Título original: Mothers and Sons
Traducción: Francisco González López en castellano para AdN editorial
Año de publicación: 2025
Valoración: recomendable
Título original: Madame Edwarda
Traducción: Salvador Elizondo
Año de publicación: 1937
Valoración: Rarito, curioso
Mira que en general me gustan los libros raros, me atraen, y en este blog hay algunos ejemplos, cosas que se han escrito para romper moldes, buscar caminos sin explorar. Pues puedo afirmar que este Madame Edwarda podría entrar en el top 10 de los textos más extraños que he leído nunca.
Es raro mi ejemplar, el libro físico (aclaro que no es el de la imagen), comprado a un vendedor de viejo . Edición mexicana de 1977, tiene setenta y una páginas, de las que treinta y siete las ocupan un prólogo de Salvador Elizondo, siempre metido en estas movidas, y un prefacio del propio Bataille dirigido a Pierre Angélique, el seudónimo que utilizó para esquivar la polémica en las primeras ediciones. Es decir, quedan para el relato apenas treinta y cuatro páginas, ninguna de las cuales llegará a quedar ocupada siquiera en su mitad. Por si fuera poco, cuenta mi pequeño volumen con un exlibris del puño y letra del pintor Vicente Roscubas, aunque le faltan, ya sería la leche, los varios grabados que nada menos que René Magritte elaboró para este texto.
Extraño es también el autor, Georges Bataille, de cuya filosofía dice Elizondo que es imposible una exposición razonada, lo cual es algo tranquilizador, aunque se esfuerza el escritor mexicano en aportar algunas ideas. Bataille es uno de esos tipos de principios del siglo XX que tocaba los asuntos más sensibles, o mejor, los destripaba sin cortarse ni un poco: el misticismo, el sexo y la muerte iban en el mismo lote, y hasta parece que quiso fundar una especie de secta en la que se pretendían ofrecer sacrificios humanos. La verdad es que estos tres campos, aunque en una medida algo más civilizada, también los vemos relacionados en algunos otros autores, desde el marqués de Sade hasta gente mucho más moderna pero, visto el panorama, tampoco creo que sea cuestión de intentar profundizar más por ese camino.
Con estos antecedentes, el texto en sí de Madame Edwarda tampoco le va a la zaga en materia de rareza. Con esas treintaypocas páginas mediadas podríamos hablar de un relato corto, pero es más bien un esbozo, que el mismo narrador duda de si tendrá continuidad. La madame que aporta el título regenta un prostíbulo y el narrador es su cliente, que le elige entre la oferta disponible. El tipo parece en principio algo descolocado aunque es evidente que visita con frecuencia locales parecidos. Tras alguna escena de sexo explícito más bien turbio, identifica a Edwarda con Dios, no se sabe si movido por el éxtasis o por algún tipo de mortificación, pero en todo caso parece que bastante en línea con algunas de las ideas erótico-místicas que profesa el autor.
Si me extiendo un poco más acabaría reproduciendo el contenido completo, porque tampoco hay mucho más, aparte de una escena final algo más larga y también de alto voltaje sobre la que, si no tenemos nada mejor que hacer, se podría elucubrar un rato. Naturalmente, no es una narración normal, sino una sucesión de flashes, alguno de los cuales, no muchos, pueden sonarnos a surrealismo, ideas a medio formular sobre el placer y el dolor, e imágenes a veces sugerentes, a veces brutales, en las que la temperatura se mantiene siempre en el nivel de ebullición.
No sé si esto es un juego o la representación plástica de la peculiar filosofía del señor Bataille, y tengo la duda, que espero que Oriol me pueda aclarar, de si esto puede considerarse bizarro en sentido literario. Es extraño, es diferente, puede hacer reír o dar cierto repelús, son unos minutos de inmersión en el mundo de este autor, que perfectamente se puede calificar de sórdido, pero al que también se le pueden encontrar algunas lecturas más. Pero ojo, veamos la advertencia inicial, algo que podría ser una poesía, una amenaza o una broma:
‘Si tienes miedo de todo, lee este libro, pero, antes que nada, escúchame: si ríes, es que tienes miedo. Te parece que un libro es una cosa inerte. Es posible. ¿Y sin embargo, como suele suceder, tú no sabes leer? ¿Deberías temer…? ¿Estás solo? ¿tienes frío? ¿sabes hasta qué punto el hombre es ‘tu mismo’? ¿imbécil? ¿y desnudo?'
