Windows On The World
Windows On The World
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Frédéric Beigbeder
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Título original: Windows on the World
Frédéric Beigbeder, 2004
Traducción: Encarna Castejón
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¡Y tú, Emblema que flotas por encima de todo!
Una palabra para ti, belleza frágil (palabra que tal vez te resulte
saludable),
Recuerda que no siempre estuviste tan cómodamente instalada en tu
soberanía,
Pues otrora te vi en distintas circunstancias, querida bandera,
Y no estabas tan pimpante ni tan floreciente en tus pliegues de seda
inmaculada,
Porque te vi convertida en raquítico ornamento hecho jirones en tu
asta entablillada,
O incluso desesperadamente apretada contra el pecho de un joven
abanderado,
Envite de una lucha salvaje a vida o muerte, una lucha interminable,
Entre el estruendo de los cañones, la avalancha de los juramentos, los
gritos, los gemidos, el chasquido seco de las descargas de los fusiles,
El confuso asalto de las muchedumbres como demonios enfurecidos,
el derroche de riesgos corridos por la vida,
Sí, por tu pobre reliquia mancillada de barro y de humo, empapada en
sangre,
Sólo por eso, sí, hermosa mía, y para que un día puedas volver a
ondear fogosamente allá en lo alto,
He visto desplomarse a más de un hombre.
Walt Whitman,
Hojas de hierba, 7 de septiembre de 1871
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Perdona, Chloë,
por haberte traído
a esta tierra devastada
A los 2801
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PARARRAYOS
Creo que un novelista que no escribe novelas realistas no entiende nada de los
problemas de la época en la que vivimos.
TOM WOLFE
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8:30 h
YA conocen el final: todo el mundo muere. Desde luego, la muerte le llega a bastante
gente, antes o después. Lo original de esta historia es que todos van a morir a la vez y
en el mismo sitio. ¿Crea la muerte lazos entre los hombres? Se diría que no: no se
hablan. Están de morros, como todos los que se han levantado demasiado temprano y
mastican el desayuno en una cafetería de lujo. De vez en cuando, algunos hacen fotos
de las vistas, que son las más bellas del mundo. Detrás de los edificios cuadrados, el
mar es redondo; las estelas de los barcos dibujan en él formas geométricas. Ni las
gaviotas llegan tan alto. La mayoría de los clientes del Windows on the World no se
conocen entre sí. Cuando sus miradas se cruzan por descuido, carraspean y vuelven a
sumirse de inmediato en sus periódicos. A principios de septiembre, por la mañana
temprano, todo el mundo está de mal humor: las vacaciones se han terminado, hay
que aguantar hasta Thanksgiving. El cielo está azul pero nadie lo disfruta.
Dentro de un momento, en el Windows on the World, una gruesa puertorriqueña
va a empezar a gritar. Un ejecutivo con traje y corbata abrirá la boca de par en par.
«Oh my God.» Dos compañeros de oficina se quedarán mudos de estupefacción. Un
pelirrojo soltará un «Holy shit!». La camarera seguirá sirviendo té hasta que la taza
rebose. Hay segundos que duran más que otros. Como si uno acabara de apretar el
botón de «pausa» en el lector de DVD. Dentro de un momento, el tiempo se volverá
elástico. Toda esta gente se conocerá por fin. Dentro de un momento todos serán
jinetes del Apocalipsis, todos estarán unidos en el Fin del Mundo.
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8:31 h
ESA mañana estábamos en la cima del World, y yo era el centro del universo.
Son las ocho y media de la mañana. Lo sé, es un poco temprano para llevar a tus
críos a lo alto de un building. Pero a mis hijos les hacía mucha ilusión desayunar
aquí, y yo no sé negarles nada: me siento culpable por haber dejado a su madre. La
ventaja de levantarte temprano es que te ahorras hacer colas. En la entrada, desde el
atentado de 1993, han triplicado los controles de identidad, se necesitan badges
especiales para subir a trabajar, los vigilantes te registran el bolso muy en serio. Jerry
ha conseguido hacer que sonara el detector de metales con la hebilla del cinturón, que
lleva la cara de Harry Potter. En el atrio hightech, las fuentes gorgotean con
discreción. Hay que reservar para el breakfast: al llegar al desk del Windows on the
World he dicho mi nombre. «Good morning, my name is Carthew Yorston.»
Enseguida entras en ambiente: alfombra roja, cordón de terciopelo entorchado,
private elevator. En este vestíbulo de estación (el techo está a 30 metros de altura), la
recepción del restaurante es como un Mostrador de Clase Preferente. Excelente idea,
plantarse aquí antes del rush. No hay que esperar tanto para mirar por los telescopios
(si echas 25 cents, puedes ver la llegada de las secretarias a todos los edificios de los
alrededores, pegadas al móvil, con ajustados trajes pantalón gris claro, el cabello
permanentado, zapatillas de deporte y los zapatos de tacón metidos en un falso bolso
de Prada). Es la primera vez que subo a lo alto del World Trade Center: a mis dos
hijos les han encantado los ascensores rápidos que suben los 78 primeros pisos en 43
segundos. Una velocidad tal que sientes cómo salta el corazón en la caja torácica. No
querían salir del Skylobby. Después de cuatro subidas y bajadas, he tenido que
enfadarme:
—¡Venga, ya está bien! ¡Son ascensores para la gente que trabaja, no el Space
Mountain!
Una recepcionista del restaurante, identificable por el pin en la solapa, nos ha
acompañado al otro ascensor, el ómnibus que sube hasta la planta 107. El programa
del día es bastante apretado: breakfast en el Windows on the World, luego paseo por
Battery Park para coger el ferry de Staten Island (¡gratis!) a la Estatua de la Libertad,
después visita al Pier 17, un poco de shopping en South Street Seaport, unas fotos
delante del puente de Brooklyn, una vuelta por la lonja de pescado para disfrutar de
lo bien que huele y, para terminar, una hamburger muy poco hecha en el Bridge Cafe.
A los chavales les encantan los filetes gruesos y jugosos de carne picada, cubiertos de
ketchup. Y las Large Coke llenas de hielo triturado, siempre que no sean Diet. Los
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niños sólo piensan en comer, los padres en follar. Por ese lado me va bien, gracias:
poco después de divorciarme conocí a Candace, que trabaja en Elite New York. Si
vieran su book… A su lado, Kylie Minogue es un pellejo. Todas las tardes viene al
Algonquin para montarme jadeando (ella prefiere el Royalton de Philippe Starck, que
está en la misma calle) (eso es porque no conoce a Dorothy Parker) (recordar que
tengo que hacerle leer La soledad de las parejas para que se asquee de la pareja).
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POCO se sabe del Windows on the World de aquella mañana. El New York Times
señala que a las 8.46 h, hora en la que el vuelo 11 de American Airlines penetró en
los pisos 94 a 98, había 171 personas en el restaurante del último piso, de las cuales
72 eran empleados. Se sabe que una empresa (el Risk Water Group) había organizado
un desayuno de trabajo en un salón privado del piso 106, pero que en el restaurante
del 107, como cada mañana, había toda clase de clientes desayunando. Se sabe que la
torre Norte (la más alta de las dos, con esa antena en el tejado que la hacía parecer
una aguja hipodérmica) fue la primera en ser alcanzada y la última en derrumbarse, a
las 10.28 h en punto. Así que tenemos un lapso de tiempo de una hora y cuarenta y
cinco minutos exactamente. El infierno dura una hora y cuarenta y cinco minutos.
Este libro también.
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También abusan del adverbio «absolutamente». Mientras copio lo que dicen los
aprendices de Amos del Mundo, una camarera me trae croissants, café con leche,
tarritos de mermelada Bonne Maman y dos huevos pasados por agua. Ya no recuerdo
cómo iban vestidas las camareras del Windows on the World: era de noche cuando
puse los pies allí por primera y última vez. Supongo que contrataban blacks,
estudiantes, actrices en paro, o quizás amables chicas de New Jersey con estrechos
delantales sobre sus grandes tetas alimentadas con maíz. Cuidado: el Windows on the
World no era el McDonald’s, era un restaurante de alto standing, rematado por unos
precios bien cebados (35 $ el brunch, servicio no incluido). Tel: 212 938 1111 o 212
524 7000. Se aconseja reservar con mucha antelación y se exige chaqueta. He
intentado llamar: sale el contestador de un servicio de reservas de espectáculos.
Supongo que las camareras serían más bien bonitas, con un uniforme estudiado:
¿traje sastre color crema con las iniciales «WW»? ¿Look de criadas a la antigua con
ese vestidito negro que dan ganas de arremangar? ¿Traje pantalón? ¿Esmoquin de
Gucci diseñado por Tom Ford? Ahora es imposible comprobarlo. La realidad misma
hace difícil la escritura de esta novela hiperrealista. Desde el 11 de septiembre de
2001 no sólo la realidad supera a la ficción, sino que la destruye. No se puede escribir
sobre este tema, pero tampoco se puede escribir sobre otra cosa. Ya no hay nada más
que nos concierna.
Miro cada avión que pasa. Para poder describir lo que ocurrió al otro lado del
Atlántico, haría falta que un avión se empotrara en esta torre negra, bajo mis pies.
Sentiría balancearse el edificio; supongo que debe de ser una extraña sensación. Algo
tan sólido como un rascacielos cabeceando como un barco embriagado. Tanto vidrio
y tanto acero convertidos de inmediato en briznas de paja. Piedra blanda. Es una de
las lecciones del World Trade Center: nuestros inmuebles son muebles. Lo que
creemos estable es inestable. Lo que imaginamos sólido es líquido. Las torres son
móviles, y los rascacielos rascan, sobre todo, la tierra. ¿Cómo se puede destruir tan
deprisa algo tan enorme? Éste es el tema de mi libro: el derrumbamiento de un
castillo de tarjetas de crédito. Si un Boeing se empotrara bajo mis pies, sabría por fin
qué es lo que me atormenta desde hace un año: la humareda negra que sube del suelo,
el calor que derrite las paredes, las ventanas que han estallado, la asfixia, el pánico,
los suicidios, la carrera hacia las escaleras en llamas, las lágrimas y los gritos, las
llamadas telefónicas desesperadas. Lo que no me impide lanzar un suspiro de alivio
cuando veo alejarse cada avión en el cielo blanco. Sin embargo, ha ocurrido. Es una
historia real, y no se puede contar.
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arrogancia norteamericana: «Nuestro establecimiento domina el centro neurálgico del
capitalismo mundial y os jode cordialmente.» De hecho, era un juego de palabras con
World Trade Center. Ventanas al World. Como de costumbre, con mi acritud de
gabacho, veo suficiencia donde sólo había lucidez irónica. ¿Cómo habría bautizado
yo el restaurante situado en el último piso del World Trade Center? ¿«Roof of the
World»? ¿«Top of the World»? Habría sido aún peor. Una auténtica porquería. Y, ya
que estamos, ¿por qué no «King of the World», como Leonardo Di Caprio en Titanic?
(«El World Trade Center es nuestro Titanic», declaró el alcalde de Nueva York,
Rudolph Giuliani, al día siguiente del ataque.) Claro, a posteriori, mi sentido de ex
creativo publicitario reacciona en un santiamén: había un nombre magnífico para ese
lugar, una marca sublime, humilde y poética. «END OF THE WORLD.» En inglés,
end no es sólo «fin», sino también «extremo». Como el restaurante estaba justo
debajo de la azotea, «End of the World» querría decir «el extremo de la torre». Pero a
los norteamericanos no les gusta esta clase de humor; son muy supersticiosos. Por eso
nunca hay piso decimotercero en sus edificios. Al final va a resultar que el nombre de
Windows on the World le iba perfectamente. Y además vendía: ¿si no por qué iba Bill
Gates a llamar también «Windows» a su famoso sistema unos años más tarde?
Ventanas al Mundo molaba, como dicen los jóvenes. Cierto que no era la panorámica
más alta del mundo: el World Trade Center tenía 420 metros de altura, mientras que
las torres Petronas de Kuala Lumpur tienen 452 y la Sears Tower de Chicago 442.
Los chinos están construyendo la más alta del mundo en Shanghai: el Shanghai
World Financial Center (460 metros). Espero que el nombre no les traiga mala suerte.
Me gustan los chinos: es el único pueblo capaz de ser muy capitalista y muy
comunista a la vez.
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como los más finos de casta europea. Aquí los hemos bautizado «eurotrash»: todos
los pisaverdes de Au Bar, los pijos decadentes que reinan en los ficheros de Marc de
Gontaut-Biron y las fotos del Paper Magazine. Nos reímos de ellos pero también
tenemos los nuestros, los… ¿American Trash? Yo soy un Red Neck, miembro de la
Basura Norteamericana. Pero mi nombre es menos conocido que Getty, Guggenheim
o Carnegie porque mis ancestros, en vez de fundar museos, lo derrocharron todo.
Al otro lado de las Ventanas del Mundo, la ciudad se extiende como un damero
gigantesco, con sus ángulos rectos, sus cubos perpendiculares, sus cuadrados
adyacentes, sus rectángulos limítrofes, sus líneas paralelas, sus redes de estrías, toda
una geometría artificial, gris, blanca y negra, las avenidas tangentes como pasillos
aéreos, las callejuelas transversales como trazadas con rotulador, los túneles como
toperas de ladrillo rojo; vista desde aquí, la estela de asfalto mojado que dejan los
camiones de limpieza se parece a la baba que dejarían unas babosas de aluminio
sobre un contrachapado.
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Nubes, subí entre vosotras para llegar a los continentes más lejanos y bajar
con vosotras en una lluvia precisa,
Soplos del viento, soplé al mismo tiempo que vosotros,
Y vosotras, olas, del mismo modo acaricié con vuestros dedos líquidos los ríos
más recónditos,
He recorrido el camino que recorren todos los ríos, todos los canales de la
tierra,
He estado de pie en el promontorio de las penínsulas y desde las altas mesetas
rocosas he gritado: ¡Saludo al mundo!
En las ciudades donde penetran la luz y el calor, yo también penetro,
Sobre las islas que enlazan las aves con sus alas, yo también vuelo.
Os saludo a todos en nombre de América,
Ésta es mi señal, mi mano alzada perpendicularmente,
Visible para siempre después de mí
Desde todas las moradas, todas las casas donde habita el hombre.
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El título original de este poema de Whitman es Salut au monde! (en francés en el
original). En el siglo XIX, los poetas americanos hablaban francés. Escribo este libro
porque estoy harto del antinorteamericanismo hexagonal. Mi pensador francés
favorito es Patrick Juvet: «I love America.» Puesto que se ha declarado la guerra
entre Francia y Estados Unidos, hay que elegir el bando con cuidado para que luego
no te rapen la cabeza.
Mi escritores favoritos son norteamericanos: Walt Whitman es uno, y también
Edgar Alian Poe, Herman Melville, Francis Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway,
John Fante, Jack Kerouac, Henry Miller, J. D. Salinger, Truman Capote, Charles
Bukowski, Lester Bangs, Philip K. Dick, William T. Vollman, Hunter S. Thompson,
Bret Easton Ellis, Chuck Palahniuk, Philip Roth, Hubert Selby Jr., Jerome Charyn
(que vive en Montparnasse).
Mis músicos favoritos son norteamericanos: Frank Sinatra, Chuck Berry, Bob
Dylan, Leonard Bernstein, Burt Bacharach, James Brown, Chet Baker, Brian Wilson,
Johnny Cash, Stevie Wonder, Paul Simón, Lou Reed, Randy Newman, Michael Stipe,
Billy Corgan, Kurt Cobain.
Mis cineastas favoritos son norteamericanos: Howard Hawks, Orson Welles,
Robert Alunan, Blake Edwards, Stanley Kubrick, John Cassavetes, Martin Scorsese,
Woody Allen, David Lynch, Russ Meyer, Sam Raimi, Paul Thomas Anderson, Larry
Clark, David Fincher, M. Night Shyamalan.
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En el fondo, el resto del mundo admira las obras norteamericanas y reprocha a
Estados Unidos que no devuelva el favor. ¿Un símbolo evidente? La acogida de
Bernard Pivot, en el último programa de Bouillon de culture, a James Lipton
(presentador del programa Actor’s Studio). El presentador del mejor programa
literario de la historia de la televisión francesa parecía completamente intimidado
delante de Lipton, un periodista zalamero y ampuloso que organiza en una pequeña
cadena por cable conferencias hagiográficas en presencia de actores de Hollywood.
¡Pivot, el inventor de Apostrophes, el hombre que ha entrevistado a los mejores
escritores de su tiempo, no daba crédito a que un vil lameculos amanerado le citara al
otro lado del Atlántico!
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LA entrada del Windows on the World es beige. Todo es beige en las altas esferas de
Norteamérica. Las paredes transmiten serenidad, la moqueta es gruesa, color cáscara
de huevo con motivos geométricos. Los mocasines se hunden en la profundidad de la
lana. El suelo es blando; eso tendría que habernos mosqueado.
—Keep quiet!
Mis hijos rebosan energía a las ocho y media de la mañana. ¿A partir de qué edad
nos despertamos cansados? Yo no paro de bostezar y ellos corren por todas partes,
zigzaguean entre las mesas, están a punto de derribar a una anciana con el pelo de
color violeta.
—Stop it, guys!
Aunque ponga cara de trueno, ya no me obedecen. No tengo la menor autoridad
sobre mis hijos, incluso cuando me enfado creen que estoy de coña. Tienen razón:
estoy de coña. En realidad no me lo creo. Como todos los padres de mi generación,
no consigo ser severo. Nuestros hijos son maleducados porque nadie los ha educado.
Bueno, los educan las cadenas de dibujos animados. ¡Gracias a Walt Disney, la niñera
global! Nuestros hijos son unos consentidos de cuidado porque nosotros también lo
somos. Jerry y David me sacan de quicio, pero tienen una gran ventaja con respecto a
su madre: a ellos todavía los quiero. Por eso los he sacado del colegio una semana.
¡Se volvieron locos de alegría por saltarse las clases! Me arrellano en la incomodidad
de mi silla color óxido y echo una mirada circular a la increíble vista.
«Unbelievable», decía el folleto: por una vez, la publicidad no miente. Me deslumbra
el soleado Atlántico. Los rascacielos se recortan contra el azul claro como en un
decorado de cartón piedra. En Estados Unidos la vida parece una película, porque
todas las películas se ruedan aquí. Todos los norteamericanos son actores y sus casas,
sus coches, sus deseos parecen falsos. En Norteamérica, la verdad se inventa cada
mañana. Este país ha decidido asemejarse a una visión de celuloide…
—Sir…
A la camarera no le gusta nada hacer de policía. Me trae a Jerry y a David, que
acaban de birlarle un donut a una pareja de traders para jugar al Frisbee. Tendría que
darles una bofetada, pero no consigo reprimir una sonrisa. Me levanto para pedir
perdón a los dueños del donut. Son dos empleados de Cantor Fitzgerald: una rubia
sexy a pesar de su trajecito de Ralph Lauren (¿pero es que todavía hay tías que se
visten así?) y un moreno fornido pero cool, con un traje de Kenneth Cole. No hay que
ser detective privado para adivinar que son amantes. ¿Irían ustedes a desayunar con
su mujer a lo alto del World Trade Center? No… Deja usted a su legítima en casa e
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invita a una compañera de oficina a una cita matinal (la versión yuppie de la cita
vespertina). Aguzo el oído, me gusta escuchar detrás de las puertas, sobre todo
cuando no hay puertas.
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THE Windows of the World es el título de una canción de Burt Bacharach y Hal
David, interpretada en 1967 por Dionne Warwick. ¿Qué dice la letra? Fue escrita
contra la guerra de Vietnam:
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MIS críos se aburren y la culpa es mía: los llevo a sitios de viejos. ¡Aunque son ellos
los que han insistido! Creí que la vista los distraería, pero la han agotado enseguida.
Son como su padre: se cansan de todo demasiado pronto. Generación del zapping
frenético y de la esquizofrenia existencial. ¿Qué harán cuando descubran que no se
puede tener ni ser todo? Los compadezco, porque yo nunca me he repuesto del
descubrimiento.
Siempre me siento raro cuando veo a mis hijos. Me gustaría decirles que los
quiero, pero es demasiado tarde. Cuando tenían tres años se lo repetía hasta que se
dormían. Por la mañana los despertaba haciéndoles cosquillas en las plantas de los
pies. Siempre tenían los pies fríos, porque se les salían del edredón. Ahora son
demasiado mayores, me echarían la bronca. Y además nunca me ocupo de ellos, no
los veo con suficiente frecuencia, ya no formo parte de sus costumbres. En vez de
decirles que los quiero, tendría que decirles esto:
—Hay algo peor que tener un padre ausente, y es tener un padre presente. Un día
me agradeceréis que no os haya asfixiado. Entenderéis que, mimándoos a distancia,
os estaba ayudando a echar a volar.
Pero para decir eso es demasiado pronto. Lo entenderán cuando tengan mi edad,
cuarenta y tres años. Es raro eso de ser dos hermanos: inseparables y a la vez
peleándose a todas horas. Esta mañana no me puedo quejar: no están montando
mucho follón. Los Rice Krispies los mantienen entretenidos: Snap, Crackle, Pop.
Hablamos de nuestras vacaciones robadas al comienzo del curso. David quiere volver
a los Universal Studios. Ha estado presumiendo todo el año con su camiseta «I
survived Jurassic Park». ¡Ni siquiera quería lavarla! ¿Qué hay más esnob que un niño
de siete años? Después uno se controla, hace menos el fantasma. Miren, Jerry tiene
dos años más y ya es un hombre que se domina, que pacta. Él también va fardando
con su camiseta Eminem, pero bueno, no exagera tanto, es el mayor. David siempre
está enfermo, odio oírle toser sin parar, me irrita y no consigo saber si lo que me irrita
es el ruido de su tos o la preocupación propia del amor paterno. En el fondo, lo que
me saca de quicio es no estar seguro de ser bueno, cuando tan seguro estoy de ser
egoísta.
Un hombre de negocios brasileño enciende un puro. Hay que estar pirado para
fumar a estas horas. Le hago una seña al encargado, que se precipita hacia él porque
el Windows es zona de no fumadores, como todos los sitios públicos de la ciudad. El
tipo pone cara de quien acaba de enterarse, cara de escandalizado, y pregunta por la
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zona de fumadores. El otro le explica que tiene que salir a la calle. Y en vez de apagar
el puro el fumador se levanta y obedece, se abalanza hacia el ascensor; cuestión de
honor, evidentemente…
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… Y así es como un puro puede salvar una vida. Deberían poner un nuevo lema en
los paquetes de cigarrillos: «Fumar obliga a salir de los edificios antes de que
exploten.»
Me gustaría poder cambiar algo, gritarle a Carthew que salga de allí a toda hostia,
deprisa, mierda, SAL DE AHÍ, SACA A LOS CRÍOS, VENGA, DÍSELO A LOS
DEMÁS, DEPRISA, MOVED EL CULO, JODER, ¡TODO VA A SALTAR POR
LOS AIRES! GET THE FUCK OUT OF THIS FUCKING BUILDING!!
Impotencia, vanidad del novelista. Libro inútil, como todos los libros. El escritor
es como la caballería, siempre llega demasiado tarde. La torre Maine-Montparnasse
es más ancha del lado de la rué du Départ: si alguien quiere estrellar un avión contra
ella, mejor que elija esa fachada. Estoy empezando a enamorarme de este edificio que
todo el mundo aborrece. Lo adoro de noche tanto como lo odio de día. La noche le
sienta bien. A la luz del día es grisáceo, triste, tosco; nada como la noche para
volverlo brillante, eléctrico, con sus lucecitas rojas en las esquinas, como un faro en
París. Por la noche, la torre me recuerda al monolito de 2001, una odisea del espacio:
ese rectángulo negro y vertical que supuestamente simboliza la eternidad. Anoche
traje a mi novia al club nocturno que hay en el sótano de la torre. Antes, la discoteca
se llamaba L’Enfer, pero acaban de rebautizarla Red Light. Celebraban el vigésimo
quinto aniversario de la revista VSD: multitud disco, cola en el guardarropa, sponsors
y dj’s, algunos VIP, nada especial. Abracé a mi amor y nos besamos bajo el Ground
Zero francés. Me habría gustado echarle un polvo en los aseos, pero se negó:
—¡Lo siento, esta noche mi coño está de ramadán!
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La torre Montparnasse mide 200 metros de altura. Para que se hagan ustedes una
idea de la altura del World Trade Center: si ponen una torre Montparnasse encima de
otra, la suma seguirá siendo más pequeña que el Centro del Comercio Mundial. Cada
mañana, el ascensor tarda 35 segundos en llevarme al Ciel de Paris (planta 56), lo he
cronometrado. En la cabina, siento los pies más pesados y se me taponan los oídos.
Este tipo de ascensor rápido provoca las mismas sensaciones que un avión que
atraviesa un bache de aire, pero sin cinturón de seguridad. El Ciel de Paris es todo lo
que queda del Windows on the World: una idea. Ese concepto descabellado y
pretencioso de restaurante en lo alto de una torre que domina la ciudad. Aquí, el
decorado es de color negro, y el techo imita un cielo estrellado. No hay mucha gente
esta mañana porque hace mal tiempo. Cuando no hay visibilidad, la gente anula las
reservas. El Ciel de Paris está rodeado de niebla. Al otro lado de las ventanas sólo se
ve una bruma blanca. Pegando la nariz al ventanal, distingo las calles vecinas.
Cuando era pequeño, me reprochaban todo el tiempo estar en las nubes; hoy sigo
igual. Los sillones Knoll datan, probablemente, de los años setenta; pronto volverán a
estar de moda. La moqueta rojiza y negra recuerda las películas de Mocky. Hay un
ruido de fondo permanente: la climatización ronronea como un reactor nuclear.
Acerco la cara a los ventanales: una capa de vaho oculta la rué de Rennes. Estoy
instalado en un box forrado de cuero marrón como en el Drugstore Publicis de Saint-
Germain (un lugar tan desaparecido como el Windows on the World), he pedido un
zumo de naranja y «bollería vienesa» (tres esmirriados minipanecillos rellenos de
chocolate), la camarera lleva un uniforme de color naranja (que también volverá a
estar pronto de moda). Me trae croissants envueltos en una servilleta beige. Puede
que, simplemente, los terroristas de Al-Qaeda estuvieran hartos del beige, de los
uniformes color naranja y de la sonrisa comercial de las camareras.
Me siento muy mal a las 8.38 h, completamente solo en el Ciel de Paris, lejos de
los automovilistas que tocan la bocina delante de los cines de Montparnasse, por
encima de los empleados de la Banque Nationale de París, 200 metros más
atmosférico que el común de los mortales. Mi vida es un desastre, pero nadie lo nota
porque soy muy educado: sonrío a todas horas. Sonrío porque creo que si ocultas el
sufrimiento dejas de sufrir. Y en cierto sentido es verdad: no se ve, luego no existe,
porque vivimos en el mundo de lo visible, de lo verificable, de lo material. Mi dolor
no es material; está oculto. Soy un negacionista de mí mismo.
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mujeres dicen que no cuando piensan que sí. Candace lo hace al revés: cuando dice
que sí, piensa que no.
—¿Por qué te pones bullish en las tecno? —pregunta el moreno Kenneth Cole.
—Es el momento, ahora que ha explotado la burbuja —contesta la rubia Ralph
Lauren—. Es hora de volver a la carga, están de rebajas.
—Mira el nivel de cash-flow, es aberrante —dice el moreno Kenneth Cole—. No
me apetece que me expriman.
—He comprado unos calis sobre Enron. Tiene muy buena pinta —dice la rubia
Ralph Lauren—. ¿Has visto los earnings?
—Bien hecho. Hay que meter caña por ese lado. Y WorldCom también. Tienen un
EBITDA que está de vicio —dice el moreno Kenneth Cole—. Para el resto, me he
puesto en off en el market.
—De todos modos, 2001 es una mierda de año y nos van a meter un puto cut en
los bonus —dice la rubia Ralph Lauren—. Ya puedes decirle adiós a tu chalet en
Hawai.
—Mira, yo lo tengo claro. A la mierda el Porsche. Me he puesto en cash —dice el
moreno Kenneth Cole—, Pero seguro que 2002 irá mejor, hay que esperar a ver qué
hace Greenspan con los tipos.
—Te quiero —dice la rubia Ralph Lauren.
—Voy a lanzarte una OPA hostil —dice el moreno Kenneth Cole.
—Deja a la puta de tu mujer —dice la rubia Ralph Lauren.
—OK, te juro que se lo suelto todo esta noche, al volver del gimnasio —dice el
moreno Kenneth Cole.
Y se dan un muerdo de lo más caliente, sacando la lengua como en un buen porno
californiano o en un anuncio de perfume.
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TODAS las guías turísticas elogiaban el Windows on the World. Las repaso en lo alto
de la torre Montparnasse, en esta mañana de septiembre de 2002. Un año después de
la tragedia, cobran una extraña resonancia. La Guía Verde Michelin 2000, por
ejemplo, dice:
«Windows on the World, One World Trade Center (planta 107). Este elegante bar-
restaurante ofrece una de las más bellas panorámicas de Nueva York. Tras el famoso
atentado de 1993 se realizaron importantes obras de reforma que le permitieron
renovarse, y ahora exhibe un suntuoso interior.»
El World Trade Center era un objetivo, hasta las guías lo sabían. No era ningún
secreto. El 26 de febrero de 1993, a las 12.18 h, explotó una bomba en una camioneta
que estaba en el aparcamiento. El sótano del World Trade Center se derrumbó. El
resultado fue un profundo cráter, seis muertos y un millar de heridos. Las torres
fueron restauradas y volvieron a abrir en menos de un mes.
La guía de viajes Frommer’s 2000 se extiende un poco más:
«Windows on the World (entrada por West Street, entre Liberty y Vesey). Platos
entre 25 y 35 $; menú sunset (atardecer, antes de las 18 h) 35 $; brunch 32,50 $.
Acceso: Metro, C, E Station World Trade Center. Parking con aparca-coches en West
Street, 18 $. El interior es bastante sobrio, pero agradable. Aunque eso no tiene
mucha importancia, porque todo Nueva York se extiende al otro lado de las
“Ventanas”. Este restaurante ofrece una vista inexpugnable de la ciudad. Y desde que
Michael Lomonaco, ex chef del Club 21, está a cargo de los fogones, la nueva cocina
norteamericana no tiene parangón. La bodega está igualmente bien surtida. El
somelier estará encantado de orientarle, ya sea usted un experto o un simple
aficionado al vino en busca del mejor acompañamiento para sus chuletas a la brasa o
su tarta de bogavante del Maine, dos especialidades de Lomonaco.»
Leí en un artículo que en las cocinas había dos hermanos inseparables que vivían
juntos y limpiaban los crustáceos, mano a mano. Dos musulmanes.
Lo que hoy sabemos nos lleva a buscar premoniciones por todas partes, un
ejercicio estúpido que confiere a cualquier crítica gastronómica del año 2000 un
carácter profético. Si analizamos la crónica precedente palabra por palabra, el texto
parece de Nostradamus. ¿«Al otro lado de las “Ventanas”»? Un avión se acerca.
¿«Una vista inexpugnable»? Al contrario, fácil de atacar. ¿«La bodega está
igualmente bien surtida»? Claro, pronto tendrá disponibles 600.000 toneladas de
cascotes. ¿«El somelier estará encantado de orientarle»? Pero no hacia la salida.
¿«Chuletas a la brasa»? Sí, a 1.500 grados. No tiene gracia, lo sé, no hay que bromear
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con la muerte. Perdónenme este reflejo autodefensivo: escribo estas bromas en lo alto
de una torre parisina, pasando páginas y páginas de visitas guiadas a un lugar gemelo
que ya no existe. Es imposible no ver avisos por todas partes, mensajes codificados
que regresan del pasado. De ahora en adelante, el pasado es el único lugar donde
vamos a encontrar el Windows on the World. Este restaurante único, donde uno
cenaba maravillosamente en la cima del mundo, al que había que telefonear para
reservar una mesa con objeto de llevar a tu amante a contemplar las vistas y poder
echarle una ojeada al escote cuando se inclinara para comprobar si llevaba
preservativos en el bolso, ese lugar fantástico, único e intacto se llama pasado.
En cuanto a la guía de viajes Hachette 2000, decía, sin sospechar la cruel ironía
que un día tendría la frase:
«El restaurante funciona como un club a la hora del almuerzo, pero pagando un
suplemento se puede entrar incluso sin ser miembro.»
Sic.
