Hace aproximadamente 4.560 millones de años, en el interior de una región de gas y polvo interestelar situada en la periferia del brazo espiral de una galaxia común, y por causas aún no muy bien conocidas -la exploxión de una supernova cercana, el paso de otra estrella, o mareas gravitatorias de la propia Galaxia-, una parte de esta nebulosa comenzó a condensarse. Por efecto de la creciente gravedad debida a la acumulación de masa, aumentó su presión y temperatura, generándose de este modo las condiciones necesarias para que se produjese energía en su interior fruto de reacciones termonucleares. Se había formado una protoestrella: nuestro primitivo Sol. A su alrededor, y girando en forma de un inmenso anillo, otras acumulaciones de materia, restos de la misma nebulosa primordial, también se aglomeraron en lo que algún día serían los planetas. Con el tiempo, la fuerza fundamental que rige la evolución del Universo, la gravedad, fue decantando, limpiando y condensando estos mundos y el espacio entre ellos, conformando lo que en la actualidad los habitantes presuntamente inteligentes de uno de estos cuerpos denominamos Sistema Solar.
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