acercó a los barrotes. Miró a uno y otro lado del vacío corredor. En su estómago se le estaba haciendo un nudo frío. La comida parecía haberse convertido en plomo en su interior. Golpeó la fría barra de hierro. ¡Por Dios! ¡Por Dios!
Eran las dos de la tarde cuando el comisario Shipley y el viejo policía llegaron a la puerta de la celda. Sin decir palabra, este último la abrió. Mr. Ketchum salió al pasillo y esperó de nuevo, poniéndose el abrigo mientras volvían a cerrar la puerta con llave.
Con pasos cortos, pero firmes, caminó entre los dos hombres, sin mirar ni una sola vez al cuadro de la pared.
-¿Dónde vamos? -preguntó.
-El juez está enfermo -dijo Shipley-. Le llevamos a su casa para que pague usted la multa.
Mr. Ketchum contuvo la respiración. No quería discutir con ellos; sencillamente no serviría.
-Muy bien -dijo-. Si no hay otra solución.
-Es el único modo -dijo el jefe, con la mirada en el frente y su rostro, una máscara impenetrable.
Mr. Ketchum esbozó una sonrisa. Eso ya estaba mejor. Casi habían acabado. Pagaría la multa y se marcharía.
Fuera, había niebla, una niebla procedente del mar que rodaba por la calle como humo encajonado. Mr. Ketchum se acomodó mejor el sombrero y se estremeció. El aire húmedo parecía filtrarse a través de su carne y quedar en forma de rocío alrededor de sus huesos. «Un día desagradable», pensó. Bajó los escalones, buscando con la mirada su Ford. El viejo agente abrió la puerta trasera del coche policial, y el comisario Shipley le hizo un gesto invitándole a entrar.
-Pero, ¿y mi auto? -preguntó Mr. Ketchum. -Volveremos aquí después de que haya visto usted al juez -dijo Shipley.
-Oh, yo...
Mr. Ketchum vaciló. Luego se inclinó y se introdujo en el coche patrulla, dejándose caer en el asiento posterior. Tuvo un escalofrío cuando el helado cuero traspasó la lana de sus pantalones. Se arrinconó al entrar el comisario.
 El policía dio un portazo. Otra vez aquel ruido hueco, como si cerrasen la tapa de un ataúd dentro de una cripta. Mr. Ketchum hizo una mueca ante el símil.
El otro policía entró en el auto y Mr. Ketchum oyó que el motor carraspeaba. Permaneció allí sentado respirando lenta y profundamente mientras el conductor calentaba el motor. Miró por la ventanilla a su izquierda.
La niebla era precisamente como humo. Hubieran podido estar en un garaje incendiándose. Excepto por aquella humedad que se aferraba a los huesos. Mr. Ketchum se aclaró la garganta. Oyó que el jefe se movía en el asiento, a su lado.
-¡Qué frío! -dijo Mr. Ketchum, instintivamente.
El comisario no respondió.
Mr. Ketchum se apoyó en el respaldo cuando el vehículo emprendió la marcha separándose de la acera. Giró en forma de U y descendió por la calle borrosa por la niebla.
Escuchaba el sibilante ruido seco de los neumáticos sobre el pavimento mojado, el siseo rítmico de los limpiaparabrisas mientras aclaraban trozos del parabrisas húmedo.
Miró su reloj. Casi las tres. Medio día perdido en aquel maldito Zachry.
Observó por la ventanilla, mientras atravesaban aquella ciudad fantasma. Creyó vislumbrar edificios de ladrillos a lo largo de la calle; pero no estaba seguro. Se contempló las blancas manos y después echó una ojeada al comisario, que estaba sentado, muy erguido, mirando fijamente frente a él. Mr. Ketchum tragó saliva. El aire parecía estancado en sus pulmones.
En la calle principal la niebla parecía menos densa. «Probablemente debido a la brisa del mar», pensó Mr. Ketchum. Observó la calle. Todos los almacenes y oficinas parecían cerrados. Miró al otro lado. Lo mismo.
-¿Dónde está la gente? -interrogó.
-¿Qué?
