Título original: no disponible
Traducción: Marina Torres y Juan Capel en castellano para Nórdica
Año de publicación: entre 1947 y 1952
Valoración: entre recomendable y muy recomendable
Idioma original: sueco
Título original: Italienska skor
Traducción: Carmen Montes Cano
Año de publicación: 2006
Valoración: recomendable
Quizás sea por la clásica presentación de Tusquets, o por la nacionalidad del autor, a saber, pero esperaba de Zapatos italianos una negrura que (como no soy muy seguidor del género) he agradecido no encontrar. Siempre resulta curioso ver cómo ciertos autores se mueven fuera de los géneros que les son propios (lo dice quien solamente ha sido capaz de aguantar Mientras escribo por parte de Stephen King).
La historia que nos cuenta Mankell aquí tiene muy poco de misterio, aunque en sí sea una novela de decadencia donde el sentimiento trágico aflora en los rincones más inesperados. Un cirujano que ha dejado prematuramente su profesión vive en una pequeña isla donde nadie se aventura a acercarse. Apenas un cartero que aparece esporádicamente. Acompañado por un perro y un gato, su existencia no es exactamente un aislamiento pero se siente la mar de a gusto sin relacionarse con la gente. Un día aparece en su casa una antigua novia. Harriet, una mujer mayor, enferma terminal, se presenta no para ajustar cuentas sino para cerrar ciclos que quedaron abiertos. El motivo principal, explicarle a Fredrik, el cirujano, que de su romance de juventud nació una hija. Se encuentra, de la noche a la mañana, como padre tardío y futuro viudo. Su antigua novia solo quiere que su padre la conozca y, de repente, Fredrik asume las responsabilidades y se pone en lo de recuperar el tiempo perdido.
Reconozco que Mankell me ha gustado en su estilo, elegante y contenido, aunque no tanto como para sentir curiosidad por las novelas por las que suele ser célebre. Hay algo extraño y cercano a lo fascinante imaginando esos paisajes desolados, y no deja de ser curioso que la novela acabe derivando en una especie de especulación psicológica sobre cómo se afrontan las diversas opciones cuando se alcanza la fase de decadencia de la vida. Fredrik resulta curiosamente recuperado una vez el traspiés (otro ajuste de cuentas con el pasado) que precipitó el final de su carrera. Harriet se comporta de forma resignada y con un sentido de la planificación que puede sorprendernos.
También de Henning Mankell en ULAD: Aquí
Idioma original: sueco
Título original: 1795
Año de publicación: 2022
Traducción: Pontus Sánchez
Título original: 1794
Año de publicación: 2019
Traducción: Portus Sánchez
Valoración: recomendable (si no eres un espíritu sensible)
Después del uno va el dos y después del 1793, pues... 1794, claro (y luego 1795, pero de eso ya hablaremos), así que de esta previsible manera se titula la segunda entrega de las novelas policíacas escritas por el sueco Niklas Natt och Dag y ambientadas en el Estocolmo -no sólo- de finales del siglo XVIII. Como la primera entrega no me disgustó, aunque tampoco es que me volviera loco, decidí atreverme con la segunda. Adelanto ya que viene a ser más de lo mismo; quizás un pelín mejor...
En esta ocasión encontramos al mismo protagonista o al menos a uno de ellos, el guardia manco Mickel Cardell, acompañado esta vez no por el abogado Cecil Winge, sino por su hermano pequeño Emil, de gran parecido físico, pero idiosincrasia y circunstancias bastante diferentes. Aparece también otra hermana de ambos, la hermosa y distinguida Hedvig, aunque como personaje secundario, digamos. Y, en una trama paralela, pero que da continuidad a la novela anterior, los lectores de ésta se reencontrarán con la valerosa y decidida Anna Stina, pasando mayores apuros, si cabe, que en 1793.
El "caso policíaco" del que se encargan Cardell y Winge II es desentrañar lo ocurrido con el joven heredero Erik Tres Rosas y su flamante esposa en su noche de bodas. He entrecomillado lo de "caso policial" porque el intríngulis del caso no resulta tanto desentrañar los pormenores del crimen como neutralizar al malo de la película... quiero decir, de la novela, que es hacia lo que se dirigen los afanes de la pareja detectivesca, y evitar que este personaje antagonista-un tanto "jamesbondiano", si se me permite-, salga de rositas, como parece ir a suceder...
