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jueves, 4 de junio de 2015

Ana Joyanes y Francisco Concepción "El caso de la Pensión Padrón"

Ayer me llegó el último poemario de Marian Ramentol, Primaria, decisiva e inaprensible, del que daré cumplida cuenta en su momento. Sólo con la dedicatoria tan sugestiva —“Todo cuanto he escrito no existe todavía”— merecerá la pena zambullirse de nuevo en su poesía surreal, intensa, precisa, insobornable a modas, gustos de la galería.
Pero hoy me debo a otro libro.
Portada de "El caso de la Pensión Padrón"

Al regresar de la oficina, en casa me esperaba El caso de la Pensión Padrón, escrito a escote, a cuatro manos, por mis amigos Ana Joyanes y Francisco Concepción. De esta novela, sin leer el ejemplar que me acompaña, ya puedo hablar, ya quiero hablar, ya necesito hablar.
A lo largo de este tiempo, unos dos años si no me equivoco, ¿cuántas veces he deseado hacerme eco de su contenido, de su proceso de escritura incluyendo la pasión, el deseo, las dudas que han ido jalonando este tiempo?
Podría buscar, pero no me apetece hacerlo ahora, los primeros rastros, los balbuceos iniciales que dieron pie a la obra que ha visto la luz, allá en Santa Cruz de Tenerife los últimos días del mes de mayo.
Ahora la ilusión me desborda, pues bien sé la cantidad de tiempo que ha llevado a sus autores arribar en buen puerto esta tremenda historia.
Me llegan ecos de las reacciones (algunas no las comprendo muy bien) que se están produciendo en la isla respecto del libro, puesto que está basado en un hecho real que conmocionó la vida santacrucera durante unos meses. En el fondo no me extraña el revuelo. Era de esperar. Transcribo el arranque de la novela, o sea que no desvelo nada del texto:
Un cadáver entre colchones
Crónica: Samuel Nava
Agentes de la Policía Local de Santa Cruz de Tenerife han encontrado un esqueleto humano debajo de los colchones sobre los que durante los últimos dos años ha estado durmiendo una pareja, en la tercera planta de la Pensión Padrón de la capital tinerfeña.
Nadie ha podido dar una explicación a este macabro suceso, ni siquiera la propietaria del inmueble, de avanzada edad.
Efectivamente, se trata de un hecho tan macabro y tan real como recogen estos párrafos publicados en prensa, párrafos que sirvieron de inspiración o espoleta para que Ana y Francisco, años más tarde del suceso, empezaran a edificar su relato. Es decir, ellos, simplemente se han limitado a rescatar un hecho casi olvidado y sobre unos mimbres de realidad han creado una ficción bastante plausible.
Conozco con suficiente profundidad el texto como para hacer una reseña del mismo. Podría resaltar la facilidad con que se han imbricado dos estilos de autores tan distintos como Ana y Francisco. Podría hacer hincapié en la fluidez lograda por el texto. Podría enfatizar la originalidad de mezclar dos puntos de vista para narrar la novela: por una parte el objetivismo casi absoluto, emparentado con documentales o con ese tipo de cine en que el director se ‘limita’ a poner en funcionamiento la cámara para que ésta recoja lo que sucede ante su foco; y por otro lado el subjetivismo del autor omnisciente que penetra en los más profundos pensamientos de uno de los grupos de protagonistas, el del periodista y la investigadora que se empeñan en intentar descubrir la verdad. Podría ahondar en un tema casi filosófico que crece poco a poco, a medida que el argumento avanza y que desemboca en una pregunta que el lector atento se hará tras alcanzar el punto y final: ¿Qué es la verdad? Y por último, debería