-Digo que dónde está todo el mundo.
-En casa -respondió el jefe.
-Pero hoy es miércoles -dijo Mr. Ketchum-. ¿Es que no abren... las tiendas?
-Mal día. No vale la pena.
Mr. Ketchum miró el cetrino rostro del comisario, y se apresuró a apartar la mirada. Volvía a sentir en su estómago aquella premonición vaga. «¿Qué sucedía, en nombre de Dios?», se preguntó. Ya había sido bastante desagradable estar en la celda. Aquí, avanzando a través de aquel mar de niebla, casi era mucho peor.
-Claro -dijo con voz nerviosa-. Solamente hay sesenta y siete personas. ¿Verdad?
El comisario no dijo nada.
-¿Qué antigüedad tiene Zachry?
En el silencio, oyó crujir secamente las articulaciones de los dedos del comisario.
-Ciento cincuenta años.
-Tan vieja... -comentó Mr. Ketchum.
Tragó saliva haciendo un esfuerzo. Le dolía un poco la garganta. «Vamos -se dijo-. Tranquilízate.»
-¿Por qué se llama Zachry?
Las palabras le salieron incontroladas.
-La fundó Noé Zachry -dijo el jefe.
-Ah. Entiendo. Supongo que aquel cuadro de la comisaría...
-Así es -dijo el comisario Shipley.
Mr. Ketchum parpadeó. De modo que aquél era Noé Zachry, fundador de la población que estaban cruzando... Un bloque de casas, después otro y luego otro. En el estómago de Mr. Ketchum algo se contrajo cuando le vino la idea.
En una población tan grande, ¿por qué había solamente sesenta y siete personas?
Abrió la boca para preguntarlo, pero no pudo. Prefería no saberlo.
-¿Por qué hay solamente...?
Las palabras brotaron antes de poder pararlas. Su cuerpo tuvo un sobresalto al oír que se le escapaban.
-¿Qué?
-Nada, nada. Es decir...
Mr. Ketchum aspiró fuertemente sin encontrar alivio alguno. Tenía que saberlo.
-¿Cómo es que solamente hay sesenta y siete habitantes?
-Se marchan -dijo el comisario Shipley.
Mr. Ketchum parpadeó. La respuesta surgió como un anticlímax. Frunció el ceño. Bueno, ¿y qué más?, se preguntó a la defensiva. Remoto y anticuado, Zachry tendría pocos atractivos para las generaciones más jóvenes. Sería inevitable una emigración en masa hacia lugares más interesantes.
El hombre corpulento se apoyó de nuevo en el respaldo. Naturalmente. Piensa en cuánto deseo yo irme de este basurero, y ni siquiera vivo aquí.
Su mirada avanzó a través del parabrisas, atraída por algo. Una pancarta que cruzaba la calle. ESTA NOCHE BARBACOA. «Celebración», pensó. Probablemente cada quince días se volvían majaras y tenían una retirada de redes bulliciosa o celebraban una orgía remendándolas.
-¿Y quién era Zachry? -preguntó, porque el silencio estaba poniéndole nervioso otra vez.
-Capitán de barco.
-¡Ah!
-Cazaba ballenas en los mares del sur -le explicó el comisario.
Bruscamente, la calle principal se terminó. El coche de policía giró hacia un camino polvoriento. Por la ventanilla, Mr. Ketchum veía deslizarse los sombríos arbustos. Sólo se oía el ruido del motor, en segunda, y el de las piedrecillas escupidas desde debajo de los neumáticos. ¿Dónde vivía el juez, en la cumbre de una montaña?
Movió su corpulencia, y suspiró.
La niebla comenzaba a aclararse. Mr. Ketchum podía ver ahora hierba y algunos árboles, recubiertos de una capa grisácea. El coche giró y se dirigió hacia el océano. Mr. Ketchum miró la opaca alfombra de niebla inferior. El coche seguía girando. De nuevo se dirigió hacia la cresta de la colina. Mr. Ketchum tosió suavemente.
-¿Está... hum..., la casa del juez está allá arriba? -preguntó.
-Sí -le respondió el comisario.