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JUEGO a despreciar a mis vecinos de mesa, es uno de mis deportes favoritos cuando
me aburro con mis críos. Mira a esos arribistas; han olvidado que descienden de
colonos holandeses, irlandeses, alemanes, italianos, franceses, ingleses y españoles
que vinieron a vivir allende los mares hace tres o cuatro siglos. ¡Yiiiiaaa, lo he
conseguido, tengo una casa en Long Island! ¡Y niños sonrosados que dicen «shoot»
en vez de «shit»! Ya no soy un cateto exiliado. Sábanas suaves y caras, papel
higiénico suave y caro, cortinas floreadas suaves y caras y electrodomésticos con los
que se le cae la baba a mi mujer, que lleva un peinado perfecto. La felicidad
norteamericana: American Beauty. Por momentos tengo la impresión de ser Lester
Burnham, el protagonista de esa película. El tío hastiado y cínico que se da cuenta de
que su familia perfecta le está hinchando las pelotas es «so me» hace dos años.
Carthew Yorston lo mandó todo al cuerno de un día para otro. Well, me las arreglé
para que me echaran de casa: no sé si por cobardía o por respeto hacia Mary. En la
película su mujer quiere matarlo, pero al final lo asesina su vecino militar y
homófobo. Digamos que, de momento, me las apaño mejor que el pobre Lester. ¡Pero
mira que me habré masturbado en la ducha! Y además está esa frase que me encanta
y que dice la voz en off: «Dentro de un año estaré muerto, pero quizás ya estoy
muerto.» Lester Burnham y yo tenemos montones de cosas en común.
Espero que mis hijos me presenten pronto a sus novias. Mmm, no estoy seguro de
poder resistir la tentación de ligar con ellas como un viejo verde. Me pregunto qué
harán en la vida Jerry y David Yorston. ¿Serán artistas, estrellas de rock, actores de
cine, presentadores de televisión? ¿O bien industriales, banqueros, hombres de
negocios con alma de tiburón? Como padre les deseo la segunda opción, pero como
norteamericano, fantaseo con la primera. Y la verdad es que tienen el máximo de
posibilidades de convertirse en agentes inmobiliarios, como su padre. Me cambiarán
los pañales cuando sea un viejo incontinente y postrado en la cama en Fort
Lauderdale, dentro de cuarenta años. ¡Comeré galletas gastándome su herencia en un
gulag de Florida! Habré conseguido lo que quería: me traerán el shopping a
domicilio, pediré toda la comida por Internet y una guarrita idéntica a la Farrah
Fawcett de Los ángeles de Charlie me rumiará la polla sonriendo. I love my country.
Ah, sí, se me olvidaba: si todavía puedo andar, jugaré al golf. ¡Jerry y David serán
mis cadis!
Mirando hacia abajo con el catalejo, se ve un cuadrado blanco: la explanada
donde los microscópicos empleados de los restaurantes colocan mesas y sillas para el
almuerzo al sol de mediodía. Supongo que también los vendedores de helados
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colocan sus pancartas, que los vendedores ambulantes de hot-dogs y de bretzels
aparcan sus carritos en torno a la WTC Plaza. ¿Ese pequeño cubo? Un escenario
montado para un concierto de rock al aire libre. ¿Esa bolita de metal? El globo de
bronce esculpido por Fritz Koenig. Hay esculturas contemporáneas horribles:
viguetas metálicas entrecruzadas, amontonadas, retorcidas. No entiendo lo que
quieren decir los artistas.
Tengo que pedir cita, sin falta, para una vasectomía. Al principio, con Candace,
todo era perfecto. La conocí en Internet (en www.match.com). Hoy en día, ese tipo de
citas es moneda corriente. ¡Hay ocho millones de miembros de match.com en el
mundo! Cuando vas a visitar otra ciudad, organizas algunas citas antes de ir; es tan
sencillo como reservar una habitación de hotel. Tras la primera cena, le propuse que
subiéramos a tomar una copa a mi habitación para seguir charlando, y normalmente
es en ese momento cuando ella se niega, porque son las normas de la «cita»: no follar
nunca el primer día. ¿Y saben lo que me hizo ella? Me miró directamente a los ojos y
dijo: «Si subo, no es para seguir charlando.» Guau. Quemamos todas las etapas
juntos: las películas X en la pay-per-view del hotel, masturbación y sodomía en
pareja con vibradores y consoladores, incluso fuimos juntos a un swingers club pero
me hizo perder los papeles, ¡se corrió como en su vida con un zopenco con la cabeza
rapada y pendientes! ¿En qué se reconoce a un tejano en un club de intercambio de
parejas? En que es el único que monta una escena de celos. Desde entonces, el sexo
con ella siempre es excelente, pero más higiénico. Como la suma de dos soledades
ególatras. Cada cual utiliza el cuerpo del otro para correrse, y a veces tengo la
sensación de que los dos nos forzamos. Hmm. Debo de ser un cornudo; ahora, en las
parejas, se tarda muy poco en serlo.
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Es de noche; no hay luz. Suena el despertador, son las ocho de la mañana, llego
tarde, tengo trece años, me pongo los Kickers marrones, cargo con una enorme
mochila llena de Stypen, de gomas para tinta, de manuales tan pesados como
insoportables, mamá se ha levantado para hervir la leche que mi hermano y yo
sorbemos ruidosamente, gruñendo porque tiene nata, antes de bajar en ascensor hacia
esa oscura mañana de invierno de 1978. El instituto Louis-le-Grand está lejos.
Estamos en la rué Coétlogon, en París, en el distrito VI. Me muero de frío y de
aburrimiento. Meto las manos dentro de mi espantoso loden. Me acurruco en mi
bufanda amarilla, que pica. Tiene toda la pinta de que va a empezar a llover, y he
perdido el 84. Todavía no sé que todo eso es absurdo y nunca me servirá para nada.
Tampoco sé que este amanecer sombrío es la única mañana de mi infancia que
recordaré después. Ni siquiera sé por qué estoy tan triste, a lo mejor porque no tengo
huevos para saltarme la clase de matemáticas. Charles quiere esperar el autobús y yo
decido ir al instituto andando, a lo largo del Luxemburgo, por la rué de Vaugirard,
donde vivieron Scott y Zelda Fitzgerald entre abril y agosto de 1928 (en la esquina
con la rué Bonaparte), pero en aquella época tampoco sabía eso. Ahora sigo viviendo
al lado, en la rué Guynemer, desde mi balcón veo a los niños con sus carteras que van
corriendo al instituto y echan bocanadas de vaho: dragoncitos encorvados que
aprietan el paso por la acera evitando las rayas. Van mirándose los pies para no pisar
las uniones entre las baldosas, como si cruzaran un campo de minas. El adjetivo que
mejor resume mi vida en aquella época es lúgubre. LÚGUBRE como esa mañana
helada. En ese momento, tenía la certeza de que no me pasaría nunca nada
interesante. Soy feo, delgaducho, me siento solo y el cielo se derrama sobre mí. Estoy
mojado delante del Senado gris como la mierda de mi instituto; todo en él me toca las
pelotas: las paredes, los profesores, los alumnos. Contengo la respiración; esto no va
bien, esto no va nada bien, ¿por qué no va nada bien? Porque soy trivial, porque
tengo trece años, porque tengo la barbilla prominente, porque soy raquítico. ¡Para
estar esquelético, más vale estar muerto! Se acerca un autobús y dudo, de verdad que
dudo, ese día estuve a punto de arrojarme bajo las ruedas. Es el 84, con Charles
dentro, que me deja atrás. Las grandes ruedas salpican los bajos de mis ridículos
pantalones de pinzas (de pana beige con bajos demasiado anchos). Camino hacia la
normalidad. Me ahogo dando trompicones por el hielo de la acera. Ninguna chica me
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querrá nunca y de verdad que las comprendo, no les guardo rencor, señoritas, me
pongo en su lugar, yo tampoco me quería. Llego tarde: madame Minois, la profesora
de matemáticas, una vez más alzará los ojos al cielo y escupirá saliva al hablar. Los
cretinos de mi clase suspirarán para quedar bien con ella. La lluvia resbalará por los
cristales de las ventanas de esa aula que apesta a desesperación (ahora sé que la
desesperación huele a tiza). ¿Por qué me quejo si no me pasa nada? Nadie me pega ni
me viola ni me abandona ni me droga. Sólo tengo unos padres divorciados y
excesivamente amables conmigo, como los padres de todos mis compañeros de clase.
Estoy traumatizado por mi falta de traumas. Esta mañana he decidido vivir. Entro en
el instituto como si me metiera en la boca del lobo. El edificio tiene una boca negra y
las ventanas son ojos amarillos. Me traga para digerirme. Estoy completamente
resignado. Me convertiré en lo que quieren hacer de mí. Afronto la cobardía de mi
adolescencia.
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me di cuenta de una cosa muy simple: no se hace dinero con los apartamentos
grandes, sino con los pequeños (porque se venden más). Pero las parejas de middle-
class leen los mismos periódicos que los ricos: ¡todos quieren la casucha de
Wallpaper o el mismo loft que Lenny Kravitz! Así que llegué a un acuerdo con un
organismo de crédito, que les prestaba uno o dos millones de dólares a devolver en
treinta años. Luego busqué cobertizos para ganado en los viejos barrios de cowboys
de Austin y los transformé en talleres de artista para bobos. Todo mi talento consistía
en hacer creer a mis parejitas que su loft era único, cuando en realidad colaba unos
treinta al año. Fui trepando escalones en la agencia, luego le quité el puesto al tío que
me había contratado y al final abrí mi propia empresa: Austin Maxi Real Estate. Tres
millones y medio de dólares que pronto serán cuatro. No es lo de Donald Trump, pero
te permite verlas venir. Como decía mi padre: «Lo más difícil es ganar el primer
millón, ¡el resto viene solo!» Jerry y David no tienen problemas económicos, pero
todavía no lo saben, porque siempre juego al aristócrata arruinado delante de Mary
para que no me pida que le cuadruplique la pensión. Y sin embargo la abandoné a
causa de mi fortuna: no podía volver a nuestra casa teniendo toda esa pasta para
gastar. ¿De qué servía ganar todo aquel dinero si me tenía que tirar a la misma mujer
todas las noches? Quería ser el anti-George Babbitt,[1] ese pobre imbécil incapaz de
escapar de su familia y de su ciudad…
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SI mirasen con atención las fotos que están haciendo (y que nunca revelarán), Jerry y
David verían un punto blanco moviéndose en el horizonte, detrás del Empire State
Building. Una especie de gaviota grande y brillante en el skyline azul. Pero las aves
no vuelan tan alto, ni tan deprisa. Los rayos del sol reverberan en esa forma plateada
como en Misión imposible, cuando un agente secreto utiliza un espejito para avisar a
su compañero sin hacer ruido, enviándole un rayo de luz a los ojos.
En el Ciel de Paris todo está pensado para recordarte sin cesar que estás más alto
de lo normal. Incluso en los aseos, las paredes de los urinarios reproducen los tejados
de la Ciudad Luz, para que la clientela masculina pueda mearse en ellos.
Tendré que venir a cenar un día: el menú es bastante apetitoso. «El otoño en el
Ciel de Paris visto por Jean-François Oyon y su equipo»: de entrada proponen el
escalope de foie gras salteado con alajú a la crema de ceps (24,50 euros); entre los
pescados tenemos los filetes de salmonete a la plancha con bullabesa y pulpa de
berenjena (26 euros); entre las carnes, Jean-François Oyon sugiere pichón asado con
miel y especias, acompañado de coles caramelizadas (33 euros). De postre yo elegiría
bizcocho tibio al chocolate «Guanaja» o helado de avellanas. Sé que no es un postre
dietético —Karl Lagerfeld no lo aprobaría—, pero prefiero el bizcocho al haba tonca
con guindas o los higos al horno con mantequilla de vainilla y bourbon.
A mis espaldas se está desarrollando un drama espantoso: una pareja de
norteamericanos pide huevos con jamón y champiñones para desayunar pero la
camarera de sonrisa naranja dice «I’m sorry, sólo servimos continental breakfast».
Compuesto de tostadas, bollería, zumo de fruta y bebida caliente, el desayuno
continental no es tan fuerte como lo que los norteamericanos acostumbran a engullir
por la mañana, y estos dos se levantan echando pestes en voz alta y se van del
restaurante. No entienden que a un sitio tan turístico no le salga de los cojones servir
un buen y copioso breakfast. Desde un punto de vista estrictamente comercial, tienen
razón. Pero ¿para qué viajar si vas a comer lo mismo que en casa? De hecho, en este
terrible entuerto, todo el mundo tiene razón. El Ciel de Paris debería respetar la
libertad de elección de la gente y ofrecer el mismo surtido en el desayuno que en la
cena. Y los norteamericanos deberían dejar de empeñarse en exportar su modo de
vida a todo el planeta, caiga quien caiga. Dicho lo cual, allá van dos que sobrevivirían
si un avión se empotrara en la torre Montparnasse a las 8.46 h, como ocurrió en la
torre Norte del World Trade Center el 11 de septiembre de 2001.
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Lo más alucinante es que ya una vez se había empotrado un avión en una torre de
Nueva York, en 1945, una noche de niebla. Un bombardero B-25 del ejército
norteamericano se estrelló contra el Empire State Building entre los pisos 78 y 79.
Catorce muertos, un gigantesco incendio, llamas que alcanzaban varios centenares de
metros. Pero el Empire State no se derrumbó, porque la estructura de acero del
edificio no llegó a fundirse, al contrario que la del World Trade Center (el acero
pierde su capacidad de resistencia a 450° y se funde a 1.400°; se estima que la
temperatura que provocó el incendio de los Boeing alcanzó los 2000°). En 2001, los
40.000 litros de queroseno en llamas destruyeron la infraestructura metálica de las
torres, y los pisos superiores se derrumbaron sobre los inferiores. Para construir las
Torres Gemelas, Yamasaki echó mano de una nueva técnica: en vez de utilizar un
laberinto de columnas interiores, decidió que la mayor parte del peso se apoyaría en
los muros exteriores, compuestos de pilares verticales de acero muy poco separados
entre sí, unidos por viguetas horizontales que rodeaban las torres piso tras piso. Esta
arquitectura permitía aprovechar al máximo el espacio interior (y por lo tanto
reportaba mayores beneficios a los promotores inmobiliarios). Eran esos pilares
cubiertos de una fina capa de aluminio lo que daba a las torres ese aspecto rayado,
como dos altavoces estereofónicos.
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Hacía muy buen día: con el catalejo, Jerry podía contar los remaches del fuselaje.
Se volvió hacia mí, lleno de excitación:
—Look, Dad! You see the plane? pero a mí ya no me obedecían las manos. En un
solo segundo me entró el Parkinson. Otros clientes comprendieron lo que ocurría: un
jodido Boeing de American Airlines volaba sobre Nueva York a baja altura, y venía
derecho hacia nosotros.
—Joder, ¿pero qué está haciendo? ¡Ese imbécil vuela demasiado bajo!
Y yo que odio las películas de catástrofes, con la amable rubia de mentón
cuadrado, la mujer embarazada que rompe aguas, el paranoico que se vuelve loco, el
cobarde que se vuelve valiente, el sacerdote que administra los últimos sacramentos.
Siempre hay un idiota que se pone enfermo y la azafata que pide un médico:
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—¿Hay algún médico entre ustedes?
Y luego un estudiante de medicina levanta la mano, sintiéndose terriblemente útil,
no se preocupen, todo va a salir bien.
En eso piensas cuando un Boeing se te viene encima. Que resulta un fastidio estar
metido en un tostón de peli como ésa. Y no piensas en nada: te aferras a los brazos de
la silla. No das crédito a tus ojos. Tienes la esperanza de que lo que está pasando no
esté pasando. El cuerpo espera equivocarse. Por una vez quieres que tus sentidos te
engañen, que tus ojos te mientan. Me gustaría decirles que mi primer reflejo fue
pensar en Jerry y David, pero no es el caso. No tuve el reflejo de protegerlos. Sólo
pensaba en mi propio culo cuando me metí de cabeza debajo de la mesa.
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AHORA se sabe con bastante precisión lo que pasó a las 8.46 h. Un Boeing 767 de
American Airlines con 92 personas a bordo, incluidos 11 miembros de la tripulación,
se empotró en la cara norte de la torre número 1, entre los pisos 94 y 98. Sus 40.000
litros de queroseno se incendiaron de inmediato en las oficinas de Marsh &
McLennan Companies. Se trataba del vuelo AA 11 (Boston-Los Angeles), que había
despegado a las 7.59 h del aeropuerto de Logan y viajaba a una velocidad de 800
km/h. Se estima que la fuerza del impacto equivale a la explosión de 240 toneladas de
dinamita (choque de magnitud 0,9 con una duración de 12 segundos). También se
sabe que ninguna de las 1.344 personas que ocupaban los pisos superiores al impacto
consiguió sobrevivir. Es evidente que semejante información despoja de cualquier
suspense a este libro. Mejor así: esto no es un thriller; sólo una tentativa —quizá
condenada al fracaso— de describir lo indescriptible.
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CUANDO un Boeing de American Airlines se estrella bajo tus pies, hay dos
consecuencias inmediatas. Primero, el rascacielos se transforma en metrónomo, y les
aseguro que cuando el World Trade Center parece la torre de Pisa, el efecto es
rarísimo. Lo que los especialistas llaman la «shock wave»: le da a uno la impresión
de estar en un barco en plena tempestad o, para elegir una metáfora que mis hijos
puedan entender: es como pasar tres o cuatro segundos dentro de un milk-shake
gigante. Los vasos de zumo caen al suelo, los apliques murales se desprenden y
cuelgan de los cables eléctricos, los falsos techos de madera se derrumban y desde la
cocina llega un ruido de platos rotos. Las botellas del bar ruedan y explotan. Los
ramos de girasoles se vuelcan y los jarrones se hacen añicos. Las cubetas de champán
se derraman en la moqueta. Los carritos de pasteles ruedan entre las mesas. Las caras
tiemblan tanto como las paredes.
Segundo, las orejas arden cuando la bola de fuego pasa por delante de la ventana,
luego una densa humareda negra lo invade todo, filtrándose por el suelo, las paredes,
los huecos de los ascensores, las rejillas de ventilación, revelando una cantidad
inverosímil de orificios que antes debían dejar pasar aire puro y que a partir de ahora
harán todo lo contrario: porque el sistema de ventilación se convierte en un sistema
de fumigación. Todo el mundo empieza a toser y se tapa la boca con una servilleta.
Entonces sí que me acordé de Jerry y de David: mojé dos servilletas en el charco de
zumo de naranja y se las tendí debajo de la mesa donde los tres nos habíamos
acurrucado.
—Respirad a través de la tela, es un simulacro, en Nueva York lo hacen muy a
menudo, lo llaman «fire drill». No os asustéis, chicos, es hasta divertido, ¿no?
—Papá, ¿se ha estrellado el avión en la torre? ¿QUÉSTÁPASANDOPAPÁ?
—Que no —sonrío—, no pasa nada, chicos, es un truco pero quería daros la
sorpresa: es una nueva atracción, el avión es una película en 3D, Georges Lucas ha
supervisado los efectos especiales, todas las mañanas organizan una falsa alarma, ¿a
que habéis alucinado?
—Pero, papá, todo está temblando, hasta los camareros gritan de miedo…
—Don’t worry, hacen temblar el restaurante con unos gatos hidráulicos, como en
los «amusement parks». Y los camareros son actores, es un viejo truco, figurantes
camuflados entre los clientes como en los Piratas del Caribe. ¿Te acuerdas de los
Piratas del Caribe, Dave?
—Claro, papá. ¿Y cómo se llama esta atracción?
—«Tower Inferno».
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—Ah, bueno… Joder, parece…
—Dave, no hay que decir «joder», ni siquiera en una torre infernal, OK?
Mi patraña a lo Benigni no parecía haber tranquilizado tanto a Jerry, pero era lo
primero que se me había ocurrido, me dije que tenía que insistir para que no se echara
a llorar. Si Jerry lloraba, yo no estaba muy seguro de poder contener mis propias
lágrimas, y corríamos el riesgo de que David hiciera lo mismo. Pero David no ha
llorado nunca, y yo no quería que empezara esa mañana.
—¿A que los efectos son impresionantes? El humo que sale de todas partes, los
clientes contratados para fingir pánico, ¡lo han hecho superguay!
A nuestro alrededor la gente se levantaba y se miraba entre sí, petrificada.
Algunos que se habían metido debajo de la mesa como nosotros asomaban la cabeza,
un poco violentos por no ser héroes. Las tortitas de Jerry estaban desperdigadas por el
suelo, mezcladas con trozos de porcelana. El tarro de maple syrup se derramaba entre
las sillas volcadas. Al otro lado de las Ventanas del Mundo ya no se veía nada: una
cortina negra, opaca, ocultaba las vistas. Había caído la noche, Nueva York había
desaparecido y el suelo retumbaba. Puedo asegurarles que todos teníamos una sola
idea en la cabeza, que el chef del restaurante resumió bastante bien:
—We’ve got to get the hell out of here.
La verdad es que me habría gustado estar en uno de esos estúpidos tostones de
catástrofes. Porque la mayoría tienen un happy end.
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8:48 h
El New York Times recogió algunos testimonios procedentes del Windows on the
World en esos momentos. En dos vídeos de aficionado se ve que la densísima
humareda se cuela a una velocidad increíble en los pisos superiores. Paradójicamente,
hay mucho más humo en el restaurante que en los pisos situados justo encima del
impacto, porque el humo 110 se espesa hasta varias decenas de metros de las llamas.
Tenemos constancia de una llamada telefónica de Rajesh Mirpuri a su jefe, Peter Lee,
de Data Synapse. Tose y dice que no se ve nada a cinco metros. La situación empeora
rápidamente. En Cantor Fitzgerald (en el piso 104), el fuego bloquea las escaleras.
Los empleados se refugian en los despachos de la cara norte, y unos cincuenta en la
«conference room».
En ese momento, la mayoría sigue creyendo que se trata de un accidente.
Numerosos testimonios demuestran que la mayoría sobrevivió hasta el
derrumbamiento del edificio, a las 10.28 h. Sufrieron durante 102 minutos: la
duración media de una película de Hollywood.
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hemoglobina sobre sus elegantes chalecos. El dandismo es inhumano; los
extravagantes, demasiado cobardes para pasar a la acción, prefieren «suicidar» a los
demás. Se cargan a los que van mal vestidos. Des Esseintes asesina con sus blancas
manos a unos inocentes culpables de trivialidad. Su desprecio esnob es un
lanzallamas. ¿Cómo hacerme perdonar el crimen de la anciana de Florida en la
novela anterior? Crees que estás señalando con el dedo a los responsables
involuntarios, los fondos de pensiones anónimos e impersonales, las estructuras
virtuales. Pero a fin de cuentas se trata de gente que grita, suplica y sangra. El fin del
mundo es ese momento en el que la sátira se hace realidad, en el que las metáforas se
vuelven verdades, en el que los caricaturistas se sienten incómodos.
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8:49 h
EL primer reflejo es abalanzarse sobre el móvil. Pero como es el primer reflejo, todo
el mundo tiene la misma idea y la red está saturada. Sin dejar de apretar
frenéticamente la tecla verde de rellamada automática, sigo intentando que los chicos
crean que esta oscuridad sofocante es un parque de atracciones.
—Ya veréis, pronto llegará un falso equipo de rescate, va a ser genial. ¿A que la
nube negra casi parece de verdad?
La pareja de amantes brokers me mira con compasión.
—Fuck! —dice la rubia Ralph Lauren—. Vámonos de este hamman asqueroso.
El moreno se levanta y corre hacia el ascensor sin soltar la mano de su amante.
Yo los sigo con un crío de cada mano. Pero los ascensores están «out of order».
Detrás de su desk, la recepcionista solloza:
—No me han preparado para este tipo de situaciones… Hay que evacuar por las
escaleras. Síganme…
La mayoría de los clientes del Windows on the World no la ha esperado. Se
amontonan en el hueco de la escalera, lleno de humo. Tosen en fila india. Un
vigilante black vomita en una papelera. Ya ha intentado bajar cuatro pisos.
—¡Vengo de abajo, casi me ahogo, no vayan, todo está ardiendo!
Pero empezamos a bajar. Hay una desorganización total: el crash ha cortado todos
los sistemas de comunicación con el exterior. Me vuelvo hacia Jerry y David, que
empiezan a quejarse.
—Bueno, chicos, si queremos ganar no podemos dar la impresión de que nos
dejamos engañar. Así que nada de pánico, por favor, o quedamos eliminados. Vais a
seguir a papá y vamos a intentar bajar. Ya habéis jugado a juegos de rol como
«Dragones y mazmorras», ¿no? Ganan los que se la pegan a sus adversarios. Si
mostramos la más mínima señal de debilidad perdemos el juego, got it?
Ambos hermanos asienten educadamente con la cabeza.
Me doy cuenta de que he olvidado describirme. Fui muy guapo, luego guapo,
luego no estuve demasiado mal y ahora soy bastante normalito. Leo muchos libros
subrayando las frases que me gustan (como todos los autodidactas) (por eso los
autodidactas suelen ser los más cultos: están toda su vida repasando el examen al que
nunca se han presentado). Los días buenos me parezco físicamente al actor Bill
Pullman (el presidente de Estados Unidos en Independence Day). Los días malos me
parezco más bien a Robin Williams, siempre que acepte el papel de un agente
inmobiliario de Texas de andares desgarbados, con calvicie incipiente y patas de gallo
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(por abusar del sol, yeah). Dentro de algunos años terminaré siendo un candidato
pasable al «George W. Bush lookalike contest», bueno, si salgo de ésta, claro.
Jerry es mi hijo mayor, por eso es tan serio. Los primogénitos pagan la novatada.
Me gusta su manera de tomárselo todo al pie de la letra. Puedo contarle lo que sea, se
lo traga todo, pero luego me guarda rencor por haberle mentido. Integro, sincero,
valiente: Jerry es el hombre que yo debería haber sido. A veces tengo la impresión de
que me odia. Creo que lo decepciono. Mala suerte: el destino de los padres es
decepcionar a los hijos. ¡Hasta el padre de Luke Skywalker es Darth Vader! Jerry es
exactamente como yo a su edad: confiado en el orden de las cosas, deseoso de que
todo salga bien. No perderá las ilusiones hasta más adelante. No se lo deseo. Espero
que siempre conserve esa mirada tan franca como azul. Jerry, te necesito. En otra
época, los niños seguían el ejemplo de sus padres. Ahora es al revés.
David, claro, como tiene dos años menos, duda de todo sin parar, de su pelo rubio
con flequillo, de la utilidad de ir al colegio, de la existencia de Santa Claus y de los
Hanson Brothers. No habla casi nunca, salvo para sacar de quicio a su hermano. Al
principio, Mary y yo teníamos miedo de que no fuera normal: no ha llorado en su
vida, ni siquiera cuando nació. No pide nada, no dice nada, se calla con elocuencia;
supongo que piensa mucho. Se pasa la vida con la consola de videojuegos y a veces
le da una buena paliza. Su pasatiempo favorito es burlarse de Jerry, pero sé que se
dejaría matar por él. ¿Qué sería de David sin su hermanito? Probablemente cualquier
cosa, igual que yo desde que me separé de mi hermana mayor. David se come las
uñas de las manos y, cuando ya no le quedan, la emprende con las de los pies. Si
tuviera más uñas, en la nariz, en los codos o en las rodillas, pueden estar seguros de
que también se las comería. Y lo hace todo en silencio. Un niño que nunca llora es
ideal, no me quejo, pero algunas veces también angustia un poco. Me gusta cuando se
rasca la cabeza para hacernos creer que está pensando. Tengo cuarenta y tres años,
pero he empezado a imitarlo hace poco. Lo que yo decía: los padres copian a los
hijos. ¿Conocen ustedes mejor manera de seguir siendo joven? David es travieso,
gruñón, enclenque, pálido, celoso y misántropo. Me recuerda a mi padre. ¡A lo mejor
lo es! Jerry es mi madre y David mi padre.
—¡MAMÁ! ¡PAPÁ! ¡ABRAZADME!
—Eh, David, mira —dice Jerry, pasmado—, el viejo ha perdido la olla.
David me ha mirado frunciendo el ceño pero no ha dicho nada, como de
costumbre. Acabábamos de llegar al piso 105.
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LO que ellos no saben y yo sé ahora (lo cual no me hace superior, sólo posterior a
ellos) es que el Boeing destruyó todas las salidas: escaleras bloqueadas, ascensores
fundidos; Carthew y sus dos hijos están atrapados en un horno.
Firmado: el señor Sabelotodo. (En inglés: Mister Know-it-all.)
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Yo estaba a punto de convertirme en un Riche-Rebelle (rico-rebelde): un «RiRe», una
risa.
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GOLPE de suerte (si puede decirse): en el piso 105, el móvil encuentra red. Y llamo a
Mary.
—Hello?
—¿Mary? Soy Carthew. Perdona, tosemos mucho pero los críos están bien, vamos a intentar salir de aquí.
—¿Carthew? ¿Por qué hablas tan bajo? ¿De qué estás hablando?
—Ha habido un accidente pero les he dicho a los niños que es una atracción. Enciende la tele y lo entenderás.
Silencio, ruido de pasos, oigo encenderse el televisor y luego un grito estridente:
«Oh Lord, tell me this is not happenning.»
—¡Carthew, no me digas que estáis ahí arriba!
—¡Mierda, fuiste tú la que me dijiste que los levantara temprano para que no perdieran la costumbre de los
horarios del colegio! Te juro que me gustaría estar en otro sitio. ¡Lo he visto, Mary, he VISTO ese jodido avión
estrellarse debajo de nosotros! Empieza a hacer calor, hay humo por todas partes, pero los chicos están bien, no
cuelgues, Jerry quiere hablar contigo.
—¿Mamá?
—Cariño, ¿cómo estás? ¿No te has hecho daño? Cuida de tu hermanito, ¿de
acuerdo?
—Mami, esta atracción no es muy buena, y además aquí apesta, te paso a David.
—…
—¿David?
Kof kof (tose) ¡Mamá, Jerry no quiere dejarme su cámara!
—Bueno, Mary, soy Carthew otra vez. Intenta enterarte de si han mandado equipos de rescate, porque desde
aquí no conseguimos comunicar con el lobby. ¡Joder, no tenemos ninguna consigna de evacuación! Llámame,
hasta luego.
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8:52 h
MIS padres se conocieron en la costa vasca, pero poco después se fueron a estudiar a
Norteamérica. Hoy en día hemos olvidado hasta qué punto las universidades de
Estados Unidos, especialmente las business schools, atraían a los brillantes
licenciados franceses. Así que mi padre se marchó a Harvard a hacer el MBA (como
después hiciera George W. Bush), y mi madre lo acompañó y aprovechó para sacarse
un master de Historia en Mount Holyoke. La Norteamérica de los años cincuenta:
como en los documentales en blanco y negro. El sueño se extendía al resto del mundo
occidental. Los largos Cadillac con alerones, los ice-creams extra-large, las pop-corn
con mantequilla en el cine, Eisenhower reelegido: símbolos mágicos de una felicidad
perfecta. Era la Norteamérica que cumplía sus promesas, el País de Jauja descrito por
el guapo y bronceado Philippe Labro. En aquella época, la oposición seguía siendo
marginal. Nadie tachaba de fascistas a los McDonald’s. Mi padre se reía con las
bromas de Bob Hope en la tele. Iban al bowling. La juventud burguesa inventaba la
globalización. Esa juventud confiaba en Norteamérica, encarnación de la
modernidad, la eficacia, la libertad. Diez años después, esta generación votó a
Giscard porque era joven como JFK y JJSS. Hombres brillantes, animosos, para nada
tiquismiquis. Por fin iban a librarse del lastre de la educación europea. Apretar el
acelerador. Ser directo. Ir derecho al grano. En Estados Unidos, lo primero que te
preguntan es «Where are you from?», porque todo el mundo viene de fuera. Luego
dicen: «Nice to meet you», porque les gusta conocer a desconocidos. En Estados
Unidos, cuando vas a casa de alguien, tienes derecho a coger lo que sea del frigorífico
sin pedirle permiso al ama de casa. De esa época vienen algunas expresiones que oía
con frecuencia en mi casa: «put your money where your mouth is», «big is
beautiful», «back-seat driver» (mi favorita, que mamá nos soltaba cuando la
sacábamos de quicio desde el asiento trasero de su coche), «take it easy», «relax»,
«give me a break», «you’re overreacting», «for God’s sake». La utopía capitalista era
tan insensata como la utopía comunista, pero su violencia estaba oculta. Ganó la
guerra fría gracias a su imagen: la gente se moría de hambre tanto en Norteamérica
como en Rusia, pero los que se morían de hambre en Norteamérica eran libres de
hacerlo.
