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viernes, 9 de abril de 2010

Pulga de Pablo Albo


De pequeño debí ser terrible. Siempre que íbamos al mercado me ponía pesadísimo:
-¡Yo quiero una mascota! ¡Yo quiero una mascota!

Un día mi madre, harta de mis llantos, de mis gritos y de mí, cogió un huevo:
-Toma, para ti. Pero tienes que cuidarlo mucho, es muy frágil. Acabas de adquirir una gran responsabilidad. Se llama Charly.
Me pilló de improviso. Yo me refería a los conejos enjaulados que no se dejaban tocar cuando metías el dedo entre los barrotes, pero me conformé. Creo que fueron las palabras graves y solemnes de mi madre “una gran responsabilidad” y el hecho de que tuviera nombre lo que me convenció.
A pesar de que no era muy divertido, lo traté con cariño. Intenté enseñarle a acudir cuando lo llamaba, sin éxito aparente. Lo acaricié a menudo y lo tapé bien con una mantita por las noches. Mis padres me miraban preocupados.
Un día desapareció. Yo estaba castigado por cortar la ropa de cama para hacerle mantitas a Charly y no pude buscarlo fuera de mi habitación. Mi tristeza era infinita.
Odié a mi madre hasta que mostró indulgencia. Qué buena persona, a pesar de que me había castigado ella misma, para consolarme me trajo a la habitación aquella noche una tortilla francesa que estaba riquísima.


Pablo Albo
en 101 pulgas
libro aún inédito.

martes, 23 de febrero de 2010

Aire Nuestro


Me encantaba Raquel Welch, cuántas veces le soplé en el sexo cuando tomaba el sol desnuda en las playas de Miami. Ella se creía que era el maravilloso viento del Atlántico, pero era yo, Ernesto Guevara, el fantasma solitario, dando vueltas por el mundo, por la realidad del mundo. Le soplaba el sexo y el cabello, y las piernas, y ella sentía una gran felicidad, se sentía plena, radiante. Raquel era un arquetipo. Raquel era como la madre de la Humanidad, el gran sueño, la gran dignidad, o algo así. Verla desnuda ha sido una de las cosas más hermosas de esta estresante vida de ultratumba. Y lo más increíble: guardaba sus hermosos pechos en una camiseta con mi efigie. Detrás de mí, iban los pechos más perfectos de la creación.

Manuel Vilas
en Aire nuestro.
Alfaguara.

sábado, 25 de abril de 2009

La carretera


Empezaron a encontrar junto a la carretera algún que otro pequeño mojón de piedras. Eran señales en idioma gitano, pateranes perdidos. El primero que veía en bastante tiempo, comunes en el norte a medida que salías de las ciudades saqueadas y exhaustas, mensajes sin esperanza para seres queridos desaparecidos o muertos. Todas las provisiones de comida se habían agotado ya y el asesinato reinaba en la región. El mundo al poco tiempo poblado mayormente por hombres que se comían a tus hijos ante tus propios ojos y las ciudades en poder de bandas de atezados saqueadores que abrían túneles en las ruinas y salían reptando de los escombros blancos de dientes y ojos con bolsas de malla repletas de latas chamuscadas y anónimas como compradores salidos de los economatos del infierno. El blanco talco negro barría las calles cual tinta de calamar desparramándose por un lecho marino y el frío se pegaba al suelo y oscurecía temprano y los carroñeros al pasar con sus antorchas por los escarpados desfiladeros dejaban en la ceniza hoyos como de seda que se cerraban silenciosamente a su paso como ojos. En las carreteras los peregrinos se derrumbaban y caían y morían y la tierra yerma y amortajada iba rodando hasta el otro lado del sol y regresaba sin dejar huella y tan inadvertida como la trayectoria de cualquier mundo hermano sin nombre en las inmemoriales tinieblas de más allá.

Cormac McCarthy
en La carretera
Círculo de lectores/Mondadori

sábado, 27 de diciembre de 2008

Luis Levante: Enterrados

Ahora sólo escuchaba el silbido del viento que levantaba enormes nubes de polvo. Le dolía todo el cuerpo, pero su mente iba recuperando la lucidez. Tumbada sobre el suelo no podía ver a sus perseguidores, de manera que tampoco ellos la tenían a la visa. Movió un poco el cuerpo y se palpó la espalda sin incorporarse. No tenía sangra ni heridas: la bala había pasado de largo. Casi instintivamente se apretó contra el suelo y comenzó a excavar con las dos manos. La arena estaba muy blanca, y el viento ayudaba en la tarea. Ella misma se sorprendió de la rapidez con que había empezado a funcionar su mente. Poco a poco comenzó a cavar también con los pies, con las piernas, con todo el cuerpo. En pocos minutos había hecho un hueco considerable en la arena. Se dio la vuelta, dentro del agujero, y comenzó a taparse con la tierra. Se colocó la melfa sobre la cara y fue cubriéndola también con mucha dificultad. El viento hizo el resto. Al cabo de un rato quedó totalmente enterrada, con el rostro apenas a unos centímetros de la superficie. Podía escuchar muy bien el sonido del viento e incluso, cuando cambiaba la dirección, le llegaban las palabras de Le Monsieur y de sus hombres.

Aza había escuchado muchas veces a sus mayores contar historias de la guerra. A base de oírlas dejó de prestarles atención, pero nunca las olvió del todo. Fueron muchos los saharauis que en la década de los setenta habían pasado de pastores a guerreros y habían rescatado las formas de guerra de sus antepasados. En las emboscadas a los marroquíes, los saharauis utilizaban con frecuencia la técnica del enterramiento. El tío de Aza le contó muchas veces cómo, enterrado en la arena, había sentido un carro de combate enemigo que pasaba por encima de él. Pero había que tener mucha sangre fría; eso también lo dijo muchas veces su tío. Aza intentó recordar aquellas historias mientras permanecía enterrada. Ahora se arrepintió de no haber estado más atenta, o de no haber reconocido la utilidad de aquella técnica de guerrilla.

El corazón se movía en su pecho como una bomba a punto de reventar. Aza sabía bien que su peor enemigo eran los nervios. Trató de pensar en cosas agradables. Pensó en su hijo, en su madre. Recordó el Malecón de La Habana, con aquellos coches antiguos que lo cruzaban milagrosamente. El viento del desierto se fue pareciendo al viento del Caribe que estrellaba las terribles olas contra las piedras del Malecón. Pensó en el día de su boda. Respiraba con dificultad, pero poco a poco se fue tranquilizando; hasta que sus pensamientos se confundieron con las voces de aquellos hombres despreciables que creían haberla matado.

Luis Leante
en Mira si yo te querré.
Alfaguara.