Hay cierto debate en cuanto al encaje de las lecturas en una determinada época del año u otra, pues los hay que esperan al calor del verano para sumergirse en un libro que les ofrezca un puro entretenimiento y que sea sin que suponga demasiado esfuerzo lector; otros, en cambio, prefieren adentrarse en libros voluminosos, pues las vacaciones permiten (en teoría) disponer de tiempo suficiente para abordar libros que por su complejidad o su extensión requieren un tiempo necesario que no encontramos durante el resto del año. En este caso, el libro de Isabelle Aupy entraría en el primer grupo, aunque, siendo narrado en forma de evidente metáfora, ofrece más de lo que aparenta en una primera lectura. ¡Vamos allá!
Este breve libro nos habla de una pequeña isla poblada por pocas personas y muchísimos gatos. Gatos de todos los tipos y colores, de todos los comportamientos posibles y maneras de ser. Los habitantes de la isla están acostumbrados a ellos, pues conviven en el día a día y siempre se dejan ver entre las casas y los patios. Pero de golpe, un día, en esa isla, desaparecen todos los gatos y los habitantes los extrañan, acostumbrados como estaban a verlos siempre merodear y pasearse entre ellos. Este incidente deja sorprendidos y descolocados a los habitantes de la isla, pues no saben qué ha sucedido, el porqué, ni saben cómo afrontar la situación. Ellos tienen un carácter tranquilo, amistoso, porque en la isla «todos éramos refugiados, como se dice. Sí, la gente venía aquí para encontrar refugio, se iba del continente porque ya no podía más, buscaba un lugar donde vivir mejor, estar mejor, o puede que no forzosamente: encontrar una forma de ser uno mismo y ya está». Pero, superado el asombro inicial, se percatan que quienes han provocado que no queden gatos tienen otras intenciones, más perversas de lo que parecía: la voluntad de interferir en las costumbres de los habitantes de la isla y las relaciones entre ellos.
Escrito en forma de metáfora, el libro nos habla de la seguridad de nuestra sociedad basada en la estabilidad de las cosas del día a día y la amenaza que suponen aquellos que pretenden cambiarla imponiendo nuevas costumbres, nuevos hábitos, forzándonos a cambiar la realidad a menos que nos rebelemos contra ello y luchemos por los derechos conseguidos sin cesar en nuestro empeño, porque tal y como afirma uno de los personajes hablando de las cosas que antes poseían, «nos las quitaban porque habíamos dejado que nos lo hicieran. Nos las quitaban porque habían puesto palabras a unas necesidades que no eran nuestras. Y como una panda de zoquetes, encima fuimos a darles las gracias».
Debo reconocer que el libro no me ha causado el impacto que esperaba, no sé si por el enfoque, por el lenguaje o por una trama muy simple, pero seguramente la razón de ello es el estilo utilizado por la autora. Escrito con un lenguaje plano, casi orientado a un público infantil en forma aunque no en contenido, el narrador en primera persona nos cuenta la historia como si de una fábula se tratara, como un cuento contado a un grupo de jóvenes formando un círculo en torno a un fuego en el campo, aunque el mensaje que esconde bajo una capa de supuesta superficialidad es bastante más preocupante. Un mensaje que refuerza la importancia del lenguaje y de cómo y con qué finalidad usamos las palabras, y la importancia de no dejarnos llevar por la corriente de un pensamiento que bajo una capa de inocencia puede esconder auténticas perversiones.