referirme inexorablemente a la valentía de Francisco Concepción y Ana Joyanes por asomarse a uno de los aposentos del infierno y habérnoslo trasladado con la mirada transparente de quien no juzga, de quien simplemente se da cuenta de que el averno no está tan lejos de nosotros, acaso a nuestro lado y que el sufrimiento de quien allí habita alcanza proporciones casi imposibles de digerir para la inmensa mayoría. Por suerte, añado. Y a colación de esto último, quizá debería reflexionar sobre la verdadera dimensión ética del escritor, que no debiera ser juzgar los hechos, sino intentar presentarlos al lector con la mayor objetividad posible y con el mayor número de puntos de vista a su alcance para que el lector pueda decidir por su cuenta, con suficiente conocimiento de causa. Determinar que algo sea bueno o malo, admirable o reprobable, admisible o inadmisible, no es misión de quien escribe, sino de quien lee; pero para que su juicio sea recto debe contar con todos los elementos o con la mayoría de ellos. A veces de un matiz, uno solo, depende llegar a una conclusión o a su contraria.
Pero todo esto lo dejo a otros, lo cito como quien prende un par de candelabros para apenas iluminar un camino, el sendero por donde se adentre el lector.
Porque, con ser importante cuanto vengo diciendo, a mí me importa más la pasión y la ilusión que durante dos años han puesto Ana y Francisco. Sin esa dosis de amor ilimitado y loco por este oficio, hubiera sido imposible culminar el proyecto. Ese ánimo se transparenta en muchas páginas del texto, pero yo diría que, de modo especial, en el respeto y cariño con que retratan a los personajes, sobre todo algunos de los más repulsivos a priori, pues forman parte de los parias desalojados de nuestra sociedad, unas veces por voluntad propia, otras porque la vida los ha arrojado al rincón más hediondo del estercolero.
Han sido varias decenas de correos electrónicos, tres o cuatro relecturas, algún pobre consejo, alguna mínima corrección y muchas horas de reflexión compartida como para no sentirme implicado de modo tan especial en El caso de la Pensión Padrón. Sé que no soy el único, sé que otros buenos amigos (Miguel Ángel Brito, Iván González Barrios, Inma Vinuesa, José Antonio Perales, Alexia Sálamo y Sara Sálamo) han estado muy presentes aconsejando, iluminando y animando —mucho más y mejor que yo—, pero también sé que he sido honrado con su confianza y que, al fin, todo el esfuerzo ha merecido la pena.
Además he tenido la bendición, gracias a que me implicaron en el proyecto, de aprender que incluso en medio de la realidad más repulsiva, cabe un resquicio para cierta luz, para un relámpago de amistad, aunque todo concluya del modo en que el lector conoce desde el primer párrafo de la novela.
Como recoge la nota introductoria, Jacques H. Bernardin de Saint Pierre dejó escrito: “El hombre es el único ser sensible que se destruye a sí mismo en estado de libertad”. Nada que objetar. De hecho añadiría que el hombre es esa parte de la creación capaz de hacer del infierno un territorio habitable en esta vida, sin necesidad de esperar a otra. Pero también añadiría que es ese ser capaz de asomarse a sus estancias y arrojar sobre ellas una mirada de misericordia.
Concluyo con un aviso: la novela puede herir determinadas sensibilidades, pero también puede abrir muchos ojos, y ojalá que unos cuantos corazones. De lo que estoy seguro es de que El caso dela Pensión Padrón no dejará indiferente a nadie, pues al fondo del relato, el lector sabe desde el principio que, tanto horror no fue ficción.