Todo esto ocurría mucho antes del 68: los Beatles todavía llevaban el pelo corto.
Recuerdo que mis padres solían repetir que Norteamérica le llevaba a Francia diez
años de ventaja. ¡Incluso la Revolución Francesa había tenido lugar una década
después que la norteamericana! Si querías conocer el futuro, no tenías más que mirar
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a aquel idílico país. Mi padre leía el Herald Tribune, Time, Newsweek, y escondía
Playboy en el cajón de su escritorio. La CNN todavía no existía, pero el Time
Magazine, con su portada enmarcada en rojo, era como la CNN impresa en
cuatricromía. A mi madre le habían dado una beca para recorrer Estados Unidos en
Greyhound Bus. Me describía el viento del océano, la aventura de las highways, los
moteles, los Buick, los drive-in, los drugstores, los diners, las emisoras de radio
(cuyos nombres siempre empezaban por «W»). El mundo entero miraba a
Norteamérica con envidia, porque uno siempre mira su futuro con envidia. Y el 68 no
vino del Este: se hablaba mucho de Trotski y de Engels, pero la influencia más fuerte
venía del Oeste. Estoy convencido de que mayo del 68 procede de Estados Unidos
más que de la Unión Soviética. El mayor deseo era mandar a tomar por culo las viejas
convenciones burguesas. Pero el 68 no fue una revuelta anticapitalista sino, al
contrario, la instauración definitiva de la sociedad de consumo; ¡la gran diferencia
entre nuestros padres y nosotros es que nuestros padres se manifestaban a favor de la
globalización! Yo crecí en la década siguiente, bajo la sombra benévola de la bandera
estrellada flotando sobre la luna y los carteles de Snoopy de Schulz. Las películas se
estrenaban allí antes que aquí, mi padre traía cosas de sus viajes de negocios: el
maletín del Muppet’s Show, la merchandise de La guerra de las galaxias, el
blandiblub Slime, un muñeco E. T… Fue durante aquellos años, los años de mi
infancia amnésica, cuando el Espectáculo de Norteamérica sedujo al resto del mundo.
Espero que Norteamérica nos siga llevando diez años de ventaja: eso querría decir
que la torre Montparnasse todavía tiene una década por delante.
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8:53 h
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—Pues nos hiciste creer que el tío no tenía nada, y que estaba previsto que se
cayera y que todo estaba calculado, que era un especialista profesional y todo eso,
pero al día siguiente vimos al cowboy en la tele en una silla de ruedas y en el
periódico decían que estaba tetarplénico.
—Tetrapléjico, Dave. Se dice tetrapléjico.
—Sí, eso, que el cowboy estaba tetraplécico.
Me gustaba más David cuando no decía una palabra. Jerry lo sigue, no era una
revuelta, es la revolución:
—Papá, no tienes por qué hacernos creer que todo es un truco, let’s face it: this
time it’s for real.
David, Jerry, pequeños míos, qué deprisa habéis crecido.
—OK, OK, chicos, a lo mejor me he equivocado, a lo mejor no es un juego, no
insisto, pero de todos modos arriba estaremos más tranquilos, los equipos de rescate
estarán a punto de llegar, so keep cool.
Lo he dicho alzando los ojos al cielo para hacerles creer que no me creo una
palabra y he mascullado en voz alta, como hablándome a mí mismo:
—Pues vaya suerte la mía, si encima los críos piensan que toda esta patraña es de
verdad voy a quedar como un imbécil delante de los demás participantes… Pero
bueno, ¡mala suerte!
David, mi pequeño David. Tough guy. Un auténtico tejano, vaya que sí, y yo he
envejecido de golpe. Estamos de vuelta en el piso 105. El grupo titubea en estas
jaulas con paredes amarillo limón recién repintadas. Caras espantadas dudan entre
arriba y abajo. Se debaten: ¿morir deprisa o morir despacio? La inquietud se apodera
de mí al oír las alarmas de los pisos inferiores, que no están averiadas y nos dejan
sordos. Un jaleo infernal, y el calor que aumenta segundo tras segundo. De pronto,
después de 30 intentos, el móvil encuentra la red y el teléfono suena en casa de
Candace. Debe de estar durmiendo, le dejo un mensaje en el contestador.
—Sé que no me vas a creer, pero te quiero. Cuando te despiertes entenderás por
qué estoy romántico esta mañana. —Susurro para que los niños no me oigan—: It
doesn’t look good, babe. Qué imbécil he sido. Si salimos de ésta, me caso contigo.
Cuelgo porque voy a intentar respirar por los tres. Love, Carthew.
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8:54 h
HACE quince años yo también me di una vuelta por el Windows on the World, pero
no a la hora del desayuno. Fue en julio de 1986, ya bien entrada la noche. Las luces
del Trade Center eran mi estrella de los Reyes Magos. Tenía veinte años y estaba
haciendo unas prácticas en la sucursal neoyorquina del Crédit Lyonnais en el 95 de
Wall Street, en el departamento de análisis. Mi ocupación principal era dormir en el
despacho sin que Philippe Souviron —el director de la filial, amigo de mi padre— se
diera cuenta. En aquella época, el Windows on the World se convertía al dar la
medianoche en una guarida de gilipollas, con un nombre que sí era genuinamente
arrogante: The Greatest Bar On Earth. El Mejor Bar de la Tierra se había lanzado a
organizar veladas temáticas los miércoles: latino, beatbox, electric boogie, con sus
dj’s y toda una fauna de mierdecillas como yo, pero en fin, era después del servicio,
el restaurante ya estaba cerrado y seguían exigiendo chaqueta en la entrada. Recuerdo
el bar rojo, en forma de U, y a los desdeñosos camareros. Aunque el de en medio me
tenía enchufado, porque le dejé demasiada propina sin darme cuenta (confundiendo
un billete de veinte dólares con uno de cinco). Me servía Jack Daniel’s dobles con
hielo picado hasta el borde y dos pajitas cortas que me habría gustado usar para otra
cosa si hubiera tenido material. Las mesas del Greatest Bar On Earth estaban
colocadas a diferentes niveles, escalonados como en el Ciel de Paris, y por la misma
razón: para que todos los clientes pudieran admirar las vistas, gigantescas, pasmosas,
«espectaculares», pero desgraciadamente cortadas, porque los altos ventanales
estaban divididos en trozos de un metro de ancho. Esas torres nacidas del sueño de un
japonés (Yamasaki), a quien le parecía muy importante que las columnas exteriores
tuvieran el ancho de los hombros humanos, evocaban, desde dentro, una gigantesca
prisión. Los japoneses son pérfidos: los pilares verticales de acero que recorrían las
torres de arriba abajo dividían el panorama como los barrotes de una celda (por otra
parte, esos tubos metálicos y paralelos fue lo único que resistió al derrumbamiento, se
quedaron plantados en Ground Zero como una rastra oxidada en las ruinas de una
fortaleza del siglo XIII tras una sangrienta batalla, o las ojivas de una catedral gótica
incendiada por los bárbaros).
Aun así, bebía bourbons asomado al vacío, dando bandazos por premonición. Me
emborrachaba entre las luces parpadeantes de los helicópteros en ese sitio que ya no
existe. ¿Es posible que sea el mismo hombre que iba vacilándole a todo el personal
allá arriba, hace quince años? Bailábamos Into the groove de Madonna, rodeados de
ventanas. Derramaba whisky en los vestidos de las niñas memas de Riverside Drive
que despreciaban los «bridge-and-tunnel crowd» (sobrenombre que daban a los que
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vivían en las afueras, los que tenían que cruzar puentes y túneles para entrar en
Manhattan). Soñaba con un destino a lo Donald Trump, Mike Milken, Nick Leeson,
con los bolsillos tan repletos como las bolsas debajo de los ojos. Anda que no me
tiraba el rollo en el Windows on the World; pero el pasado está muerto, y nada prueba
que lo que ya no existe haya existido alguna vez.
La noche que subí allí, el cielo de Nueva York estaba cubierto, pero la torre
perforaba las nubes. The Greatest Baron Earth nadaba sobre el mar de algodón. A la
derecha, la gente forrada de pasta contemplaba los reflejos de las luces de Brooklyn
en el mar, a la izquierda la única vista era la alfombra blanca e hidrófila, exactamente
como la que puede verse por la ventanilla de un avión durante el vuelo. El World
Trade Center era un edificio de rayas: imagínense dos columnas de Buren de 410
metros. El dj soltaba aire líquido, una humareda blanca y helada que resbalaba por el
suelo de la pista de baile. Bailábamos sobre una alfombra voladora helada.
Mi compañero de juerga de aquella época, Alban de Clermont-Tonnerre, y yo
íbamos buscando un rollo: una tía llamada Lee, que él se había ligado en un «single
bar», esos famosos «bares para solteros» de la Segunda Avenida que excitaban tanto
a los franceses. Él la había convencido para que aceptara un trío, pero ella tardaba en
acudir a la cita.
—¡Vaya con el perdedor! ¡Le han dado calabazas!
Alban tenía los nervios de punta, y yo también: nuestra experiencia en tríos se iba
a pique cuando estábamos secos. Aun así, unos cuantos Jack Daniel’s después los
encontré abrazados contra las ventanas que luego se romperían. Se lamían la cara y
aproveché para acariciar los pechos de Lee, que se endurecieron bajo el vestido
violeta. Se dio la vuelta bruscamente y ¿qué vio? A un pasmado verdoso, bailando
dentro de un traje cruzado príncipe de Gales que le quedaba enorme, un tío escuálido,
macilento y lleno de granos con el pelo largo y grasiento, un pervertido con un
mentón considerable, más o menos tan atractivo como una gárgola tuberculosa. Los
primeros «serial killers» hacían estragos, y yo me parecía mucho a ellos. Tenía pinta
de cadáver en aquel restaurante fallecido.
—Who’s this guy? Are you crazy? Get your fucking hands off me!
Y entonces, al descubrir la mirada incómoda de Alban, me di cuenta: el rollo en
trío iba por mal camino, y él había cambiado de planes sobre la marcha. A mí me la
sudaba, era una morenita sin más, un poco retaco, que trabajaba tanto que no tenía
tiempo para relaciones serias; por eso solía ir a los «single bars», por mucho que
supiera que allí sólo encontraría pedorros obsesos como nosotros. Otra vez me iba a
tocar hacer de acompañante para luego meterme trompa perdido en un cacharro
amarillo conducido por un adepto al vudú. Volví a la pista de baile, ahora
desaparecida. Probablemente parecía deprimido; en realidad, me paralizaba la
timidez. Las tías se restregaban contra las camisas Brooks Brothers de los traders
millonarios. Tenía otro colega muy playboy que se llamaba Bernard-Louis: todas las
chicas lo llamaban Bélou. «Bélou» por aquí, «Bélou» por allá. Dejé que me llevara a
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remolque. No estar enamorado era cansadísimo, había que seducir a todas horas y la
competencia era muy dura. Y tener tal necesidad de ser amado era siniestro. Creo que
fue en ese momento cuando decidí llegar a ser famoso.
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8:55 h
Había que tranquilizarse. Ya era bastante penoso hacer algo tan sencillo como
respirar. Aunque sólo fuera por el olor, insoportable. La densa humareda acarreaba
caucho fundido, plástico quemado, carne calcinada. Olor dulzón a queroseno,
asqueroso y aterrador, polvo de huesos y cenizas de carne humana. Mezcla de nube
tóxica, gasoil acre y crematorio: el olor que se nota cuando uno pasa junto a una
fábrica, antes de huir acelerando en apnea. Si la muerte huele a algo, tiene que ser a
esto. Los techos derrumbados no nos dejaban volver al Windows. Entre diez,
conseguimos levantar una cubierta de hormigón. Y por fin pasamos, camino al tejado
de la ciudad en los aires.
En el piso 107, la camarera y los dos hermanos que trabajan en la cocina han roto
el cristal de una ventana con un velador. (Un secreto: para romper un ventanal
grande, no hay que utilizar ni un sillón ni un iMac. Lo que funciona es arremeter
contra el vidrio con un pie de velador de hierro a modo de ariete.) Y ahora están
aferrados a la ventana, a 400 metros del suelo, agitando manteles blancos. La
humareda oscura es densa como un secante empapado de alquitrán. Sin embargo, hay
algunos agujeros por los que veo imágenes del exterior. Lo que más me fascina son
las hojas de papel A4 que vuelan por el cielo: archivos, fotocopias, informes
urgentes, listados sobre papel con el membrete de la compañía, cartas certificadas,
carpetas confidenciales, portafolios, impresiones láser a cuatro colores, sobres
autoadhesivos, sobres kraft con cierre reforzado, etiquetas preimpresas, pilas de
contratos firmados, encuadernaciones plastificadas, post-its multicolores, facturas en
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cuatro ejemplares sobre papel carbón, cuadros y balances de gráficos, todo ese
papeleo desparramado, esa papelería volando por los aires, la importancia relativa de
nuestras preocupaciones. Esos miles de hojas volantes me recuerdan los papeles que a
los neoyorquinos les encanta lanzar durante los grandes «tickertape parades» por
Broadway. Pero ¿qué celebramos hoy?
Génesis, XI, 4:
«Entonces, dijeron, construyamos una ciudad y una torre cuya cima toque el
cielo; y hagámonos un nombre.»
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8:56 h
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Estadístico: «Dios mío, ¿cuánta gente estará atrapada ahí dentro? ¡Debe de haber
20.000 muertos!»
Acosado: «Con la pinta de moro que tengo, la pasma me va a controlar a todas
horas en las próximas semanas.»
Inquieto: «Hay que llamar a todos los amigos que tenemos allí para saber si están
bien.»
Lacónico: «Vaya, ahora sí que se acabó la coña.»
Marketing: «¡Eso es estupendo para el Audimat, hay que comprar espacio en
LCI!»
Belicoso: «Mierda, esto es la Tercera Guerra Mundial.»
Seguridad: «Hay que poner policías en todos los aviones y blindar las cabinas.»
Nostradamiano: «Ah, ya lo decía yo, y hasta lo había escrito.»
Mediático: «Bueno bueno bueno, tengo que ir corriendo a reaccionar en Europe
1.»
Antinorteamericano primario: «Eso es lo que pasa cuando se pretende gobernar el
mundo.»
Fatalista: «Antes o después tenía que ocurrir.»
Mientras pasaban los minutos y seguíamos mirando, hipnotizados, la imagen que
se repetía una y otra vez del avión de línea volando recto hacia la torre (no dudaba,
apuntaba contra ella, como atraído por un imán, y la torre se lo tragaba en una bola
de fuego naranja y negro), las bromas empezaban a escasear, las caras eran más
largas, la gente se sentaba, los móviles sonaban, aparecían ojeras. La magnitud de la
tragedia nos pesaba cada vez más. Nos estábamos convirtiendo en jorobados. En
resumen, habíamos empezado a cerrar el pico cuando un tercer avión se estrelló
contra el Pentágono. Por Dios, el cielo se les estaba derrumbando literalmente sobre
la cabeza. Ya conocen lo que sigue: con la caída de la torre Sur y luego de la torre
Norte, a las 16.30 h hora europea, el clima ya era de angustia planetaria. Yo estaba
pálido como la cera, ya no recuerdo si le dije adiós a Françoise Verny al bajar la
escalera. Tuve que volver andando. En un momento dado, cuando iba por la rué
Saint-André-des-Arts, sonó mi teléfono: era Eric Laurrent, un colega novelista que
publicaba en Éditions de Minuit, y que precisamente acababa de terminar un libro
que se desarrollaba en Estados Unidos (No tocar; no le hagan caso al título, se lo
recomiendo). Buscaba trabajo, quería ofrecerme sus servicios en el programa
literario. No sé por qué, pero no estaba al corriente de lo ocurrido.
—Perdona, Eric, pero me siento raro… Es un día muy extraño…
—Ah, ¿qué te pasa? ¿Algo no va bien?
—Mmm, bueno, las dos torres del World Trade Center se han derrumbado, se han
estrellado aviones por todas partes, el Pentágono está ardiendo, todo eso…
—Oye, no te hagas el gracioso, lo digo en serio, me hace falta un trabajo, estoy en
la mierda financiera.
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Tenía motivos para no creerme. Yo tenía un problema de credibilidad en todo lo
que hacía, incluso cuando decía la verdad. Y todo por haber ganado una fortuna
criticando a los ricos. Parecía un cínico burlándose sin parar del cinismo. Ni siquiera
cuando decía «Te quiero» me creía nadie. Lo siguiente que hice fue llamar a mi hija:
sólo quería saber dónde estaba. No había manera de dar con Chloë, su mamá había
apagado el móvil. Tuve que esperar media hora antes de que me llamara la niñera: la
cría estaba en el teatro de marionetas viendo «Los tres cerditos». Tuve suerte: ningún
Boeing se estrelló ese día en el jardín del Luxemburgo. Chloé me contó el
espectáculo por teléfono:
—Es la historia de un lobo que se quiere comer a los cerditos, pero ellos se meten
en una casa de piedra y el lobo no se los puede comer.
Y yo pensé que hacíamos mal contándoles todas esas mentiras a los niños
pequeños.
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8:57 h
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—¿No hay otro camino para llegar a la azotea?
—Anthony —dice Lourdes—, ¡acuérdate del 93! We’ve got to get to the roof.
Vendrán a sacarnos por la azotea, ¡si es que no nos están esperando!
Anthony piensa. Tiene quemaduras de segundo grado en el brazo, pero piensa.
Lleva la camisa hecha jirones, pero piensa. Y yo sé lo que piensa: estamos jodidos,
pero no los voy a desengañar.
—OK, follow me.
Seguimos sus pasos por el dédalo de cocinas y oficinas del restaurante más alto
del mundo. Rodea los huecos de las escaleras condenadas, recorre pasillos atestados
de cajas de vinos franceses y nos hace trepar por una escala de acero. Jerry y David
se lo están pasando bomba. Con las servilletas blancas sobre la cara parecen dos
asaltadores de caminos o dos pequeñas campesinas ucranianas. Llegamos al piso 108.
A algunos más se les ha ocurrido la misma idea. Pronto somos unos veinte los que
buscamos el acceso a la azotea. No paro de marcar frenéticamente el 911 para avisar
a los equipos de rescate. Jerry me pregunta por qué escribo todo el rato la fecha de
hoy en el móvil, 911,911,911. Nine Eleven.
—Es una coincidencia, cariño. Una simple coincidencia.
—¿Qué es una coincidencia? —pregunta David.
—Es cuando cosas que se parecen pasan a la vez y entonces la gente cree que es a
propósito pero no es a propósito, eso es una coincidencia, ¿verdad, papá? —dice
Jerry.
—Sí, eso es. Sólo es casualidad, pero la gente crédula piensa que son signos. Por
ejemplo, los ingenuos podrían pensar que el hecho de que la fecha de hoy sea
también el número de la policía es un mensaje secreto. Que alguien ha intentado
avisarnos. Pero claro, es bullshit, nada más que una coincidencia.
—¿Bullshit es una palabrota? —pregunta David.
—Sí —dice Jerry.
—Pues no deberías decir bullshit, papá.
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8:58 h
EN el Ciel de Paris, las consignas en caso de incendio son las mismas que antes del
Once de Septiembre: bajar en orden y con calma por las escaleras. ¿Y si las escaleras
están destrozadas, llenas de humo, al rojo vivo, convertidas en un horno? Bueno,
entonces esperar serenamente a morir quemado, asfixiado o triturado. Muy bien,
gracias. Los pasillos que llevan a la azotea siempre están cerrados para que los
listillos no se cuelen a hacer fiestas nocturnas. Ya ha pasado: hace unos años, unos
okupas organizaron una merienda en lo alto de la torre. Desde entonces se vigilan las
idas y venidas de cualquier joven alcohólico.
—De todos modos —me ha dicho un miembro del servicio de seguridad—, si un
747 se estrellara contra la torre Montparnasse la cortaría directamente en dos y no
tendríamos que hacernos esa clase de preguntas.
Es tranquilizador. Para pensar en otra cosa, me da por una grave interrogación
semántica: ¿qué verbo utilizar para designar un avión que entra en un edificio?
«Aterrizar» no vale, porque no toca tierra (en inglés se plantea el mismo problema:
«to land» supone la presencia de un país bajo las ruedas). Propongo «edifizar».
Ejemplo: «Señoras y señores, les habla el comandante. Nos acercamos a nuestro
destino y pronto edifizaremos en París. Les rogamos recojan sus bandejas, pongan
sus asientos en posición vertical y ajusten sus cinturones de seguridad. Esperamos
que hayan tenido un agradable vuelo en compañía de Air France y lamentamos no
poder verles de nuevo en nuestras líneas, ni en ningún otro sitio. Prepárense para el
atorrezaje.»
Aun así, se puede visitar la azotea durante el día. Al contrario que la de la torre
Norte del World Trade Center (inaccesible), la de la torre Montparnasse está abierta
al público por 8 euros. Hay que coger el ascensor que te lleva al piso 56 junto con
varios japoneses vestidos de negro y un vigilante con bigote que lleva un blazer azul
marino con botones dorados. (A mí también me vestían así cuando era pequeño:
pantalón de franela que pica y chaqueta de capitán, y yo ponía la misma cara de
cabreo.) En el piso 56 visitas una pequeña exposición sobre París, y ya puedes
disfrutar de la vista panorámica. A través del ventanal, veo allá abajo el cementerio
de Montparnasse, donde busco con la mirada la tumba de Baudelaire, un guijarro
blanco en el jardín de piedra. A la izquierda, el Luxemburgo, mi juventud perdida que
intento prolongar haciendo ejercicio estático, como si la ausencia de desplazamiento
geográfico detuviera el curso del tiempo. Ya no soy joven, sólo geoestacionario. Una
cafetería deprimente (el Belvédére Café) sirve líquidos calientes en vasos de plástico
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a provincianos cansados. Para llegar a la azotea hay que subir una escalera que huele
a lejía (recuerdos de piscina, de clases armando escándalo, de bañadores de felpa y de
pies que apestan). Subo los últimos escalones resoplando, pero mis esfuerzos se ven
recompensados por las chapas en la pared que indican la altitud («201 m, 204 m, 207
m»). Una puerta metálica se abre al cielo. El viento silba en las verjas. Desde aquí se
ven los aviones que despegan de Orly. En el centro de la azotea de hormigón han
pintado un círculo blanco para que puedan edifizar los helicópteros. Si quisiera,
podría tirar cosas al vacío que caerían sobre la cabeza de los transeúntes. Me
detendrían por vandalismo o por intento de homicidio, o por golpes y heridas que
habrían causado involuntariamente la muerte, o por esquizofrenia peligrosa, o por
histeria inexplicable, o por agitación furiosa. Bruma rosa sobre el Sacré-Coeur, muy
lejos. Un cartel intenta un retruécano: «La Vue Parisienne». Este es el mío: me llamo
Frédéric Belvédére. Bajo otra vez al Ciel de París. Hay un restaurante parecido en
Berlín, en lo alto de la TV-Turm de la Alexanderplatz, que además gira sobre sí
mismo como un disco. En los años setenta, el mundo moderno no quería otra cosa
que cenar en los rascacielos, alimentarse en la estratosfera, era elegante comer lo más
alto posible, no sé por qué. En el piso de «visita panorámica», una sala de proyección
pasa una vieja película con imágenes aéreas de París sobre un fondo de flauta
deprimente. La banda magnética salta. Gente en anorak deambula y se aburre. Unos
enamorados se obligan a besarse en la boca a pesar de su aliento. Un niño bosteza; yo
lo imito; por otra parte, quizá sea yo.
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muro pintado por Walt Disney Pictures anunciandoEl libro de la selva 2. El oso
Baloo baila con Mowgli sobre diez metros de fachada, entre el olor a grasa quemada
de los sheesh kebab. Los manifestantes agitan pancartas que dicen «STOP THE
WAR». La película de Disney se desarrolla en la selva india colonizada por los
ingleses. Pero hay una moraleja en el libro que no aparece en los dibujos animados:
«Desde ahora, en la selva, hay algo más que la ley de la selva.» ¡Kipling, vuelve, se
han vuelto locos!
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8:59 h
OH Lord, al pelirrojo alto se le han cruzado los cables. Se ha puesto a gritar con toda
su alma, no hay quien entienda lo que dice. Suda como un poseso. Para que los críos
no flipen, vuelvo a intentar lo del parque de atracciones. Se los dejo a Lourdes,
guiñando el ojo para que me siga la corriente.
—Perdone, Lourdes, ¿puedo pedirle un favor? Mis hijos no se quieren creer que
esto es una atracción, no conocen el «Power Inferno», en fin, si fuera tan amable de
vigilármelos un minuto mientras voy con Anthony a reconocer el camino a la
azotea… Niños, portaos bien, ¿prometido?
—Prometido.
—Y no le hagáis caso al señor que grita, sólo es un actor que lo hace muy mal.
—¿Por qué te llamas Lourdes? —pregunta David.
—¡Cállate, Dave! —dice Jerry.
—Niños —dice Lourdes—, vais a tener que poner punto en boca un ratito porque
yo trabajo aquí, y normalmente a los niños de vuestra edad no les está permitido subir
a esta montaña rusa, porque no tenéis la altura reglamentaria, así que si yo fuera
vosotros no me quejaría mucho, do I make myself clear?
Anthony ha cogido al pelirrojo por el hombro y le habla con mucha calma. Están
en cuclillas, en el pasillo acristalado. Unas columnas de humo apestoso suben por los
huecos de los ascensores como hiedra negra.
—It’s OK, it’ll be OK. Don’t worry, it’s gonna be OK.
Se lo repite hasta que el otro se tranquiliza. El pelirrojo llora de angustia; ha
perdido los nervios. Intento participar:
—¿Cómo se llama?
—Jeffrey.
—Escuche, Jeffrey, vamos a ayudarnos unos a otros. OK? No se preocupe, toda
va a salir bien. No se ponga nervioso.
—¡OH DIOS MÍO DIOS MÍO ES CULPA MÍA YO ORGANICÉ EL
DESAYUNO NO QUIERO MORIR LO SIENTO PERDONE OH DIOS MÍO SOY
RIDÍCULO PERDÓN PERDÓN TENGO MIEDO OH SEÑOR TEN PIEDAD!
Vuelvo la cabeza para ver si mis hijos también han perdido los nervios; pero no,
aguantan. Se tapan las orejas para no oír a Jeffrey, que grita «I WANT OUT!» ES
Lourdes la que les ha dado ejemplo. Anthony me lleva al piso 109 por una escalera
atestada de tuberías. Cruzamos salas de máquinas inmensas y multicolores, entre
turbinas de ventilación, calderas y poleas de ascensores. Es evidente que a todo el
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mundo se le ha ocurrido la misma idea que a nosotros. Aunque no tenemos elección:
abajo nos espera un horno, la certeza de morir quemado o asfixiado. Nuestra única
esperanza es salir pitando por la azotea. Unas cien personas se unen poco a poco a
nosotros y se reparten por aquí y por allá, en busca del aire perdido. Grupos de gente
que se llevan las manos a la cabeza, que se sientan en el suelo o se quedan de pie, que
se suben a una mesa para respirar mejor, que estrellan un armario metálico contra una
ventana para que entre un poco de oxígeno (sí, el armario metálico también
funciona). Puñados de gente pegados entre sí, que se sostienen unos a otros, se cogen
de la mano, se consuelan, tosen.
—Sólo hay una escalera que lleva a la azotea —dice Anthony—. Yo tengo la
llave, como todos los vigilantes.
Estamos delante de una puerta roja sobre la que está escrito «EMERGENCY
EXIT». Todavía no sé lo mucho que voy a llegar a odiar esa puerta.
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Y echa la cabeza hacia atrás, apretándose la nariz con la servilleta. Lourdes le
tiende un pañuelo de papel.
—No se preocupe, Lourdes, le pasa todo el tiempo —dice David.
—Sólo cuando estoy cabreado —dice Jerry.
—Lo que yo decía: todo el tiempo —dice David.
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9:00 h
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resplandecientes, besitos por el aire soplando en la palma de la mano. ¿Que el
chocolate está demasiado caliente? Furia desatada, ceño fruncido, morros, pucheros
asqueados. Cuando lo descubres todo, nada es anodino. La vida de mi hija es
exacerbada. Canta «Un ratón verde que corre por la hierba» por enésima vez esta
mañana. Ya no aguanto más esa cancioncita de mierda. Al cabo de unos minutos de
inmovilidad contemplativa ante París, Chloë se aparta de mí: prefiere al perro de la
mesa de al lado. Va a hablar con él: primero con un poco de miedo, luego, enseguida,
con familiaridad. Le enseña las vistas y le explica:
—Es alto. Y yo soy mi mi pequeña.
El cocker está de acuerdo. Para celebrarlo, ella intenta hacerle un nudo con las
orejas. Me levanto para regañarla y me disculpo con los dueños del perro, que no se
han dado cuenta de nada.
—¡Qué monada de niña!
—Gracias, pero seguro que si esperan un poco cambian de opinión.
—¡QUIERO quedarme con el PERRO!
Tercera escena, crisis de llanto, negociación, reconciliación. Ensordecidos por el
escándalo, los vecinos de mesa cambian, en efecto, de opinión. Intento comprar el
silencio de Chloë con una barra de caramelo.
—No porque se pega.
De vez en cuando me gustaría hacer lo mismo que mi hija. La próxima vez que
alguien me lleve la contraria, ya sea en un plató de televisión o en un comité de
lectura cualquiera, voy a echarme a llorar a gritos y me voy a tirar al suelo
pataleando. Seguro que este método sería muy eficaz en la vida política. «Voten por
mí, o lloro a gritos.» ¡Eso es lo que tendrían que haber hecho con Robert Hue!
Hemos terminado el desayuno, salvo el chocolate (esta vez estaba demasiado
frío). Al bajar en el ascensor, mi hija me ha sonreído murmurando «Te quiero, papá».
La he cogido en brazos. Sabía perfectamente que quería hacerse perdonar lo
insoportable que había estado en el Ciel de Paris. Peor para mí: acepté el regalo. Una
vez que las muelas me dolían a rabiar, tomé una dosis alta de morfina. Era
extraordinario, pero menos flipante que este abrazo, que hundir la nariz en su pelo y
aspirar el olor a champú de almendras dulces, lleno de gratitud.
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9:01 h
ESTE camino se puede hacer en apnea. Coger una buena bocanada de aire, adentrarse
en la humareda, andar con los brazos extendidos, bajar los escalones a ciegas, girar a
la derecha después del bar, pasar delante de los ascensores, seguir andando todo recto
hasta la cara norte. Vocabulario de alpinista: tengo la impresión de que formamos
parte de una expedición a la cima del Himalaya sin máscaras de oxígeno. Al bajar
corriendo a reunirme con los críos me arrepentí de haberlos dejado un momento con
otra persona. Lourdes tenía en la mano un Kleenex manchado de sangre.
—Damn! ¡Otra vez esa hemorragia!
—No es nada, papá, ya casi se me ha pasado…
—Levanta el brazo derecho y apriétate la nariz. No eches la cabeza hacia atrás, si
no la sangre baja por la garganta sin pararse. Gracias, Lourdes, ¿se han portado bien?
—Claro, pero el hecho de que sea negra no quiere decir que tenga que hacerles de
canguro.
—Pero, eeeh…, no, para nad…
—¿Ha encontrado Anthony el camino a la azotea?
—Sí. Vamos a subir en cuanto la nariz de Jerry deje de sangrar. Espero que pueda
contener la respiración durante un minuto.
Me gusta ver bailar a Candace. Sube el volumen del estéreo y menea las caderas,
gira descalza sobre la moqueta, su pelo vuela y me mira fijamente a los ojos
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quitándose la camiseta… Creo que es lo más hermoso que he visto en mi vida:
Candace en sujetador «push-up» en mi cama King-size, bailando o pintándose las
uñas de los pies… Ella había comprado un cedé de «música para hacer el amor», una
recopilación «lounge», y cada vez que la ponía, yo sabía lo que me iba a tocar… La
echo mucho más de menos desde que no sé si la volveré a ver.
Lo bueno de estar soltero es que no tienes que toser para disimular el pluf cuando
haces caca.
