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miércoles, 2 de mayo de 2012

De Todas las almas página 154 edición de bolsillo

Autorretrato con brazos alzados. Egon Schiele

Todo lo que nos sucede, todo lo que hablamos o nos es relatado, cuanto vemos con nuestros propios ojos o sale de nuestra lengua o entra por nuestros oídos, todo aquello a lo que asistimos (y de lo cual, por tanto, somos algo responsables), ha de tener un destinatario fuera de nosotros mismos y a ese destinatario lo vamos seleccionando en función de lo que acontece o nos dicen o bien decimos nosotros mismos. Cada cosa deberá contarse a alguien -no siempre el mismo, no necesariamente-, y cada cosa va poniéndose aparte, como quien ojea y aparta y va adjudicando futuros regalos una tarde de compras. Todo debe ser contado una vez al menos, aunque, como había dictaminado Rylands con su autoridad literaria, deba ser contado según los tiempos. O, lo que es lo mismo, en el momento justo y a veces nunca más si ese momento justo no se supo reconocer o se dejó pasar deliberadamente. Ese momento se presenta a veces (las más) de manera inmediata, inequívoca y apremiante, pero muchas otras veces se presenta sólo confusamente y al cabo de lustros o decenios, como sucede con los mayores secretos. Pero ningún secreto puede ni debe ser guardado siempre para todo el mundo, sino que está obligado a encontrar al menos un destinatario una vez en la vida, una vez en la vida de ese secreto. 
Por eso algunas personas reaparecen. 

Por eso nos condenamos siempre por lo que decimos. O por lo que nos dicen.

Javier Marías
en Todas las almas.
Debolsillo.

martes, 6 de octubre de 2009

Fragmentos de Memorias de mis putas tristes

Foto de Lucien Clergue

Pequeña, frágil, desnuda y vuelta de espaldas contra la pared. Así la vio cuando entró al cuarto del lenocinio, apenas iluminado por la luz que se colaba por la ventana. A sus noventa años, nunca había visto nada igual. Había pagado una fortuna por desflorarla, y ahora pagaría si pudiera con su vida por sólo verla dormir y tocarla apenas con las palabras, mientras su respiración de niña arrullaba plácidamente su desolada vejez. Sólo deseaba amarla en silencio y caer doblegado ante la fuerza de un destino imprevisto y otoñal.

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Desde entonces la tuve en la memoria con tal nitidez que hacía de ella lo que quería. Le cambiaba el color de los ojos según mi estado de ánimo: color de agua al despertar, color de almíbar cuando reía, color de lumbre cuando la contrariaba. La vestía para la edad y la condición que convenían a mis cambios de humor: novicia enamorada a los veinte años, puta de salón a los cuarenta, reina de Babilonia a los setenta, santa a los cien. Cantábamos duetos de amor de Puccini, boleros de Agustín Lara, tangos de Carlos Gardel, y comprobábamos una vez más que quienes no cantan no pueden imaginar siquiera lo que es la felicidad de cantar. Hoy sé que no fue una alucinación, sino un milagro más del primer amor de mi vida a los noventa años.
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Siempre había entendido que morirse de amor no era más que una licencia poética. Aquella tarde, de regreso a casa otra vez sin el gato y sin ella, comprobé que no sólo era posible morirse, sino que yo mismo, viejo y sin nadie, estaba muriéndome de amor. Pero también me di cuenta de que era válida la verdad contraria: no habría cambiado por nada del mundo las delicias de mi pesadumbre. Había perdido más de quince años tratando de traducir los cantos de Leopardi, y sólo aquella tarde los sentí a fondo: Ay de mí, si es amor, cuánto atormenta.

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-¿Crees que ella estará de acuerdo?
-Ay mi sabio triste, está bien que estés viejo, pero no pendejo -dijo Rosa Cabarcas muerta de risa-. Esa pobre criatura está lela de amor por ti.

Salí a la calle radiante y por primera vez me reconocí a mí mismo en el horizonte remoto de mi primer siglo. Mi casa, callada y en orden a las seis y cuarto, empezaba a gozar los colores de una aurora feliz. Damiana cantaba a toda voz en la cocina, y el gato redivivo enroscó la cola en mis tobillos y siguió caminando conmigo hasta mi mesa de escribir. Estaba ordenando mis papeles marchitos, el tintero, la pluma de ganso, cuando el sol estalló entre los almendros del parque y el buque fluvial del correo, retrasado una semana por la sequía, entró bramando en el canal del puerto. Era por fin la vida real, con mi corazón a salvo, y condenado a morir de buen amor en la agonía feliz de cualquier día después de mis cien años.

Gabriel García Márquez
en Memoria de mis putas tristes.
Círculo de lectores