domingo, 24 de febrero de 2013

Ana Joyanes Romo: "Noa y los dioses del tiempo"

Noa y los dioses del tiempo
Ana Joyanes Romo. 
Ediciones Idea y Ediciones Aguere 
Santa Cruz de Tenerife 2012.  275 páginas.

La escritora Ana Joyanes firmando
ejemplares de su obra
Escribir acerca de una nueva novela de Ana Joyanes Romo es uno de los placeres que me reservaron como premio inesperado al entrar en este mundo de los blogs. Inesperado y escondido en aquel noviembre de 2008 que ahora parece tan lejano y, sin embargo, como síntoma de contradicción, está tan próximo y tan presente en el recuerdo. No es el único premio que he recibido, pues, en esta misma categoría de escritores y de amigos podría citar varios nombres, desde luego nada secretos, camuflados o escondidos.
Pero mejor no andarse por las ramas, mejor ir al grano, y cuanto antes, respecto de esta novela, que es lo que debe ocupar estas líneas.

En esta novela me atrevo a destacar tres pivotes sobre los que avanza o giran, tanto el argumento como el tema central: tiempo, mitología y humanidad. Procuraré explicarme.

En su anterior novela (Sangre y fuego), el tema del tiempo asoma como algo trascendente. Si alguien lo ha olvidado, o aún no lo ha leído (¿Alguien no lo ha leído aún?), Sangre y fuego es una novela en la que sus protagonistas viven sus peripecias desde el año 175 d. C. hasta 2009. Y el tiempo también era importante respecto de la arquitectura de la novela, con esos saltos cronológicos, esos avances y retrocesos durante la trama que van tejiendo el argumento con una precisión milimétrica. Pero, a pesar de esta importancia indudable, el tiempo no llega a ser uno de los temas o cuestiones capitales en la obra, simplemente es, de una parte, referencia narrativa y, por otra, material de construcción para el autor, permítaseme el símil.
Portada del libro
Sin embargo, en Noa y los dioses del tiempo, ya desde el título, el lector ha de asumir que el tiempo no va a ser un ingrediente decorativo, es absolutamente trascendente. Y después de leer la primera frase de la novela, esta suposición se convierte en confirmación expectante. Abre así Ana su obra:
El día que Noa nació duró 25 horas, aunque nadie pareció percatarse.
Pero, a medida que se avanza en su lectura, el lector comprobará que el tiempo es clave, tanto para lo bueno, como para lo malo.

Cuando comenté la primera novela publicada por Ana (Lágrimas mágicas) hablé de la literatura fantástica. La autora, como no puede ser menos, sigue siendo fiel a este tipo de literatura en esta tercera novela individual, pero uno, que ya está rendido por la potencia de sus letras por la energía y plasticidad que atesora en cada párrafo, no es nada reticente a esta cuestión. En este caso, además, podría decir que es menos fantástica que otras, pero acaso porque uno, desde hace mucho tiempo está acostumbrado a la mitología y no considera el Olimpo como parte del género fantástico.
¿Por qué?
Es algo que me pregunto desde el segundo capítulo. Sólo se me ocurre una respuesta: porque otro de los pilares sobre los que se sostiene esta novela (y también el título lo sugiere) es la creación de una mitología, en este caso canaria. No me resisto a copiar el inicio de este capítulo que incluye en pocas pinceladas lo esencial del olimpo canario creado por Ana:
El aburrimiento de Berés se contaba por siglos. Desde su observatorio, contemplaba el lento devenir del universo y se desesperaba.

Surcaba las vías estelares una y otra vez, contemplando las estrellas nuevas, las viejas sendas intergalácticas.

—No interfieras en la labor de los otros dioses —había sido la consigna de su madre, Meia—, esta morada que nos estamos construyendo necesita del trabajo de todos nosotros. No estás solo y no eres todopoderoso, tienes tus límites, como todos.
Como uno intuye nada más leer estas líneas, estos dioses no van a ser muy diferentes de los dioses a los que estamos más acostumbrados gracias a nuestra tradición greco-latina: Zeus o Júpiter, Mercurio, Marte, Venus, Afrodita, Cronos, Hermes, Neptuno… y todos los demás. Así, si en Lágrimas mágicas las criaturas fantásticas que poblaban sus páginas eran elfos, gnomos, hadas, trolls, suelfos, trasgos... y en Sangre y fuego vampiros y otros monstruos, en Noa y los dioses del tiempo, Ana Joyanes se atreve a crear nada menos que una mitología cuyo centro de operaciones en esta peripecia son las Islas Canarias —Marinia en la novela—. 
Imitando o siguiendo la estela que el ser humano desde antiguo ha trazado a la hora de componer sus mitologías, Ana Joyanes otorga a las inmensas e imprevisibles fuerzas de las naturaleza la condición de deidad. El hombre desde siempre se ha preguntado por la sucesión de los días y las noches, los ciclos de las lluvias o las sequías, las razones por las cuales, de improviso, una catástrofe natural (terremoto, huracán, erupción volcánica, tempestad, galerna, tornado, incendios...) sembraban miedo, horror, destrucción o muerte. Y el ser humano se respondió en casi todas partes con la creación de divinidades que explicaban tal o cual suceso. Del mismo modo que nuestros predecesores ha actuado la escritora, y mostrando su portentosa imaginación y sensibilidad, ha sido capaz de crear un parnaso canario con once deidades, de momento: Adea, Berés, Detor, Faura, Koya, Madin, Meia, Pau, Pitileia, Sera y Tesay.
Pero al crear esta mitología, Ana lo que hace, en realidad, es rendir homenaje y plasmar su amor a la tierra donde vive desde hace años, una tierra que no la vio nacer, pero a la que adora. Un archipiélago donde el equilibrio entre el sol, los vientos, tierra, mar y la entraña viva y ardiente del planeta conviven en un equilibrio que da como resultado algo parecido al paraíso. 