Un día Mary me puso la mano en la cara, una mano fría en mi mejilla rosada de
enamorado transido. Me dijo que yo era su amante, yo le contesté no, soy tu marido,
me salió así. No pensaba que un día fuera a necesitar a otra. De mi ojo izquierdo cayó
una lágrima que calentó su mano derecha. Supe que tendría un hijo con aquella
mujer. Yo era joven, puro, quizá manipulado pero íntegramente optimista. Sincero.
Ardiente. Imbécil.
No sabía que un día me llegarían a gustar sus constantes peleas, y que estas
discusiones estériles serían mi refugio de alta montaña. Nuestros hijos son como san
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bernardos. Jeffrey estaba sentado en la posición del loto. Ya no lloraba; le sonreí. A
cada cual su turno: en ese momento era yo el que tenía ganas de llorar. Digamos que
nos íbamos turnando.
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9:02 h
EN la torre Sur, la que estaba intacta, la consigna era clara: nada de evacuación. No
era cosa de que a alguien le cayera en la cabeza una viga metálica en fusión desde la
torre Norte. Así que los «security guards» ordenaron a todos los que bajaban al lobby
que volvieran a sus despachos. La obediencia de los que volvieron a subir no fue
recompensada. Así le ocurrió a Stanley Praimnath. Volvió al piso 81, a su despacho
del Fuji Bank. Y miró por la ventana. Al principio, era una flecha gris en el horizonte.
Un avión que pasaba por detrás de la Estatua de la Libertad. Que poco a poco
aumentaba de tamaño. Le dio tiempo a ver la banda roja pintada en el fuselaje:
«United Airlines». Luego el avión giró y se abalanzó contra él. Eran las 9.02 h.
Mierda de día, fucking mierda de día.
«Un relámpago plateado venido del sur, un ave paleolítica, una punta de lanza,
una cimitarra resplandeciendo bajo el sol matinal», escribió Russell Banks en su
diario. Pues vaya.
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9:03 h
Esta vez no había remedio, de repente todas esas cosas que yo no entendía, que no
quería entender, la actualidad lejana que prefería evitar, en la que no quería pensar
una vez terminado el telediario, todas esas desgracias me concernían, esas guerras
venían a hacerme daño esta mañana, a mí y no a otro, y a mis hijos y no a los de otro,
esas cosas de las que hacía caso omiso, geográficamente tan remotas, se convertían
en los acontecimientos más importantes de mi existencia. Yo no quería tener derecho
de injerencia en los Estados de los demás, pero los dramas del mundo exterior venían
a ejercer su derecho de injerencia en mi vida, a mí no se me había perdido nada con
los moros y los críos perdidos, drogados, jodidos, cubiertos de moscas asquerosas,
pero acababan de meterse en mi casa, venían a matar a mis propios críos. Tengo que
explicarles algo: me educaron en la religión evangélica, episcopalista y metodista de
los Born Again Christians, que tiene 70 millones de adeptos en Estados Unidos, entre
ellos George Walker Bush (el ex gobernador de Texas, que ahora vive en el 1600 de
Pennsylvania Avenue). Nuestro credo es que los norteamericanos son el Pueblo
Elegido. Europa es nuestro Egipto, el Atlántico es el mar Rojo y Norteamérica es
Israel, ¿se hacen una idea? Washington = Jerusalén. La Tierra Prometida es ésta.
«One Nation Under God!» ¡Las demás nos importan un bledo!
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Lourdes se ha venido abajo del todo. Repite sin parar el texto del SMS que ha
recibido: «Breaking News: Un segundo avión acaba de estrellarse contra la torre Sur
del World Trade Center», y pasa su móvil para que todo el mundo pueda leerlo. Hay
reacciones para todos los gustos: la mayoría dejan escapar un «Fuck!» de
estupefacción, otros necesitan sentarse y apoyar la cabeza entre las manos. Anthony
se desahoga emprendiéndola a patadas contra un tabique; termina haciéndole un
agujero. Jeffrey llora a lágrima viva, babeando sobre su camisa rosa. Y yo estoy en
cuclillas y aprieto muy fuerte las cabezas de mis hijos contra la mía para que no me
vean tirar la toalla.
—OK, Jerry, Dave, lo confieso, no es un juego.
—No pasa nada, papá. Ya lo sabíamos, no te preocupes.
—Sí pasa, Jerry. No es un juego. ¿Lo entendéis? ¡Todo esto es verdad!
—Tranquilo, ya lo habíamos pillado hace rato —dice David entre dos ataques de
tos.
—Oh my goodness. Chicos, escuchadme con atención. No es un juego, pero de
todos modos vamos a ganar, los tres juntos, ¿vale?
—Pero ¿por qué los aviones se meten en las torres? ¿Están locos o qué?
Al ver la cara desconcertada de David, ya no puedo contener las lágrimas. Me
convierto en Jeffrey. Caigo de rodillas. Aprieto los dientes, me enjugo los ojos, me
doblo en dos, me vengo abajo.
—Me cago en la puta, ¿cómo es posible que alguien sea capaz de hacerle esto a
los demás?
—No hay que decir «puta», papá.
Jerry aparta la mirada, se avergüenza de verme así.
Hacía más de media hora que estábamos en lo alto de uno de los mayores
rascacielos del mundo. Sin embargo, sólo en ese momento empecé a sentir verdadero
vértigo.
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9:04 h
Norteamérica acosa a los oprimidos hasta en sus últimos reductos, hasta que,
como decía Brigitte Bardot en Bonnie & Clyde de Gainsbourg: «La única solución
era morir.» Vivimos en una extraña época; la guerra se ha desplazado. El campo de
batalla es mediático: en este nuevo conflicto, el Bien y el Mal son difíciles de
distinguir. Es difícil saber quiénes son los buenos y quiénes son los malos: cuando
cambias de canal, cambian de bando. La televisión vuelve envidioso al mundo.
Antes, los pobres, los colonizados y los oprimidos no veían la riqueza en pantalla
todas las noches, en sus chabolas. No sabían que algunos países lo tenían todo
mientras que ellos se deslomaban para nada. La Revolución habría llegado mucho
antes a Francia si los siervos hubieran tenido una pantallita para ver el lujo de los
reyes y las reinas. Ahora, en todo el mundo, los países sucios se debaten entre la
admiración y el rechazo, la fascinación y el asco que les producen los países limpios,
cuyo modo de vida captan gracias a un decodificador satélite pirata y a un pasapurés
que hace las veces de antena parabólica. Es un fenómeno reciente: lo llaman
globalización, pero su verdadero nombre es televisión. La globalización es
económica, audiovisual, cinematográfica y publicitaria, pero ni lo político ni lo social
le siguen los pasos.
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Esta mañana, la vista es espléndida. La vista depende de los días. Hoy, a las 9.04
h, brilla a mi izquierda la torre Eiffel, ese armazón metálico construido por el mismo
Gustave que levantó la Estatua de la Libertad. A la derecha los Invalides, donde
reposa Napoleón Bonaparte, el hombre que vendió Louisiana a los norteamericanos
por 15 millones de dólares (que digan lo que quieran: el emperador era mejor
negociante que los indios algonquinos, que cedieron Manhattan a Peter Minuit, un
hugonote de origen francés, por 24 pavos). Entre ambos el Arco de Triunfo, en la
place de l’Etoile, más lejos en el blanco: el Triunfo a lo lejos. Todos esos bloques de
piedra tan frágiles… He hecho lo que me había prometido: he bajado andando. 56
pisos. Al principio, lo más notable era la monotonía, la modorra. Pero no tarda en
llegar la angustia, la claustrofobia. Solo en la escalera, intento imaginar lo que fueron
los minutos de los que bajaban por centenares. Casi todos los que trabajaban en los
pisos inferiores a los que destrozaron los aviones salieron de allí indemnes. No
cundió el pánico porque no sabían lo que yo sé. Confiaban en la solidez de los
edificios. Bajaron sin atropellarse. Siguieron las instrucciones de los bomberos
muertos en los minutos siguientes. Salieron tranquilamente y, al volver la cabeza,
vieron cómo la solidez de los edificios se convertía en un montón de escombros.
Subiendo por el bulevar Edgar-Quinet, paso por delante de un bar de alterne (Le
Monocle Elle et Lui, extraño nombre), de un famoso club de intercambio de parejas
(el 2 + 2) y de numerosas funerarias. Justo después camino a lo largo de los muros
del cementerio de Montparnasse, donde yacen Sartre, Beauvoir, Duras, Cioran,
Beckett, Ionesco… Montparnasse es un barrio de sexo, literatura y muerte; seguro
que por eso les ha gustado siempre tanto a los norteamericanos. Entro en el recinto
del cementerio y me dirijo a la tumba de Charles Baudelaire, antiguo alumno del
instituto Louis-le-Grand. «Murió a los 46 años». Su pequeña tumba blanca cumple un
pobre papel al lado del mausoleo del ilustre Charles Sapey, «senador, gran oficial de
la Legión de Honor, antiguo diputado del Isére, fallecido el 5 de mayo de 1857». El
poeta reposa con su suegro, el general Aupick, y su madre, dos veces viuda. Al otro
lado del cementerio se ha erigido un extraño monumento en honor a Baudelaire: se
trata de una estatua yacente del artista vendado como una momia egipcia, sobre la
que se inclina, esculpido en la piedra, el «genio del mal», con los codos apoyados en
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una balaustrada como el Pensador de Rodin. Encorvado, receloso, con sus grandes
bíceps, el genio del mal se yergue frente a la torre Montparnasse, y parece desafiarla
con su barbilla puntiaguda. Saco mi polaroid.
…Y LO QUE MIRA
Salgo del cementerio, subo otra vez por el bulevar y llego a la Fundación Cartier,
donde hay una gran exposición sobre los accidentes organizada por Paul Virilio. Bajo
una escalera de hormigón (¡otra vez!) y me encuentro en un sótano lleno de gruñidos
sordos y mecánicos.
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9:05 h
EN el piso 109, debajo del tejado, en el Granero del Mundo, a través de la pared de
humo, veo a la multitud que huye de nosotros. El avión ha entrado por la fachada
norte; aun así, por ese lado hay menos humo. Aúpo a los críos para que respiren un
poco de aire puro enrarecido. Esto es una riada hacia el aire. Si lo hubiera sabido,
habría traído bombonas de oxígeno o máscaras antigás. De todos modos, en
Occidente todo el mundo andará muy pronto con una máscara antigás en bandolera.
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No sé por qué pienso en el Génesis, puede que sea una reminiscencia de mi
educación religiosa: los metodistas suelen referirse con frecuencia al Libro Primero
de la Biblia; incluso algunos tarados «creacionistas» siguen negando el darwinismo.
El calvinismo puritano de mis padres seguía el Antiguo Testamento de forma casi
integrista. Según ellos, Adán y Eva habían existido de verdad… Y la manzana, la
serpiente, Caín y Abel, el Diluvio, el Arca de Noé, etcétera. ¿Y la torre de Babel? Me
pregunto si no estoy dentro de ella. Todos recordamos ese relato que se encuentra en
numerosos textos mesopotámicos: los hombres aprenden a fabricar materiales y
deciden construir una torre que llegue hasta el cielo. Quieren «hacerse un nombre
para no dispersarse por toda la faz de la tierra». Dios desaprueba su decisión: el
hombre no debe ser orgulloso, el hombre no debe tomarse por Dios. Uno imaginaría
que, para castigarlo, Dios destruiría la torre de Babel en un ataque de ira, pero no. La
palabra Babel representa a Babilonia, pero recuerda el habla (de ahí viene el verbo
«balbucear»). Porque Dios se toma venganza de una manera mucho más retorcida y
cruel, impidiendo que los hombres utilicen las mismas palabras para designar las
cosas. Dios decide confundir las lenguas terrestres. Dios decide dispersar el lenguaje:
desde ese momento, las cosas serán llamadas con nombres diferentes, el contacto
entre la realidad y la palabra se perderá, los hombres dejarán de comprenderse por
haber construido esa pretenciosa torre. El castigo divino consiste en impedir que los
hombres se comuniquen entre sí. La torre de Babel era la primera tentativa de
globalización. Si tomamos el Génesis al pie de la letra, como hacen millones de
norteamericanos, Dios está contra la globalización. El judeocristianismo se basa en la
idea de que necesitamos traductores simultáneos y lenguas ajenas entre sí, que hay
mucho que hacer antes de poder transmitir las Escrituras, que la raza humana se
divide en idiomas exóticos y balbuceos equívocos. Dios está contra Nueva York.
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9:06 h
A las 9.06 h, Glen Vogt, el «general manager» del Windows on the World, no se
encontraba en su puesto de trabajo (afortunadamente para él). Veinte minutos después
de que el avión se estrellara, recibe en casa una llamada de Christine Olender, su
ayudante. No contesta él, sino su esposa, porque en ese momento Glen ya está al pie
del World Trade Center, a punto de sufrir una tortícolis, pasmado ante el desastre. La
señorita Olender le explica a la señora Vogt que no tienen instrucciones sobre cómo
salir de allí. «Los techos se derrumban y los suelos se derriten», añade. Por lo menos
41 personas que estaban en el restaurante consiguieron salir del edificio.
Hay otro testimonio del Windows on the World; el de Ivhan Luyis Carpió, en una
llamada a su primo. «No puedo ir a ningún sitio porque dicen que no nos movamos.
Hay que esperar a los bomberos.» Es plausible que buena parte de los clientes del
restaurante obedecieran las consignas de no moverse de allí, a la vez que luchaban
por un poco de aire, rompiendo las ventanas y subiéndose a las mesas para no
quemarse. Pero también hay constancia de muchas llamadas al 911 desde la azotea,
que parecen atestiguar la desobediencia de una parte de la clientela, en una
desesperada tentativa de escapar por los aires.
Incluso si mi relato del horror fuera muy lejos, siempre estaría a 410 metros por
debajo de la verdad.
Julien Schnabel dijo que el ruido que hacían los que saltaban al estrellarse contra
el suelo era como el de un melón que revienta.
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9:07 h
—HAY un problema.
Anthony no deja de marcar en su móvil. Anthony tiene un problema. Algo que le
estaba atormentando y que no se atrevía a decirnos. La causa de esa tristeza
insondable que se le ve en el fondo de los ojos.
—¿Qué pasa? ¿Qué problema?
—Mi llave no basta para abrir la puerta. Alguien del personal de seguridad tiene
que apretar también un botón que hay abajo. Y no consigo comunicar con ellos. El
móvil no funciona y la línea interior está cortada…
—Spare me the bullshit! (Lo cual se traduce, con bastante elegancia, por
«Ahórreme la mierda de toro». También podría haber dicho «Cut the crap», pero sería
menos fino.) ¿Dónde está el personal de seguridad?
—El puesto central está en el piso 22, y no contesta. Dios mío, si la Operation
Control Center ha evacuado el edificio, no puedo hacer nada. Tienen que desbloquear
la cerradura con el buzzer; si no, estamos atrapados. Y eso me gusta tanto como a
usted.
Jeffrey sale de su torpor:
—¡Qué más da ese buzzer de mierda! ¡Echamos la puerta abajo, coño!
—La puerta está blindada, no se podría abrir ni con una perforadora. Cosa que no
tenemos.
—MIERDA PUTA, PERO ¿CÓMO VAMOS A SALIR DE AQUÍ?
Jeffrey ha cogido una encuadernadora, un trasto de hierro largo y pesado, y
empieza a aporrear con ella el pomo de la puerta. Se ensaña como un loco con la
cerradura. Anthony y yo hemos retrocedido para que no nos hunda el cráneo con esa
masa que hace girar por los aires con sus brazos musculosos conseguidos a base de
sesiones regulares de gimnasio en el East Village.
Anthony menea la cabeza. Me doy cuenta de que odio a este hombre y que
admiro mucho más a Jeffrey. Sus colegas cuentan con él y él no está dispuesto a
dejarlos tirados. El fatalismo me repugna, prefiero la energía de la desesperación, la
violencia de la naturaleza, el instinto de supervivencia. Sólo me daré por vencido
cuando me deje los dos hombros en esta puerta. Quiero sudar, intentarlo todo, seguir
creyendo que vamos a salir de ésta. El pomo termina cediendo bajo los mazazos de
Jeffrey, pero la puerta sigue herméticamente cerrada. Él se vuelve hacia nosotros, con
los brazos colgando, pero su desolación sólo inspira respeto. Espero que Jerry y
David no hayan oído nada. Están de pie, con Lourdes, en el reborde de un tragaluz. A
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fuerza de ahogarse, se les ha quitado el miedo al vacío. La servilleta y la camiseta de
Jerry están manchadas de sangre. «Impresiona, pero no es grave; le sangra a menudo
la nariz»; me repito esta frase para convencerme de que es así.
Anthony se encoge sobre su teléfono, apretando sin parar la tecla verde. Tiene
que hablar con el Security Staff del piso 22, y si no con la policía. Oigo los
helicópteros de la policía al otro lado de la puerta. Me niego a morir quemado
simplemente porque una salida de emergencia impida que nos rescaten. Nine-One-
One. Nine-One-One. SOS. SOS. Como al final de Johnny cogió su fusil. Save Our
Souls.
Me reúno con los niños para respirar un poco de aire del exterior. Encaramados
sobre los hombros de Lourdes, repiten las oraciones que ella recita en voz alta. En
otros tiempos ponían gárgolas en lo alto de los edificios para protegerlos, como en el
Chrysler Building. Esculturas que representaban dragones, monstruos, demonios,
como en lo alto de las torres de Notre-Dame en París, destinadas a ahuyentar a los
diablos y a combatir a los invasores. Mis hijos, pequeñas gárgolas rubias inclinadas
sobre el vacío, ¿bastarán para repeler a los malos espíritus? ¿Por qué los arquitectos
ya no confunden los rascacielos con catedrales? Tenían razón al poner gárgolas en lo
alto de las torres. ¿Por qué iba a ser, sino para prevenir lo que acaba de pasarnos?
Sabían que un día la amenaza vendría del cielo. En estos momentos de pánico, la
oración es espontánea. La religión cobra nuevas fuerzas dentro de nosotros. En los
próximos minutos, el World Trade Center, templo internacional del ateísmo y del
lucro, va a transformarse poco a poco en una improvisada iglesia.
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9:08 h
EN La broma, de Milan Kundera, uno de los personajes hace esta pregunta: «¿Cree
que la destrucción puede ser hermosa?» Me muevo como un sonámbulo, abrumado
por la exposición «Lo que sucede», concebida por el filósofo y urbanista Paul Virilio
en colaboración con la agencia France-Presse y el Institut National de l’Audiovisuel,
del 29 de noviembre de 2002 al 30 de marzo de 2003. En las paredes de la Fundación
Cartier hay colgadas fotografías color sepia de un accidente de tren ocurrido en la
estación de Montparnasse el 22 de octubre de 1895: una locomotora a vapor atravesó
la fachada del primer piso antes de caer sobre las losas de la plaza. Una
muchedumbre de hombres con sombrero hongo rodean la locomotora destrozada. La
instalación consiste en una sucesión de salas oscuras y ruidosas, en las que se
proyectan vídeos de desastres. Omnipresencia del humo y de los equipos de rescate
hablando por walkie-talkies (me doy cuenta de que los gritos de pánico suenan mejor
en inglés, y de que dan la desagradable impresión de que estás viendo una película de
ficción). En una gran pantalla aparecen imágenes de las excavadoras de Ground Zero
(un vídeo digital de diez minutos de Tony Oursler que se emite sin interrupción): una
inmensa columna de humo blanco sobrevuela un amasijo de chatarra; algunas figuras
diminutas deambulan en torno a las grúas, que parecen saltamontes impotentes. Al
fondo, los pocos paneles de hormigón del World Trade Center que quedaron en pie
forman una muralla irrisoria. Lo que más impresiona sigue siendo el barro. El edificio
de hormigón y de acero se ha transformado en un montículo de barro. La pulcritud
artificial se ha convertido en suciedad natural. Las torres lisas y resplandecientes se
reducen a un repugnante y caótico desorden. Por fin entiendo lo que quería decir el
escultor César cuando despanzurraba coches. A los bulldozers les gustaría ordenar
ese desbarajuste. Recobrar la pureza del vidrio, la perfección de ayer. Imposible que
no se te haga un nudo en la garganta al contemplar semejante carnicería. No consigo
librarme de cierto malestar, el mismo que me produce escribir este libro: ¿tenemos
derecho? ¿Es normal que la destrucción nos fascine hasta ese punto? La pregunta de
Kundera resuena extrañamente en medio de esas catástrofes. Las calles de Nueva
York están blancas, cubiertas de papeles y de polvo, como si hubiera nevado; en
medio de la sala, un bebé negro duerme en su cochecito. Cuando se inauguró, la
exposición de Virilio fue un escándalo. ¿No era demasiado pronto para estetizar
semejante desolación? Cierto que el arte no es obligatorio y que nadie está obligado a
visitar una exposición o a leer un libro. Aun así, «Lo que sucede» acumula catástrofes
como otros coleccionan trofeos; imágenes de la polución de mercurio en Minamata,
Japón, 1973; escape de dioxina en la fábrica Icmesa, Seveso, Italia, 1976; accidente
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aéreo en Tenerife, España, 1977; naufragio del petrolero Amoco-Cádiz, Finisterre,
1978. Algunos se secan los ojos, otros se suenan, o apartan la mirada negándose a
afrontar las imágenes. Los entiendo. Sin embargo se trata de nuestro mundo y, de
momento, no podemos vivir en otro sitio. Escape de gas radiactivo, Three Mile
Island, Pensilvania, 1979. Escape de gas tóxico de la fábrica Union Carbide, Bhopal,
India, 1979. Explosión de la nave Challenger, Cabo Cañaveral, Florida, 1986. Puede
que la decisión de Virilio, mezclar las catástrofes industriales y los atentados
terroristas, haya chocado. Explosión de un reactor en la central nuclear de Chernóbil,
Ucrania, 1986. Naufragio del Exxon Valdez, 1989. Atentado con gas sarin en el metro
de Tokio, Japón, 1995. Añadir desastres naturales como la tempestad en Francia de
1999, los incendios de Australia en 1997, el terremoto de Kobe, Japón, en 1995. Con
música de película dramática al fondo. Deambulo entre las monstruosidades. Me
gustaría lavarme las manos, me gustaría creer que no soy cómplice de semejantes
horrores. Sin embargo, como todo ser humano y a mi escala microscópica, estoy
involucrado. La frase de Freud que se lee en la entrada, «La acumulación pone fin a
la impresión de azar», esa frase enigmática de 1914-1915, parece responder a la
pregunta que David hizo hace un rato:
—¿Qué es una conincidencia?
Cuanto mayor es el progreso de la ciencia, más violentos son los accidentes, más
hermosa la destrucción. No hay duda de que, al final de la exposición, Virilio ha
llevado la provocación demasiado lejos, proyectando la retransmisión televisiva de un
extraordinario espectáculo de fuegos artificiales en Shanghai: se atreve a establecer
una relación entre el horror real y la belleza artística. Esta exposición me ha dejado
un sabor amargo. Salgo de ella sintiéndome todavía más culplable que antes.
¿Podemos poner el derrumbamiento de las Twin Towers en el mismo plano que unos
banales fuegos artificiales, por grandiosos que sean? ¿Oh qué maravillosa luz, oh
mira qué azul, oh qué hermosos cuerpos en llamas? ¿Voy a poder seguir mirándome
al espejo después de publicar un libro como éste? Me entran ganas de vomitar el
desayuno del Ciel de Paris, pero tengo que reconocer que mis ojos le están tomando
el gusto a lo horrible. Me gusta esa gigantesca humareda a toda pantalla, proyectada
en tiempo real, que escapa de ambas torres, ese penacho blanco en el azul del cielo,
como una bufanda de seda, volando entre la tierra y el mar. No sólo me gusta por su
etéreo esplendor, sino porque sé lo que tiene de apocalíptico, lo que tiene de violencia
y de espanto. Virilio me obliga a hacer frente a la parte de mi humanidad que no es
humanista.
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9:09 h
Papá debe de habernos contado esta historia más de treinta veces, pero nunca me
cansa. Se pone tan contento cuando Jerry y yo le escuchamos… Me gusta que
estuviéramos a punto de ser ricos. Cada vez que me bebo una lata de Coca-Cola,
pienso que podría ser el dueño. Pero no hay que tomarla con los antepasados. He
aprendido cosas en el colegio. Preferían sus plantaciones llenas de esclavos
recogiendo algodón. No podían saber que la guerra contra los yanquis los arruinaría,
y que después encontrarían petróleo. La verdad es que eran unos inútiles pero que de
vez en cuando tenían suerte, según los días. Un poco como nosotros hoy. Al principio
pensé: genial, nos saltamos el colegio, nos largamos a Nueva York, comemos
supertortitas, papá nos deja jugar con el botón del ascensor que se enciende y hace
ding, cómo mola. Pero ahora huele muy mal con el incendio, a Jerry le sangra la nariz
y yo no paro de toser, esto se ha puesto muy pesado. Lourdes es muy simpática con
nosotros pero llora todo el rato, es deprimente. Anthony mola, Jeffrey flipa en
colores, se pasa el tiempo yendo a ver a su grupo y luego volviendo a ver si ya hay
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línea en los móviles. Son simpáticos, pero eso no nos saca del marrón. A lo mejor ya
es hora de que papá use sus superpoderes inconscientes, que sólo funcionan en caso
de megapeligro. Creo que se va a dar cuenta de su fuerza enseguida; sólo hay que
darle tiempo para ponerse el traje de superhéroe, como Clark Kent. De momento
prefiere hablar de sus antepasados, que se perdieron el negocio del siglo, pero
tampoco nos va tan mal. Jo, eso es lo que me mata de los cómics: siempre hay que
esperar un montón de rato antes de que el héroe se espabile y salve a las víctimas
atrapadas en el edificio en llamas. Es un aburrimiento, pero siempre pasa lo mismo.
Si el héroe llegara al principio, no habría suspense. Lo mismo que en los mangas de
la tele. Los tíos que los dibujan ya lo saben: hay que hacer esperar a los jóvenes
telespectadores. Así que a esperar. De todos modos, los niños no hacemos otra cosa.
Esperamos a ser mayores para poder comernos todas los M&M que nos de la gana e
ir todo el tiempo a los Universal Studios sin tener que lloriquearles a los padres. Para
pasar el rato, le hago creer a papá que su historia me interesa.
—Venga, papá, en serio, ¿es verdad eso de que estuvimos a punto de ser la
familia Coca-Cola?
Y papá se pone de lo más contento, ya no llora, es genial verlo sonreír y decir
«pues sí, David, ¿te das cuenta?», y Jerry se encoge de hombros porque también se
sabe la historia de memoria, no entiende por qué yo hago como si la oyera por
primera vez, y eso que está muy claro: hay que subirle la moral a papá, o no va a estar
en forma para usar sus gigapoderes.
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LA Closerie des Lilas (1804), Le Dome (1897), La Rotonde (1911), Le Sélect (1925),
La Coupole (1927). La Generación Perdida sabía dónde encontrarse: en
Montparnasse. Titubeo durante la peregrinación por los bares que Hemingway
enumera en París era una fiesta: gracias a «Papá», escribir sigue siendo una buena
excusa para cogerse una trompa solo, sobre todo cuando acabas de pelearte con tu
novia. Si pido un vermut con cassis en la Closerie, sólo es por prurito profesional.
¿Qué llevaría a esos genios a beber semejante horror? Paso por delante del 27 de la
rué de Fleurus, a dos minutos de mi casa, donde vivían Gertrude Stein y Alice
Babette Toklas. Para mi gran estupefacción, una placa recuerda la importancia de ese
apartamento mítico que tenía cuadros de Gauguin y de Miró colgados de las paredes
y donde se inmortalizó la famosa frase del camarero del Sélect: «Todos ustedes son
una generación perdida.» Gertrude Stein, la norteamericana que presentó a Picasso y
a Matisse, vivía en París desde 1902, en un bajo que daba a un jardín interior. Es un
barrio donde los rusos habían precedido a los norteamericanos. Hemingway vino para
copiar a Modigliani, Soutine, Chagall, etcétera, enchufado por Sherwood Anderson.
Trotski y Lenin planearon aquí la Revolución. ¿Por qué Hemingway, cuando se pegó
un tiro en la cabeza, decidió volver mentalmente aquí? En 1957, cuando empezó a
escribir A Moveable Feast, tenía cincuenta y ocho años. Tres años antes le habían
concedido el Nobel de literatura. Cuatro años después, se suicidó con una escopeta de
caza. Decidió pasar esos cuatro últimos años dentro de esa máquina del tiempo que se
llama literatura. Físicamente estuvo en Ketchum (Idaho), luego en España y en Cuba.
Pero, mentalmente, todo el final de su vida se desarrolló en París, entre los años 1921
y 1926, con su primera esposa, Hadley Richardson. Se negó a cumplir sesenta años:
escribía para tener otra vez veinticinco, para volver a ser aquel joven desconocido,
pobre y enamorado que se encontró a Scott Fitzgerald borracho como una cuba en
abril de 1925 en el Dingo Bar de la rué Delambre (ahora L’Auberge de Venise),
donde setenta y ocho años después garrapateo esto bebiendo un Long Island Ice Tea
(cuya receta inventó él: toda clase de licores blancos mezclados en un vaso + Coca-
Cola y hielo). En el Dingo Bar te encontrabas con Isadora Duncan, Tristan Tzara (que
está enterrado en el cementerio de Montparnasse), Man Ray… Brindo por los grandes
artistas que ahora son fantasmas entre estas paredes de madera perfumadas de
cigarrillo, de bourbon y de desesperación. No es una casualidad que Pompidou
hiciera construir la réplica en miniatura del World Trade Center en Montparnasse: el
alma de este barrio ha venido importada del otro lado del Atlántico. Hemingway
quería volver sobre sus pasos; yo lo estoy haciendo por él. El Falstaff sigue en el 42
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de la rué du Montparnasse. Pero el Sphinx, el burdel de la esquina, en el 31 del
bulevar Edgar-Quinet, con su suite egipcia donde Henry Miller se gastaba el dinero
que no tenía, ha desaparecido. Ahora es una sucursal de la Banque Populaire con un
cajero automático en la fachada. ¡Ahora sacamos de ahí el dinero que no tenemos!
Volviendo a mi casa (con dificultad), busco el 113 de la rué Notre-Dame-des-
Champs, donde Hemingway se alojó en 1924, a su regreso de Toronto (Ezra Pound
vivía en el 70 bis de la misma calle). Paso por delante del 115, y después del 111.
¡Pero bueno! ¿Es que también ha desaparecido el 113? ¡Y eso que no era una casa de
putas! Rehago el camino… La rué Notre-Dame-des-Champs salta del 111 al 115, no
estoy soñando, pueden venir a comprobarlo. Así que el edificio donde Francis Scott
Fitzgerald meó en las escaleras, provocando una bronca memorable entre Ernest
Hemingway y su portera, ya no existe. Lo único que queda de él es un libro: París es
«un edificio móvil». Ni siquiera hay una placa. Qué pena, se podrían haber grabado
muchas cosas en el mármol: «Aquí, el escritor norteamericano Ernest Hemingway
amó a su mujer Hadley y a su hijo Bumby, recibió a Gertrude Stein, Sylvia Beach,
William Carlos Williams y John Dos Passos, escribió Fiesta, y Francis Scott
Fitzgerald orinó en el portal un sábado por la noche de 1925, la portera se enfadó y
Fitzgerald le escribió una carta a Hemingway en la que se disculpaba diciendo: “Ese
hombre de conducta lamentable que fue a su apartamento el sábado por la noche no
era yo, sino un individuo llamado Johnston que a menudo se hace pasar por mí”.»
Moraleja: cuando los edificios desaparecen, sólo los libros pueden recordarlos.
Por eso Hemingway escribía sobre París antes de morir. Porque sabía que los libros
aguantan más que los edificios.
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caponazos del adversario lanzándole su Fuego Mágico. Aquí el agente X-275 a la
Orden Rebelde.
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«LAS plantas están más aware que las demás especies»; «Comer cacahuetes is a
really strong feeling». Me gusta el franglais[2], es el idioma del futuro. Acaba de salir
un libro que lo elogia: un florilegio de citas de Jean-Claude Van Damme, actor de
kárate de origen belga instalado en Hollywood. «La droga es como cuando uno close
his eyes.» «Una galleta no tiene spirit.» En 2050, todo el mundo speakerá como Jean-
Claude Van Damme, el héroe de la película Replicant. «Morir es realmente strong.»