Título original: Hex
Traducción: Jesús Cuéllar
Año de publicación: 2022
Valoración: Decepcionante
Los procesos de las brujas de Berwick, a finales del siglo XVI, son algunos de los más conocidos entre los muchos que tuvieron lugar en Europa en busca de poderes oscuros, curaciones sospechosas y maleficios. Al parecer, el rey Jacobo volvía de su boda en Dinamarca y fue sorprendido por terribles tormentas, lo que provocó que se buscaran responsables de causar semejantes fenómenos para acabar con él. Mediante el uso generalizado de la tortura comenzó el habitual reguero de delaciones, mientras se vengaban viejas rencillas, se doblegaba a gentes incómodas y se consolidaba el terror frente a la disidencia o simplemente frente a conductas que pusieran en cuestión el orden religioso, moral y, finalmente, político.
Jenni Fagan toma como protagonista a una de aquellas brujas, Geillis Duncan, apenas una adolescente que por algún motivo fue elegida para ser eliminada y cuya confesión, obtenida de aquella manera, sirviese de paso para condenar a otras mujeres de mayor significación pública, en especial Euphame McCalzean, cuya posición social y económica suscitaba ciertos deseos de quitarla de en medio. Geillis va a ser ajusticiada, y en su celda, donde ha sido violada repetidas veces, recibe la visita de Iris, una mujer del siglo XXI que le acompaña en sus últimas horas.
Lo que parece podría ser una narración llena de fantasía de tintes góticos se convierte sin embargo en otra cosa. En vez de recibir a un ser extraordinario procedente del futuro, se diría que el carcelero ha dejado entrar en el calabozo a una amiga de Geillis para que la pobre tenga un poco de conversación antes de morir en la horca. De manera que Iris, obviamente solidarizada con la presunta bruja, se dedica durante unas cuantas páginas a colocar el discurso feminista propio de su época. En la base de los procesos por brujería, parece defender Iris, no hay un fondo de incultura popular, de alienación religiosa, intereses pueblerinos o maniobras políticas, solo el deseo de castigar a mujeres por el hecho de serlo, el impulso depravado de hombres obsesionados por la integridad de sus pollas (sic), una especie de miedo atávico frente a aquellas a quienes no pueden someter de otra forma.
Y bueno, el resto de las largas conversaciones entre la víctima y su visitante no pasa de ser una charla insulsa, llena de lugares comunes, reflexiones sobre la injusticia y la violencia, peroratas apenas disfrazadas de patetismo y ramalazos líricos, fogonazos de magia injustificada, todo lo cual tiene como mayor virtud la brevedad de sus apenas cien páginas.
No era mala la idea, y daba para montar una historia quizá atractiva. Tampoco era desdeñable la posibilidad de levantar una reflexión sobre un posible enfoque de género en la persecución de la brujería, o un juego de contrastes entre la perspectiva ideológica de nuestro siglo y la de los inicios de la Edad Moderna. No sé, había posibilidades de hacer unas cuantas cosas interesantes, tal vez en otros formatos, pero Jenni Fagan elige la peor opción, una sucesión de diálogos, a veces monólogos sucesivos, sin nervio, con un fondo forzado y nada creíble que a veces suena a representación escolar, por mucho que se adorne con una especie de acotaciones que presentan cada escena de modo más bien efectista.
Solo las últimas páginas tienen un tono más intenso, imágenes más sugerentes y un ritmo más vivo. Bien habría hecho Fagan en aplicar el mismo criterio al resto del libro. Pero aunque este último empujón deja un sabor algo más gratificante, ni aun así nos libra de la decepción.
Le tenía muchas ganas a este libro de Pol Guasch. Tenía curiosidad por saber dónde nos llevaría esta vez, a que paisaje mental nos dirigiría, qué territorios físicos y especialmente emocionales abriría delante de nosotros donde adentrarnos y encontrarnos, pues su estilo y profundidad me sorprendió y entusiasmó, no únicamente en su poesía sino también en su anterior novela «Napalm en el corazón».