Como he dicho más arriba, otro de los puntos de apoyo de la obra, como siempre sucede en la narrativa de Ana Joyanes, es el ser humano. En las mitologías (en cualquiera) no sólo se explica cómo son los dioses que rigen el Universo, sino que se da a conocer el mundo de los humanos. Las mitologías sólo tienen sentido desde los humanos. Así ha sido siempre, y ésa quizá sea la mayor prueba de que los únicos dioses somos los hombres; pero esto es otra historia. En Noa y los dioses del tiempo la autora traza también una. Y como sucede con cualquier mitología, la humanidad que se dibuja es la contemporánea al autor(a) que la escribe. El retrato que Joyanes hace de esta humanidad es desolador, para qué engañarnos, sobre todo en lo que respecta a los políticos y dirigentes marinios, especialmente extrapolables a los actuales dirigentes españoles. En esta parte, para desgracia de todos, la novela es realista, a pesar de que no se profundice excesivamente en el asunto. Pero al mismo tiempo, pone la lupa —porque esto es lo que más interesa a la escritora— sobre aquellos que viven e intuyen que la verdadera salida no está en quienes imitan los caprichos de los dioses, sino en quienes aman. En este sentido, los personajes de los abuelos son un prodigio de ternura, que no de sentimentalismo.
Y como en toda creación mitológica, en Noa y los dioses del tiempo nos encontramos con unas criaturas casi humanas, los oceánicos, que no sé si interpretar como una vuelta atrás en la evolución —ya que son casi anfibios pues sin agua no pueden vivir— o, por el contrario, un paso adelante, a modo de aviso de lo que puede ocurrir si el calentamiento del planeta continúa y acrece el nivel del mar hasta territorios hasta ahora impensables.

Me leí la novela en dos días. Como siempre me ocurre con la literatura de Ana Joyanes, cuando empiezo, ya no puedo parar. 
Su narrativa se caracteriza formalmente, por ser una literatura de músculo y nervio, sin apenas adornos y en constante avance. La narración esencial, en donde los verbos —y por tanto la sensación de movimiento— prevalecen sobre cualquier otra categoría lingüística. Más aún, los adjetivos tienden a desaparecer, y cuando se muestran brillan con más intensidad. Sin embargo, en esta novela, hay hermosísimos pasajes que rozan la descripción poética, momentos que rompen el ritmo trepidante y sosiegan la respiración del lector, si es que éste tiene paciencia y no se ve impelido por la historia a avanzar en el argumento, que no voy a reproducir, por obvias razones de respeto a los lectores. Aún así, sin desvelar mucho, aquí dejo lo que para mí es el núcleo que desencadena todo lo que sucederá: la impaciencia y la envidia de los dioses hacen de la Tierra, y más en concreto de Marinia, objeto de sus deseos.
En un rápido periplo por los confines del universo, un pequeño lugar aún inconcluso había llamado su atención, un planeta minúsculo, condensado y cálido. Tal vez le hubiera pasado desapercibido si no fuera porque distinguió en él la mano amorosa de Tesay. Era notorio que su hermano sentía predilección por este rincón, lo conocía bien. Podía percibir cómo lo moldeaba, despacio, con mimo, sin las grandes muestras pirotécnicas con que despachaba la creación de otros lugares o los cataclismos con que destruía lo que consideraba inútil o inadecuado.

Y Berés deseó poseer lo que su hermano tenía.
(El subrayado es mío)

Lo malo de este deseo de Berés es que el enfrentamiento con Tesay en diferentes eones del Universo, supone el dolor, el sufrimiento, incluso la muerte de los humanos que habitan los territorios objeto de su anhelo desmedido.
En uno de los últimos enfrentamientos de Tesay y Berés —en el eón que nos corresponde hoy en día—, una jovencita marinia llamada Noa, poseedora de cualidades especiales, tiene una trascendencia fundamental, que sólo en las últimas páginas del relato se resuelve.

Esta entrada es sólo una reseña, por tanto, a pesar de que me cuesta trabajo, no debo avanzar en el comentario del argumento del libro, pues desvelaría más de lo que debo. Pero tampoco debo olvidarme, para que el lector sepa con lo que se va encontrar, de la entraña de la narración. Más allá de lo trepidante de este relato, que encaja sin esfuerzo en la categoría de novela de aventuras, o, si se quiere emplear un término más contemporáneo thriller, más allá de la creación de una mitología, más allá de la existencia o no existencia del pasado, el presente o el futuro y de su modo de manifestarse y superponerse, el tema principal de la novela —bien sujeto por estos pivotes—, es el amor, la entrega absoluta como única posibilidad para romper lo inevitable.