«Nadie es right or wrong.» Los jóvenes encerrados en un loft audiovisual siguen con
gran espontaneidad el paso alerta del cyborg belga: «Mi body no es muy free», «Yo
digo yes a la life», «¿Tú te colocas de night?», «Yo me dejo llevar por el feeling». No
hay que tener miedo de las palabras inglesas. Se integran tranquilamente en nuestro
idioma para crear el idioma mundial, el que desobedece a Dios: la lengua única de
Babel. Las words del world. El nuevo vocabulario de los SMS («qtltodo»), los
emoticones de Internet ©, la evolución de la ortografía qloflipsqtkgas, la
popularización del transcaló, todo eso contribuye a crear la newlengua del tercer
milenio. Anyway, whatever. Dejémosle a Jean-Claude Van Damme la última palabra:
«Un solo idioma, una sola moneda y nada de religión, y todo irá mucho mejor. Pero
no estamos aquí para hablar de política.»
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En la Norteamérica de los años sesenta y setenta, el playboy era el superhombre.
Todo macho que se respetara tenía que parecerse a Tom Jones, Gunter Sachs, Porfirio
Rubirosa, Malko Linge, Julio Iglesias, Curd Jürgens, Roger Moore, Roger Vadim,
Warren Beatty, Burt Reynolds. Había que llevar la camisa abierta dejando asomar el
pelo del pecho. Había que ligarse a toda costa a una mujer diferente cada noche.
Había que tener la cara bronceada todo el año. Lo que en la primera década es el
colmo de lo anticuado y lo patético, entonces era el must absoluto. En Francia, Eddie
Barclay y Sacha Distel, Jean-Paul Belmondo y Philippe Junot eran los verdaderos
iconos del burgués, mucho más que los hippies y las estrellas del rock. Añadamos la
llegada de la píldora anticonceptiva, la simplificación del divorcio, la revolución
feminista y sexual, y tendremos al PLAYBOY INTERNACIONAL, «el hombre sin
gravedad» descrito por el psiquiatra Charles Melman, que tiene que «disfrutar como
sea». ¿Qué había ocurrido? La libertad había acabado con el matrimonio y la familia,
la pareja y los hijos. La fidelidad se había convertido en un concepto reaccionario,
imposible, inhumano. En ese nuevo mundo, el amor duraba tres años, gran máximo.
Ahora, el PLAYBOY INTERNACIONAL sigue vivo. Se oculta en cada uno de
nosotros; ningún hombre ha tenido más remedio que digerirlo. El PLAYBOY
INTERNACIONAL es soltero, porque rechaza cualquier lazo. Cambia de
nacionalidad todas las semanas. Vive solo y muere solo. No tiene amigos, sólo
relaciones mundanas y profesionales. Habla frangíais. Cuando sale, es a la caza de la
bimbo (en castellano, «pendón»), Al principio, cuando es rico y guapo, seduce a
mujeres superficiales. Después, cuando es menos rico y menos guapo, paga a
prostitutas para que le acompañen o se masturba viendo películas pornográficas.
Nunca busca el amor, sólo el placer. No ama a nadie, y menos que a nadie a sí mismo,
porque se niega a sufrir y no quiere arriesgarse a quedarse con el culo al aire. El
PLAYBOY INTERNACIONAL se ducha con champán en Saint-Tropez, aborda a
chicas venales en los bares de los hoteles, acaba las noches en un club de intercambio
de parejas con una criatura de alquiler. Cierto que es kitsch (en Francia, Jean-Pierre
Marielle lo ha parodiado a menudo; en Estados Unidos lo hizo Mike Myers con el
personaje de Austin Powers), pero abre camino al hombre mutante del siglo XXI:
dopado con Viagra hasta la muerte. Con su ridículo comportamiento, calzado con
mocasines sin calcetines para seguir siendo joven, el PLAYBOY INTERNACIONAL
HACE LAS PREGUNTAS CORRECTAS: ¿para qué sirve el amor en la civilización
del deseo? ¿Por qué cargar con una familia si defiendes la libertad como valor
supremo? ¿Qué pinta la moral en una sociedad hedonista? Si Dios ha muerto, todo el
universo es una casa de putas, y hay que aprovecharse hasta caer redondo. Si el
individuo es rey, el egoísmo es nuestro único horizonte. Y si el padre ya no es la
única autoridad, entonces, en la democracia materialista, el único límite a la violencia
es la policía.
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9:13 h
Candace, la primera noche: «Me has follado tan bien que parecíais siete.»
Miro a Jerry. Desde este ángulo, se parece mucho a mí. Afortunadamente para él,
David se me parece menos. Pero me he reproducido, es innegable. Y luego me largué.
Si la sociedad te da a elegir entre oír llorar a tu bebé e ir a una fiesta sin tu mujer, no
hay que asombrarse de que cada vez haya más madres solteras en Occidente. Sé muy
bien lo que Jerry piensa de mí porque me lo ha dicho. Piensa que me tomo por James
Bond: el tío que se tira a todas las chicas con las que se cruza.
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—Tenga cuidado de no mezclar mucho con las pastillas…
—What the hell! Come on! Enjoy!
Jeffrey descorcha el gran caldo francés y se echa un buen trago directamente de la
botella.
—Wow! Tendría que airearse un poco, pero es néctar…
—Todos tendríamos que airearnos un poco —dice Anthony—. ¿De dónde ha
sacado esa botella?
—Tranquilo, sólo es un préstamo, mi compañía se la pagará al restaurante, don’t
worry be happy…
Yo también bebo de la botella. El viejo líquido púrpura del crash del 29 se desliza
por mi garganta como una caricia suprema, un beso del diablo. Sería una
equivocación privarse de algo así, tan relajante. Le tiendo la botella a Anthony, que la
rechaza.
—No, gracias, no bebo alcohol, soy musulmán practicante.
—¡Hostia! ¡Y yo soy judío! —grita Jeffrey apoderándose del Haut-Brion y
derramando el vino sobre su boca abierta—. Entonces, ¿quieres matarnos a todos?
¿Te alegras de que tus amigos nos hayan hecho esto?
—Come on! No se sabe quién ha sido. Could be anybody.
—Venga ya, los terroristas suicidas son lo vuestro. Explotáis en las pizzerías y
Alá os recompensa.
Anthony se ofende.
—Oiga, yo soy musulmán, no fanático. Give me a break, man.
—No te pongas nervioso, Tony —digo yo recuperando la botella—, ha mezclado
los ansiolíticos con el tinto y dice chorradas, eso es todo.
—OK, digo chorradas —reacciona Jef—, soy yo el que dice chorradas porque soy
un marica judío, ¿no? Y a lo mejor también soy yo el que estampa aviones en las
torres y se carga inocentes sólo para acabar con el Estado de Israel, ¿no?
Pues sí que estamos bien. Vuelvo a echarme un buen trago de Haut-Brion de 1929
antes de hacer de Butros Butros.
—Mira, yo soy cristiano, él es musulmán y tú eres judío, lo cual quiere decir que
todos creemos en el mismo Dios, ¿vale? Y, ahora, cálmate. ¡Lo que tenemos que
hacer es rezar en nuestras tres religiones, así habrá tres veces más oportunidades de
que Dios nos oiga y nos abra esta goddam door!
El vino apacigua las guerras de religión. Anthony hace mal en no probarlo.
Vuelve a sentarse y sigue marcando en su móvil. Jeffrey echa un trago cloqueando:
—¡Y ni siquiera es kosher!
Jerry se ríe, y yo también. David sigue en las nubes. Lourdes se ha quedado
agarrada a los estores. Me gustaría contarles peripecias increíbles con giros
asombrosos, pero la verdad es ésta: no pasaba nada. Esperábamos a que vinieran a
buscarnos, y no venía nadie. Olía a moqueta quemada y a Mars fundidos en las
bomboneras unos metros más abajo, en las entrañas del monstruo.
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9:14 h
LE guardo un gran rencor al inventor del paracaídas de despacho, porque la idea sólo
se le ocurrió después de la tragedia. Sin embargo no es un artefacto muy complicado:
¿no podrías haberlo pensado antes, pobre imbécil? Me habría gustado ver cientos de
hombres y mujeres saltando al vacío con su mochila a la espalda, ver abrirse sus
paracaídas sobre la WTC Plaza. Me habría gustado verlos planear en el cielo, burlarse
de la gravedad y de los terroristas, poner los pies en el hormigón, caer en brazos de
los bomberos.
Lo mismo me pasa con los arquitectos que decretaron que los edificios dejaran de
tener escaleras exteriores. Todos los edificios de Nueva York las tienen salvo los que
tienen demasiados pisos, es decir, los que más las necesitarían. ¿No quedan bonitas
en una torre? Cuidado, la estética mata. ¿Era inimaginable una escalera exterior de
110 pisos?
¿Por qué no hay vigilantes en cada avión? ¡Los hay a la entrada de las discotecas!
¿Es que los clubs nocturnos son más peligrosos que los aviones? Por el momento,
siguen dejando la seguridad de los pasajeros en manos de azafatas con cuellos fáciles
de cortar.
También podrían haberles tirado largas cuerdas a las víctimas, que éstas habrían
utilizado para escapar como los prisioneros que atan sábanas a los barrotes de la celda
para resbalar a lo largo de la pared. ¿Por qué no intentaron algo así? O escalas de
cuerda lanzadas hacia el lado que no ardía. O poner un inmenso colchón neumático
para amortiguar la caída de los «jumpers», como en Arma letal.
En realidad, nadie pensaba que las torres podían derrumbarse. Confianza excesiva
en la tecnología. Singular falta de imaginación. Creencia en la superioridad de la
realidad sobre la ficción.
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«Es como estar dentro de una chimenea», dijo uno de los bomberos en El coloso
en llamas de John Guillermin (película del género catastrófico estrenada en 1974, el
año de la inauguración del World Trade Center). Si la policía no intentó el rescate
aéreo fue, sin duda, porque los polis habían visto esa peli, en la que intentan rescatar
a los supervivientes de un incendio similar, bloqueados durante una fiesta en el
último piso de un rascacielos, tendiéndoles un cable desde un helicóptero. En la
película, el «chopper» se estrella contra la azotea. Puede que la policía, a las 9.14 h,
no quisiera arriesgarse a darle la razón a la ficción.
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Dos pasillos iluminados con luces halógenas como una línea de puntos en el techo
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Manos a jirones
piel colgando de los brazos
como un vestido de Issey Miyake
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ME he preguntado a menudo por qué la gente salta al vacío cuando hay un incendio.
Es porque saben que van a morir. Ya no les queda aire, se ahogan, se queman. Si hay
que morir, mejor que sea deprisa y limpiamente. Los «jumpers» no son depresivos,
sino seres razonables. Sopesan los pros y los contras. Prefieren una caída vertiginosa
a ennegrecerse como un merguez en una habitación llena de humo. Eligen el salto del
ángel, la despedida vertical. No se hacen ilusiones, aunque algunos intenten utilizar la
camisa como paracaídas improvisado. Prueban suerte. Escapan. Son humanos, porque
prefieren elegir cómo van a morir antes que dejarse quemar. Una última demostración
de dignidad: deciden su final en lugar de esperarlo con resignación. Nunca la
expresión «caída libre» ha tenido más sentido.
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9:18 h
OK, Carthew, si te lo tomas así, me voy a Nueva York. No, la torre Montparnasse no
es la tercera torre del World Trade Center. De todos modos, mi vida también se está
convirtiendo en una película de catástrofes: mi amor me ha abandonado esta mañana,
a las 8.18 h. Flaubert decía: «viajo para verificar mis sueños.» Yo tengo que verificar
mi pesadilla. Para suicidarme, decido viajar en el Concorde. Recuerdo que este avión
supersónico, inventado por De Gaulle en los años sesenta pero inaugurado por
Giscard d’Estaing en 1976, tiene una enojosa tendencia a estrellarse sobre los hoteles
de las afueras de París. Así que he reservado un asiento, por afición al riesgo. Soy un
aventurero, un adicto a los deportes extremos. ¿El precio del billete? 6.000 euros sólo
ida, lo que cuesta una falda de Chanel; no es demasiado caro por remontarse en el
tiempo. Porque el París-Nueva York en el Concorde es la máquina que imaginó H. G.
Wells: despega a las 10 de la mañana y aterriza a las 8 de la mañana, es decir, antes
de que Amélie me dé la patada. Dentro de tres horas estaré en Nueva York hace dos
horas.
El verdadero viaje en el tiempo empieza en la sala de espera años setenta. Tengo
la impresión de estar escribiendo sobre el Once de Septiembre, pero en realidad
escribo sobre los años setenta: la década en que nacieron el WTC, la torre
Montparnasse y el Concorde que los une a ambos. Azafatas con traje sastre color
beige y labios hinchados de colágeno, stewards bronceados con rayos UVA, sillones
blancos, paredes acolchadas como en un hospital psiquiátrico, hombres de negocios
pegados al móvil, businesswomen que desenvainan su Palm Pilot: todo es tan
anticuado como el decorado de 2001, una odisea del espacio. 2001 fue hace dos
años: el sueño kubrickiano de los setenta no se ha hecho realidad. No viajamos a la
luna escuchando valses de Strauss; en vez de eso, los Boeing edifizan sobre un canto
de muecín.
Por la ventana del aeropuerto de Roissy veo de frente el avión supersónico. Tiene
el pico aún más puntiagudo que yo. Unos logos azul «Concorde» recuerdan que este
aparato es uno de nuestros grandes orgullos nacionales… en vías de extinción. El otro
día, un Concorde perdió el timón en pleno vuelo. Embarco en una cabina minúscula:
los VIP agachan la cabeza. Desde el crash de Gonesse, abundan los incidentes
técnicos: averías de los motores, erosión de las carlingas; los años setenta la están
palmando lentamente y a lo mejor yo me quedo ahí con ellos, en los años de mi
infancia olvidada. Por otra parte, el avión va casi vacío. Realmente hay que ser un
kamikaze como yo para subir a bordo de este pájaro de ala delta. Pero como mi
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valentía tiene un límite, voy por el quinto chupito de Absolut. Me derrumbo en mi
asiento, el 2D. Llueve y estoy borracho como una cuba en un Concorde parado.
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9:19 h
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que le diga?
—Adiós, mamá, te quiero. Besos a toda la familia —dice el moreno Kenneth
Cole.
—Pobre idiota —dice la rubia Ralph Lauren.
Pero él no era un pobre idiota. Se había sentado en la mesa. También se había
quitado la chaqueta. Le costaba mucho respirar. Estaba enamorado de aquella mujer.
No quería perderla. No quería que ella sufriera. Pensaba en su primer encuentro en la
oficina, en todos los cafés, todas las cervezas, todas las habitaciones de hotel. En su
piel suave y perfumada con body lotion. No era sólo el miedo lo que le aceleraba el
pulso; también tenía sentimientos. Y sentía que todo aquello había pasado, y que no
volvería. Poco a poco se daba cuenta de que su historia iba a terminar allí, en aquella
habitación con las paredes de color crema. Ella era una rubia preciosa y él la
imaginaba de niña, con las mejillas sonrosadas y el pelo al viento, una rubia de
cultivo biológico, corriendo con un vestido de flores por un prado, un campo de trigo
o de centeno, haciendo volar una cometa u otra chorrada por el estilo.
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HABÍA elegido el avión que se estrella siempre y el destino con más probabilidad de
atentados: lo normal es que hubiera estirado la pata en el acto.
Tomar un avión con destino a Nueva York, sea cual sea su velocidad, nunca será
lo mismo. Antes: sensación de ligereza, entusiasmo infantil, mezcla de atracción y
celos, cansancio fingido para disimular una excitación trepidante, admiración
ingenua, espíritu de empresa y el buen viejo tópico de «la energía eléctrica de la Gran
Manzana», enardecido por la letra de New York, New York («I’m gonna be a part of
it», «If I can make it there / I’ll make it anywhere»). Ahora: impresión de estar en una
serie B, terror paranoico, compasión almibarada, cara de hastío para ocultar un
canguelo ridículo, atención centuplicada a todo vecino sobre todo si tiene la tez mate,
vigilancia del menor detalle, sabor anticipado a fin del mundo, orgullo fuera de lugar
por haber sobrevivido cuando el avión aterriza.
Mi vómito había embozado el váter del Concorde, pero no vamos a hablar de eso,
porque esto es una novela púdica. Antes del aterrizaje, las azafatas nos repartieron las
fichas de cartón verde. Todos los aliens tienen que rellenar el cuestionario del US
Inmigration Service:
—¿Sufre trastornos mentales? SÍ NO
—¿Transporta drogas o armas? SÍ NO
—¿Es comunista? SÍ NO
—¿Solicita la entrada en Estados Unidos con la intención de dedicarse a
actividades criminales o inmorales? SÍ NO
—¿Está involucrado en actividades de espionaje, sabotaje, terrorismo o
genocidio? Entre 1933 y 1943, ¿tomó parte en persecuciones llevadas a cabo en
nombre de la Alemania nazi o de sus aliados? JA NEIN
—¿Ha solicitado ser exonerado de procesos judiciales a cambio de su testimonio?
SÍ NO
El colmo: no han incluido la pregunta «¿Tiene intención de escribir una novela
sobre el Once de Septiembre?».
Mi consejo: contestar a todo que no. Algo me dice que un SÍ acarrearía ciertas
complicaciones administrativas.
El US Department of Justice podría añadir unas cuantas preguntas:
—¿Es pedófdo? SÍ NO
—¿Forma parte de la familia Bin Laden? SÍ NO
—¿Se masturba regularmente mirando fotos de cadáveres descuartizados? SÍ NO
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—¿Fuma cigarrillos? SÍ NO
(si es mujer): ¿Tiene intención de chupársela al presidente de Estados Unidos
debajo del escritorio? SÍ NO
¿Les parece que he vuelto a pasarme? ¿Que tendría que conformarme con mi
estatus de niño mimado y cerrar el pico? Lo siento, estoy investigando la destrucción
de los años setenta. La utopía de esa década es el mundo en el que la mayoría de los
terráqueos se niegan a vivir. Tres horas para ir de París a Nueva York es lo mismo que
tarda el TGV para ir de París a Marsella. El Concorde es un AGV con el que no
adelantamos nada. Un delirio entre tantos otros, y no el más grave. Pero detrás del
Avión de Gran Velocidad se esconde una ideologia, simbolizada por la nariz
ganchuda del supersónico durante el aterrizaje, esa aguja que señala al suelo como
para dejar claro su desprecio por los que no van a bordo.
Hubo una utopía comunista, y se acabó en 1989. Hubo una utopía capitalista, y se
acabó en 2001.
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9:21 h
ESTOY harto de que me escueza la garganta. Esto apesta. Los ojos me arden y tengo
los pies supercalientes. Intento no llorar, pero las lágrimas me corren por la cara
aunque no quiera. David me ha explicado que papá está esperando a que se carguen
sus baterías antes de intervenir, cree que no hace nada todavía «porque no es fácil
conducir una Corvette pisando a fondo el acelerador y con una sola mano en el
volante por el borde del Gran Cañón mirando hacia atrás para ver la erupción
volcánica que se acerca mientras Cameron Diaz llega colgada de la escala de un
helicóptero y John Malkovich grita a pleno pulmón en un altavoz porque sólo quedan
diez segundos antes de que la bomba atómica colocada bajo el mar explote
provocando una ola gigantesca que inunde Nueva York donde sus hijos son rehenes
de un sosias del presidente de Estados Unidos en un búnker vigilado por dinosaurios
sanguinarios criados por una agencia gubernamental en el fondo de un pozo
termonuclear ultrasecreto». En otras palabras, David cree que papá es un Ultracolega
en fase de reactivación. Menudo payaso.
Yo estoy simplemente cagado y me muero de ganas de salir de aquí. Papá dice
que hay que hacerle caso a Anthony, y Anthony dice que hay que quedarse aquí y no
perder la cabeza y que los equipos de rescate nos van a sacar. Lo que me angustia es
que papá está todavía más cagado que yo. Mierda, me toca las pelotas que me sangre
la nariz, tengo que apretármela todo el rato, para eso me hace falta una mano y papá
me tiene cogido de la otra, y miramos la puerta, es de lo más creepy. Jeffrey reza en
hebreo y Tony en árabe, vaya multiculti. Pero lo más zumbado (aparte de David, que
cree que está en un videojuego) es la oración de Daddy.
—Oh Señor, sé que no te he hecho mucho caso en los últimos tiempos, pero
acuérdate de la parábola del hijo pródigo, es una parábola muy práctica, si la entiendo
bien quiere decir que los incrédulos y los traidores serán acogidos con los brazos
abiertos si vuelven a Ti, y eso es, esta mañana me siento superpródigo.
—¡Ah! ¿Ves? ¡Ya te dije que se iba a volver Superalgo! —grita David.
—Cállate de una vez, papá está rezando, eso es sagrado.
Los tres juntamos las manos y papá sigue con su oración.
—Señor, soy débil, he pecado y me arrepiento. Sí, me he divorciado, es culpa
mía, mi grandísima culpa. He dejado mi hogar, a mis dos hijos aquí presentes…
—No digas eso, papá… Para ya…
Me toca los huevos hasta un punto, shit, me echo a llorar sin querer, por mucho
que intente mirar fijamente una mancha en el suelo, es el diluvio. Joder, es hard. De
verdad que me gustaría estar en otro sitio. Me gustaría ser una puta mosca cojonera
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volando al otro lado de esta puerta. Si me hubieran dicho que un día tendría envidia
de una mosca… Pero en serio, es cool ser una mosca, una mosca vuela y no le sangra
la nariz, es libre y se las pira y no piensa. Haría bzzzz alrededor de las torres, miraría
con mis ojos de facetas a todos los imbéciles detrás de las Windows, bzzzz y ¡zas!, un
pequeño giro en picado y me largo sin más explicaciones. Sería genial.
—Oh, Señor, soy un cerdo egoísta que implora de rodillas Tu perdón…
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EN Nueva York soy libre, puedo ir a donde quiera, hacerme pasar por quien quiera:
soy el hombre global. No tengo raíces que me retengan, ni estoy encerrado en mi
minifama audiovisual. La notoriedad, como la pareja o la vejez, te vuelve previsible.
La libertad es estar solo, ser joven y desconocido. Nunca en toda mi vida he sido tan
libre: un individuo solitario en una ciudad extranjera con dinero en los bolsillos. ¿Y
qué gano con eso? Mi libertad está vacía. Como puedo hacerlo todo, no hago nada.
Empino el codo en la habitación del hotel mirando películas X con el volumen al
mínimo porque Myléne Farmer duerme en la habitación de al lado. Me deprimo en
bares de diseño. He llegado a un punto en que, cada vez que me preguntan qué tal,
cambio de tema y miro a otro lado para no echarme a llorar. «How are you?» es una
pregunta terrorífica. «Everything OK?» me parece una pregunta con trampa.
La última vez que mi novia me dejó no me lo tomé en serio, porque lo hace a
menudo. Pero presiento que esta vez sí que es la última. Esta vez no va a volver, y
tendré que aprender a vivir sin ella cuando mi idea era justo lo contrario: morir con
ella.
Yo la quería mal y ella ya no me quería; las mujeres suelen tomar la iniciativa; no
es cosa de sufrir en silencio.
—Eras mi más bella historia de amor.
—Me horrorizan las declaraciones en imperfecto.
He vivido con mujeres desde que dejé a mi madre. A partir de ahora tengo que
aprender a vivir solo, como mi padre. Me gustaría que mi vida sonara un poco más
complicada. Por desgracia, la vida resulta humillante a fuerza de ser simple: haces lo
que sea para huir de tus padres, y luego te conviertes en ellos.
La Bolsa cae en picado. El Dow está en… ¿7.000? ¿6.500? ¿Menos? El paro
aumenta. El municipio de Nueva York está en bancarrota (un déficit de 3,6 billones
de dólares). ¡Rápido, una guerra para reactivar la economía! Todas las cadenas de
televisión anuncian los bombardeos en Irak. Por su parte, todo los neoyorquinos
esperan un atentado con bomba atómica. En los colegios reparten a los niños
manuales de instrucciones que explican cómo poner cinta aislante debajo de las
puertas en caso de ataque químico. Muchas familias se han comprado kits de
supervivencia: linternas de bolsillo con pilas de repuesto, cuerdas, agua y pastillas de
Iosat (un medicamento que protege, dicen, de las radiaciones). La alerta amarilla se
ha convertido en alerta naranja. Y yo deambulo en busca de mi ombligo por las
callejuelas de la ciudad en peligro.
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Cada década inventa una nueva enfermedad. En los años ochenta: el sida. En los
años noventa: la esquizofrenia. En la década de 2000: la paranoia. Bastaría una sola
bomba humana en el metro de Times Square para provocar el pánico total. Sin
embargo, desde el Once de Septiembre no ha habido ningún atentado en Estados
Unidos. Eso debería tranquilizarlos. Pero no. Cada día que pasa sin que se produzca
un ataque aumentan las probabilidades de que se produzca un ataque. Alfred
Hitchcock no paraba de repetirlo: el Terror es matemático. Esta mañana, los
norteamericanos han arrestado a Khalid Sheik Mohamed, uno de los cerebros de Al-
Qaeda. Eso debería tranquilizarlos. Ni de coña: el gobierno espera represalias.
Es de locos que me sienta como en casa en la ciudad más amenazada del mundo.
El terrorismo es una constante espada de Damocles que traspasa los edificios. Aquí
estoy en mi elemento. De todos modos, sin ti no hay sitio donde se pueda vivir.
Cuando uno arrastra su propio apocalipsis, mejor estar en un sitio catastrófico.
¿Qué he venido a buscar? A mí mismo.
¿Me encontraré?
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9:23 h
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pero eran ellos los que me estaban salvando, porque no me dejaban tirar la toalla. Las
suelas de los zapatos se pegaban al suelo como si hubiera chicle por todas partes; de
hecho, creo que estaban empezando a derretirse.
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9:24 h
PARA mí, Nueva York era el wOOOO-wOOOO de las sirenas en contraste con el
uAAA-uAAA francés. Algo resplandeciente, ese no sé qué más que convence, que
acojona. Nueva York: la ciudad donde se hablan 80 lenguas. Las víctimas del
atentado eran de 62 nacionalidades.
Lo primero que hago al llegar: le pido al taxi que me lleve a Ground Zero.
—You mean the World Trade Center Site?
A los neoyorquinos no les gusta decir «Ground Zero». El conductor me lleva
hasta la parte más baja de la ciudad, al borde del mar, y me deja delante de una verja.
A las 9.24 h, Nueva York es una verja para poner fotos de desaparecidos, velas y
ramos marchitos. Una placa negra enumera los nombres de todos los «héroes» (las
víctimas). El término exacto sería más bien «mártires». Además, han colocado una
cruz sobre el monumento conmemorativo. Y eso que no todos los muertos eran
cristianos… Hay flores en el suelo, sobre la nieve. Hace mucho frío: quince grados
bajo cero. «Menos que cero»: un breve recuerdo a Bret Easton Ellis. Less than
Ground Zero. Entro en el One World Financial Center, el único edificio de la zona
que sigue en pie. Ningún registro, ningún control, podría ir forrado de dinamita. En el
Winter Garden, bajo una cúpula de cristal inspirada en el Crystal Palace de Londres,
me acerco al mirador que da directamente al agujero. Ground Zero: un cráter lleno de
bulldozers. Miles de obreros han empezado ya la reconstrucción. En la planta baja se
exponen los distintos proyectos arquitectónicos. Ha ganado el del estudio Daniel
Libeskind: la torre más alta del mundo, cuatro cristales en U en torno a una platea,
como piedras de cuarzo hechas pedazos. A nadie le entrarán ganas de volarla: ya ha
explotado. Una pena: me gustaba el proyecto de World Cultural Center del grupo
Think. La otra cara del World Financial Center da al mar, al viento, a la espuma y a
un Starbucks Coffee.
Me fijo en la presencia de muchas papeleras opacas. Aparentemente, la policía
francesa no ha informado a las autoridades locales del modus operandi de los
terroristas islámicos en París: bombonas de gas llenas de clavos en las papeleras y
cosas así… En Francia hace tiempo que nos acostumbramos a vivir con el miedo en
el cuerpo. Aquí hay polis por todas partes, con gafas negras y walkie-talkies, pero
siguen teniendo demasiada confianza en la humanidad. A 30 metros de Ground Zero,
el Pussycat Lounge (96 Greenwich Street) y sus criaturas desnudas demuestran que la
vida sigue. Un vodka con tónica más tarde paso por delante de la Federal Reserve,
que guarda 10.108.475 kilos de oro a 24 metros bajo tierra. Luego entro en la capilla
Saint Paul, milagrosamente intacta: data de 1764. Allí, una exposición rinde
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homenaje a los equipos de rescate: fotos de desaparecidos, cosas encontradas entre
los escombros y alineadas en las vitrinas, tubos de dentífrico, pañales para bebés,
vendas, bombones, un crucifijo, hojas de papel y cientos, miles de dibujos infantiles.
Me tapé la boca con la mano. Ya no me compadecía de mí mismo. En mitad de aquel
dolor tan amable había un cínico llorando.
Todavía más tarde, un poco más arriba, en otro club de striptease llamado
Carrousel Café, una bailarina en tanga me dice que el Ejército de Salvación iba al
club por hielo dos veces al día durante las dos semanas que siguieron al Once de
Septiembre, para servir bebidas frías en el Armory a los parientes de las víctimas y a
los equipos de rescate que trabajaban soportando el calor extremo del solar humeante.
—Cuando el club volvió a abrir una semana después del ataque, la mayoría de las
chicas no daban crédito a sus ojos: ¡se llenaba de obreros agotados que se
abalanzaban sobre las bebidas gratis y también sobre nosotras! Querían hablar.
Delante de la puerta había ambulancias y camiones de bomberos que no paraban de
ulular. Todo ardía, los chicos tenían que pensar en otra cosa. Recuerdo que cuando
recogía mi ropa, la encontraba cubierta de polvo blanco.
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9:25 h
EN los restaurantes suelen cocinar toda clase de alimentos, pero por lo general no
cocinan a la clientela. Aquí, la barbacoa somos nosotros. Papá ha vuelto con una cara
de dos metros de largo. Lourdes lo ha interrogado con la mirada, y él ha negado con
la cabeza.
—Anthony se ha quedado allí con Jeffrey —ha dicho, esperando que David y yo
no lo entendiéramos. No sé Dave, pero yo me entero de todo lo que pasa. Estamos
bloqueados en esta torre sin poder subir ni bajar. Y este calor espantoso. Tengo tanto,
tanto calor. No consigo pensar en otra cosa. Creo que soy demasiado joven para
morir. Tengo ganas de estudiar astronomía, de mirar las estrellas con mi telescopio,
de llegar a ser astronauta de la NASA para flotar por encima del planeta azul. En el
espacio hace más fresco.
Tengo superganas de mear, así que suelto la mano de papá, que está intentando
explicarle a David que él no es Batman.
—Si fueras Batman, dirías que no eres Batman —contesta David.
—¿Adónde vas? —me pregunta papá.
—A hacer pipí —contesto.
—Espera… No…
Demasiado tarde; corro por el pasillo lleno de humo y ¡plaf!, encuentro a
Anthony tumbado en el suelo y a Jeffrey de pie mirándose al espejo.
—¿Está muerto o qué?
—No, está dormido.
—¿Y tú qué haces?
—Estoy pensando.
—Bueno, voy a hacer pipí mientras piensas.
—Vale.
Pero no conseguía mear. Esperaba, pero no me venía. A veces me pasa cuando
hay gente delante. Jo, estaba quedando como un imbécil.
—Bueno, ¿te decides o no? —dijo Jeffrey.
—No puedo. Estoy atascado.
—Yo también estoy atascado. Estamos todos atascados.
Me subí la bragueta. Intenté poner cara de aquí no pasa nada, pero Jeffrey se dio
cuenta de que estaba llorando. Nos miramos de hito en hito. Jeffrey no paraba de
empezar frases que yo no entendía: «Hay demasiado… No tengo… Los hice venir a
todos… Qué vamos a hacer… No puedo…» Yo veía que tenía ganas de hablar y no
podía. Fue en ese momento cuando me meé en el pantalón.
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Cuando salí de los aseos, allí estaba papá con David en brazos y me puse
supercontento al verlo allí, sobre todo porque no me regañó para nada. Nos llevó
hasta la salida de emergencia. Le dije que Anthony estaba descansando y que Jeffrey
había bajado.
—¿Cómo que ha «bajado»?
