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¡Usted no sabe con quién está hablando!

¡Usted no sabe con quién está hablando!

La Guerra Civil española no finalizó, de manera definitiva, aquel primero de abril de 1939, con el escueto y concluyente parte que todos sabemos de memoria: “En el día de hoy…”. Finalizada la contienda empezaron las represalias. Los perdedores fueron sometidos a inimaginables vejaciones. Volvieron las viejas costumbres caciquiles y los caprichos de unos señores impunes, amparados por la ley y el nuevo orden, que, sin remordimiento alguno, se tomaron la justicia por su mano.

La historia que se cuenta en esta novela, escrita con mano diestra, con no poca elegancia, con un tono que se sostiene a lo largo de todas sus páginas, comienza en mayo de 1939. El señor regresa a casa, a su pueblo, a Monasterio, que es nombre que representa a los demás pueblos de España en esa época. Y observa los estragos del enfrentamiento: la vieja casa de sus ancestros medio derruida y, sobre todo, el robo de unas piezas que simbolizan la tradición familiar, casi lo más sagrado. De ese modo, lejos de predicar el perdón de ese Evangelio que tanto defienden, se inicia la venganza contra gente indefensa, sin apenas recursos, desafectos al Régimen, aunque procuran ponerse un punto en la boca.

Es verdad que hay pasajes ciertamente crueles a lo largo de la novela. Pasajes que nos recuerdan la mejor tradición de la novela naturalista europea y, más cercano a nosotros, el descarnado tremendismo de un Cela o de José Luis Castillo-Puche, autor de Con la muerte al hombro, relato que debería ponerse nuevamente en circulación para hacerle la justicia que merece.

"Candela, que sufre, recogida en sí misma, el drama familiar, termina por aceptar las sucias correrías de su marido, los escarceos con otras mujeres, a cambio de que éstas no queden preñadas y reivindiquen sus derechos"

La parte puramente social e histórica no empaña esa otra nota más sentimental e íntima en la que aparece un matrimonio compuesto por el cacique y amo de todas las cosas, don Ramón, su esposa, Candela —una pareja infeliz, “compuesta por una mujer silenciosa y un hombre ruidoso”—, y sus tres hijos: Magdalena, Emilio y el pequeño Chechu —que apenas tiene voz en el relato, pero cuya presencia resulta indispensable—, la gran esperanza de la casa para que en un futuro no muy lejano se haga con las riendas de la hacienda. Tanto Magdalena —que tiene amores furtivos con gente corriente y moliente, sin nobleza reconocida, que no tiene ni donde caerse muerta— como el joven Emilio, que aspira, contra la voluntad de los suyos, a ser músico, a dejarse crecer la melena y a vivir de ilusiones, sufrirán en sus propias carnes, tiernas y adolescentes, la arbitrariedad y el capricho de un padre con un talante poco democrático, chapado, y de qué manera, a la antigua; una especie de Señor de las Moscas que trata de apretar con su puño cuanto hay a su alrededor, incluido el frágil y endeble material humano.

Y mientras tanto, Candela, que sufre, recogida en sí misma, el drama familiar, termina por aceptar las sucias correrías de su marido, los escarceos con otras mujeres, a cambio de que éstas no queden preñadas y reivindiquen sus derechos.

"Impera, pues, la Ley del Silencio. Y otras leyes no escritas, pero de una tradición que se remonta a la noche de los tiempos; unas leyes que conceden un poder absoluto al dueño de la casa"

Impera, pues, la Ley del Silencio. Y otras leyes no escritas, pero de una tradición que se remonta a la noche de los tiempos; unas leyes que conceden un poder absoluto al dueño de la casa, que es como decir el dueño del resto de almas. La ambientación que aparece en la novela sirve para que el lector visualice, con absoluta precisión, y le ponga cara a lo que sucede en el interior de un hogar y en los campos de alrededor durante aquellos años: el bullicio de las criadas —no se admitían ni demasiado jóvenes ni demasiado apuestas, para evitar las tentaciones del señor y del señorito— mientras deshollinaban la casa, el ruido de las cacerolas en la cocina, el olor del guisote bien hecho, a fuego lento, el canto de los campesinos mientras recolectaban la cosecha, las visitas del cura párroco de Monasterio, glotón donde los haya, que da buena cuenta de los manjares que se guardan en la despensa, etc.