Quizá por ello sea tan atractiva esta novela, quizá por todo ello sea imposible no dejar sus páginas una vez iniciada la lectura. Son temas eternos en la literatura, y son eternos porque a cualquier lector de cualquier época interesan estos asuntos relacionados con los miedos más ancestrales y los deseos más hondos, esos que mueven cada vida, todas las vidas.

martes, 12 de abril de 2011

Ana Joyanes Romo: "Sangre y fuego"

Título: Sangre y fuego
Autor: Ana Joyanes Romo
Editorial: Idea
1ª edición Santa Cruz de Tenerife, España, año 2011
535 páginas
Me cuesta desde niño adentrarme en libros o películas cuyos protagonistas sean monstruos. Cualquier monstruo me desazona, me asusta, me aboca al vértigo del dolor, el sufrimiento, el miedo, la crueldad… Aunque he de reconocer que estas criaturas forman parte de los sustratos culturales de todos los pueblos. A poco que uno haya leído algo sobre tradiciones literarias orales, descubrirá seres fantásticos y monstruosos en cualquier civilización humana: mediterránea, centroeuropea, africana, egipcia, azteca, maya, india… Lo más probable es que esas criaturas representen el miedo que el hombre ha sentido, y siente, a la muerte y a todo lo que nos lleve a ella, de ahí su pervivencia en esta época de tantos avances científicos, médicos, técnicos y tecnológicos. Los monstruos pueden ser la explicación de muertes y sucesos que no se entienden de modo racional; también pueden ser maquinaciones de los poderosos que funcionen como frenos a determinados deseos y, por qué no, pueden ser fabulaciones acrecentadas sobre determinados individuos que tenían alguna característica o defecto que causaba el pánico, la destrucción y el horror allá por donde pasaban… Lo que está claro es que todos estamos seguros de que no existen vampiros, brujas, zombies, devoradores de almas, malos espíritus, ánimas en pena, almas del purgatorio, médiums… ¿O no está tan claro…?
Esto es lo primero que quería especificar, para que se entienda en sus justos términos todo lo que a continuación diré sobre este libro de Ana Joyanes Romo, que, como debe saberse, es amiga mía –este dato ni me apetece ni quiero ocultarlo-, seguidora de este espacio, lectora de algunos de mis libros y compañera de autoría –junto con otros cinco amigos escritores- en la experiencia colectiva que ha dado como primer fruto la novela Oscurece en Edimburgo.
Quien haya leído la obra de Ana Joyanes Romo tendrá plena conciencia de que su literatura es movimiento, incluso cuando narra momentos de quietud. En la escritora jienense predomina el verbo en todos sus modos, formas y tiempos, para dotar a sus historias de una acción que nunca se detiene. Este dinamismo termina por atrapar la atención del lector que no suele encontrar en sus textos las descripciones de quien contempla un paisaje estático y aquietado. Su modo de trasladarnos –incluso esos horizontes en apariencia inmóviles- tiene que ver con los cineastas que toman la cámara al hombro y, cuando el objeto de su contemplación permanece quieto, son ellos quienes se mueven acercándose o alejándose, rodeándolo o adentrándose en él. Así se podía comprobar ya en Lágrimas mágicas, o en su relato largo publicado en seis entregas en La Esfera Cultural En la cueva de hielo, quizá la extensión de ambos, no permitía saborear del mismo modo esta característica de su prosa.
Otra de las peculiaridades de la forma de narrar de esta tinerfeña de adopción, es su atracción por el mundo de lo fantástico, aunque, a mi modo de ver, yo diría que más que gusto por lo fantástico, sería gusto por introducir lo fantástico en el ámbito de nuestra realidad humana, simplemente tridimensional. En su literatura, el mundo humano no es el único posible, mejor dicho, lo humano está acechado y se comparte –a pesar de que, según su universo literario, normalmente no seamos conscientes de ello- con criaturas que hemos dado en llamar imaginarias: trolls, gnomos, duendes, hadas, ninfas, magos, unicornios… eran los seres que aparecían en los relatos citados. En Sangre y fuego son los monstruos, sobre todo los vampiros, quienes protagonizan (o co-protagonizan) esta historia que transcurre desde el año 175 d. C. en un castro romano situado en un inhóspito lugar de centro Europa y concluye en Barcelona un anochecer cualquiera de octubre de 2009. Aunque en realidad el epicentro de toda la historia acontece a principios del siglo XVI en Sevilla y tiene su réplica (o su premonición, según se mire) en Alejandría, durante la primera parte del siglo quinto de nuestra era. Y ya estoy aludiendo a uno de los logros formales de esta historia: su arquitectura.
