Como si fuera un atlante, Álvaro de Bazán fue uno de esos gigantes que sostuvo, durante gran parte del siglo XVI, la bóveda del Imperio que Felipe II gobernaba desde los despachos de Madrid. Un imperio que, aunque tuviera los más grandes palacios y los más ostentosos castillos en tierra, mantenía sobre la mar un imponente entablado de alcázares artillados. Barcos, en efecto. Unos, movidos al compás del cómitre; otros —los mancos— impulsados por los soplos mudables de Céfiro. En síntesis: para unos reinos conscientes de su sometimiento a un medio ineludible y omnipresente como el mar, España necesitaba de escuadras y flotas que exigían no solo un mando, sino el mejor y más preciso gobierno. Ese fue, sin menoscabo de otros grandes marinos del Quinientos castellano —tuvimos una pléyade—, el papel de quien encabeza este artículo: granadino de nacimiento, eso lo primero, para pasar a ser después guerrero de mente, político de espíritu y marino de pies a cabeza. Bazán, ese insólito adalid de homéricas pugnas, está a punto de cumplir su quinto centenario, lo cual no es nada para cómo se mide el tiempo en el gran azul, pero sí una fecha concluyente para los que nos levantamos en una rutina sin épica, sumidos en un hábito cuya mayor conquista es ganarle la partida al despertador sin bostezar.
Hablar de una figura como la que nos ocupa, con un voltaje histórico que le sitúa en el panteón de los semidioses, es relativamente sencillo y, simultáneamente, complejo. Sencillo porque de sobra es conocido su palmarés, invicto allá donde estuvo. Daba igual si frente al espolón o bauprés de su nave se presentaban gabachos, petulantes darlings del Támesis, italianos al dente, lusos cuyos fados hieren más que el acero de una espada, moros de granel o la élite del mismísimo sultán. No había rival. Y, sin embargo, como digo, es también un personaje complicado. Más que las coreografías de Lady Gaga o lograr entender la posmodernidad. Me explico: Bazán “el mozo”, espejo de meritocracia y cuyo linaje se hunde entre los más antiguos “ricoshombres” de la temprana Navarra medieval, no tiene comparativa posible, ni tan siquiera en el mundo de la ficción. Y ojo, remarco lo dicho por mucho que DC presuma de tener en la Liga de la Justicia a un tipo que respira bajo el agua. Aquaman, se llama. O eso dicen. Por favor… situémonos. Uno habla con delfines; el otro, además de armador, fue impulsor de nuevas estrategias navales e incorporó la sanidad a las campañas marciales de la Mar Océana. No hay color. Tal vez, aunque solo fuera por lo icónico del relato —y del momento, ya que estamos en modo cómic—, valga esto que una vez escuché que le decían a un grupo de escolares con la mirada fija en la escultura del egregio militar que, desde su pedestal, vela la matritense plaza de la Villa: “Es como si a Bazán le hubiera mordido, en vez de una araña, un tiburón (mako añado yo), convirtiéndolo en un superhéroe”. Brillante. Indudablemente, una buena fórmula para explicar cómo pudo nuestro hombre moler a todo tipo de insolentes en mar abierto. Stan Lee estaría orgulloso. Tanto como en su momento debió estarlo el propio Felipe II, harto de tener que sacudirse insurgentes y contestatarios doquiera ondease una cruz de San Andrés. Sin embargo, Álvaro de Bazán —nombre y casi marca en sí misma— es mucho más que la evocación de laureles abstraídos en la soltura de Lope; es, de hecho, un cosmos de aspectos y elementos tan amplio como lo fue la época que le tocó vivir: el Renacimiento.
Como tal, el almirante se nos dibuja como un hombre de su tiempo: sosegado, reflexivo y abanderado de un gran liderazgo. Capacidad, esta última, que sus contemporáneos vieron con nitidez manifiesta desde que se curte como azote de corsarios en la niñez. ¡Ah! ¿Que no os lo creéis, verdad? Porque claro: chupetes, guardería y pollo Pepe. Pues no, es tal cual lo cuento: Bazán era un bisoño que acababa de colgar, como quien dice, el babero y que, con apenas ocho años, recorre y se conoce al dedillo las embarcaciones de su padre. Con dieciséis, por cierto, ya tomará los aceros en la batalla de Muros. De acuerdo a esas observaciones, el futuro marqués sueña los buques que han de abrirse a un tiempo nuevo. A él le debemos el galeón como nave reina de los mares, así como la evolución del mismo a sus más directos descendientes. De justicia es reconocerlo, antes de salivar con extranjeros. Esos mismos que, ¡vaya casualidad!, hincaron la rodilla ante el granadino, erigido entonces como Neptuno mismo. Mientras Álvaro se adiestraba en el arte de la guerra, despejando el rumbo a los que serían sus más sonados éxitos —¡Malta, Gibraltar, Vélez, Lepanto, Azores… y por los pelos, quizá, la gran empresa del 88!—, también recibía formación en el humanismo cultural del momento. Este es “el otro” Álvaro de Bazán: el protector de las artes, faceta en la cual, probablemente, influyó el hecho de que tanto Carlos V como Felipe II, monarcas con los que tuvo íntima relación, ordenasen levantar los dos mayores palacios de la cristiandad habsbúrguica —y más allá, modestia aparte— mientras nuestro protagonista asumía modas y estéticas de una Italia esplendorosa. De este modo se explica la apabullante domus clásica que el marino estableció sobre la bajamar seca de un lugar de La Mancha. Un lugar llamado el Viso del Marqués. Pocos lugares hay que resuman alegórica y categóricamente lo que una vez fue España. Imperio, sí, pero por hombres como Álvaro, señorío. Y no uno cualquiera, sino talasocrático, de viento salado, oleaje, madera y albedrío.
Muy feliz cumpleaños al tritón hispano.
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