-¡Qué arriba! -comentó Mr. Ketchum.
El coche continuó zigzagueando por la sucia y estrecha carretera, tan pronto de cara al océano, como a Zachry, o enfrentándose a la sombría casa en lo alto de la colina. Era un edificio blancuzco, grisáceo, de tres pisos y, en cada extremo, la protuberancia de una torre puntiaguda. «Parece tan vieja como el propio Zachry», pensó Mr. Ketchum. El coche giró. Volvían a estar de cara al océano cubierto de niebla.
Mr. Ketchum se miró las manos. ¿Era por efecto de la luz o estaban temblando realmente? Intentó tragar saliva pero no había humedad en su garganta, y en vez de eso, tosió cavernosamente. «Era ridículo», pensó. No había razón alguna para todo aquello. Vio que sus manos se unían, apretándose. Por alguna razón pensó en la pancarta que atravesaba la calle principal.
El coche estaba ascendiendo la última cuesta hasta la casa. Mr. Ketchum sintió que se le entrecortaba la respiración. «No quiero ir allí», oyó decir a su mente. Sintió el impulso repentino de abrir de golpe la portezuela y echar a correr. Los músculos se le tensaron.
Cerró los ojos. Por el amor de Dios, deja de torturarte, se dijo. No había nada malo en todo aquello, sino solamente la interpretación negativa que él le daba. Estaban en unos tiempos modernos. Las cosas tenían su explicación y las personas sus motivos. También la gente de Zachry tenían su razón: una desconfianza extrema de los habitantes de la ciudad. Ésta era su venganza socialmente aceptada. Aquello tenía sentido después de todo...
El auto se detuvo. El comisario abrió la portezuela y salió. El policía se giró y abrió la otra puerta para dar paso a Mr. Ketchum. El hombre corpulento se dio cuenta de que tenía una pierna y un pie dormidos. Tuvo que agarrarse al marco de la puerta para sujetarse. Golpeó el pie contra el suelo.
-Se me ha dormido -dijo.
Ninguno de los dos hombres respondió. Mr. Ketchum dirigió la mirada a la casa; entornó los ojos. ¿Había visto moverse una cortina verde oscuro? Frunció el ceño y dio un respingo de sobresalto cuando le tocaron el brazo y el comisario le hizo un gesto en dirección a la casa. Los tres hombres emprendieron el camino.
-Yo, ejem..., no llevo mucho dinero encima, me parece -dijo-. Supongo que un cheque servirá.
-Sí -repuso el comisario.
Subieron los escalones del porche y se detuvieron ante la puerta. El policía hizo girar una enorme cabeza de latón y Mr. Ketchum oyó que dentro sonaba una débil campanilla. Se quedó mirando entre las cortinas de la puerta. Dentro, podía vislumbrarse la forma esquelética de un perchero para sombreros. Se apoyó en el otro pie y el suelo crujió. El policía hizo sonar de nuevo la campanilla.
-Quizá está... demasiado enfermo -sugirió Mr. Ketchum tímidamente.
 Ninguno de los dos hombres le hizo caso. Mr. Ketchum sintió que sus músculos se tensaban. Miró hacia atrás por encima del hombro. ¿Podrían cogerle si intentaba huir corriendo?
Volvió la mirada al frente con desagrado. «Paga tu multa y vete -se dijo pacientemente-. Eso es todo: pagas la multa y te vas.»
Dentro de la casa hubo un movimiento. Mr. Ketchum alzó los ojos, sorprendido a su pesar. Una mujer alta se acercaba. La puerta se abrió. La mujer era delgada, y llevaba un vestido negro, largo, que la cubría hasta los tobillos, con un broche blanco, ovalado en la garganta. Su cara era morena, cruzada por numerosas arrugas. Mr. Ketchum se quitó el sombrero automáticamente.
-Pasen -dijo la mujer.
Mr. Ketchum penetró en el recibidor.
-Puede dejar usted su sombrero ahí.
La mujer señaló el perchero que parecía un árbol destrozado por las llamas. Mr. Ketchum colocó su sombrero sobre uno de los oscuros colgadores. Al hacerlo, su mirada quedó prendida en una gran pintura que estaba al pie de la escalera.