La construcción de esta novela se nos revela ambiciosa y, en cierto sentido, compleja, y sin embargo no repercute en la comprensión del lector. Los constantes saltos espacio-temporales (sólo he citado cuatro, hay más, que sin duda han de sorprender al lector), no son meros alardes, todos ellos tienen su razón de ser y sirven para alcanzar la comprensión de la novela. En este sentido no quería dejarme en el tintero la recreación que Ana consigue de parte de la vida de Sevilla durante los primeros tres lustros del siglo XVI y, sobre todo, cómo se ha documentado para hablarnos y mostrarnos sin tapujos la brutalidad hipócrita del poder de la Inquisición. Una documentación que, con gran clase literaria, no se transcribe al texto como quien elabora un resumen histórico, sino que es el sustrato necesario para narrar lo que está sucediendo.
Además de por lo dicho, una novela se graba en los lectores por la fuerza de sus personajes. Mucho más que la peripecia que se nos cuenta –y no desvelaré casi nada de ella-, o cómo se nos cuenta –ya he señalado sus aspectos más evidentes, aunque podría detenerme en otros: la fuerza de los diálogos, su sensibilidad para utilizar todos los sentidos y así zambullir al lector en los ambientes hasta parecer que uno está allí mismo contemplando cuanto ella escribe, el manejo certero del monólogo interior esparcido en sus dosis justas a lo largo de la novela-. Digo que una novela perdura en la conciencia del lector, por sus personajes, por la verosimilitud y fuerza que logre en ellos, como Ana ha conseguido con los suyos, incluso los que podrían catalogarse como figurantes, si de una película u obra de teatro hablásemos. Y esto, me parece, se logra de muy diversos modos, pero sobre todo poniendo mucho cariño en cada uno de ellos, y dotando de personalidad propia a todos, aunque aparezcan poco, aunque aparezcan menos. Cuanto más creíbles, cercanos y plausibles nos parezca un secundario, más fuerza se otorga a los principales.
A mi modo de ver, en esta novela hay cinco personajes fundamentales, pero no los únicos. Como aquí no se realiza un estudio pormenorizado de la obra, sino una reseña (eso sí, más amplia de lo habitual y quizá de lo deseable, porque para eso soy el editor de esta página y es lo que más me apetece en estos momentos), sólo citaré a los cinco, dejando de lado a personajes tan entrañables o tan detestables como Teodoro, don Fernando, Agnés, un soldado español… Los protagonistas humanos más importantes son tres mujeres: Hipatia (la filósofa que vivió y murió en Alejandría a caballo de los siglos IV y V de nuestra era) Blanca (la protagonista femenina absoluta del relato) y su criada Goyita, toda una joya de personaje secundario. Los protagonistas masculinos, Marco Tuccio Mancino y Appio Claudio Rutilo, son dos monstruos a los que uno acaba por admirar y, en cierto sentido, compadecer. O sea que uno acaba tomándolos cierto cariño. No creo que esta distribución sea casual, y mucho menos al comprobar que entre las mujeres citadas figura la sabia alejandrina Hipatia. (Conviene aclarar de inmediato, como se hizo en la presentación y como yo ya sabía de antes, que la Hipatia de Sangre y fuego ya estaba escrita antes de que Alejandro Amenábar filmara su película. De hecho, la aparición del film se convirtió en una terrible duda en el ánimo de la autora a la hora de decidirse a publicar la historia, por suerte esta duda se resolvió a favor de los lectores. Que Hipatia aparezca tanto en la novela como en la obra cinematográfica, es una prueba de que se están consiguiendo redescubrir personas reales que la oficialidad se encargó de intentar eliminar. En el caso que nos ocupa por dos poderosísimas razones; primero por tratarse de una mujer que sobresale en un mundo en el que la mujer sólo tiene que servir para dar placer a los varones, para procrear y educar a la prole; y, segundo, porque, además, difunde ideas que hablan de libertad, tolerancia, racionalidad, respeto, diálogo, en un lugar en que el integrismo religioso del cristianismo oficialista, a partir del maldito decreto de Constantino, se dedicó a laminar la libertad, la ciencia y el pensamiento libre, nada menos que en Alejandría). De todos modos, los protagonistas masculinos, a pesar de su condición de monstruos, son humanos atormentados, apabullados por el dolor y, en el fondo, por su propia fragilidad, pues lo que nosotros aborrecemos de ellos, lo que les otorga el poder sobre los débiles seres humanos, es precisamente lo que a ellos les impide alcanzar lo que tanto ansían. Pero para que un personaje cuaje en el ánimo del lector hasta convertirlo en alguien cercano y de algún modo querido, hay que situarlo en una peripecia determinada y dejar que nos conduzca a lo largo de ella.