—Ha dicho que iba a intentar una cosa por sus compañeros y se ha ido. Estaba
raro. Hablaba de bajar por la ventana. ¿Crees que se puede?
Papá parecía preocupado. Se dio cuenta de que me había hecho pipí en el
pantalón, pero no dijo nada. Menos mal, si no David se habría reído de mí como un
loco. Encima de haber sangrado por la nariz… No me habría dejado en paz.
—Hijos, tengo la impresión de que no vamos a volver a ver a Jeffrey.
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9:26 h
PIDO un vino blanco en Pastis, el restaurante de moda que ha abierto Keith McNally,
que ya era dueño de otro restaurante francés, Balthazar. Me parece un perfecto
decorado de brasserie francesa reconstruida en pleno «Meat Market», aunque
lamento que no haya más chicas en bañador. Le dije a mi amor que necesitaba ir solo
a Nueva York; y eso le dio la idea de dejarme definitivamente. Los demás creen que
mi vida es divertida, pero no lo es. Soy incapaz de construir. Me casé, me divorcié.
Tuve una hija, no la educo. Estoy enamorado, huyo a Nueva York. Soy minusválido,
y no soy el único. Vivo en tierra de nadie: ni PLAYBOY INTERNACIONAL ni
CASADO Y FELIZ DE ESTARLO. Soy indeciso, y a nadie le entran ganas de
compadecerme. Estoy jodido y no tengo derecho a protestar. Minusválido del
corazón: parece la canción de Enrico Macias, El mendigo del amor. Lo cual no quita
para que el número de treintañeros que conozco en la misma situación sea alucinante.
Lisiados del amor. Hombres adultos y vacunados que se comportan como chiquillos.
Hombres lisiados bajo sus elegantes apariencias. Sin memoria, sin proyectos. Quieren
parecerse a su padre pero a la vez, y sobre todo, no quieren parecerse a su padre. Su
padre se marchó y nunca lo han recuperado. No es un reproche: es culpa de la
sociedad. Los niños de 1968 son hombres sin modelo. Hombres sin modo de empleo.
Hombres sin gravedad. Hombres defectuosos. En pareja, se asfixian. Libres, se
deprimen. Hasta su psicoanalista está perdido: ya no sabe qué decirles. No tienen un
ejemplo a seguir. La desdicha de mi generación no tiene arreglo. He olvidado mi
infancia, y eso que sólo me gustan los principios. No me ocupo de mi hija, y eso que
me encantan los comienzos. Durante miles de años las cosas han sido distintas. Papá,
mamá y sus hijos en la misma casa. Hace sólo cuarenta años se decidió suprimir al
padre, ¿y queremos que todo siga como antes? Llevará miles de años que todo siga
como antes. Soy producto de esa desaparición del padre. Soy un daño colateral.
Una mañana, a las 9.26 h, me di cuenta de que ya no era capaz de querer a nadie,
salvo a mí mismo. El día era mi espejo. Por la mañana, pensaba en lo que iba a decir
en la tele. Por la tarde, lo decía, delante de las cámaras. Por la noche, me miraba
decirlo en la tele. A veces me miraba cuatro veces, porque había tres redifusiones. La
víspera me había estado mirando siete horas seguidas mientras montaban un
programa. Me pasaba el tiempo mirando mi propia cara en una pantalla a color, pero
eso no me bastaba. Llamaba a mis amigos antes de la emisión del programa para
recordarles la hora, y luego los volvía a llamar para comprobar que lo habían visto.
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Organizaba reuniones con la tele encendida para, como decía con fingida ironía,
«mirarme a coro».
Por ejemplo, está Verbier, el chalet de mi padre, en 1980. Una casa de hombres.
Me gustan nuestras vacaciones de esquí para tíos. Nos atracamos de fondue todas las
noches y no hay tías que se quejen del régimen. Preparo el fuego en la chimenea,
Charles esquía hasta que cae la noche, papá lee los periódicos norteamericanos. Y
todas las mañanas nos despierta a mi hermano y a mí haciéndonos cosquillas en los
pies que nos asoman del edredón de Ikea, para desquitarse por no haberlo hecho
durante nuestros quince primeros años.
O también, a los diez años, cuando empecé a llevar un diario de viaje en la playa
de Bali (Indonesia) entre dos combates acuáticos con mi hermano mayor, mientras
papá se ligaba tías bronceadas en el bar del hotel. No sabía que ya no dejaría de
apuntar mi vida sobre el papel. Ese cuadernito verde: un engranaje que me sigue
machacando.
Nací con el culo orlado de cucharillas de plata. Me gustaría poder contarles una
infancia dolorosa de artista maldito. Envidio a Cosette: nunca he vivido nada
patético. Es patético ser tan poco patético.
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No fui un hijo deseado. Nací diecisiete meses después de mi hermano mayor; soy
un caso, bastante corriente en aquella época, de segundo embarazo no programado. El
niño que llega con adelanto. No es una exclusiva: la píldora todavía no era legal en
1965, y la mayoría de los hijos llegaban sin ser especialmente deseados. Pero dos
niños arman más jaleo que uno solo. Me veo obligado a admitir que, de haber estado
en su lugar, habría hecho lo mismo que mi padre: ¡salir cagando leches! Por otra
parte, es exactamente lo que hice treinta y tres años más tarde.
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9:27 h
LO bueno con Candace era su lado «hasbian»: una ex lesbiana conoce mejor su
cuerpo y sabe exactamente dónde hay que tocarla para que se corra. Las mujeres que
no se han acostado con otra mujer no son tan buenas en la cama, lo mismo que los
hombres que no son bi. ¿Por qué pienso en historias de sexo en vez de pensar en
salvar el pellejo? Porque es una manera de salvarnos. Mientras sea un obseso, seré.
Cuando piense en otra cosa, habré dejado de ser. Jerry me mira como mira la vida en
general: con una benevolencia que, no obstante, los hechos desmienten. ¿Es eso el
amor? ¿Una bondad que nada justifica?
—¿Qué vamos a hacer, papá?
—No lo sé. Esperamos aquí, bajar no sirve de nada.
—De un momento a otro —dice Lourdes— van a descolgar en la azotea a los
equipos de rescate. Echarán la puerta abajo y seremos los primeros en salir.
—¿Tú crees? A lo mejor hay demasiado humo para los helicópteros…
—No necesitan aterrizar con los «choppers», basta con que suelten un cable para
que bajen unos cuantos policías y bomberos con el material necesario, para eso están,
ya tienen experiencia en este tipo de misiones…
Lourdes ha recobrado la esperanza, eso es lo principal. Más vale que haya
siempre uno de nosotros dando muestras de convicción en este reducto
claustrofóbico. La esperanza es como un testigo, una botella de oxígeno que nos
vamos pasando.
—¿Van a saltar a la azotea vestidos de negro y con pasa-montañas y todo eso? —
pregunta Jerry.
—Pues claro, no se van a disfrazar de Mickey, Goofy y Donald —dice David.
—Un buen equipo, con un soplete, te abre esta puerta en menos de tres minutos
aunque la cerradura esté reventada.
—A lo mejor saben conectarse al sistema de bloqueo electrónico. Como Tom
Cruise en Misión imposible.
—¡Genial! ¡Colgado de un cable, cabeza abajo! ¡Mola!
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9:28 h
LAS catástrofes son útiles: dan ganas de vivir. Nueva York en la primera década del
siglo XXI es como París en los años veinte, tras la masacre de 1914-1918. Bautizaron
los años locos con champán, y los norteamericanos venían a París a alucinar. Ahora,
después del Once de Septiembre, los años locos son neoyorquinos y son los franceses
los que van allí a que les insulten. Por mi parte, me hago el español para estar
tranquilo:
—¡Olé! ¡Está magnífico! ¡Muy muy caliente! ¡Sí sí sí señorita!
Los neoyorquinos groggies me toman por aliado. La Gran Manzana es un fruto
prohibido que todas las Evas del mundo muerden con sus blancos dientes. Los
aviones han edificado un enorme burdel. ¿Soy exageradamente optimista? La ciudad
sigue en duelo; quizás por eso todo el mundo se viste de negro. Sólo unos cuantos
resistentes olvidan sus penas en las fiestas y viven como si nada hubiera cambiado.
Pero todo ha cambiado, lo voy a notar enseguida. El problema es que sólo me trato
con recalcitrantes.
Por ejemplo, en el bar Idlewild del Lower East Side, chicas y chicos van con el
torso desnudo a las 9.28 p. m. Las chicas llevan flores pintadas en los pechos. Esta
tendencia se llama «swinging lite»: intercambio ligero. Todo el mundo se acaricia, se
abraza, se roza, pero no hay penetración. Se organizan muchas veladas de este estilo:
la Cake es la más famosa.
—¡No es una orgía! —dice la dueña del establecimiento—. Sólo una velada sexy.
A menudo una pareja desaparece con alguien de sexo indiferente, y no hay
manera de dar con ellos durante dos días… Pero también hay muchos hombres a los
que les gusta ver a su mujer besando en la boca a una amiga, y ahí se queda la cosa.
Para asistir a estas veladas: www.cake-nyc.com; también está
www.onelegupnyc.com, que es más hard (por ejemplo, la contraseña de su última
fiesta era «Eat me»). Entrada: 50 $ la pareja, 15 $ la mujer sin acompañante.
Atención: las veladas acaban temprano porque todo el mundo se las pira bastante
deprisa para follar en otro sitio. El objetivo de estas nuevas fiestas: superar la
fidelidad, salir de la pareja, inventar formas distintas de amarse sin sacrificar el
deseo.
Nueva York es el único lugar del mundo donde te sigues encontrando a esta rara
especie: chicas con sandalias en pleno invierno que beben cócteles de color rosa en
vasos triangulares contoneándose con Craig David. Receta del Cosmopolitan:
Absolut Citrón, Cointreau, zumo de arándano y lima en un vaso de Martini. Bebida
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traicionera que me recuerda los «Tonios» de Irún cuando era joven (ginebra, vodka,
granadina, zumo de naranja): primeros pedos de siniestro recuerdo, mezclas
azucaradas en las venas. Pido una copa, o cinco. Bin Laden les tiene manía a estas
chicas. Pero yo sólo deseo lo mejor para esas tetas duras debajo de esos tops
demasiado ajustados. El alcohol es como el amor: qué bueno es al principio… Y en
ese momento tuve una revelación. Ahora mismo, el PLAYBOY INTERNACIONAL
es una mujer. Bridget Jones, o Carrie Bradshaw, la heroína de Sexo en Nueva York.
¡Es a ellas a quienes temen los islamistas, y anda que no los entiendo! A mí también
me joden vivo con su artillería pesada: la mascarilla, el gloss, los perfumes orientales,
la lencería sedosa. Ellas me han declarado la guerra. Me asustan porque algo me dice
que no conseguiré seducirlas a todas. Siempre aparece una nueva con tacones de
aguja más altos que la anterior. Una tarea interminable. Incluso si estrellaran un
charter todas las noches en esta ciudad, no conseguirían contener la marea de bellezas
peligrosas, el imperialismo sexual de guarras suntuosas con «I ESCAPED THE
BETTY FORD CLINIC» escrito en la camiseta, la fuerza de esos escotes
devastadores y de esas pestañas que baten como locas cuando te sueltan:
—You’re not on my «to-do» list. Déjame en paz, tío. Esta noche la que caza soy
yo. Scram! Beat it!
—Un café y un taxi, por favor. (Si crees que me importan tus tetas y tus
piernecitas… Erección aparte, nada de nada. Así que te puedes meter las sandalias
donde te quepan. No ha sido nada.)
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9:29 h
HACÍA tres cuatros de hora que teníamos un avión bajo los pies cuando Jerry dijo
que le gustaría ser una mosca.
—¡Qué chorrada! —saltó David—. ¿Es que nunca has visto a una mosca en una
ventana? Da vueltas como una imbécil y no encuentra la salida.
—Tiene razón, Jerry. No te hace falta convertirte en mosca. Ya eres una, y yo
también. Y Dave es un mosquito. ¡Venga, vamos a hacer bzzz bzzz contra las
Windows!
Y empiezo a zumbar como una avispa, de pie, correteando en todas direcciones.
Cara consternada de Lourdes. Cara desconcertada de Jerry. Y luego, por fin, la
recompensa: la risa de David, que enrolla la servilleta blanca y hace como si tuviera
unas pequeñas antenas en la frente. Lourdes aplaude, Jerry se une a nosotros y
zumbamos a coro, chocando contra las paredes. Anthony eligió bien el sitio. Esta
habitación está relativamente aislada del resto de la torre, mientras mantengamos las
rendijas tapadas. Lourdes pega la oreja a la puerta de salida a la azotea. De vez en
cuando nos manda callar, para saber si un helicóptero deja caer a los equipos de
rescate. Pero lo único que oímos es el crujido de las vigas de acero derritiéndose, los
llantos de los quemados y el murmullo sordo y opresivo del incendio. Entonces
David, el mosquito, vuelve a soltar un bzzz, pica a su hermano con el dedo y la ronda
empieza de nuevo.
Y así pasamos otro minuto.
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9:30 h
Bajando por Madison Avenue, veo a una chica con una cruz negra dibujada en la
frente. Y luego a otra. Y luego a dos banqueros con la misma cruz. Me pregunto si
tengo alucinaciones. Pero no he bebido nada en el desayuno. Y ya veo docenas, niños
y adultos, ejecutivos y ayudantes de dirección, todos paseándose con una cruz tiznada
en la frente. Me digo que tiene que haber un chalado a pocas manzanas que los
engatusa y les frota la frente con pintura negra sin que ellos se den cuenta. La acera
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está llena de gente con una cruz en la frente. Remonto la corriente de cruzados
urbanos y entonces lo entiendo: salen de la catedral de Saint Patrick. Hoy es
Miércoles de Ceniza. Hay una fila de varias manzanas esperando pacientemente a que
le impongan la ceniza sagrada en la frente. Con eso te puedes hacer una idea del
ambiente en la capital del mundo. Trabajadores de todos los pelajes dispuestos a
sacrificar la hora del almuerzo para que un sacerdote les dibuje una cruz en la frente
con hollín. Nunca he visto algo así en Francia.
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9:31 h
—¡No, David, no soy Superman! ¡Ya me gustaría! ¡Si crees que me alegro de ser
sólo yo!
Negación típica. Los seres dotados de superpoderes siempre se hacen pasar por
débiles humanos para conservar la libertad de movimientos y la autonomía de acción.
Huele mucho a chocolate. Nam.
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de control, delante de los sillones abandonados. Las alarmas aullaban inútilmente. Si
Dios existe realmente, me pregunto qué coño estaba haciendo ese día.
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9:32 h
Muchos neoyorquinos me han asegurado que ya no les gusta el cielo azul sobre la
ciudad. El buen tiempo ya no es sinónimo de serenidad. A modo de guiño a Hunter S.
Thompson, podría haber titulado este libro «New York Paranoia». El Departamento
de Seguridad Interior aconseja al público que compre rollos de plástico transparente y
cinta adhesiva para obstruir las entradas de aire en caso de ataque químico o
biológico.
Hoy prosigo mi visita subiendo a lo largo del río Hudson hasta un gigantesco
portaaviones amarrado al Pier 86: El Intrépido. El 25 de noviembre de 1944 fue
atacado por dos aviones kamikazes japoneses. Después lo transformaron en «Museo
del Aire, el Mar y el Espacio». En realidad, se trata de un lugar emblemático de la
propaganda militar-nacionalista norteamericana. Leo en la pared de entrada la divisa
de la US Air Force: «Aim high» (Apunta alto). Se proyectan algunas películas a
mayor gloria de la US Army para un público bastante escaso: críos chupeteando
helados y unos cuantos japoneses dubitativos. El motivo de mi visita: en el vientre del
portaaviones se expone, protegido por un cristal, un pedazo del fuselaje del American
Airlines 11. Me acerco a la reliquia con timidez. La presentación es muy solemne. En
un cubo de plexiglás, sobre un fondo de polvo gris recogido en Ground Zero, se han
dispuesto con el mayor cuidado algunos objetos destruidos: un ordenador portátil
despachurrado, hojas perforadas manchadas de sangre seca. Y, en el centro de la
vitrina, una placa de acero calcinada, que mide en torno a un metro cuadrado: estoy
delante de lo que queda del Boeing que se empotró debajo del Windows on the
World. Es un trozo de metal retorcido, rayado, quemado. En el centro del aluminio
fundido hay un agujero oval: la ventanilla. Los visitantes se quedan ensimismados
delante de esta ventana sobre las cenizas. Window on the dust. Me inclino, estoy a
pocos centímetros del vuelo 11, si no fuera por el cristal podría tocar el primer avión
del Once de Septiembre.
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Nunca he estado tan cerca de un baño de sangre.
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9:33 h
Volver a comer los pasteles de manzana de mamá, cuyo aroma subía las escaleras
y me despertaba en la cama. Íbamos en coche, una cajita de metal bajo las estrellas, y
sobre nosotros se extendía un cielo anaranjado como un fuego de chimenea. Solíamos
hacer largos viajes por Texas, el estado más grande de Estados Unidos, con papá
conduciendo y mamá durmiendo y nosotros roncando también en el asiento trasero,
excepto yo. Yo fingía dormir. Escuchaba aquellos grandes cartuchos de música, ¿se
acuerdan? Eran como casetes del tamaño de un libro de bolsillo. Se podía saltar de
una canción a otra, papá escuchaba «Drive my car» del álbum Rubber Soul de los
Beatles y yo tarareaba mentalmente «bee-beep, bee-beep, yeah!» O L. A. Woman de
los Doors, que empieza con ese blues infernal que se llama «The Changeling». Con
los ojos cerrados, meneaba la cabeza siguiendo el ritmo y tenía miedo de que papá se
durmiera al volante, por eso gritaba para mis adentros ¡despierta, papá!
—¡Despierta, papá! ¡Despierta, papá!
Reconozco la voz de mi hijo.
—¿Eh? ¿He dormido mucho rato?
Lourdes me explica que he tenido un momento de ausencia, un breve
desvanecimiento. Los niños están embotados y congestionados, como yo. Las
emanaciones tóxicas nos deben de estar haciendo polvo sin que nos demos cuenta.
Me gustaría dormirme otra vez, volver a mi sueño de infancia en familia. Empiezo a
aferrarme a los míos como a un bote neumático durante una tempestad. Lourdes
comienza a hablar; le toca a ella. Dice que no ha podido tener hijos, que por eso
quiere ayudar a Jerry y a David, que en el restaurante no la necesitan, que tenemos
que estar tranquilos, que vamos a salir de ésta, que sólo hay que esperar, y me da la
impresión de que se lo cree a pies juntillas. Consigue encontrar cobertura para el
móvil y llamar a su hermano, que está enfermo de preocupación. Repite lo que yo le
he dicho a Mary: que avise a los equipos de rescate, que estamos cerca de la azotea,
que estamos bien pero que cada vez hay más humo, que no sabemos muy bien
adónde ir… No lo tranquiliza.
Esta mujer es una santa. Todos los días nos cruzamos con ángeles sin saberlo.
Busca en su bolsillo, saca un paquete de chicles y nos los reparte en silencio. Nos los
metemos en la boca como si fueran hostias. Y luego los niños empiezan a jugar con
ella otra vez.
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Yo me separé deliberadamente de la carne de mi carne. Estos dos granujillas me
pesaban, y los abandoné. No puedo evitar pensar que todos los hombres que están
más de tres años con la misma mujer son unos cobardes o unos mentirosos. Quería
mandar al cuerno el esquema burgués de la familia: un padre no debe abandonar a la
madre de sus hijos, aunque ame a otra mujer. Si lo hace es un cabrón, un gilipollas sin
sentido de la responsabilidad. El «sentido de la responsabilidad» consiste en engañar
a tu mujer sin que lo sepa. No estoy de acuerdo. La verdadera responsabilidad es que
los hijos vean la verdad, no un simulacro artificial, trucado. La llamada sociedad
liberada y cool de hoy en día impone como modelo un amor de cartón piedra. Los
sixties fueron un «paréntesis mágico». Yo quería decirles a mis dos hijos que nunca
hay que quedarse cuando ya no se está enamorado, que sólo hay que serle fiel al amor
y mandar a freír espárragos a la sociedad cuantas veces mejor. Quería decirles que el
amor de un padre por sus hijos es indestructible y no tiene nada que ver con el de su
papá por su mamá. Quería decirles lo que mi padre no me dijo nunca porque el suyo
no se lo dijo nunca: os quiero. Os quiero pero soy libre. Os quiero pero que le den por
culo a la religión cristiana. Sois los únicos seres a los que voy a querer más de tres
años.
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9:34 h
A las 9.34 h, en Cantor Fitzgerald, los empleados se metieron de cabeza debajo de sus
escritorios de metal para carbonizarse cada cual en su rincón. No se sabe si las 50
personas reunidas en la «conference room» rezaron, pero en sus móviles dijeron
mucho la palabra «God». En el piso 92, en Carr Futures, el agua les llegaba a las
rodillas. Dos docenas de brokers se asfixiaron en plena reunión, amontonados junto a
la puerta como en una cámara de gas. En el piso 95, el ala izquierda del avión
destrozó el techo, las paredes, las ventanas, el mostrador de información e incluso el
mármol de la recepción. No había más que oscuridad total, sangre corriendo y olor a
pelo quemado, silencio y cuerpos inanimados. En la torre Sur, en Keefe, Bruyette &
Woods, los del departamento de Investment Banking bajaron y sobrevivieron; los
traders no. Porque no querían perderse la apertura de los mercados.
Nieva sobre la ciudad. En las aceras se acumula una capa de polvo blanco caída
del cielo como el Once, pero esta vez natural. Desde la plataforma de observación del
Empire State Building la ciudad parece cubierta por una sábana blanca, como los
sofás de una casa de campo vacía. Pero se oyen las sirenas de la policía, el murmullo
y la vibración urbanos. Pocos turistas se han aventurado hasta aquí esta mañana; el
viento helado barre los copos, que escuecen en los ojos. De un altavoz llega una
canción de Ella Fitzgerald: «In my solituuuude, you hauuuunt me.» La vista es opaca,
pero insistiendo consigo ver la piedra y el agua, e incluso las olas en la superficie del
East River, arrugas redondeadas en el blanco oscuro. Sobre mi cabeza, la aguja del
Empire State, concebida para amarrar globos dirigibles, se parece a la flecha de la
torre Eiffel, que los norteamericanos querían sobrepasar desde 1899, y que la del
Empire sobrepasó en 1931. Rodeo la terraza: tras el muro de nieve veo humear las
chimeneas, como si Nueva York fuera una forja rugiente, una fábrica de diez millones
de obreros. Diferentes estratos de gris se superponen bajo la capa blanca como azúcar
escarchado y luego, de pronto, hay una mancha naranja: las obras que rodean un
edificio en construcción; o dorada: la cúpula de un edificio; o plateada: el Chrysler a
lo lejos, nácar sobre algodón. Una pareja de enamorados me pide que les haga una
foto. Los odio. Su despreocupación me parece una bofetada tan desagradable como el
aire frío. Me entran ganas de coger a la chica por el cuello de pieles y sacudirla:
—Aprovecha. Un día se irá de putas con sus amigos y tú lo engañarás con un
compañero de oficina en un hotel. Terminarás dejándolo y, entonces, ¿quién se
quedará con la foto que os voy a hacer? Nadie. Es tirar película, va a acabar en una
caja de zapatos en el fondo de un armario.
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Aspiro a la copa del campeonato del mundo de acritud. Pero no digo nada, claro,
y los inmortalizo en un beso helado. Me vuelvo hacia el sur y compruebo la asusencia
de las dos torres. El Empire State Building puede estar contento: vuelve a ser la cima
de la ciudad. Dos edificios le robaron la supremacía durante unos treinta años, pero se
acabó: los seventies han muerto. El Empire State vuelve a ser el amo, con sus 381
metros. Los cambios de luz transforman constantemente el paisaje. Al norte, el Pan
Am Building ya no se llama así: MetLife, escribo tu nombre. Igual que el RCA
Building, que ahora se llama GE Building. Las tres cosas que modifican la skyline
son las nubes, los atentados y los cambios de marca.
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9:35 h
LA guerra del aire: sacar aunque sea la parte superior del cuerpo por la ventana,
escapar del horno, los pulmones mandan. Jeffrey ayuda a sus compañeros del Risk
Water Group a encontrar bolsas de oxígeno en el Windows on the World. De pie en la
barra del bar. En el congelador de la cocina. A través de las ventanas de la cara norte.
El incendio causa estragos. Otros ejecutivos de la firma han conseguido hablar por
teléfono con el Fire Department, que les ha repetido las instrucciones: «No se
muevan, vamos a sacarles.» Como si pudiéramos movernos. Jeffrey busca agua pero
de los grifos ya no sale, así que derrama agua de una maceta colgada del techo para
humedecer las servilletas de su grupo. Arranca las cortinas rojas para taponar, o por
lo menos filtrar el humo. Agita manteles por la ventana, donde la gente se arracima
pidiendo ayuda. Jeffrey ya no tiene miedo. Se ha convertido en un héroe. Vuelca
mesas sobre un charco de agua para que sus amigos puedan pasar por el pasillo sin
electrocutarse con los cables desnudos sumergidos en el charco.
La verdad es que lo intenta todo antes de probar suerte. Quería poner en práctica
su idea, y además puede que estuviera harto de ver morir gente a la que quería sin
poder hacer nada para salvarlos. Agarra los cuatro extremos de la cortina (dos en cada
mano) y se arroja al vacío. Al principio, la tela se hincha como un paracaídas. Sus
compañeros lo animan. Él ve sus caras aterrorizadas. La velocidad aumenta. Sus
brazos tienen que soportar un peso excesivo y la cortina se retuerce. Sin embargo ha
hecho parapente en Aspen, sabe utilizar los vientos ascendentes. Pero cae como una
piedra. Me habría gustado contarles que lo consiguió, pero me habrían reprochado lo
mismo que a Spielberg cuando hizo salir agua de las duchas en las cámaras de gas.
Jeffrey no aterrizó con elegancia y de puntillas. En pocos segundos, su pobre trocito
de trapo se convirtió en un cordón vertical. Jeffrey explotó literalmente en la plaza,
matando a un bombero y a la mujer quemada que estaba evacuando. La mujer de
Jeffrey se enteró de su muerte por su novio. Es decir, que se enteró a la vez de su
bisexualidad y de su fallecimiento. Si quería contar bonitas aventuras, no he elegido
bien el tema.
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9:36 h
EN 13’99 euros, que se publicó en Francia en agosto de 2000, utilicé una metáfora
para describir la revolución entrista: «No puedes desviar el rumbo de un avión sin
estar dentro.» Octave Parango estaba convencido de que podía cambiar las cosas
desde dentro. Luego, al final de la novela, se daba cuenta de que no había nadie que
pilotara el avión. Tras ser nombrado director de su agencia, descubría que no había
modo de introducir la revolución en un sistema autónomo, una organización que
carece de líder, dirección o sentido. ¿La sociedad capitalista publicitaria triunfante y
globalizada? Una ávida maquinaria que gira en el vacío. (La metáfora del avión sin
piloto la tomé prestada de una comedia norteamericana, Aterriza como puedas.) El 11
de septiembre de 2001, esta imagen se me impuso con todo el peso atroz de su
significado. Hay que subir al avión para desviarlo. Pero y si el avión se suicida? Nos
convertimos en una bola de fuego y no adelantamos mucho. Si subimos, quizás
tengamos la esperanza de hacerlo cambiar de rumbo, pero ¿y si es sólo para
estrellarlo contra un edificio? La única revolución posible está fuera de este sistema
que se autodestruye. Nunca hay que subir al avión. Aceptar este mundo, participar en
la publicidad o en los medios de comunicación es tener la certeza de ir a morir en una
gigantesca explosión retransmitida en directo por la CNN. Actualmente, el entrismo
se ha convertido en automutilación. La verdadera revolución es la desaparición. Lo
esencial es no participar. Ya es hora de optar por la deserción activa en lugar de por la
resistencia pasiva.
El boicot en vez de la okupación.
Así que deja de culpar a los demás y al mundo. Ya es hora de que asuma mi papel
de Zola de los ricos y escriba un «Yo me acuso».
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Me acuso de pereza orgullosa.
Me acuso de escribir autobiografías púdicas.
Me acuso de no ser el Hervé Guibert hetero.
Me acuso de caer en lo fácil a las 9.36 h.
Me acuso de no ser capaz de mucho más que de lo fácil.
Me acuso de ser el único responsable de mi neurastenia.
Me acuso de mi total falta de valentía.
Me acuso de abandono de niños.
Me acuso de no hacer nada para cambiar lo que no funciona en mi hogar.
Me acuso de adorar todo lo que critico, sobre todo el dinero y la notoriedad.
Me acuso de no ver más allá de mis narices.
Me acuso de autosatisfacción disfrazada de autodenigración.
Me acuso de no saber amar.
Me acuso de no buscar otra cosa que la aprobación de las mujeres, sin interesarme
jamás por sus problemas.
Me acuso de estética sin ética.
Me acuso de paja intelectual (y física).
Me acuso de onanismo mental (y físico).
Me acuso de imputar a mi generación mis propios defectos.
Me acuso de confundir desamor y superficialidad (no hay desamor cuando eres
incapaz de amar).
Me acuso de buscar la mujer perfecta aun sabiendo que la perfección no existe,
para estar siempre insatisfecho y poder regodearme en un cómodo gimoteo de
quejica.
Me acuso de racismo contra los feos.
Me acuso de que todo, salvo yo, me importa tres leches.
Me acuso de acusar a los demás porque los envidio.
Me acuso de aspirar a lo mejor pero de conformarme con poco.
Me acuso de no tener nada en común con la ciudad de Nueva York salvo el
individualismo y la megalomanía.
Me acuso de quemar todas mis naves, de huir de mi pasado, es decir, de mí
mismo, y de no tener amigos.
Me acuso de flagrante estancamiento y de paternidad desmañada.
Me acuso de irresponsabilidad crónica, es decir, de cobardía ontológica.
Me acuso de lavar mis trapos sucios en público desde 1990.
Me acuso de no dejar tras de mí más que un campo de ruinas.
Me acuso de sentirme atraído por las ruinas, por aquello de que «cada oveja con
su pareja».
Y ahora, el veredicto:
Me condeno a la soledad perpetua.
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9:37 h
LO malo es que en este local no hay cabina telefónica. Clark Kent no puede
convertirse en Superman sin una cabina telefónica para cambiar de trapos. ¡Papá no
se va a desnudar delante de Lourdes, digo yo! Bueno, a Jerry y a mí nos da igual
verle el pito, no será la primera vez. Pero ¿cómo quieren que se transforme si no
puede vestirse? Es una chorrada, pero ya podían haberlo pensado antes. Y Jerry que
se ha hecho pipí en los calzoncillos, ¡qué tío! ¡Y piensa que no me he dado cuenta!
¿Te crees que soy tonto o qué? No digo nada para no distraer a papá de su
metaglucidación protónica. Hace un momento creí que se iba a cambiar en los aseos,
pero no lo ha hecho; yo creo que es para que no sepamos que tiene superpoderes.
Bueno, vale: los superhéroes casi nunca tienen hijos, así que él tiene que andar
disimulando todo el tiempo, seguro que es muy duro para él. ¿Qué va a hacer cuando
esté operativo? Muy buena pregunta, gracias por hacerla. Pues empezará por derretir
la puerta blindada con los lásers que le saldrán de los ojos. Luego irá a la azotea y
levantará la torre por los aires con su ultrafuerza y la meterá en el río Hudson para
apagar las llamas. Hará PSCHHHH, como cuando mi madre pone la sartén debajo del
grifo después de hacer palomitas. Luego colocará otra vez la torre en su sitio y hará lo
mismo con la de al lado. O si es demasiado peligroso para la gente y no quiere
hacerles chichones, hará lo contrario: aspirará cien mil millones de toneladas de agua
de mar y las escupirá sobre las Twin Towers. Las dos cosas valen. Si no, también
puede hacer un tobogán gigante arrancando la cubierta de un andamiaje, hay
montones por aquí, y que la gente se deslice hasta abajo. O estirar su cuerpo elástico
para hacer una pasarela entre las torres, o (pero sólo como último recurso, si lo demás
no ha funcionado) hacer girar el planeta Tierra en sentido contrario para retroceder
dos horas en el tiempo, así no ha pasado nada y basta con decirle a la gente que no
vaya a la oficina, cómo mola. Eso es lo que va a hacer mi padre cuando recupere sus
hipercapacidades translacionales.