Fiel a su estilo reflexivo, el libro empieza con una aseveración, que sobrevuela a modo de suspiro: «Todas las vidas empiezan antes de nacer», y con ello nos relata como ahora, veinticuatro años después de nacer, puede afirmar sin rubor que «estoy convencido que mi minúsculo cuerpo, recogido en un lado oscuro del vientre de mi madre, era incapaz de despertar ningún sentimiento» confesándonos a la vez que «de eso trata, también, mi historia: del tiempo». Un tiempo que se traduce en recuerdos del pasado, en el transcurso de la vida en uno mismo, pero también en una amistad, en una relación amorosa, en una familia. Un tiempo corto pero intenso, marcado por un dolor y una gran pena con la que el autor va impregnando la lectura, poco a poco, dejando que nos cale por dentro.
Como un gran canto a la amistad y al amor en todas sus dimensiones, el relato parte de la relación entre dos amigos, Líton y Rita, él residiendo en un pueblo después de haber vivido en la ciudad, ella en la Colonia, «un puñado de casas en la cima de la montaña» donde «vivían los mineros con sus familias. Había gente mayor, había gente cansada». Rita, la hija del nuevo minero; Líton, el recién llegado. Una amistad entre dos jóvenes «cansados de ellos mismos, de los pensamientos que cada uno carga», una relación entre dos personas que comparten soledad y pesares, que encajan en un mundo que parece expulsarles, y que se entienden, que hablarían horas juntos, que «hablarían de cómo hace falta imaginar un poco para poder vivir y de cómo las historias, de tanto repetirlas, se vuelven verdad». Una amistad que se nutre de conversaciones sobre la vida, sobre las clases sociales, sobre el amor del que afirma que «del amor se pueden decir pocas cosas, cuando estás dentro, porque todo se nubla con la binza de la emoción, y pocas cosas, cuando sales, porque todo se nubla con la binza de la tristeza». Y, en esos encuentros, ambos constatan el porqué de su amistad, porque se sienten cómodos en la compañía del otro, porque, aunque diferentes, se asemejan en su manera de entenderse a uno mismo, en las conversaciones, pero también en los silencios, porque «es como si los dos hubieran aprendido la misma lección: que el silencio no trata de la ausencia de ruido, sino de encontrar un rincón exacto donde descansar el alma y el cuerpo».
A nivel estilístico, Pol Guasch alterna la narración en primera y en tercera persona, y teje un relato coherente pero desordenado porque «la gente no sabe que las historias, si se ordenan, no son historias, son mentiras». Así, el estilo y tono del narrador va cambiando a cada capítulo, ofreciéndole al lector un mosaico de voces diferentes que el autor saber aprovechar explorando y jugando con el lenguaje, que se refina o se torna más tosco según el capítulo, ofreciendo así una mirada de amplio espectro completando un relato que, si bien es narrado por pocas voces, sí resulta coral. Es en este aspecto en el que parece acercarse momentáneamente al estilo de Irene Solà, en la variedad y pluralidad cromática de la narración (especialmente marcado en el capítulo «velas y vientos»).
Argumentalmente, el libro desborda nostalgia y tristeza, una nostalgia por la Colonia y su paisaje, antes bonito y preciso, antes de que los incendios e inundaciones borraran su belleza porque «el fuego, como una pala inmensa, iguala el paisaje». Nostalgia por parte de la gente mayor hacia la juventud, por su alegría, su desparpajo y su despreocupación. Nostalgia también de la amistad en sus inicios, en aquellos momentos en que «todavía no sabían qué sentían uno por el otro, sino de lo que lo sentían por nadie que no fuera ellos». Pero especialmente nostalgia en Líton pensando en René, con quien tuvo una relación en el Servicio que terminó cuando este se acabó. René, el chico del servicio que conoció de manera imprevista y que le sacudió y le enamoró al instante. Alguien por quien los sentimientos vendrían después de su fugaz descubrimiento, de él y de su cuerpo, en un amor que crece en el silencio de un entorno hostil para ellos, en la clandestinidad de una caserna militar. Pero sueñan, y se sienten libres, pudiendo «fingir que podían construir un nuevo relato», manteniendo su relación oculta a los demás, por su condición, por su entorno, y porque «las palabras de amor solo son grandes y poderosas cuando los enamorados se las dicen entre ellos: el amor de desmigaja cuando los otros empiezan a escucharlo». Y también trata, de manera tangencial, sobre la enfermedad y la muerte, una muerte que crece silenciosa por dentro, porque «no puedes evitar preguntarte quien de vosotros lo llevará dentro sin saberlo, quien de vosotros se quedará pronto sin un amigo, sin un hermano, sin un amante. No puedes evitar preguntarte si la muerte también baila aquí, esta noche». Y habla de cómo sobrevivir a una pérdida, física, emocional. Vencer el recuerdo mientras luchas contra el olvido.