Como la mayoría de las grandes novelas, es difícil escoger el tema central de Sangre y fuego, porque son varios los que funcionan como si fueran los cimientos o pilares sobre los que se sustenta. Yo destacaría cuatro: el amor, el destino, la lucha por la libertad y la intolerancia. Y sobre estos, el último. La intolerancia humana, el modo en que el poderoso cercena de raíz y con impune crueldad cualquier intento de romper con lo que desde su posición de superioridad se llama verdad. A sabiendas de que esa verdad no es más que una excusa para mantener el estatus quo, o consolidarlo. Al lector se le plantea el dilema moral de evaluar sobre dos crueldades. La una absolutamente inevitable y la otra como pérfida obra de destrucción donde la voluntad de destruir priva respecto de cualquier otra consideración.
No desvelo nada si transcribo el modo en que se inicia la novela, como una cita:
No soy vicioso. Como no es viciosa el águila que acecha a su presa desde las alturas o el lobo que despedaza una oveja separada del rebaño. No soy vicioso: solo tengo hambre.
Y en otro instante se hace explícito el sentimiento que me crecía mientras lo leía con ansiedad: "¿Puede un león dejar de matar?", se pregunta el propio Marco Tuccio. ¿No está en su propia esencia de león alimentarse de otros animales?, me pregunto a mí mismo. Tendemos a pensar –yo el primero- que los vampiros y otros monstruos al uso y al desuso son especímenes crueles y caprichosos a los que hay que exterminar. Obviamente hay que exterminarlos, en tanto en cuanto son nuestros enemigos, pero pensar que son crueles o que son siempre crueles, cuando está en su esencia alimentarse de sangre humana, es introducir una estimación moral, donde sólo hay fuerza instintiva, donde sólo hay destino, donde la voluntad tiene poco que hacer. Así, estos seres a priori repugnantes, cumplen con su existencia, como cuando nosotros al alimentarnos no entramos en consideraciones morales sobre el dolor que habremos generado a otro ser vivo. Sin embargo, en un momento determinado se chocan con el entramado humano de crueldad sin sentido, violencia gratuita, intolerancia asfixiante. Tanto Marco como Appio en diferentes momentos de su existencia inevitablemente imperecedera, se mezclan en exceso con la estirpe humana. Tampoco lo pueden evitar, pues somos su alimento, ambos nacieron al mundo como seres humanos, en concreto militares romanos, y por tanto conocen bien nuestros sentimientos que en parte aún albergan. Esta convivencia con los humanos deviene en el choque con la intolerancia que causa el integrismo religioso. Es en este punto en el que el lector se ve abocado a tomar una postura, o, al menos, reflexionar sobre el asunto.
Nos asustan (me asustan) nos repugnan (me repugnan), los monstruos y el abismo que representan, esos miedos ancestrales que se esculpen en nuestra conciencia de humanos. Pero a mi modo de ver, es más repugnante y dañino el sentido profundo de exterminio que siempre ha tenido y sigue teniendo nuestra especie. Una determinación animal y atávica que tiende a la destrucción de lo que no se comprenda, de lo que sea diferente a nuestros pensamientos y creencias y de lo que amenace la supremacía de unos grupos o creencias, sobre todo cuando se trata de erradicar yugos que oprimen la libertad del individuo en cualquier ámbito: intelectual, espiritual y corporal.
No puedo ni debo decir mucho más, porque decir cualquier cosa, sería decir demasiado sobre la peripecia concreta de la novela, y cualquier lector podría acusarme de haberle destripado la obra. La novela está aún caliente. Su presentación se produjo en Tenerife el pasado día 30 de marzo, por tanto es probable que haya sido leída por muy pocos lectores, y en su consecuencia, desde aquí sólo puedo esperar que mis palabras sirvan para despertar la curiosidad del lector. Un lector que se encontrará con una historia en que se mezclan todos los sentimientos y pulsiones humanas, una historia en que la vigorosa, ágil y decidida pluma de Ana Joyanes Romo no tiembla al describir un asesinato, una muerte, un encuentro erótico, una escena de ternura, una escena de nigromancia, una puesta de sol, un amanecer, un sentimiento de angustia, la desolación profunda de las almas, un momento de destrucción, unos angustiosos instantes de tortura, una narración donde no hay descanso, donde lo que se cuenta tiene poco o nada de accesorio. Una historia, en fin, en que el lector revive la potencia de esas historias que desde siempre atrapan e hipnotizan porque en ellas se transplanta lo fundamental de la existencia: muerte, odio, venganza, dolor, miedo, ambición, traición, pasión, magia, ternura, y amor…, sobre todo amor, un amor desmedido y desgarrado, un amor que la portada avanza.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Ana Joyanes Romo: "Lágrimas mágicas"

