Los dos, tendidos sobre la hierba, vestidos, se miran a la cara entre los tallos delgados: la mujer le muerde los cabellos y después muerde la hierba. Entre la hierba, sonríe turbada. Coge el hombre su mano delgada y la muerde y se apoya en su cuerpo. Ella le echa, haciéndole dar tumbos. La mitad de aquel prado queda, así, enmarañada. La muchacha, sentada, se acicala el peinado y no mira al compañero, tendido, con los ojos abiertos. Los dos, ante una mesita, se miran a la cara por la tarde y los transeúntes no cesan de pasar. De vez en cuando, les distrae un color más alegre. De vez en cuando, él piensa en el inútil día de descanso, dilapidado en acosar a esa mujer que es feliz al estar a su vera y mirarle a los ojos. Si con su piel le toca la pierna, bien sabe que mutuamente se envían miradas de sorpresa y una sonrisa, y que la mujer es feliz. Otras mujeres que pasan no le miran el rostro, pero esta noche por lo menos se desnudarán con un homb...