Iba a hablar; pero la mujer dijo:
-Por aquí.
Se adentraron en el pasillo; Mr. Ketchum miró el cuadro al pasar junto a él.
-¿Quién es esa mujer -preguntó- que está de pie junto a Zachry?
-Su mujer -dijo el comisario.
-Pero ella...
La voz de Mr. Ketchum se interrumpió bruscamente mientras, desde el fondo de su garganta, pugnaba por brotar un gemido. Sorprendido, lo ahogó con un aclaramiento repentino de la garganta. Se sentía avergonzado de sí mismo. Sin embargo..., ¿la esposa de Zachry? La mujer abrió una puerta.
-Esperen aquí -dijo.
El hombre corpulento entró. Se volvió para decir algo al comisario. Justo a tiempo para ver cómo se cerraba la puerta.
-Oiga, eh...
Se acercó a la puerta y puso la mano en el pomo. No se podía girar.
Frunció el ceño. Ignoró los latidos cada vez más fuertes de su corazón.
-Eh, ¿qué pasa aquí?
Falsamente alegre, su voz retumbó en las paredes. Mr. Ketchum se volvió y miró a su alrededor. La habitación estaba desierta. Era una estancia cuadrada, vacía.
Se volvió hacia la puerta, moviendo los labios mientras buscaba las palabras apropiadas.
-De acuerdo -dijo de pronto-. Es muy... -Giró bruscamente el pomo-. De acuerdo, es una broma muy divertida. -¿Se había vuelto loco?-. Ya he aguantado todo lo que soy...
Dio media vuelta en redondo ante el sonido, mostrando los dientes.
No había nada. La habitación seguía vacía. Miró a su alrededor aturdido. ¿Qué era aquel ruido? Un ruido pesado, como de agua corriente.
-¡Eh! -dijo instintivamente volviéndose hacia la puerta-. ¡Eh! -aulló-. ¡Acabemos! ¿Quiénes se creen ustedes que son?
Giró sobre sus debilitadas piernas. El sonido aumentaba. Mr. Ketchum se pasó una mano por la frente. La tenía cubierta de sudor.
Allí dentro hacía calor.
-Muy bien, muy bien -dijo-. Es una buena broma; pero...
No pudo proseguir; su voz se había estrangulado y convertido en un sollozo terrible, entrecortado.
Mr. Ketchum se tambaleó un poco. Se quedó mirando fijamente la habitación. Se tambaleó y cayó hacia atrás, contra la puerta. Su mano extendida tocó la pared y se apartó rápidamente. Estaba caliente.
-¿Qué sucede? -dijo incrédulo, con un hilo de voz.
No podía ser cierto.
Debía de ser una broma.
Tenían un concepto demencial de lo que era una broma. Asustar al «listillo de la ciudad» era el nombre del juego.
-¡De acuerdo! -vociferó-. ¡De acuerdo! Es divertido. ¡Es muy divertido! ¡Y ahora déjenme salir de aquí o va a haber problemas!
Golpeó la puerta con fuerza. De repente, la pateó. La habitación cada vez estaba calentándose más. Parecía casi tan caliente como un...
Mr. Ketchum quedó petrificado, aturdido.
Las preguntas que le habían formulado. Los vestidos tan holgados que llevaban todas las personas que había visto. La comida tan excelente que le habían dado. Las calles vacías. El color cetrino de la piel, casi salvaje, de los hombres, de la mujer. La manera en que todos le habían mirado. La mujer del cuadro. La esposa de Noé Zachry, una mujer de otra raza, con los dientes puntiagudos. La pancarta: ESTA NOCHE BARBACOA.
Mr. Ketchum chilló. Pataleó y golpeó la puerta con los puños. Lanzó su pesado cuerpo contra ella. Gritó y suplicó a los de fuera:
-¡Dejadme salir! ¡Dejadme salir! ¡DEJADME... SA...LIR...!
Y lo peor era que él, realmente, no podía creer que aquello le estuviera sucediendo.




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