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9:38 h
LA gran preocupación de Estados Unidos es que son los amos del mundo y a la vez
ya no son dueños de nada. He leído en algún sitio que David Emil, el director de
Windows on the World, lleva siempre en la cartera, desde aquel día, un poema de W.
H. Auden.
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está hablando con su amiga Nikki, qué bien huelen… (¿Giorgio de Beverly Hills?)
Los billetes de 20 vuelan en la dulce suavidad de la ciudad convaleciente. Los
norteamericanos pagan por sentirse frustrados. Les parece bien que no todos los
sueños se hagan realidad. En Norteamérica, los sueños no se hacen realidad porque
los norteamericanos quieran que se hagan realidad, sino porque los sueñan. Los
sueñan sin preocuparse por las consecuencias. Para que un sueño se haga realidad,
hay que empezar por soñarlo. ¡Venga, chicas con minishorts de lycra, chicas con
sujetador púrpura, chicas con el pelo de color caoba, chicas con botines de cordones,
chicas con los dientes blanqueados, chicas con pechos exagerados, chicas que se
saben de memoria la letra de J-Lo («Don’t get fooled by the rocks that I got / I’m still
I’m still Jenny from the block / Used to have a little now I have a lot / No matter
where I go I know where I came from»), chicas con tacones de aguja de color rosa,
chicas con blusas abiertas sobre sujetadores negros, chicas con la barriguita al aire,
chicas con joyas en el ombligo, chicas con una florecita tatuada encima de la raja del
culo, una especie de abundancia, lluvia renovada de chicas frescas, salid corriendo!
Nada de chicas fáciles. Si me besarais o me dierais vuestro teléfono, perderíais
vuestro dominio sobre mí.
Esa misma noche, más tarde, se me ocurre pedir una escort-girl en el Mercer
(tecleando www.new-york-escorts.com o www.manhattangirls.net en el ordenador de
mi habitación), aunque no me decido, porque las fotos son engañosas: nunca sabes si
te va a tocar una bonita o una fea. Pero no estoy lo bastante pedo como para tirarme a
una fea. ¿O es que estoy demasiado enamorado?
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Estoy vacío, quiero reventarme el coco, follar como una bestia y leer libros menos
buenos que los míos. Todo para olvidar que no tengo ningún pasado y que sueno a
hueco.
A los cinco años, cuando mis padres se divorciaron, me sangraba tan a menudo la
nariz que los médicos pensaron que tenía leucemia. Yo, simplemente, me alegré de
perderme las clases durante meses.
¿Por qué todos queremos ser artistas? No hago otra cosa que conocer a gente de
mi edad que escribe, toca un instrumento, canta, rueda una película, pinta, compone.
¿Buscan la belleza o la verdad? Pura excusa. Sólo quieren ser famosos. Queremos ser
famosos porque queremos ser amados. Queremos ser amados porque estamos
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heridos. Queremos tener sentido. Servir para algo. Decir algo. Dejar huella. No morir.
Compensar la falta de significado. Queremos dejar de ser absurdos. Hacer hijos ya no
nos basta. Queremos ser más interesantes que el vecino. Y él también quiere salir por
la tele. Es la gran novedad: nuestro vecino también quiere ser más interesante que
nosotros. Todo el mundo tiene envidia de todo el mundo desde que el Arte se ha
vuelto totalmente narcisista.
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9:41 h
Yo creía que tener hijos era la mejor manera de vencer a la muerte. Pues no. Uno
puede morir con ellos, y es como si ninguno de nosotros hubiera existido.
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escritor me cuenta su encuentro con William Burroughs en La Coupole. Un tipo
siniestro, como todos los drogatas.
—Mató a su mujer —dice, mirando a la suya—. Pero la llevó a México para
matarla.
—Si me llevas a México, desconfiaré —replica ella sonriendo.
Les digo que hay un bar nuevo en el Soho que se llama Naked Lunch. El gran
escritor bromea:
—¿Y hay que comer en pelotas?
Acaban de traducir su última novela, con el título Repetition. Luego el gran
escritor me cuenta que me van a publicar en Estados Unidos y que pronto lo
celebraremos cenando con su amigo Edmund White. Un acercamiento entre mis
orígenes y yo. Vuelvo al país de mi abuela. No he conseguido librarme de mis raíces,
mi historia, mi sangre. Un hombre no tan global, anclado en algún sitio a su pesar.
—¿Por qué venir a Nueva York para escribir sobre él? —me pregunta el gran
escritor acariciándose la barba blanca—. Yo, cuando escribo una novela que se
desarrolla en Berlín, no voy a Berlín a escribirla.
—Es que yo escribo novelas a la antigua. ¡Dejo la novedad para los jóvenes como
usted!
Un poco más tarde, en el Thom’s Bar, calentito gracias al fuego de la chimenea y
a una frozen margarita, pienso en pedirle a mi novia que se case conmigo para que
este libro acabe bien. Ya ves, me gustaría que fuésemos libres y guapísimos durante
cincuenta años, como los Robbe-Grillet.
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Al pasar por las oficinas del Windows, encuentro un iBook conectado a Internet.
Aprovecho para escribirle un e-mail a Candace a toda pastilla, sin releer ni corregir
los errores de tecleo. «Canda, me has engañado porque no te parezaco lo abstante
serio. So what? Eso no importat, tu cuerpo no es mío. Sólo nos pertenece nuestra
soledad, y tú has aliviado la mía con tu alegróa, tus labios rosados, tu risteza, tu sexo
afetado. Me daba miedo decir “Te Quiero”. Soy un pobre imébicil por haber pensado
que no eras importante. Veo que mi único recuerdo eres tú. Candae, intenta
perdonarme. Voy a morir aquí, cada minuto me siento más débil y tú peudes
salvarme, cuando pienso en nosotros veo que yo intentaba ser otro, que interpretaba
un papel, no sé lo qe esperaba de ti, que me tocaras, pero me has salvado, has llegado
demasidoa tarde a mi vida, yo ya no labia hecho todo, no has conseguid el lugar que
merecías, no sé por dónde empezar pero tengo una excusa es porque esto es el final.
No olvides a Tu Carthe.» Bueno, en realidad eso es lo que habría querido escribir si
hubiera tenido tiempo. El mail que ella recibió era más corto: «I loved U. C. Y.»
Paso por encima de un montón de cedés R grabables tirados, hay una estantería
rota y cutters de oficina esparcidos por el suelo.
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Durante mis ataques de paranoia, pienso que el sistema lo ha organizado todo
para descalificar mi rebeldía, dándome el dinero, el éxito y la fama capaces de poner
en ridículo mi propósito pseudorrevolucionario. Sigo sin saber si este cómodo castigo
dará resultado. ¿Puede el lujo amordazar a alguien? ¿Puede ser la gloria el
esplendoroso duelo de la rebelión? Ese es el método que utilizó Enver Eloxha cuando
nombró diputado a Ismail Kadaré. Se trata de anular la protesta del escritor
haciéndolo poderoso. ¿Cómo se puede creer en lo que los norteamericanos llaman la
«left limo» y que nosotros hemos bautizado «izquierda exquisita»? ¿Se puede ser rico
y favorable al cambio? Sí: basta con cultivar la ingratitud. Ser un «bobo» o un
«RiRe» significa solamente que uno no ha salido de la edad ingrata. Ser un burgués
bohemio está muy bien; es mejor que ser únicamente un burgués. Estoy harto de que
me reprochen que soy un niño mimado que rompe sus juguetes. Los rompo para
inventar otros.
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9:46 h
NUEVA York es un salón donde te sirven mousse de salmón en todos los rincones, u
hojaldre de salmón, o sólo salmón. ¿Qué les habrá dado con el salmón? No comen
otra cosa. En París, es «ensalada de brotes tiernos de temporada», aquí vacíos de
salmón, filetes tártaros de salmón. Paradójicamente, el barrio de moda se llama
Mercado de la Carne.
No es muy frecuente encontrar a un escritor que tenga miedo del libro que está
escribiendo.
En el Taj me gusta una rubia de negro, con el pelo largo, alta, triste, rodeada de
colegas. Ya no me acuerdo de cómo la abordé. Quizá volcándole el vaso encima,
torpezas de un joven francés un poco pedo. Le pido perdón y seco el apple martini
que moja sus blancos senos. Entonces me explica que sus guardaespaldas me van a
partir la cara. Le pido que los haga entrar en razón. Ella se ríe, me presenta a su dos
gigantescos colegas. Me doy cuenta de que su laca de uñas es del mismo color que su
chicle. Le pregunto adónde va a ir después. Cuando eres un desconocido en una
ciudad lejana, más vale aprovechar y ser directo. Me dice que van a ir al Lotus.
Luego desaparece entre la multitud. Cojo un taxi para esperarla en el Lotus. Una hora
después, cuando llega acompañada de sus cancerberos, estoy trompa perdido. Sonríe
al reconocerme. Para gustarle a una norteamericana, hay que darle pruebas de
tenacidad. Todos sus gestos son bonitos. Parece que mi presencia la conmueve, pero
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que se siente incómoda a causa de sus dos colegas sobreprotectores. Viene a hablar
conmigo, tocándome el brazo. Le digo que siempre he soñado con darle hijos a una
modelo. Me pregunta si soy francés. Yo me hago el español. Tiene una risa cristalina.
Le paso una copa, que bebe de un trago. Las neoyorquinas son cristalinas, pero duras.
Es ella la que se inclina hacia mi boca. Me besa, tiene la lengua fría y empapada por
los cubitos de hielo. Su cuello huele a jabón. Yo me preguntaba si mi polla estaría en
condiciones de funcionar, pero todo va bien, enseguida se me pone dura. Le pregunto
cómo se llama. Me dice que Candace. Le pregunto dónde la he visto antes. Me
contesta que en los carteles publicitarios de Victoria’s Secret. Me pregunta qué hago
en la vida. Es una pregunta que te suelen hacer las neoyorquinas, y luego calculan
mentalmente tu sueldo. Le digo que estoy escribiendo una novela sobre el Windows
on the World. Su cara se cierra. Es como si le hubiera dado un mazazo. Me dice que
tiene que hablar con sus amigos, que es sólo un momento. No la vuelvo a ver.
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9:47 h
¿Sabían ustedes que hubo dos torres de Babel? Los arqueólogos son de fiar. En
Borsippa, a lo largo de un brazo del Eufrates, a unos pocos kilómetros al sur de
Babilonia, todavía encontramos las ruinas del Zigurat, construcción que según la
tradición local, musulmana y cristiana es la primera torre de Babel (Casa de los Siete
Guías del Cielo y de la Tierra). Los restos siguen teniendo una altura de 47 metros,
con un lienzo de pared en lo alto. La leyenda local dice que un cometa, enviado por
Dios para castigar a los blasfemos, se estrelló contra la cima, provocando un incendio
cuyas huellas se aprecian en los ladrillos ennegrecidos (pueden comprobarlo si van).
Pero hubo una segunda torre, un poco más al norte. Reconstruida en Babilonia, la
segunda torre de Babel fue destruida en el curso de los siglos y de las invasiones. Hoy
sólo quedan los vestigios de sus cimientos, pero según Herodoto (siglo V a. C.), que
dice haber subido sus escaleras, medía 91 metros de altura y tenía siete pisos.
Éranse una vez las Twin Towers de Babel… en Irak.
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9:48 h
ART Spiegelman dio con la frase perfecta: dijo que los neoyorquinos miraban hacia
el World Trade Center como si fuera La Meca. ¿Llenaban las torres un vacío
espiritual? Eran las dos piernas sobre las que se alzaba el mito norteamericano.
Cuesta trabajo imaginar lo que era el World Trade Center a la caída de la noche, dos
columnas de luz y, vistas de más cerca, miles de cuadraditos amarillos, las ventanas
de los despachos iluminados, un damero gigante de vidrio pulido donde miles de
marionetas contestaban al teléfono, tecleaban al ordenador, iban y venían con vasos
de plástico de descafeinado en la mano, blandían hojas de papel muy importantes,
enviaban mails cruciales al mundo entero, esas mil señales luminosas en el
crepúsculo, ese hormiguero resplandeciente, esa central atómica que era principio y
fin de todas las cosas, el invencible faro del mundo, esa espada que traspasaba las
nubes al morir el día, punto de referencia para los neoyorquinos cuando el cielo se
volvía rojo y sentían que habían perdido el alma.
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9:49 h
«Mientras las nubes de tormenta se agrupan a lo lejos, al otro lado del mar,
Juremos fidelidad a un país que es libre,
Demos gracias por una tierra tan justa
Elevando nuestras voces en una oración solemne.
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9:50 h
ALGO que ha cambiado desde los años ochenta: entonces los neoyorquinos decían
«Hi»; ahora dicen «Hey, what’s up?». Su manera de decir hola es menos delicada,
más sorprendida. Recuerdo «Hi» como un saludo risueño, cortés, que se alegraba de
verte. Tras la catástrofe, «Hey» suena de otra manera. Me suena a «¡Vaya!, ¿qué coño
haces aquí? Es genial que sigas vivo». Pero seguro que sigue siendo cosa de mi
paranoia. Doy vueltas en torno a los edificios como un buitre en busca de cadáveres.
Vago sin rumbo por las calles verticales husmeando desgracias frescas. El escritor es
un chacal, un coyote, una hiena. Dadme mi dosis de desolación, busco una tragedia,
¿no tendrían por ahí una pequeña atrocidad? Masco un Bubble Yum y rumio el duelo
de los huérfanos.
Algunos críticos dicen que el cine es «una ventana al mundo». Otros dicen lo
mismo de la novela. El arte es una Window on the World. Como los cristales
ahumados de las torres de cristal en las que veo mi reflejo, una silueta alta y
encorvada con un abrigo negro, una garza con gafas deambulando a grandes
zancadas. Huyo de esta imagen apretando el paso pero me sigue como un ave de
presa. Escribir una novela autobiográfica no para revelarse, sino para desaparecer. La
novela es un espejo sin azogue, detrás del cual me escondo para ver sin ser visto. Al
final tiendo a los demás el espejo en el que me miro.
Cuando eres incapaz de contestar a la pregunta «¿Por qué?», tienes que intentar
contestar, por lo menos, a la pregunta «¿Cómo?».
La tristeza no impide que las damas viejas y ricas sigan paseando a sus perritos
por Madison Avenue, ni que los manteros expongan sus falsos bolsos de Gucci en la
acera, a una manzana de la auténtica tienda Gucci. Se siguen celebrando
inauguraciones a las que todo el mundo va vestido de negro, sigue habiendo clubs
nocturnos donde sólo entras si estás en la lista y hoteles donde todo es hermoso, tanto
la decoración como los clientes. Siempre con la idea de remontarme en el tiempo,
entro a las 9.50 h en el 95 de Wall Street para ver si tengo una reminiscencia
proustiana al ver el edificio donde trabajé en los años ochenta. El logo «Crédit
Lyonnais» sigue estando en la pared del vestíbulo, pero el recepcionista me explica
que el French Bank se mudó al midtown hace tiempo. ¿Cómo pasar de Proust a
Modiano en diez segundos? Un lugar desierto. La mirada cargada de sospechas del
portero. Los guardias de seguridad taciturnos. Los misteriosos hombres de negocios.
La memoria borrosa. ¿De verdad pasé aquí metido un día tras otro? Por mucho que
espere, nada asoma a la superficie.
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—Sir, you can’t stay here.
El barrigón de uniforme se acerca a pasos lentos.
—But I worked here a long time ago…
He puesto acento español, pero no me sirve de nada. Mi pasado me echa a la
calle. Mi pasado no quiere saber nada de mí. Mi pasado me acompaña a la revolving
door. Tengo que darle la espalda una vez más.
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9:51 h
Cat Stevens cantaba «Ooh baby baby it’s a wild world». Yo tenía todos sus
discos. Cat Stevens era mi ídolo, junto con Neil Young y James Taylor. Tantas
canciones conmovedoras, preciosas miniaturas tan delicadas y cristalinas. La música
de Harold y Maude. Palabras absolutas sobre melodías desgarradoras, líricas pero
evidentes. Como si a ese autor-compositor-intérprete lo inspirase algo más grande
que él, como si se comunicara con una fuerza superior. «Cuando estaba solo»,
declaraba, «las canciones venían solas.»
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plástico. Podría hablarles durante horas del llanto del cubo de basura. En el álbum
Mona Bone Jakonhay un cubo de basura gris que derrama una lágrima. ¿Se les ocurre
mejor metáfora de nuestra época? Hemos creado el mundo de los «garbage cans» que
lloran. También me gustaban estos extraños títulos: Tea for the Tillerman, Teaser and
the Firecat, y su grafismo sobrecargado al estilo de Elton John. Y los arreglos
suntuosos (la revista Rolling Stone los llamaba «exuberantes»), Los violines de
Lilywhite (1970): el puente más hermoso de la música pop después de Stand by me de
Ben E. King.
Cat Stevens intentó decir algo, y luego desapareció.
Escribió todas esas obras maestras entre enero y julio de 1970, a los veintidós
años, durante una estancia en el hospital a causa de una tuberculosis que estuvo a
punto de matarlo. La enfermedad de los románticos: una tos mal cuidada que
degenera a base de abusar de las drogas, el alcohol, las chicas y las noches en vela.
Fue en el hospital donde Cat Stevens se dejó crecer la barba.
El 23 de diciembre de 1977, después de haber vendido cuarenta millones de
álbumes, siete de los cuales estuvieron en el Top Ten en los años setenta, Cat Stevens
desapareció. La estrella de los swinging sixties, el hombre tímido cuyo nombre
gritaban las admiradoras cuando salía de su Rolls Royce, el que encadenaba
grabaciones y giras y llevaba la vida arrolladora de una estrella del rock y disfrutaba
de la droga y el sexo de palacio en palacio, el único inglés desde los Beatles que se
convirtió en una estrella en Norteamérica, el hombre que vendió todas las entradas
para el Madison Square Garden dos noches seguidas (los espectadores hacían
«standing ovations» entre canción y canción), Cat Stevens, abrazó la religión islámica
en 1977. Fue su hermano quien le regaló el Corán. Visitó una mezquita en Jerusalén.
El 4 de julio de 1978, se cambió el nombre por Yusuf Islam. Tenía treinta y un años.
Ninguna estrella de su envergadura lo ha dejado todo tan bruscamente. Subastó su
piano blanco, sus discos de oro, y donó el dinero a organizaciones de caridad.
Anunció que ya sólo escribiría para transmitir el mensaje de Mahoma. Cuando
Salman Rushdie fue condenado a muerte por el ayatolá Jomeini, Yusuf Islam declaró
a la televisión británica que «el castigo por Blasfemia es la muerte». Ese hombre era
el autor de Peace Train. Llevaba turbante, una larga barba, babuchas, ropa tradicional
árabe. Fundó y financió una escuela coránica en los alrededores de Londres.
Declaraba que el islam le había «salvado».
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Shafeeq Abdullah. Habría bautizado otra vez a Jerry y a David: Mohamed y Alí.
Nunca más habría comido bacon.
Ooh baby baby it’s a wild world.
Juro que si salimos
de ésta,
nos hacemos musulmanes.
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9:53 h
MEJOR habría sido dejar Manhattan para los indios. El error data de 1626, cuando
Peter Minuit tiró sus 24 dólares por la ventana. Alguien tendría que haber
desconfiado de un tío con un nombre así: medianoche es la hora del crimen. Peter
Minuit estaba tremendamente orgulloso de haberles dado gato por liebre a los
algonquinos, obligándoles a malvender la isla por unas cuantas perlas de cristal. Pero
fueron los indios quienes estafaron a los rostros pálidos. Las perlas de cristal eran
semillas de las cuales, una vez plantadas en la tierra, creció una ciudad transparente y
menos sólida que un tipi.
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9:54 h
Cada vez me parece más evidente que los terroristas se equivocaron de objetivo.
¿Por qué no atacaron los edificios de las Naciones Unidas, en First Avenue, entre las
calles 42 y 48? ¿Porque es una zona internacional? Sin embargo, la Organización no
ha cumplido su misión. ¡Ella es la verdadera responsable de las guerras, las injusticias
y los desequilibrios! ¡Hacer creer a los Estados que existe una justicia, cuando nunca
se aplica! ¡Enviad a todos vuestros Boeings contra ese Trasto! El mundo necesita un
gobierno que funcione, un ejército internacional que haga reinar el orden. ¿Los
cascos azules en Yugoslavia? Soldados desarmados, pagados para contemplar las
masacres sin reaccionar. Naciones Unidas se desacreditó cuando nombró a Libia
presidente de la Comisión de Derechos Humanos. Hay que reformar esa
Organización burocrática y estancada, corrompida e impotente. La ONU se construyó
sobre las ruinas de la Sociedad de Naciones; ¿qué vamos a construir sobre las ruinas
de la ONU? ¿Por qué no la democracia planetaria por la que abogaba Garry Davis, el
fundador del Movimiento de los Ciudadanos del Mundo en 1948 (con el apoyo de
Albert Camus, André Bretón o Albert Einstein)? El horror terrorista y la catástrofe
ecológica que estamos viviendo tienen una solución: la República mundial,
controlada por un Parlamento internacional elegido por sufragio universal. Sueño con
suprimir las naciones. Me gustaría no tener país. John Lennon salmodiaba: «Imagine
there’s no countries.» ¿Será por eso que Nueva York lo asesinó?
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En el jardín de esculturas de la ONU, fotografío una estatua de San Jorge rematando
a un dragón extrañamente parecido a un fuselaje de avión. Los numerosos camiones
de televisión impiden verlo bien. Llamada «Good defeats Evil» («El Bien derrota al
Mal»), esta masiva escultura fue un regalo de la URSS a las Naciones Unidas en
1990. Fue forjada a partir de los restos de un misil soviético y de un misil
norteamericano. «Good defeats Evil»: un combate que se desarrolla en cada uno de
nosotros durante todo el día y, en este momento, en el mundo. Los miembros del
Consejo de Seguridad están reunidos hoy en este edificio cuadrado para votar una
resolución contra la guerra de Irak. Anoche, en una conferencia de prensa, el
presidente Bush dijo una frase bastante buena:
—Desde el Once de Septiembre, nuestro país es un campo de batalla («Our home
is a battlefield»).
Desde el Once de Septiembre, Norteamérica está en guerra contra el Mal. Tal vez
sea ridículo, pero es así. El problema es que ése no es su trabajo. Se lo está quitando a
la ONU. La democracia planetaria no debe ser propiedad de Estados Unidos de
América. Hay que rebautizar a la ONU «Estados Unidos del Mundo». Y organizar su
elección por sufragio universal a nivel mundial.
Me he encontrado varias veces con Troy Davis en París. Un hombre alto, flaco y
de aspecto cansado por culpa de la misión que le encomendó su padre. A la vez,
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parecía muy organizado: cargaba con su maletín por muchos países. La primera vez
que lo vi, le estaba pidiendo dinero a Pierre Bergé. La segunda me resultó menos
simpático, porque me lo pidió a mí. Troy Davis siempre está sin blanca: desde que
dejó su trabajo de banquero para dedicarse a la causa de la World Democracy, se
gasta toda la pasta en billetes de avión. Tenía en proyecto un «Manifiesto para una
Democracia mundial». Recuerdo que lo puse en contacto con Jean-Paul Enthoven,
esperando librarme un poco de él. A partir de entonces, casi siempre nos
comunicamos por e-mail. Quería sacarle dinero a mi padre, me dio el coñazo hasta
que me sacó el número de móvil de Ardisson… y en cuanto supo que me había
convertido en editor volvió a la carga con su proyecto de libro. Para decirlo con
franqueza, me estaba empezando a hinchar las pelotas con su Democracia mundial.
Pero por mucho que me devanara los sesos, no veía otra utopía posible después del
Once de Septiembre.
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LAS citas a través de Internet van a ponerse cada vez más de moda. Pronto podrás
colgar tu autorretrato filmado por webcam e indicar todas las características de la
persona que estás buscando: edad, región, aficiones, color de ojos, etcétera. Pronto ya
no conoceremos a nadie por casualidad. La gente se presentará en Internet con una
foto o una película, especificando: «Busco una pelirroja obsesa bisexual con
tendencia al intercambio de parejas, pechos grandes y sexo estrecho, a quien le gusten
los discos de Cat Stevens y el baloncesto, las películas de Tarantino y el partido
republicano.» Tu móvil o tu mail te avisarán en cuanto alguien que corresponda a tus
criterios pase por tu barrio. Ya no habrá que ir a bares ridículos. Qué pena, yo no veré
ese mundo perfecto, lleno de citas racionales como anuncios inmobiliarios. Quería
vivir en el espacio virtual pero voy a morir en el mundo real.
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Un fotógrafo que volaba con ellos declaró: «Hicimos varias pasadas sobre las
torres para ver si alguien había conseguido llegar a las azoteas. Pero no había nadie.
¿Qué podíamos hacer? Aterrizar era muy peligroso; para empezar, porque el humo
volvía impredecible cualquier maniobra. Podríamos haber soltado un cable.
Desgraciadamente, yo estaba casi seguro de que, por medidas de seguridad, las
puertas que daban acceso a las azoteas estaban cerradas. Y el calor era infernal. Lo
sentíamos dentro de la cabina y el piloto lo leía en la pantalla de su termómetro
exterior. Era imposible distinguir algo dentro de las torres, pero se veía gente aferrada
a los vanos de las ventanas rotas, a veces cubiertos de sangre, con la ropa quemada o
hecha jirones. Algunos nos hacían señas, pero ¿qué podíamos hacer? Todavía veo a
una mujer que se agarraba a la ventana con un brazo y agitaba la otra en nuestra
dirección… Pero ¿qué podíamos hacer?»
«¿Qué podíamos hacer?» Está claro que seguirá haciéndose la misma pregunta
hasta el día de su muerte. ¿Qué podían hacer? La ventaja de escribir esto mucho
después, y cómodamente instalado en mi sillón de turista parisino, es que puedo
contestar sin arriesgar el pellejo ni tener un ataque de pánico. Lo que había que hacer
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era comunicar con el Security Staff para decirles que abrieran la salida a la azotea, o
transmitir esas instrucciones a los bomberos que estaban en el piso 22 del edificio; y
luego organizar una ronda de helicópteros como en los salvamentos en el mar o en la
montaña. Al fin y al cabo es una operación bastante corriente, sobre todo si pensamos
en los elementos desencadenados contra los que deben luchar los pilotos para
recuperar a las víctimas de una avalancha o una tempestad. No deja de darme vueltas
en la cabeza una imagen que me trastorna: un helicóptero llevándose desde el World
Trade Center a gente agarrada a una escala de cuerda. Esta imagen habría sido la
respuesta más hermosa a los aviones suicidas. Qué pena que no la viéramos.
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POR culpa de un buen sentimiento, tuve una mala idea: darles a los niños el pin de
Windows on the World que Lourdes me había dado a mí al despedirnos. El problema
es que sólo había uno. Jerry y David empezaron a pelearse para ver quién se quedaba
con él. Al final se lo quedó Jerry, que físicamente es más fuerte. No tuve valor para
imponer otro tipo de justicia. David se puso de morros pero, curiosamente y para mi
alivio, la pelea le distrajo y le secó las lágrimas. Empezó a urdir su venganza. Unos
segundos después, cuando Jerry se estaba prendiendo el pin en la camiseta, le empujó
para que se pinchara con la aguja. Salió una gota de sangre. Jerry apretó los dientes,
David sonrió. Ojo por ojo, diente por diente. Jerry lo admitió: así es la vida. Yo me
pasé la mano por el pelo: acababa de entender lo que no funciona en el mundo. No
hay suficientes pins para todos.
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TERMINÉ encontrándome a Troy Davis con su traje de tweed gris, su abrigo gris y
su maletín gris. Como a todos los utopistas, a Troy le importa un rábano ir a la moda,
ya que vive en las décadas futuras. Lenin también parecía un contable cuando comía
pan gratis en La Closerie des Lilas. Estamos sentados en el Life Café delante de unos
sándwiches, el suelo está embaldosado, el ambiente es de estudiantes, hay pandillas
de chicas optimistas y cuadros un poco kitsch en las paredes. Troy tiene dos años más
que yo. Estudió en Harvard, como mi padre, pero hizo físicas.
—Estoy reventado, pero la cosa va bien. El Comité de Acción por un Parlamento
Mundial tiene el apoyo de Edgar Morin, Jacques Delors, Sonia Gandhi, Felipe
González, Nelson Mandela, Simón Peres, Daniéle Mitterrand, Javier Pérez de
Cuéllar, Léa Rabin, Michel Rocard, Raymond Barre, Amartya Sen (premio Nobel de
Economía 1998), Alejandro Toledo (el presidente de Perú), el mimo Marceau, el
abate Pierre…
—Muy chic, parece la lista de un cóctel en Arnaud Lagardére.
—¿Por eso quieres pertenecer al comité de apoyo, para que te inviten?
—Para que te inviten lo único que hace falta es publicar bestsellers en una de sus
filiales. Volviendo al tema, explícame cómo la creación de nuevas instituciones va a
acelerar la puesta en marcha del impuesto Tobin o la anulación de la deuda de los
países del Tercer Mundo, por ejemplo.
—Un nuevo orden democrático mundial tendría el peso político suficiente para
obligar a que ese tipo de leyes se aprobaran. O para crear un impuesto sobre las
emisiones de carbono o la venta de armas, o para crear una Agencia Mundial del
Medio Ambiente. El problema de nuestra época es que la economía se ha
globalizado, pero la política no. Hace falta una revolución para que puedan aprobarse
nuevas leyes. La gente ha olvidado que las revoluciones de 1776 y 1789 estaban en la
base de las rebeliones fiscales.
—¿De verdad crees que vas a ver algo así antes de morir?
—La historia avanza a saltos discontinuos (último ejemplo: la caída del
comunismo). Y luego está el TPI (Tribunal Penal Internacional): es la primera vez
que se reconoce legalmente la existencia de una ciudadanía mundial. Se puede
construir un Parlamento Mundial en menos de diez años haciendo una campaña de
sensibilización inteligente.
—¿Y dónde pones tu Parlamento? ¿También en Estados Unidos, como la ONU?
—No: en una isla artificial que viaje permanentemente en torno a los cinco
continentes. Un gran proyecto para todos los astilleros del mundo.
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—¿Sabes lo que me gusta de ti? Que estás pirado. ¿Y una novela? ¿Crees que
puede ayudar una novela?
—¡Claro, siempre que no la escribas tú! Cientos de miles de jóvenes se
manifiestan hoy en día por idealismo, sin que les ofrezcan siquiera un proyecto
coherente. Cuando conozcan esta idea pacífica y federadora, serán millones. La
manifestación mundial contra la guerra en Irak del 15 de febrero de 2003 reunió a
diez millones de personas en todo el planeta. El 15 de febrero es una fecha tan
importante como el 11 de septiembre: la primera gran manifestación mundial.
—¿No crees que ya es demasiado tarde, que estamos viviendo el apocalipsis, que
el cinismo siempre será más fuerte que la utopía? ¿Que hay que dejar a Jimmy Carter
ocuparse de la paz en el mundo?
—De todos modos, incluso por cinismo, habrá que decidirse a organizar la
globalización de una forma no totalitaria. El problema del hambre en el mundo se
puede resolver en menos de cinco años, pero no se resuelve por culpa de los bloqueos
de intereses divergentes. Luego llegará el momento de las guerras del agua… Son los
habitantes de este planeta quienes deben decidir, no unos cuantos políticos vendidos a
las compañías de distribución y de energía. O si no, que se digan las cosas
claramente: estamos viviendo bajo el yugo de una dictadura mundial.
—¿«Dictadura mundial»? ¡Cómo te aceleras! En los países ricos seguimos siendo
libres, ¿no?
—La expresión no es mía, es de Camus.
—Ah, bueno, si es de Camus, eso lo cambia todo… OK. Recuérdame que te lleve
al 56 de la rué Jacob la próxima vez que pases por París. Allí empezó todo: el
nacimiento de una nación, como decía Griffith.
—Deja de decir chorradas, haz el favor. Todo eso empezó mucho antes, hay que
remontarse a los sumerios. Hasta 5000 a. C., vivíamos en el Paraíso. No había
Estados. Fueron algunos reyes sumerios los que inventaron la guerra y el
nacionalismo absolutista. ¿Y sabes dónde? ¡En Irak! Desde el reino de Sumeria, no
ha habido más que peleas. En este momento, Bush se está comportando con Sadam
Husein como un reyezuelo mesopotámico.