La trama de esta historia transcurre en su mayor parte, como en la novela precedente, en Estocolmo, la "ciudad de los puentes", y alrededores, pero, más aún que en el caso anterior, muchos de los escenarios son marginales dentro de la misma y de la sociedad occidental en su conjunto: manicomios, orfanatos, burdeles, la cárcel de mujeres, incluso un bosque donde encuentran exiguo refugio las personas sin hogar... Pero, además, su primera parte se desarrolla en un escenario aún más periférico respecto a la metrópoli sueca: la isla caribeña de San Bartolomé, un conveniente "patio trasero" en el que el reino de Suecia, por aquella época, sacaba pingües beneficios con el comercio de esclavos. En esta isla es donde ante el lector comienza a desplegarse el catálogo de atrocidades que irá encontrando a lo largo de la novela.. Porque uno de los temas de fondo y forma de la misma es la crueldad y hasta el sadismo -en el sentido más estricto del término; no se trata de una metáfora- que puede mostrar el ser humano... No es éste un libro para espíritus delicados, advierto. También -o sobre todo- trata de la locura, el perdón, el remordimiento... aunque, eso sí, sin detenerse en excesivas elucubraciones porque, antes que nada, 1794 es, al igual que su antecesor, un thriller histórico o, si se prefiere, una novela histórica en forma de thriller, ya que, aparte de la cuidada ambientación (es de suponer), están muy presentes las circunstancias políticas de la época en Suecia, la del gobierno autoritario y muermo de Reuterholm (baste decir que se llegaron a prohibir tanto el consumo de café como las vestimentas de colores llamativos, durante el reinado de Gustavo IV Adolfo. Pero, ante todo, y al igual que en 1793 (y sospecho que igual pasará en la entrega venidera, es de suponer que titulada 1795) lo que están muy bien retratadas son las estrecheces y aun la miseria en que vivía la población sueca ( y no sólo sueca) en aquel turbulento final del siglo XVIII.
Por terminar, se puede decir lo mismo de ésta que de su predecesora: se trata de una novela muy bien escrita y, sin duda, entretenida, con descripciones y personajes perfectamente dibujados, que resultan incluso memorables. Ahora bien, su crudeza y hasta truculencia pueden no llegar a agradar a todo tipo de lectores, así que, como en el caso anterior, yo aviso: léase bajo propia responsabilidad.
También del amigo Niklas y reseñado en Un Libro Al Día: 1793
Es curioso percatarse de que, a pesar de que uno cree conocer bastante bien la literatura nórdica digamos off-thriller, siguen escapándose algunos autores que por su estilo o por su contundencia merecen bastante más visibilidad de la que se les ha proporcionado. Y, este hecho es aún más flagrante cuando el autor que nos ocupa viene recomendado por mi admiradísima Siri Hustvedt quién afirma que «esta novela psicológica merece ser leída por lectores de todo el mundo» o incluso por Per Olov Enquist, quien escribe el prólogo. Y, como es de esperar de un autor nórdico que trata sobre la muerte, el odio, la venganza y la soledad, uno no podía sino sucumbir ante la tentación que supone una lectura precedida por tanto reclamo.
Este duro libro empieza con una contundencia inusual, afirmando ya en su primera frase que «A las dos enterrarán a una mujer casada», porque el relato arranca justo el día del entierro de la madre de Bengt, protagonista de la novela, y el autor de manera seca nos retrata la relación entre familiares, una relación fría, distinta, casi indeseada por la mayoría de ellos. El marido, de quien se afirma que «no ha llorado mucho» su muerte y que desprende pocos sentimientos hacia su difunta mujer, pues «Ama lo bello. Su mujer era fea y enferma. Por eso no ha llorado». Y en la casa, esperando el transporte que los lleve al funeral, se encuentran la familia y los invitados; son pocos, menos de veinte, pues la mujer no era muy querida ni conocida. Y, en ese ambiente lúgubre y gélido, el autor nos introduce la figura del hijo Bengt, de veinte años, alguien que sí ha llorado toda la noche y se encuentra en medio de la habitación, solo, pues nadie se acerca a él «no por consideración sino por miedo, pues el mundo teme a aquel que llora».
Este inicio del relato en torno al entierro y al duelo, tiene una potencia literaria inusual, por su contundencia, por su radicalidad emocional, por el pesar que desprende sin dejar de lado la dureza narrativa que imprime el autor al afirmar que se trata de un entierro con poca gente pues «ni siquiera a los asistentes les caía bien la difunta», pero también por saber narrar la tristeza rodeándola de imágenes poéticas al describir que «el féretro se hunde despacio con todas sus flores, como el órgano de un cine. Tratan de no perderlo de vista, igual que cuando un tren desaparece con un amigo a bordo. Al final no queda nada. Solo un hoyo en el suelo que huele a flores, y pronto ya ni a flores siquiera» porque «no hay consuelo ni protección ni final ni principio. Tan solo hay una certeza, vacía como una tumba, de que aquí abajo yace la madre de uno y está muerta». Esa mirada hacia la muerte contiene gran carga emocional pero también reflexiva, porque «quizá sea cierto que la muerte es un gran agujero vacío y que la pena consiste en saber cómo de vacío es ese agujero, pero eso solo es cierto si uno está sobrio. Si uno bebe, puede llenar el agujero con cuantos pensamientos y palabras hermosas de le ocurran. Hasta los bordes puede llenarlo. Y luego taparlo con una piedra».