No es, pues, la guerra la auténtica protagonista, sino las consecuencias evidentes e inevitables de la misma, cuyo veneno se transmite a todos por igual, aunque unos sufran sus efectos más que otros. Y en eso consiste uno de los principales valores que atesora la novela. La guerra, como se afirma en estas mismas páginas, les había robado un fragmento del alma, aunque, del mismo modo, se explica que, en toda contienda, desde que el mundo es mundo, siempre hay vencedores y vencidos. Y los vencedores quieren dejar bien patente los privilegios que esta circunstancia les otorga. Es frecuente que, en la calle, en ciertos enfrentamientos entre los ciudadanos, se oiga con frecuencia una frase que habría de perdurar hasta años después de la muerte del propio dictador: “¡usted no sabe quién soy!” o, con mayor contundencia si cabe, “¡usted no sabe con quién habla!”.

"Las últimas páginas de la novela, de un feroz dramatismo que nos llega a encoger el corazón, resultan ciertamente deslumbrantes"

El relato se completa con unas espléndidas imágenes que se nos antojan extraídas del cine, arte que tantos y buenos recursos ha otorgado a la literatura. Así sucede, por ejemplo, cuando don Ramón, desesperado, sale del hospital, en donde se debate entre la vida y la muerte uno de sus hijos, y, ya en la calle, da a su cigarrillo esa primera calada que desprende una densa humareda que va a parar justo a sus ojos: “Mientras fumaba, con el sombrero calado hasta la frente, perdía la mirada en un grupo de palomas que bebían en un charco”.

Jacinto Arias, que aún no posee una larga experiencia, con no poco esfuerzo y gran pericia, con una buena dosis de sensibilidad, que aquí no se echa en falta, logra mantener la tensión en el lector hasta la última página, a base, sobre todo, de esos inevitables encuentros del padre con sus hijos que, de alguna manera, representan lo que está por venir: un nuevo modo de relacionarse, una mayor igualdad y solidaridad entre los seres humanos, sin tener demasiado en cuenta su ideología ni su condición social. Pero eso ya es otra historia que no alcanzará a los allí presentes, como un sueño que se desvanece en un horizonte aún lejano.

"El ruido corresponde por igual a los coletazos de la Guerra Civil recién finalizada, como a las turbulencias que tienen lugar en el seno de la familia Lombardo"

Las últimas páginas de la novela, de un feroz dramatismo que nos llega a encoger el corazón, resultan ciertamente deslumbrantes: asistimos a la caída y a la resurrección del cacique que se ve muy afectado por el golpe fatal que implica a uno de los miembros del clan familiar. Sin embargo, la esperanza de una transformación, de una repentina catarsis, se diluye en tan sólo un par de años, cuando, por fin, después de reponer su ánimo, sale de su mutismo, de su exilio interior, y vuelve a la carga con más fuerza si cabe y peor mala leche.

El título de la obra, que me parece acertado, consecuente con la acción, encierra un doble sentido: el “ruido” corresponde por igual a los coletazos de la Guerra Civil recién finalizada, como a las turbulencias que tienen lugar en el seno de la familia Lombardo, donde la carne trémula de los que aún están creciendo, ya en edad de merecer, hace estragos frente a la insensatez y la ceguera de quienes se creen impunes y eternos.

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Autor: Jacinto Arias. Título: Después del ruido. Editorial: Pre-Textos. Venta: Todos tus libros.

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