—No critiques tanto a los sumerios. También inventaron la escritura. ¡Sin los
sumerios, yo tendría que trabajar en televisión!
El Life Café hace honor a su nombre; una algarabía intelectualoide que da ganas
de rehacer el mundo con chicas de pelo limpio llamadas Sandy.
—Oye, Troy, ¿cómo vas a bautizar tu ideal? Ya sabes que siempre hace falta algo
terminado en «ismo», si no tu utopía va a parecer poco seria. Te propongo
«alterglobalismo». Para ir en contra de la globalización. O «internacionalismo». Pero
eso suena demasiado comunista… ¿«Multilateralismo»? ¿«Cosmopolitismo»?
¿«Mundialismo»? No, eso suena demasiado capitalista.
—Mira, no lo había pensado, pero no me parece muy importante…
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—¡Ah, ni hablar, tener un nombre que dé ganas de afiliarse es esencial!
¿«Universalismo»? No, suena a Vivendi. Ya lo tengo: «Planetarismo.» Ya está.
Somos planetaristas.
—Parece el nombre de una secta suicida.
—¿Y qué, hombre? ¡Eres el Charles Fourier del nuevo siglo! ¡Eres nuestro gurú
no raeliano! ¡Oh, San Troy, muéstranos el camino!
—¿Frédéric?
—Yes?
—¿Cuántas caipiriñas te has tomado?
—Oh, estoy bien, ¿es que te crees que Karl Marx sólo bebía agua?
Decíamos gilipolleces, delirábamos, pero sentaba bien creer en algo.
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LOWER Manhattan sin las dos torres: una ciudad distinta, treinta y siete años
evaporados en humo. Nueva York retocada con el programa Flame. En estos mismos
muelles desembarcó Lafayette.
Lower Manhattan es el único rincón de la ciudad donde las calles no tienen
números, el único donde puedes perderte, volver sobre tus pasos; el Financial District
es el barrio de Manhattan que más se parece a una confusa ciudad de Europa. A las
diez de la mañana camino por Wall Street, la Calle del Muro del dinero. La llamaron
así porque aquí se levantaba una muralla que protegía a la ciudad de los indios. Ahora
habría que ponerle más ladrillos al muro, como decía la canción de Pink Floyd. En
Israel están construyendo un muro como el de Berlín. Pronto, en lugar de «Wall
Street», tendremos que decir «Wall City», «Wall Countries», «Wall World».
Aquí mismo había dos torres que llegaban hasta el cielo, pero antes había una
empalizada de madera para proteger a nuestros antepasados holandeses de los
algonquinos, los osos y los lobos. Construida en 1653, los residentes la desmontaban
regularmente y utilizaban los tablones y las estacas para calentarse o para refozar sus
casas con aguilones y techos de tejas barnizadas. Bajo mis pies, en Nueva
Amsterdam, el World Trade Center ha ido a reunirse con los restos de las
construcciones coloniales, de los cántaros de vino, el ladrillo, el cristal y los clavos de
siglos precedentes, de los campos de trigo, de cebada y de tabaco, de los cerdos que
correteaban entre los cuchitriles de las oscuras callejuelas, de los huesos de borregos
y hombres llegados a esta tierra del otro confín del mundo. En otra época, hace
mucho mucho tiempo, los indios cultivaban centeno donde luego se levantó el World
Trade Center.
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LOS equipos de rescate no llegaron nunca hasta donde estábamos. No nos vieron
ustedes en la televisión. Nadie nos sacó una foto. Todo lo que ustedes saben de
nosotros son siluetas desgreñadas escalando la fachada, cuerpos precipitándose al
vacío, brazos agitando en el aire trapos blancos como jirones de nubes. El estruendo
de las caídas en el documental de los hermanos Naudet. La única película de la
tragedia es obra de dos franceses.
Pero no se ven los pedazos de gente que caían, las fuentes de sangre, el acero, la
carne y el plástico soldados entre sí. Ustedes no olieron los cables eléctricos
quemados, ese olor a cortocircuito multiplicado por 100.000 voltios. No oyeron los
gritos animales, como de cerdos degollados, de terneras despedazadas vivas, excepto
que no eran terneras sino cerebros humanos, capaces de suplicar.
¿Por qué? ¿Por pudor? ¿Para no impresionar a los niños? ¿Porque no había que
hacer sensacionalismo con nuestros cuerpos torturados? ¿Demasiado asqueroso para
las familias de las víctimas? Hay menos miramientos cuando las carnicerías son en el
extranjero. Todas las catástrofes aéreas se fotografían y se venden, salvo en Nueva
York. El llamado «respeto a las familias» no suele preocupar a los periodistas,
especialmente a los norteamericanos. ¿Qué pasa? ¿Que nuestra carnicería de carne
humana es sucia? Lo asqueroso es la realidad, y negarse a mirarla de frente es todavía
más asqueroso. ¿Por qué no vieron ustedes ninguna imagen de nuestros brazos y
piernas desencajados, nuestros troncos mutilados, nuestras entrañas despanzurradas?
¿Por qué ocultaron a los muertos? No es pudor deontológico sino autocensura, por no
decir simplemente censura. Cinco minutos después de que el avión se estrellara
contra la primera torre, la tragedia ya era un problema en la guerra de las imágenes.
Entonces, ¿patriotismo? Por supuesto. Un reflejo nacionalista llevó a la prensa a sacar
pecho, ocultar nuestro sufrimiento, cortar los planos de los jumpers, las fotografías de
los calcinados, las «body parts». Se podría hablar de una omerta espontánea, de un
black-out mediático sin precedentes desde la primera guerra del Golfo. No creo que
todas las víctimas hubieran estado de acuerdo con que las hicieran desaparecer de
aquel modo. Que se atrevieran a vernos, como debemos obligarnos a no cerrar los
ojos ante las imágenes de Noche y niebla. Pero la guerra ya había empezado, y en
tiempos de guerra se ocultan los daños que causa el adversario. Hay que hacer buen
papel, forma parte de la propaganda. Las familias de las víctimas recibieron una
enorme indemnización. Entre mis seguros de vida, los fondos de apoyo, las
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cotizaciones nacionales y la herencia de los niños, Mary se ha hecho rica. Candace no
ha recibido nada, todavía tendrá que posar para muchas fotos de lencería. Y así se ha
llevado a cabo una de las operaciones de desinformación audiovisual de la posguerra.
Ocultad esa sangre que no hay quien soporte. Un edificio se derrumba y vemos
infinitas veces el derrumbamiento. Pero no se les ocurra mostrar lo que había dentro:
nuestros cuerpos.
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¿Moracos fanáticos? □
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¿Enfermos psicóticos? □
¿Neofascistas? □
¿Santos con turbante? □
¿Idiotas manipulados por un millonario ex agente de la CIA? □
¿Héroes del Tercer Mundo oprimido? □
¿Pospunks destroy hechos polvo? □
¿Sodomizadores de camellos a los que hay que eliminar urgentemente con
□
napalm?
¿Nihilistas depresivos? □
¿Militantes antiglobalización? □
¿Kamikazes (¡venga, todos juntos!) increíbles pero… CIERTOS? □
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EL teléfono consiguió sonar por última vez. Era Mary, llorando. No intenté
tranquilizarla.
—We’re not going to make it out. Reza por nosotros.
—¿No puedes bajar por las escaleras?
—No hay salidas, ni equipos de rescate. Por favor, créeme, no me hagas más
preguntas, te juro que he hecho todo lo que he podido. Sigue llamando al 911. Diles
que abran la puerta de la azotea.
—¡ESPERA! ¡NO CUELGUES! ¡TE LO SUPLICO!
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AL día siguiente de los atentados, las banderas norteamericanas florecieron por toda
la megalópolis. Un año después estaban descoloridas. ¿Se había refrenado la oleada
de nacionalismo? No: ha vuelto el miedo, no hay que llamar la atención de un posible
enemigo. Hay demasiados alérgicos a la bandera estrellada, mejor no excitarlos.
Estados Unidos sigue monopolizando el 40 % de los gastos militares en el mundo.
Llevaba unos cuantos días preguntándome qué había cambiado en el clima de Nueva
York. Acabo de entenderlo: Norteamérica acaba de descubrir la duda. No sabían
quién era René Descartes. Freud les trajo la peste pero el País de Jauja de mis padres
no conocía la Duda. Pero ahora, mire a donde mire, sólo veo la Duda instilada en el
ideal US. No sólo en la gente. Los coches dudan. Los supermercados dudan. Los
aparcamientos ya no están seguros de nada. Las iglesias secularizadas y
transformadas en discotecas se interrogan sobre sí mismas. Los atascos ya no están
convencidos de su necesidad. Las tiendas de lujo se preguntan si todo eso vale la
pena. Los semáforos en rojo no se quedan mucho tiempo así. Los carteles
publicitarios están avergonzados. Los aviones tienen miedo de dar miedo. Los
edificios hacen tabla rasa. Norteamérica ha entrado en la era cartesiana.
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Me hacía tantas pajas que al final se me ponía dura con sólo ver la caja de
Kleenex. Era un bachelor de 40 años. Disfrutaba sin parar. Creía que eso era la
libertad, pero no, era la soledad. Había renunciado al amor. Había decidido anteponer
el placer a la felicidad. Todas las parejas me deprimían. Veía a todos los hombres
casados como prisioneros castrados. Pensaba: no eres un hombre si no te tiras a una
mujer distinta cada día.
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La tierra se hunde bajo los desperdicios, como un salón de baile al día siguiente
de una fiesta. Hay que poner orden, pero no sabes por dónde empezar. Ante la
magnitud de la tarea, suspiras y vacías un cenicero; el champán ya no tiene burbujas.
Las ventanas del mundo son opacas, los ojos están hechos polvo. Puede que en otro
momento, cuando te sonreía la noche, fuera divertido. Pero ahora hace frío en las
calles, y la gente tiene prisa. Todos corren porque temen detenerse. Ya no recuerdan
por qué les importa tanto hacerse ricos. Un coche se desliza entre las torres como un
juguete en un circuito eléctrico. En las aceras, hacemos como si no fuéramos todos
heridos graves. Como si no fuéramos todos convalecientes.
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A partir de aquí, nos adentramos en lo indecible, lo inenarrable. Disculpen el
abuso de elipsis. He cortado descripciones insostenibles. No lo he hecho por pudor o
respeto hacia las víctimas, porque creo que describir su lenta agonía, su calvario,
también es una señal de respeto. Las he cortado porque creo que dejar que ustedes
imaginen aquello por lo que las víctimas tuvieron que pasar es aún más espantoso.
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AH, cómo me gustaría que fuera ayer. Regresar justo antes. Si pudiera volver a
hacerlo, no lo haría. «Oh creo en el ayer» (canción de los Beatles).
Los helicópteros pasaban por delante de nosotros y nos miraban morir, (párrafo
cortado)
—Todo lo que puedo hacer ahora es rogarle a Dios que haga algo para que esto
no ocurra nunca más.
—Papá —dice David, que está muy pálido—, me duele la barriga, ¿no puedes
llamar al médico?
—No te preocupes, mi vida, ahora viene.
Tenía un 40 % del vientre quemado.
—Tengo sueño…, ¿puedo dormir?
—¡NO! David, escúchame bien. Sobre todo, no cierres los ojos.
—Voy a dormir un poco.
—¡No! ¡David! ¡Hazle caso a papá! ¿David?
—Sólo tienes que despertarme cuando la galaxia esté a salvo.
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EL Windows on the World era una cámara de gas a todo lujo. Los clientes fueron
gaseados, quemados y reducidos a cenizas como en Auschwitz. Merecen que nuestra
memoria les rinda el mismo respeto.
(página cortada)
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Y aquí me saco del sombrero otra de mis famosas TIANFO (Teorías Instantáneas
Aunque No Forzosamente Originales). Ese odio que inspira Norteamérica es amor.
Alguien que te odia tanto, alguien que quiere que lo aborrezcas tanto, es alguien que
quiere llamar tu atención. O sea, alguien que te ama inconscientemente. Bin Laden no
lo sabe, pero adora a Norteamérica y desea que ésta le quiera. No haría tantos
esfuerzos si no quisiera que Norteamérica le hiciera caso.
¿Quién está loco? ¿Quién es sagrado? Nuestro Dios fue crucificado. Adoramos a
un barbudo con taparrabos torturado en una cruz. Ya es hora de fundar una nueva
religión cuyo símbolo sean dos torres en llamas. Construyamos altares formados por
dos paralelepípedos paralelos contra los cuales, en el momento de la comunión,
estrellaríamos por control remoto dos maquetas de avión. En el instante en que los
aviones se empotraran en las torres, el sacerdote pediría a los fieles que se
arrodillasen.
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EL liberalismo no tiene nada que ver con la moral. La divisa francesa debería
aplicarse al mundo entero: «Libertad, Igualdad, Fraternidad». El problema es que el
ideal humano es una mentira inhumana.
¡Occidente grita a voz en cuello que hay que ser libre! ¡Libre! Gritar que somos
libres, jactarnos de serlo. Morir para defender la libertad. Muy bien. Pero cuando soy
libre, no soy feliz. Por muchas vueltas que le dé al problema me veo obligado a
admitirlo, ahora que es demasiado tarde para volver atrás. Prefería a Mary en el coche
de mi padre, sus dedos finos, sus uñas, el perfume de las flores por todas partes y el
crepúsculo alrededor de sus ojos. Momentos reunidos a duras penas hasta el último
momento. Prefería el nacimiento de Jerry, su cabeza azul, repugnante y abotargada,
oh Dios mío, va a haber que ocuparse de esta cosa sucia toda la vida, y luego abre los
ojos y sonríe. Prefería acurrucarme en los brazos de Candace para olvidar el terror de
ser quien soy.
No era feliz cuando era libre.
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entrista, de la putrefacción mediática y de la vacuidad altiva. Me pregunto cómo
sobrevivirá esta generación al World Trade Center: ¿podrá crecer sobre los escombros
humeantes de la comodidad material? ¿Qué va a construir donde estuvo el Centro de
Comercio Mundial? ¿De qué estarán hechos sus sueños, aparte de acero fundido y
tripas calcinadas? ¿Cómo edificar sobre las ruinas de mi generación, la destrucción de
los seventies y el fracaso de los eighties, la quiebra de la sociedad de las marcas?
¿Qué verá desde su ventana al mundo? La religión de la comodidad, del consumo y
por lo tanto de la pasta como única esperanza, esa utopía, ¿murió para siempre en
Nueva York en el año 2001?
Nuestro futuro ha desaparecido. Nuestro futuro es ya
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—Espera, primero quiero meterte el puño en ese coño chorreante hasta el
antebrazo —dice el moreno Kenneth Cole—. Quiero que sufras mientras te inundo.
Saca bien la lengua, que me corra encima.
—Escúpeme en la boca, aráñame con los dientes, arráncame el pelo, cómeme los
pies OOOH me estoy corriendo, I feel your cock in my ass —dice la rubia Ralph
Lauren.
—Te voy a torturar a muerte, te voy a matar, te voy a destripar para follarme tus
entrañas, te voy a abrir la vagina para meter todo mi cuerpo dentro y morir en el sitio
en que nací, OOOH siente cómo me corro mi amor OOOH cuánto dura… —dice el
moreno Kenneth Cole.
Gritan juntos. Se besan las bocas llenas de esperma. Se aman a pesar de las
ruinas, como en El honor perdido de Katharina Blum.
—Me muero de placer —dice la rubia Ralph Lauren—. Me muero amándote.
—La muerte es mejor que el Viagra —dice el moreno Kenneth Cole—. Tú eras
mi razón de vivir y ahora eres mi razón de morir.
En el paraíso no había mil vírgenes, pero estaban ellos dos. No sólo se arde en el
infierno.
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HACE poco tradujeron en Francia los «notebooks» de Francis Scott Firzgerald. Allí
descubrí el título que el autor estuvo a punto de darle a El gran Gatsby:
Es fácil ser un futuro muerto. Es más difícil ser un muerto presente. Tienes que
seguir viviendo hasta el momento en que ya no estás vivo. Dar las gracias, merci, sin
olvidar que en inglés «mercy» significa compasión. No da tiempo a recibir la
extremaunción, ni a pensar en un brillante epitafio, ni a decir en un último aliento,
para la posteridad, una frase elegante e ingeniosa. Cuando la muerte llega por
sorpresa, ¿tiene posteridad?
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QUIEREN que nos sintamos culpables. Pero ¿culpables de qué? No soy responsable
de lo que ha hecho mi país para crecer. La esclavitud de los negros, el genocidio de
los indios, el liberalismo salvaje: ¡no es cosa mía, chicos, yo llegué mucho después!
Yo sólo he nacido aquí, en el país de los Amos, pero no soy uno de ellos. Lo único
que gobierno es mi agencia inmobiliaria. Cierto, he vendido apartamentos por más de
lo que valían. Tengo que confesar que todos los agentes inmobiliarios son
estafadores: les venden a ustedes algo que nunca poseerán. ¿No comprenden que
nunca serán dueños de nada en esta tierra? ¿Que todos somos inquilinos? Yo vendía
viento, metros cuadrados provisionales; para poder pagarlos, hay que deslomarse toda
la vida. El endeudamiento medio de los norteamericanos alcanza el 110 % de su renta
anual: un récord mundial. Lo más divertido eran los jóvenes que se alegraban de no
tener que seguir pagando un alquiler cuando iban a seguir pagando los plazos del
crédito todos los meses durante treinta años. ¿Dónde está la diferencia? El agente
inmobiliario es un hombre que obliga a otros hombres a trabajar para pagar algo que
sólo alquilan, porque un propietario sólo es un inquilino prisionero de su alojamiento,
un deudor que no puede mudarse de casa.
OK, no soy inocente, pero tampoco soy un criminal. No merecía que me
ejecutaran. No sé si encarno el Bien, pero nunca le he deseado Mal a nadie. He
pecado, he engañado a Mary, me he divorciado, huí de Jerry y de David, de acuerdo,
estoy lejos de ser perfecto, pero ¿desde cuándo te queman vivo por eso? ¿Qué podía
hacer yo si los niños guatemaltecos curran quince horas al día por una miseria y
hacen el trabajo por mí? En cuanto a Hiroshima y Nagasaki, ¡yo no había nacido, for
God’s sake! Mierda puta, ¿en qué soy yo cómplice de lo que ocurre en los campos de
refugiados palestinos con todos esos tíos morenos que tiran piedras a los carros de
combate y se vuelan por los aires a todas horas en los autobuses en vez de ir a la
oficina como todo el mundo? Joder, aquello está muy lejos y no hay quien lo
entienda. Barbudos hirsutos que comen arena, con tongs y en cuclillas, metralleta en
mano, eructando lemas tan incomprensibles como llenos de odio. Hay demasiado
polvo en esos países, y encima se asan de calor, es horrible tener tanto calor cuando
comes insectos para desayunar y te mueres de sed, al final o duermes la siesta o te
partes la cara con todo el mundo.
¿Quién ha hecho esto? ¿Arafat? ¿Unabomber? Ustedes me dirán qué diferencia
hay entre que te mate Bin Laden o Timothy McVeigh, Al-Qaeda o el Ku Klux Klan.
Frankly, my dear, I don’t give a Saddam! La violencia del hombre está en su
naturaleza. En principio, se supone que la cultura, la religión, la sociedad y la
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civilización están ahí para domesticarla. En principio. Ten piedad de nosotros. Oh
Lord, ten piedad de Jerry, de David y de Carthew Yorston de Austin, Texas. Have
mercy on us. ¿Y en árabe? ¿Cómo se dice «mercy» en árabe?
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DESDE que David ha muerto, Jerry se niega a soltarlo; llora sobre su frente fría,
acaricia sus párpados cerrados. Me levanto y cojo en brazos a ese principito
inanimado de cabellos suaves. Jerry me ha leído el pensamiento, tiembla de pena.
Estoy agotado de jugar al héroe. Como decía la recepcionista: no está preparado para
eso. Jerry me aprieta el brazo con más fuerza, con la otra mano aprieta la fláccida
mano de David, que cuelga y se balancea en el aire. Abrazo a la carne de mi amor
contra mi camisa cubierta de hollín. Su carita ennegrecida como cuando quemaba un
trozo de corcho con una cerilla para disfrazarse de indio, en el verano de 1997, en el
parque nacional de Yosemite. Me gustaría no recordar nada, tengo el corazón
demasiado abrumado. Venga, chicos, vámonos de aquí, hagamos lo que tendríamos
que haber hecho hace mucho tiempo: ahuecar el ala los tres juntos, on the road again,
adiós, amigos, hasta la vista, baby, la ventana está rota, mira por las Ventanas del
Mundo, mira, Jerry, es la libertad definitiva, let’s go, Jerry, mi héroe, don’t look
down, mantén tus ojos azules fijos en el horizonte, en la bahía de Nueva York, en el
ballet impotente de los helicópteros, tú no has visto Apocalypse Now, erais tan
pequeños, cómo han podido esos asesinos, venid, queridos míos, mis corderitos, vais
a ver, en comparación el Space Mountain es caca que cagó la vaca, agárrame fuerte,
Jerry, te quiero, ven con papá, volvemos a casa, nos llevamos a tu hermanito, vamos a
hacer surf sobre las nubes de fuego, erais mis ángeles y ya nada podrá separarnos, el
paraíso era estar con vosotros, respira hondo y si te da miedo sólo tienes que cerrar
los ojos. Nosotros también sabemos sacrificarnos.
Justo antes de saltar, Jerry me miró directamente a los ojos. Lo que quedaba de su
cara se retorció por última vez. Ya no sólo sangraba por la nariz.
—¿Mamá va a ponerse muy triste?
—No pienses en eso. Hay que ser fuerte. Te quiero, cariño mío. Eres un
hombrecito genial.
—I love you, daddy. Y, además, ¿sabes, papá?, no me da miedo saltar, mira, no
estoy llorando y tú tampoco.
—Nunca he conocido a nadie tan valiente como tú, Jerry. Nunca. ¿Estás listo,
buddy? ¿A la de tres?
—Una, dos…, ¡tres!
La velocidad nos iba deformando la boca. El viento nos obligaba a hacer muecas
insólitas. Todavía oigo la risa de Jerry apretando mi mano y la de su hermanito
mientras caíamos por el cielo. Gracias por esa última risa, oh my Lord, gracias por la
risa de Jerry. Durante un breve instante, realmente creí que estábamos volando.
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10:22 h
Levanto la cabeza y hago un guiño cómplice a Carthew, Jerry y David, que tal vez
me vean entre la niebla gris e invernal. El mar se lleva el ruido de las sirenas, de las
gaviotas, de los cabrestantes y de los helicópteros para turistas. Nueva York en blanco
y negro, granito y mármol, aniquilada, desaparece en la bruma suspendida entre
pilones de acero. A pesar de todo, sigo viviendo. No hay que exagerar.
Página 204
10:23 h
Recuerden que en esta misma tierra, en otra época, el hombre construyó dos
torres. «Rest in peace.» Aquí descansamos en guerra. Sólo la muerte nos hace
inmortales. No estamos muertos: somos prisioneros del sol o de la nieve. Rayos de
sol quebrados se infiltran en los copos que caen, en cámara lenta, como una lluvia de
confeti blanco. Parece ser que las esquirlas de cristal se mueven bajo la piel. Métanse
cristales en las venas. Háganlo en memoria mía. Estoy muerto para usted y usted y
usted y usted y usted y usted y usted y usted.
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10:24 h
LA verdad es que no sé por qué he escrito este libro. A lo mejor porque no veía
interés alguno en hablar de ninguna otra cosa. ¿Qué otra cosa escribir? Los únicos
temas interesantes son los temas tabú. Hay que escribir lo que está prohibido. La
literatura francesa es una larga historia de desobediencia. Actualmente, los libros
deben llegar a donde no llega la televisión. Mostrar lo invisible, decir lo indecible.
Tal vez sea imposible, pero es su razón de ser. La literatura es una «misión
imposible».
Al decir esto, me doy cuenta de que no soy sincero. También me siento obligado a
reconocer que, al apoyarse en el primer gran atentado del hiperterrorismo, mi prosa
cobra una fuerza que de otro modo no tendría. Esta novela utiliza la tragedia como
muleta literaria.
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norteamericanos, nuestros problemas son los suyos y viceversa.
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10:25 h
ESA mañana estábamos en la cima del World, y yo era el centro del universo.
Tenía razón cuando les decía a Jerry y a David que estábamos en un parque de
atracciones imaginario: ahora hay visitas guiadas a Ground Zero. Se ha convertido en
un sitio turístico, como la Estatua de la Libertad, a la que nunca iremos. Las entradas
para el WTC Site se sacan en el Sea Port; son gratuitas. Hay una larga cola para subir
a un estrado de madera que domina la explanada vacía. El guía mete prisa a los
mirones. Pero no hay nada que ver salvo una inmensa extensión de cemento, un
aparcamiento sin coches, la mayor tumba del mundo. A veces, la noche enrojece de
vergüenza al pensarlo; los edificios de los alrededores se niegan a resplandecer. Y la
oscuridad nos da calor. El río es violeta y azul, muy bonito visto desde arriba.
Nos hemos convertido en un sitio turístico; ¿qué os parece, hijos? Ahora vienen a
vernos a nosotros.
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10:26 h
EN el Noche (el nuevo restaurante que David Emil, el propietario de Windows on the
World, ha abierto en Times Square), pillo a uno de los ex empleados del Ventanas al
Mundo.
—Soy un escritor francés y estoy trabajando en una novela sobre su antiguo
restaurante.
—¿Por qué?
—Porque mi abuela era norteamericana, se llamaba Grace Carthew Yorstoun, y
yo no fui a su entierro. Estaba en Suiza con mi hermano y mi padre cuando nos
dieron la noticia. Yo prefería esquiar, hacía muy buen tiempo, mi padre estaba
peleado con su hermano y no fuimos a Pau.
—I’m sorry sir but I don’t understand what you’re talking about.
—Yo la conocía poco. Se llamaba Grace, como Grace Kelly, pero nosotros la
llamábamos Granny. Descendía de la vieja burguesía sudista. Al final de su vida se
parecía a Mister Magoo. ¿Ve usted mi barbilla prominente? Me viene de ella.
—Listen, I’ve got work to do. And I don’t understand french. You’re bothering
me, mister!
—Descendía de John Adams, el segundo presidente de Estados Unidos. Tengo
primos en Dallas, los Harben. Hace veinticinco años que no los veo. Me han dicho
que también desciendo de un trampero famoso, Daniel Boone.
—So what?
—We do not hate you. Nos dan ustedes miedo porque son los amos del mundo.
Pero somos consanguíneos. Francia ayudó a su país a nacer. Y luego ustedes nos
liberaron. Y mi primo murió en su restaurante el 11 de septiembre de 2001, con sus
dos hijos.
No sé lo que me entró para mentir de esa manera. Quería ablandarlo. La cobardía
te vuelve mitómano. Carthew Yorstoun son los apellidos de mi abuela. Quítale la «u»
y se queda en Carthew Yorston, un personaje de ficción.
—Excuse me but I’m so sick and tired of Nine-Eleven…
—No se preocupe, ya me voy, no quiero molestarle. Una sola pregunta: ¿conoce
usted la canción de Dionne Warwick?
—Of course.
Y hete aquí que, como dos habitantes del planeta Tierra, empezamos a tararear
«The windows of the world are covered with rain». Al principio nos sentimos
ridículos, no nos atrevemos, los clientes creen que estamos borrachos, no cantamos
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muy alto, y luego llega el estribillo y nos ponemos a dar voces como gorrinos, como
vagabundos, como hermanos.
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10:27 h
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alzado la cabeza: de un apartamento salía
música, risas femeninas, ruido de hielo
entrechocando en los vasos y la luz
amarilla de las fiestas norteamericanas.
Conocía esa canción, un éxito
internacional (Shine on me de los Praise
Cats, con un piano rítmico de locos y una
letra completamente imbécil, como
siempre en ese género de hit disco: «I’ve
got peace deep in my soul I’ve got love
making me hope. Since you opened up
your heart and shined on me»). De pronto
he sentido una alegría increíble, la misma
bocanada de gratitud que sentí el 29 de
agosto de 1999 cuando te tuve en mis
brazos y te di la bienvenida al mundo.
Manoseo en el bolsillo la cajita azul de
Tiffany’s que contiene un anillo de
compromiso. La sirena del barco se ha
callado. Sólo la melodía dong dong dong
zing zing zing sale a la deriva por la
ventana como una corriente de aire
caliente que levanta los visillos en verano,
y todo lo demás está en silencio. Tarareo
esas palabras como un cántico. «I’ve got
peace deep in my soul I’ve got love
making me hope». Me avergüenzo de mi
felicidad católica. Me siento indecente
delante del mayor crematorio del mundo.
Obscena, inexplicablemente contento de
vivir, simplemente porque pienso en los
que amo. Los aviones van derechos a
estrellarse contra un muro y nuestra
sociedad también. Somos kamikazes que
quieren seguir con vida. Sólo el amor me
da derecho a la esperanza. Los cargueros
se cruzan en la oscuridad: luces rojas
como en un aeropuerto acuático,
deslizándose sobre el espejo negro. Las
aves alzan el vuelo hacia las estrellas
muertas. Paso por delante del Cunard
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Building, donde hace un siglo vendían los
billetes para viajar en el Titanic. La
desembocadura del río contaminado se
confunde con el cielo. Flirteamos a todas
horas con la nada, la muerte es nuestra
hermana, es posible amar, sin duda nuestra
felicidad se esconde en algún lugar de este
caos. ¿Habrá una democracia mundial
dentro de treinta años? Dentro de treinta
años estaré tan desengañado como el resto
del planeta, pero me importa un bledo,
porque dentro de treinta años tendré 70.
Dentro de poco, en alguna parte, a lo lejos,
sobre el mar, se reflejará la luna, y
entonces el agua parecerá una pista de
baile o una lápida. Lamento mucho estar
vivo pero ya me llegará la hora. Ya me
llegará la hora.
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10:29 h
EL avión que me llevaba de regreso a París hendía las nubes con su alerón como si
fuera una aleta de tiburón. Sentado en un sillón a 2.000 km/h por encima del océano
profundo, dejaba atrás las nubes para llegar y pedir tu mano. Sentía la vida correr por
mis venas como una corriente eléctrica. Me levanté para estirarme un poco. Me
incliné. Y entonces tuve una idea. Me tumbé en la moqueta, en el pasillo, con las dos
manos extendidas hacia la cabina. La azafata sonrió, convencida de que estaba
haciendo un ejercicio de stretching. ¿Y sabes lo que me estaba diciendo a mí mismo?
Que bastaba con cerrar los ojos y olvidar la carlinga y los reactores y a los demás
pasajeros y entonces estaría solo en el éter, a 16.000 metros de altitud, volando por el
cielo a velocidad supersónica. Sí, me decía a mí mismo que era un superhéroe.
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AGRADECIMIENTOS
Gracias a Bruce Springsteen por su último álbum, así como a Suicide, Robbie
Williams, Sigur Ros, The White Stripes, Richard Ashcroft, Zwan y, por supuesto,
gracias a Cat Stevens-Yusuf Islam por su estuche In Search of the Centre of the
Universe (A&M Records).
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FRÉDÉRIC BEIGBEDER (Neuilly-sur-Seine, 1965) simultaneó durante diez años su
trabajo publicitario con colaboraciones en diferentes medios de comunicación como
cronista de la noche o crítico literario en revistas, periódicos y programas de radio y
televisión. Su novela 13,99 euros (2000) alcanzó un éxito extraordinario,
encabezando durante meses las listas de best-sellers, y de paso fue despedido
fulminantemente de la agencia de publicidad en la que era un brillantísimo creativo.
Posteriormente ha publicado las novelas El egoísta romántico (2005), Socorro,
perdón (2007) y Una novela francesa (2009).
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Notas
Página 218
[1]Agente inmobiliario de Ohio, personaje creado por Sinclair Lewis en 1922. (N. del
A.) <<
Página 219
[2]Mezcla de francés e inglés, equivalente a lo que en el mundo hispano llamamos
spanglish. (N. de la T.) <<
Página 220
[3]De alguna parte han de venir los vientos cuando soplan / Han de existir motivos
para que las hojas se marchiten / El tiempo no puede decir nada, pero yo te lo dije (N.
de la T.) <<
Página 221
[4]En realidad, se trata de una cita modificada por el autor del primer verso del
poema de Mallamé «Tombeau de Edgar Allan Poe». (N. de la T.) <<
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