En resumidas cuentas, esta novela de Pol Guasch es de inicio incierto, tal vez como la vida y también la muerte. Porque, con la amistad, esos son los pilares sobre los cuales emerge y se alza esta gran novela, no de manera planificada, sino de manera orgánica, natural, a fragmentos que encajan en la mente del lector que compone en su cabeza, pero especialmente en su corazón, el mundo que rodea a Líton y Rita, tan unidos en su soledad, tan frágiles ante el mundo, pero tan fuertes en sus vidas. Es la historia de una amistad llena de silencios y compañías, de buscar en el otro y encontrar en uno mismo la cercanía de sentirse escuchado y entendido en un mundo que se aleja, quizás siendo arrastrado por un temporal o un incendio, dejando a su paso dos almas desencajadas, pero completamente síncronas. Y, tras las páginas que avanzan lentas al principio, pero vuelan una vez entra René en la historia, el autor nos deja una novela llena de tristeza, pero también de una profunda sensación de que la vida es efímera y solo es vida si conseguimos compartirla con quienes tiendan esa red sobre la cual caer cuando el agujero de la tristeza y la soledad se abran de tal manera que solo extendiendo la mano hacia nuestras personas cercanas evitemos así la caída hacia el abismo. Porque «una amiga, o un amigo, da igual, debe ser la red que hay sobre la cuerda floja que es estar vivo».
En el tramo final del libro, Rita afirma que «había sabido ver en la sonrisa de Líton el lugar donde ella quería llegar». Es indudable que Pol Guasch también consigue, gracias a sus obras, que el autor consiga llegar donde quiere, a emocionarse y comprenderse, a cuestionarse y a alcanzar esos recuerdos de lo que fue y de lo que no será, porque «en ocasiones el amor será un accidente y, en ocasiones, una voluntad» que aparece a menudo de manera imprevista y hay que abrazarlo cuando lo hace, ya sea en forma de amistad o de una relación amorosa, sin dejar de recordar que «amarse se parece más a mirar juntos una tercera cosa que no a mirarse entre dos».
También de Pol Guasch en ULAD: Napalm al cor, La part del foc
Hay ocasiones en los que la trayectoria literaria de un autor tiene recovecos y meandros que dificultan seguirle la pista, pues la obra publicada no guarda un estricto orden en la que fue escrita sino que las editoriales, por uno u otro motivo, traducen sus obras de manera desordenada. Este es el caso que nos ocupa pues el primer título traducido de Han Kang «La vegetariana» (2007), con el que obtuvo su máxima repercusión, vino seguido por «Actos Humanos» (2014) y después por «Blanco» (2017), pero sorprendentemente justo ahora se recupera esta obra, muy anterior, publicada originariamente en 2011. Y, en este caso, la cronología en la traducción guarda relación con la evolución de la autora, pues, paradójicamente, esta obra se encuentra mucho más próxima a «Blanco» a nivel conceptual y estilístico que si la ubicáramos temporalmente entre «La vegetariana» y «Actos Humanos» que es donde le pertenecería. Veamos el porqué.
Año de publicación: 2022
Valoración: Recomendable
En cierta ocasión asistí a una muy interesante exposición pictórica titulada La ventana en el arte, con obras muy sugerentes. La ventana es un objeto con gran carga simbólica y que facilita la metáfora y la reflexión: dentro y fuera, la transparencia, el reflejo, el cristal roto, el sonido que entra de la calle o sale de la casa, la ventana cerrada, la celda, la ventana de enfrente. Mil imágenes en las que detenerse o que dan pie a fantasear o a recordar. Todas estas perspectivas y muchas otras recorre Menchu Gutiérrez, autora que me dejó deslumbrado con La niebla, tres veces y que, si no me equivoco, llevaba cierto tiempo sin publicar narrativa.