Ana Joyanes Romo. Foto tomada del blog 7 Plumas
Sobre el enlace al blog, podréis conocer un poco mejor a la autora


Cuando el libro me llegó a casa, Ana había adjuntado una nota en la que, casi en tono de disculpa, comentaba que quizá este tipo de literatura no era mi preferido y, por ello, a lo mejor (a lo peor) no me gustaría.
Lágrimas mágicas, por dejarlo claro desde la primera línea, es un libro que se puede encuadrar dentro del ámbito de la llamada literatura fantástica, pero esto sólo es una tapadera. Y también por dejarlo claro desde el principio, me ha gustado. Y me ha gustado porque maneja con sencillez el lenguaje, porque es directo, pero, sobre todo, porque se nota mucho que la autora ha disfrutado con su escritura, y transmite al lector semejante goce.
Decía más arriba que Lágrimas mágicas pertenece al género de la literatura fantástica, pues sus protagonistas son elfos, suelfos, gnomos, hadas, trolls, trasgos, un dragón, un gato montés que habla, y algunos humanos. Todos ellos forman parte de un mundo que no es muy distinto al que conocemos y las diferencias vienen determinadas, precisamente, por los diferentes tipos de miradas que arrojan sobre él los protagonistas.

Portada del libro

Pero también decía más arriba que, en realidad, Ana Joyanes Romo se ha servido de este género como una tapadera. A ella le interesa poco, o nada, la literatura fantástica. La autora en realidad a lo que se dedica es a inspeccionar el interior de los corazones, a rebuscar en ellos las esencias que determinan la humanidad o no de los sentimientos. Y es que casualmente todos los protagonistas (da igual al grupo al que pertenezcan) son tremedamente humanos. La escritora no se molesta en investigar sobre ritos esotéricos, ni plantea pócimas mágicas, ni transcribe conjuros, ni alardea de poderes especiales: si hasta las tres hadas acaban agotadas cuando tienen que suavizar la caída de la cuna de Paula/Stella sujetando unas cintas, si hasta el dragón sufre heridas en una batalla aérea...
A la hora de la verdad, siempre he me ha gustado la literatura cuyo verdadero norte es el ser humano. (Repito, la que me gusta, no la que sea considerada mejor o peor, aunque la mejor suele cumplir esta condición). Y en Lágrimas mágicas es lo que más se encuentra. Como todo buen libro de literatura fantástica (y no ánotaré títulos para que la atención no se desvíe en cuestiones sobre las que no he hablado), lo importante no son las diferentes especies a las que pertenecen sus protagonistas, humanos, elfos, gnomos, hadas, trolls, suelfos, trasgos..., sino el tono en el que late su corazón y hacia qué horizonte transita cada uno. En el fondo, como siempre ha sucedido en la literatura, hablamos de miedo y de ambiciones, de odios y de amores, de valentía y de prejuicios, de poder y de servicio, de verdad y de mentira, en fin todos los ingredientes que forman la vida humana. Pero todos estos ingredientes no se diseminan por las páginas de un libro como si fueran entes abstractos, se hacen carne en los personajes que cobran vida y se elevan ante nuestras miradas. Y quizá sea ésta una de las atracciones que la literatura, la buena literatura, ejerce sobre los humanos lectores: contemplarse en otros retratos, seguir la vida (o uno de sus pedazos) de otros seres que tanto se parecen a nosotros mismos.
Lágrimas mágicas es un libro de fácil y amena lectura, pequeña extensión y honda arquitectura. La escritora ha construido con solidez un edificio perfectamente habitable para quien quiera demorarse unas horas en su lectura.