De esta manera, vemos como Dagerman es duro en su relato, posee un estilo contundente, vacío de alegría o de ternura. Es el relato y la mirada de un niño que amaba a su madre más que a nada, una madre no amada por su marido que la engañaba. Y el descubrimiento por parte del hijo de la infidelidad del padre le sacude y le atormenta y lo odia porque «ha engañado a mi madre, porque estaba enferma y porque le parecía fea». Y cuando le revela al padre su descubrimiento, «la máscara cae, la triste máscara del viudo. Y bajo la máscara está la alegría, una alegría grande y aterradora. Pues para aquel que está obligado a llorar una muerte, la alegría puede mostrarse como un temor. Uno teme mostrar su alegría». Así, tras la muerte de la madre, el niño se queda con la única compañía de la soledad y del odio hacia su padre; el relato rezuma tristeza y pesar, y soledad, física pero también emocional, por no tener con quien compartir su dolor y su odio pero tampoco el amor hacia una madre que ya no está y que ha dejado un tremendo vacío que solo su recuerdo puede llenar si el recuerdo es bonito bello y emotivo. Y eso solo puede darlo él, de ahí su tristeza, de ahí su dolor, de ahí su pena. Y todo ese sentimiento afligido se transforma y crece desde la nada del vacío para erigirse y resurgir en forma de odio y venganza.
Estilísticamente, el tono narrativo y su contundencia en este primer tercio de libro recuerdan mucho a Ţîbuleac con frases como «Tras la muerte de la madre, todas las mujeres que le sonríen se parecen a ella», pero también a Kristof, en ese relato seco y áspero, de aspecto frío pero que esconde tras ello una ternura no siempre demostrada, por desconocimiento o por vergüenza. Pero una vez la trama avanza vemos también, y mucho, a Hamsun por esos diálogos internos donde el joven se cuestiona la ética que reside tras la verdad y la mentira, o también el sentido del deber porque «cuanta más materia epistemológica adquiere uno, más facetas y matices percibe de esa realidad que se esconde tras los conceptos», porque «no hay nada más aterrador para una conciencia endurecida que un joven ojo desnudo. Ese ojo no sabe nada, y por eso lo entiende todo». De esta manera, el descubrimiento de la infidelidad del padre incrementa la animadversión del hijo hacia él y entra en una espiral de análisis e introspección que lo vuelven receloso y hasta cierto punto cruel y vil hacia quienes le rodean, pues duda de todos y sospecha de todos, incluso de sí mismo aunque «mientras uno pueda confiar en sí mismo, no se ha perdido nada en realidad. Tan solo se pierde algo cuando uno se da cuenta de que ni siquiera en sí mismo puede confiar. Por eso merece la pena, en todo instante, poder confiar en uno mismo, y no dejarse engañar por uno mismo. Por eso es tan importante ser consciente de lo que uno mismo hace, y la única manera de lograr un conocimiento así es analizando hasta el más mínimo de sus sentimientos y acciones», porque «la verdadera angustia es no poder fiarse de los propios pensamientos cuando están solos», porque «engañar a otros no es bonito, pero engañarse a uno mismo es peligroso».
A medida que avanza el relato, el tono abandona la tristeza y dureza inicial por el duelo de la madre para volcarse hacia las pasiones y las dudas de su protagonista, envolviendo el relato de monólogos internos y diálogos en torno a la culpa, el deseo, la moral, las incertezas, las mentiras y las inseguridades. Así, la desolación inicial se encamina hacia un tono más introspectivo que nos recuerda muchísimo a Hamsun y a sus dilemas éticos sobre la verdad y la mentira y sobre el bien y el mal, y el desánimo que planea por encima de todo el relato, afirmando que «estar borracho es ver tan solo luces bonitas y alegres y aristas suaves allí donde suelen ser duras. Pero si uno cierra los ojos no ve más que oscuridad» llegando a la conclusión que «vivir no significa otra cosa que prorrogar, día tras día, el propio suicidio».
Por todo ello, se trata de un libro duro y triste, pero que no deja completamente de lado la esperanza, a pesar de que esta se sustente sobre una alegría efímera, una felicidad a veces sustentada por el amor y esas primeras infinitas posibilidades que ofrece, porque «nada es tan bonito como los primeros minutos a solas con alguien que podría amarnos y a quien nosotros también podríamos amar (…) es por esos escasos minutos por los que uno ama, no por los muchos que vienen después». Y en eso debemos aferrarnos, cada instante en los que aparecen, porque, tal y como afirma el protagonista, «los instantes de paz son cortos. Todos los demás instantes son mucho más largos. Saber eso también es sabiduría. Pero precisamente porque son tan cortos debemos vivir esos instantes como si solo entonces viviéramos».
También de Stig Dagerman en ULAD: Otoño alemán