Menchu Gutiérrez escribe extraordinariamente bien, no solo por el manejo del lenguaje, sino por su economía de medios (la palabra exacta, figuras sí pero solo las necesarias) y la capacidad para mantener un ritmo suave, no lento, que se ajusta como un guante a lo que exige la narración. Me gusta además cómo mantiene la distancia, cómo lo que dice, aunque esté impregnado de emotividad, parece haber recibido un antitérmico que lo ha dejado en la temperatura deseada, que es más bien tibia.
Todo esto le da a la prosa un carácter amable, reposado e inteligente, como si alguien nos estuviese desvelando perspectivas insólitas de las cosas, aspectos en los que nunca hubiéramos reparado. La ventana es en este caso un leitmotiv, una excusa para hablar de la vida, del ser humano y sus pequeñas o grandes historias, de los recuerdos, las imágenes o las sensaciones. Y efectivamente encontramos todo eso que habíamos venido a buscar cuando decidimos leer un libro de Menchu Gutiérrez, qué ideas nos evoca el objeto que hemos tomado como instrumento, en este caso la ventana, cualquier tipo de ventana real o metafórica, todas ellas, la ventana metafísica.
El libro es así una sucesión de pequeñas reflexiones, tres o cuatro páginas, algunas sutilmente conectadas, otras completamente independientes, derivadas de ese recorrido aleatorio. Tiene algo de ejercicio de estilo, o más bien de taller literario, digamos para la semana que viene vamos a escribir unas pocas páginas sobre la ventana. Y en ese hipotético taller Menchu siempre es la que mejor escribe, la que encuentra el matiz escondido, la analogía más brillante, y lo hace con auténtica maestría, sin contar de más ni de menos, sin generar ruido, sembrando a veces la inquietud, la tristeza, el juego.
Me ha gustado especialmente, porque no lo había visto hasta ahora, una secuencia de pasajes relacionado con el reciente confinamiento, claro, qué elemento más decisivo que una ventana cuando uno se encuentra recluido en casa y sin remedio posible, ve y escucha a través de ella cosas que nunca antes había percibido, las calles en silencio o un único coche que se supone que pasa a varias manzanas de distancia, el viento, vecinos hasta entonces desconocidos o un atardecer sobre los tejados. Todo ello, claro está, contado con enorme finura y situando a las personas que miran desde uno u otro lado buscando alguna comunicación.
Sin embargo, hay algo que seguramente no debe hacerse pero es inevitable hacer: comparar con experiencias anteriores. Por mi parte, ya dejé clara en su momento mi admiración, casi entusiasmo, por los relatos del libro citado arriba, y esa es una cota difícil de igualar. De manera que cualquier cosa que venga de Menchu Gutiérrez va a tener el lastre de la odiosa comparación. Supongo que cuando uno escribe un libro nuevo tiene la intención de hacer algo diferente, de penetrar en otros campos, así que no será muy académico lo que digo, pero he echado en falta algo más de riesgo, algo perturbador que solo asoma un alguna ocasión muy aislada, esa pincelada de lo inverosímil que transmita algo de tensión.
Posiblemente es un crítica tonta, la autora no ha querido esta vez internarse en ese mundo y ya está. Lo que ha escrito es casi perfecto, con su estilo elegante y cálido, su precisión y su ritmo exacto. Pero quizá algún lector, yo al menos, hubiera deseado un poco más, utilizar ese talento para algo más ambicioso, que trascendiera el intimismo o lo manejara con más valentía, como ya ha hecho antes. Habrá más, seguro, y aquí estaremos para contarlo.
Otras obras de Menchu Gutiérrez en ULAD: La niebla, tres veces, araña, cisne, caballo